A Toto ya le urgía iniciarse en el sexo.

Por eso aquella respuesta de “espérate tantito” por parte de esa joven caderona sólo lo hacía desesperar más.
Hacía unos días esa muchacha, de nombre Chabela, les había prometido a él y a su amigo Quique que los desvirgaría, y desde ese día sus ansias sexuales los consumían. Sus espermas hervían al borde del desparrame absoluto; anhelaban ser expulsados hacia aquel sumidero natural ubicado en medio de esos mofletes de nutrida carne.
Esas amplias nalgas bien podrían considerarse las puertas al mismísimo paraíso para cualquier hombre, pero lo eran más para un chico virgen que ya le andaba por dejar de serlo.
—¿Y si solo nos está tomando el pelo, Toto? —dijo Quique, tirado en el sofá de su sala, abanicándose con una revista—. Esa vieja nomás está jugando con nosotros. A mí se me hace que nunca pasará nada. Pinche vieja mentirosa.
Toto, sentado en el suelo con una lata de refresco, negó con la cabeza.
—No, Chabela no es así.
Toto la defendía. Le dolía que su camarada hablara así de ella, pero, en su interior, no sabía a ciencia cierta si aquella estaría sólo jugando, o si la cosa si iba en serio.
Pero sí iba en serio. Tanto que, en un calendario, la joven tenía señalada una serie de días con marcador, y el primero de ellos sería el gran día (o mejor dicho, la gran noche) para los chicos.
Y ésta al fin llegó.
—Ah, no manches. Yo ya no le creo —le dijo, muy desconfiado, Quique a Toto.
—Güey, ¿por qué mentiría? Dijo que esta noche ya seguro. Que luego de que se acostaran tus papás subiéramos a su cuarto.
Pese a la incredulidad expuesta, Quique acompañó a Toto a la cita nocturna. La luz estaba encendida; eso podía verse por la hendidura debajo de la puerta. Ambos sintieron vuelcos en el estómago.
Como siempre, Quique, cohibido, se negó a actuar, así que Toto fue quien tocó.
Chabela les abrió.
—Hola, pásenle —dijo la chica, conminándolos a entrar a su cuarto.
Ella vestía una camiseta ombliguera, que dejaba su abdomen al descubierto, y unos shorts de tela muy delgada que llenaba con sus voluptuosas carnes, como si tuviera intención de reventarlos con la corpulencia de las mismas.
Toto ingresó excitado, mientras que su amigo Quique se le notaba nervioso. En su interior aún temía que aquello pudiera ser una trampa. Se imaginaba que sus padres aparecerían en cualquier momento, quizás advertidos previamente por Chabela.
Pese a sus temores, una vez que se cerró la puerta detrás de ellos...
—Así que... ¿Quieren ver mis senos? —cuestionó Chabela, y se deshizo de la camiseta descubriendo así sus pechos bien formados, y prometedores de placeres más allá de lo que la imaginación de aquellos chamacos pudiera concebir.
Los chicos salivaron como perros hambrientos ante prometedora carne.
Y ella se les acercó ofreciéndoles teta. Los abrazó de tal manera que a cada uno le correspondió una de las rebosantes mamas. Mamaron con el deseo natural de cualquier bebé necesitado de leche.
Posteriormente, Chabela, tomando la mano del nervioso Quique, hizo que le tocara su hendidura por debajo de su short y por en medio de la tupida pelambrera. El impetuoso chamaco por poco se vino al sentir aquella suave textura. Y tuvo que contenerse de tal manera que hasta le dolieron los “huevos”.
Toto, por su parte; cuando Chabela le llevó la mano de la misma forma que a su amigo; ni tardo ni perezoso aprovechó para introducirle un dedo, calando la textura, humedad y temperatura del área. Luego, por propia iniciativa, utilizó su otra mano para sopesar las bien formadas mamas de la muchacha. Ya tenía tiempo que el chico quería saber cómo se sentían aquellas delicias femeninas; sentir su suavidad, su forma, su peso. Y fue algo que le hizo poner una cara de embeleso que a la chica provocó ternura, por lo que no se resistió a plantarle un beso.
Para retirarse la parte inferior de su ropa, Chabela le dio play a su grabadora para que ésta reprodujera la cinta de La Sonora Tropicosa, que tenía en su interior. Fue al ritmo de esta música que por fin se desnudó, mostrando a los jóvenes toda la belleza de su cuerpo.
Así vieron por primera vez a una mujer desnuda frente a ellos.
Luego de aquel sensual baile, la chica se les acercó y a cada uno les abrió la bragueta y les bajó el calzón para sacarles el miembro. Ambas astas de carne vislumbraron el techo con su venoso “cuello” totalmente erecto.
—Así que quieren que los estrene —dijo sin tapujos Chabela, a la vez que se sentaba en medio de ellos, sobre la cama, y los manueleaba a dos manos.
En sus pueriles rostros los jóvenes exhibían el placer experimentado. Eso sí era una chaqueta a dos manos que ambos podían disfrutar. Incluso uno y otro se sonrieron, probablemente recordando el incidente pasado, cuando unos de ellos sugirió que se hicieran una manuela a mano intercambiada; según para que sintieran más rico. Esto por poco acaba con su amistad. Pero ahora ya quedaba como una vieja anécdota de la que podían reírse.
Las dos vergas comenzaron a babear jugo pre-eyaculatorio por sus “bocas”. La chica dejó de manuelearles para inclinarse sobre el falo de Toto y metérselo en su boca. Lo chupó dejándoselo bien ensalivado.
Toto cerraba los ojos extasiado al ser mamado por aquella chica que había inspirado sus diarias chaquetas. Quique miraba pasmado la acción que le practicaban a su colega. Las succiones le brindaban tal placer al joven que a momentos parecía llegarle la eyaculación, según podía vérsele en el rostro; pero supo aguantar.
Isabel se reincorporó sabedora de la fuerza de voluntad mostrada por el chico para no venírsele. En reconocimiento a esto lo besó. Toto aceptó ese beso ensalivado; aunque mientras sentía el aliento que emanaba de la chica pensó en que aquella boca acababa de envolver su pene. Tuvo una sensación extraña al ser consciente de ello.
Al despegarse los labios, ambos se sonrieron cómplices. Toto miró a su amigo quien los veía como un niño que quería de lo mismo. Quique quería participar en ese juego. Isabel se giró y procedió.
Toto no pudo evitar sentir cierto celo, pues la atención de la muchacha fue dirigida a Quique. Ella se inclinó a su regazo, pero, estando a punto de meterse su verga en la boca...
...SE ESCUCHARON GOLPES EN LA PUERTA!!!
A los muchachos se les bajó la excitación de sopetón. En la mente de Quique apareció la imagen de sus padres.
El chico miró a su compañero con una expresión de: “¡Carajo, Toto, ya ves, te lo dije!”. Pero no pudo emitir palabra.
—¡Métanse al ropero! ¡Órale, deprisa! —ordenó la chica.
Los dos chicos obedecieron a Isabel, no les quedaba de otra. En el cuartito no había mucho lugar dónde esconderse. Como sea cupieron en el estrecho escondite.
Chabela, por su parte, se puso un camisón mientras aún insistían los golpes a su puerta.
—¡Ya voy!
Las puertas del ropero no cerraban del todo, Toto y Quique las sostenían por dentro para que no se abrieran. Esto, no obstante, les permitió ver lo que pasaba allá afuera, por medio de la abertura que quedaba.
Chabela abrió, y Fernando; el padre de Quique; fue quien entró.
—Ya ves, te dije... te dije que era una trampa. Seguro que les avisó a mis papás... —reclamó Quique.
—Shsss... cállate —ordenó Toto, para que su amigo guardara silencio.
Toto miró atentamente.
Ninguno sabía qué iba a pasar, y, a decir verdad, ni se lo hubieran imaginado:
—Sé que me dijiste que hasta mañana, pero ya no aguanto.
Y el barbudo hombre se le fue encima a la chamaca. Fernando besó a Chabela con tal intensidad que parecía que se la quería comer de un bocado. Su barba y su incipiente calvicie hicieron más patente la diferencia de edades. Aquella era tan sólo una chiquilla a lado de aquél, ya padre de familia.
Como Chabela sólo se había cubierto con su camisón para abrir la puerta, a Fernando le fue muy fácil desvestirla nuevamente. Así, encueradita, las carnes de la muchacha temblaron mientras el hombre la llevaba hacia la cama.
Toto y Quique se miraron en la penumbra de su escondite. A estas alturas ya sabían lo que estaba por suceder ante su vista: el papá de Quique se chingaría a Chabela.
Quique apretaba los puños. Estaba rojo de rabia, sus ojos reflejaban su desesperación. Su papá estaba por serle infiel a su propia madre. Además, iba a fornicar con la chica que casi lo desvirgaba. La sola idea de ello le parecía grotesca.
Sabía que podía detenerlo, todo era salir de su escondite. Pero no se atrevió. Sólo se quedó ahí parado, viendo, con aquella expresión de desespero. Toto, por su parte, aunque comprendía la angustia exhibida por su amigo, decidió no intervenir. Quería ver qué ocurriría. Aunque deseaba y amaba a Chabela, en su interior, quería ver cómo se la cogía aquel “viejo”, padre de su amigo.
¿Eso era una traición hacia su amigo, hacia sí mismo, hacia el amor que tenía por Chabela? Quizás, pero lo cierto es que un placer morboso lo dominaba, motivándolo a mirar en secreto.
Así, ambos chamacos atestiguaron como el padre de uno de ellos le metía su badajo de carne a Chabela, la chica a quien tanto deseaban.
La verga de Fernando, así como entró, salió y volvió a entrar numerosas veces. Frente a los atónitos ojos de su propio hijo y de su amigo, el hombre la bombeó fuerte y bonito. Como si estuviera dándoles clases a los jóvenes pubertos de cómo debía de hacerse, de cómo se debía penetrar a una mujer, aunque él ni sabía de su presencia. Fue así que los chicos vieron a ese hombre penetrar a la musa de sus chaquetas, robándoles la oportunidad; sin que cualquiera de ellos se animara a intervenir para detener tal acto.
Lejos de hacerle el amor a la muchacha, Fernando se apareó con ella bestialmente. La bombeó de “a perrito”; boca abajo y de costado. La escena era por demás cachonda: Un hombre maduro pero fibroso, moviendo la pelvis vigorosamente de atrás a adelante, penetrando a aquella chamaca de fabuloso culote. Como si en cada bombeada le inflara aún más aquellos hinchados cachetes traseros. Esas posaderas eran toda una maravilla a la vista, y estaban siendo constantemente nalgueadas por su penetrador.
Los muchachos tuvieron que aguardar hasta que Fernando se sació descargándose en la muchacha.
Poco después, se fue.
Entonces Toto y Quique salieron de su escondite. Ambos se veían afectados por lo que habían visto. Quique tenía los ojos llorosos y una expresión de desconsuelo que le afectaba la cara. A Toto, sin embargo, se le veía diferente.
—¡¿Cómo pudistes?! ¡Es mi papá! —reclamó Quique con el chillido agudo de un niño.
—Pero si fue tu papá el que me... —respondió la chica, a la vez que hacía un ademán de mete y saque.
—¡Pero tú lo dejastes! —insistió Quique en tono de pueril berrinche, y parecía que estaba a punto de romper en llanto.
—Miren, no pasa nada. Además, yo sigo dispuesta a cumplirles, así que... ¿quién sigue? —dijo Chabela y se abrió de piernas.
Ambos chicos miraron sin poderlo evitar. Los dedos de la mujer separaban sus labios vaginales, exponiendo así su chorreante gruta. De ella brotó un néctar blanco. La sustancia viscosa que su papá hacía poco había ahí depositado.
Ver que aquella brotaba de la hendidura le provocó tales nauseas a Quique que apenas si le dio tiempo de salir del cuarto para vomitar. Sus arcadas se escuchaban mientras que Toto y Chabela se miraban en silencio.
Sin hablarse, se decían mucho con la mirada.
—Entonces ¿qué? —dijo al fin Chabela.
La chica se giró sobre la cama para quedar apoyada sobre sus cuatro extremidades. En tal postura se abrió de nuevo la caldosa vulva con ambas manos, parando su trasero hacia el chico, como ofrendándoselo.
—¿Le vas a entrar, sí o no? —le retó a Toto.
Éste se quedó boquiabierto.
—¡Toto, vámonos! ¡Ya vámonos! —gritó su amigo desde afuera, a la vez que se limpiaba la boca.
Toto volteó y miró a Quique, luego volvió a mirar el impactante cuadro que Chabela le ofrecía. La panocha seguía escurriendo.
El chico se dirigió hacia Quique y le cerró la puerta justo frente a su cara. Esta vez puso el seguro.
—¡Toto! ¡Totooo! —le gritó su amigo desde fuera, con tono de arrebato infantil sintiéndose imposibilitado.
Estaba decidido. Por primera vez en su vida, Toto había tomado una decisión como hombre, es decir, una decisión que, a pesar de sus repercusiones; incluso a riesgo de perder su amistad con Quique; estaba dispuesto a seguir.
Los gritos del pueril joven seguían escuchándose afuera mientras Toto veía hacia las puertas del mismísimo paraíso: Esas nalgas globulares; esos muslos carnosos; esos húmedos labios vaginales, y esa caverna inyectada de semen. Secreción que le hubiesen introducido hacía tan sólo unos minutos a la chica, y que aún le escurría a la muy ofrecida.
Pese a que la esencia de otro hombre inundaba esa vagina, el chico procedió. Sin más dudarlo, Toto se sacó el pene totalmente erecto. Éste exhibía líquido pre seminal en la punta, a manera de lubricante natural preventivo. Tal falo anhelaba sentirse envuelto en esa prometida suavidad y calidez de mujer. Lo ansiaba experimentar desde hacía tanto.
Al acercarse a la hembra, el chico alcanzó a oler el rastro que el otro hombre había dejado ahí mismo. ¡Olía fuerte! Una corriente de sensaciones le atacó.
En parte aquello era repulsivo, como el sabor del primer sorbo que se da a una cerveza en la vida, o la primera calada a un cigarrillo, pero a la vez le era incitador. Tenía algo de excitante meter el falo, en dónde otro hombre acababa de estar, quién, sin saberlo, se lo había dejado calientito y jugoso al núbil chamaco.
Y así, húmeda; apretada; cálida y suave, fue la bienvenida que Toto recibió al mundo de los hombres. La cabezona punta de su hombría penetró; resbaló; se hundió, por primera vez en su vida, en aquel estrecho túnel, y, desde ese momento, Toto dejó de ser un chiquillo.
Muy en contraste estaba su amigo, quien desde afuera del cuarto gritaba:
—¡Toto, Toto... no chingues! —a la vez que pateaba la puerta metálica del cuarto de Isabel.
Quique aún lloriqueaba como un crío por haber visto a su padre siéndole infiel a su madre. Toto, sin embargo, no dejaba de penetrar a Chabela. Le afectaba escuchar a su amigo sufrir, pero bien sabía que el ser testigo de una infidelidad entre tus padres sólo debe superarse madurando. Quique tenía que dejar de ser un niño, por lo menos si quería disfrutar la vida como un hombre. Por ello lo dejó chillando como un chiquillo, mientras él hacía lo que debía hacer un hombre.
Así se dejó llevar por la eroticidad del momento y, con suavidad; dándole valor a la experiencia, es decir, yendo despacio; entraba y salía de Chabela. Chabela, aquella mujer a quien le dedicara tantas chaquetas, ahora se convertía en la receptora de su tiesa carne.
La suavidad de esas nalgas le parecía de ensueño al inexperto muchacho, quien las tocaba con ambas manos siéndoles inabarcables. Eran tersas, delicadas, morenas. Y para la complexión de Toto, en comparación, le eran enormes. Fue notorio desde el principio que la chamaca, a pesar de que no le llevara muchos años, estaba más desarrollada en físico, en especial en amplitud de caderas.
—Están enormes.
—¿Qué? —preguntó la chamaca.
Toto se quedó por un breve momento en silencio. Se sintió raro; en otro momento nunca se hubiera atrevido a comentar algo así, sin embargo...
—Tus nalgas —dijo al fin.
—Gracias — dijo Chabela mientras lo volteaba a ver.
Y se sintió otro. En ese instante tuvo la plena consciencia de ser otro. Lejos estaba de aquel chico puberto, Toto ya era un hombre. Uno que no sólo era capaz de penetrar a una mujer, sino que podía sostenerle la mirada, viéndola a los ojos, platicando con ella mientras entraba y salía de su vagina, como la cosa más normal.
La cópula con el joven fue muy distinta a la que Chabela realizó con Fernando. En esa había dominado el brío de hombre recio, la necesidad del desahogo masculino que no busca más que su satisfacción. Aquél sólo se quería saciar, Toto, en cambio, le hacía el amor.
Así estuvieron un buen rato, disfrutándose mutuamente; cogiendo suavecito pero constante. Copulando rico, delicioso.
Pero llegado el momento, Chabela batió el culo con sensualidad, con entrega. Se lo repegó al pubis tantas veces y con tal pasión que lo hizo eyacular de inmediato. Así se mezclaron los espermas de Toto con los del papá de su amigo. Ambas simientes nadaron en el mismo pozo de placer. Y Toto se halló en el mismísimo paraíso.
Había cumplido con el máximo propósito de la vida y ésta lo recompensaba con esa sensación placentera, pero aún no lo sabía. Simplemente lo disfrutaba.
Por unos minutos ambos jóvenes descansaron acostados, uno al lado del otro, en aquella cama que permanecería en el recuerdo de Toto por tantos años. Todo ello quedaría marcado en su memoria: el olor, la calidez del cuerpo femenino a su lado, la mano que se entrelazaba con la suya propia, y las caricias. Aquellas caricias con que Chabela le hizo levantar la erección nuevamente en unos cuantos minutos. Nunca antes le habían acariciado los testículos, y aquellos roces con las yemas de los dedos que la chica le hizo fueron sumamente deliciosos.
Notándolo erecto, Chabela se incorporó y, con el debido cuidado y habilidad, se lo insertó, dejando descansar su peso en el vientre de Toto. Éste la recibió tomándola de las nalgas, queriéndole brindar el mejor de los asientos.
El peso era considerable para el chico. En sus fantasías no había considerado esto, lo que lo hizo aún más real. Por fin tenía a una mujer sobre él; una que se disponía a cabalgarlo como si de un potro se tratara.
La chica inició, balanceándose suavemente de adelante a atrás. Toto sintió un placer relajado, sin premura. Las manos del chico acariciaron la tersa piel de las nalgas y de las caderas; luego la tomó de la cintura acompañando el movimiento del vaivén.
En esa posición era ella quien guiaba la cópula, con suavidad y con cariño; con ganas de disfrutarlo de verdad. Casi como un divertido juego entre chicos de la misma edad. Chabela entrelazó sus manos con las de él y comenzó a balancearse como si estuviese bailando al ritmo de su amada Sonora Tropicosa, como si ésta estuviese amenizando el encuentro.
Luego el ritmo y la intensidad se incrementaron. El movimiento oscilatorio cambió a uno más trepidante, hasta prácticamente rebotar sobre Toto. Los pechos de Chabela hicieron lo mismo saltando de arriba abajo. Le parecieron al chico como dos globos de agua, y se divirtió viéndolos. Los altos aullidos demostraron la inminente llegada al orgasmo de la joven chica.
Aquellas nalgas machacaron el antes virgen abdomen del joven muchacho. Las patas de la cama chillaron por el constante castigo que se ejercía sobre ella. Las manos femeninas apretaron las masculinas.
Toto no aguantó más y soltó una nueva descarga de espermas al interior de la muchacha. Aquella panocha quedó repleta de esencia masculina.
La puerta del cuarto de Chabela por fin se abrió, y Quique, quien esperaba afuera con los ojos inyectados de furia, alzó la mirada.
Totó salió satisfecho; se sentía enamorado..., de Chabela, de la vida. Quique, por el contrario...
—¡¿Qué carajos, Toto?! —espetó—. ¡Te la tenías que chingar, ¿verdad?! ¡Después de todo lo que vimos!
—Es que... la amo.
—¡No me vengas con eso! ¡No mames! ¡Es una pinche puta!
Toto levantó el puño instintivamente y Quique reaccionó saltando hacia atrás. Pero Toto apretó la mandíbula, y, pese a sentir el calor subirle al rostro, se contuvo. Quique era su amigo, lo había sido por años.
—¡No chingues! ¡Vimos a mi papá con ella, Toto! ¡A mi papá! Y tú te quedastes como si nada. Te la cogistes como si nada, como si no te importara. ¿Qué chingados te pasa?
Quique, muy molesto, se alejó.
Mientras caminaba a su casa, Toto reflexionaba: ¿Realmente había actuado como idiota? Después de todo Quique también quería, y se la hubiera chingado de no ser... No debería juzgarlo. Él hubiera hecho lo mismo si no fuera porque estaba enojado con su papá. Pero... ¿Valía más una noche con ella que su amistad de toda la vida?
Aunque no fue sólo una noche. Chabela se lo siguió cogiendo otras ocasiones.
Toto se sentó, como tantas veces antes, en la banqueta delante de la casa de Quique, pero cuando éste salió lo evitó como si no lo viera. Su amistad había terminado, ya ni le hablaba.
Chabela, en cambio, fue a sentarse junto a él como otras ocasiones. Pero ésta vez no se le veía coqueta, por el contrario, exhibía un semblante serio.
Llevaban semanas haciéndolo, así que ya eran algo más que amigos, por lo que Toto supo reconocer que algo no estaba bien.
—Toto, estoy embarazada —expresó Chabela sorpresivamente.
Él sintió que el mundo se le venía abajo.
—¡¿Qué?!
Sin decir más, su cara lo expresaba claramente: “¿Es mío?”.
Chabela asintió con la cabeza, mirándolo con una mezcla de culpa y ternura.
—Sí, es tuyo. No te voy a mentir.
Al pobre chico se le fue el color del rostro.
—Tranquilo, Toto. No estoy aquí para exigirte nada. No creas que te voy a pedir que te hagas responsable. No quiero que a tu edad juegues a ser padre. No, Toto. La verdad es que todo esto fue planeado. Necesito que Fernando crea que me ha embarazado, que el bebé es suyo, para que me mantenga a mí y al niño. Lo siento, de verdad. Todas estas noches he estado haciéndolo contigo con ese propósito, y ya ha pasado. No quería lastimarte. Eres un buen chico.
—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué me lo dices? —expresó Toto, y sintió un nudo en el pecho.
—Mira, Toto, tú eres joven y lo tienes todo. Quizás no comprendas el mundo como yo, pero... pues, soy una mujer que no tiene una familia que me mantenga, ni un futuro asegurado. Y el padre de Quique... él puede darme lo que yo necesito. ¿Entiendes? Quedarme embarazada fue mi decisión. Sabía que si pasaba, podía usarlo para que él me diera algo... dinero, un lugar donde vivir, algo que me saque de esta vida de lavar platos y callarme la boca. Pero no quería que pensaras que soy una puta. Por eso te lo estoy diciendo.
—Pero… me usaste, Chabela. Yo pensé… pensé que entre nosotros había algo especial. Que yo te importaba.
La muchacha lo tomó cariñosamente del rostro.
—Sí me importas, Toto, por eso te lo digo. Pero el mundo no es como tus sueños de verano. A veces tienes que hacer cosas duras para seguir adelante. No espero que lo entiendas ahora.
Y la chica le acarició la mejilla.
Luego se levantó y se fue. Las palabras de Chabela resonaban en su cabeza mientras la veía caminar hacia la casa de Quique. Dentro de poco ese lugar se llenaría de escándalo y recriminaciones entre el marido, su esposa y su hijo.
Cuando regresó a su propia casa, Toto encontró a su madre en la sala, riendo con Gerardo, su novio desde hacía meses.
Todo el verano, Toto lo había considerado un intruso en sus vidas. Sentía celos al verlo, como si Gerardo le estuviera robando a su mamá. Pero esta vez fue diferente. Los miró y, por primera vez, se sintió bien de ver a su madre feliz con otro hombre, aunque éste no fuera su papá. Sonrió para sí.
—Hola, Gerardo ¿Cómo estás? —dijo Toto, sorprendiéndose a sí mismo de sus propias palabras.
Gerardo lo miró, extrañado, y más aún su mamá, quien bien conocía la aversión que sentía su hijo por ese hombre.
—Bien, Toto. ¿Y tú?
Toto se encogió de hombros y subió a su cuarto.
Se miró en el espejo y notó algo diferente en sus ojos. Ya no era el mismo chico ingenuo del principio del verano. Había perdido algo más que su virginidad: había perdido una ilusión infantil, pero también había ganado una nueva forma de ver el mundo.
Y, en silencio, decidió que eso estaba bien.

Por eso aquella respuesta de “espérate tantito” por parte de esa joven caderona sólo lo hacía desesperar más.
Hacía unos días esa muchacha, de nombre Chabela, les había prometido a él y a su amigo Quique que los desvirgaría, y desde ese día sus ansias sexuales los consumían. Sus espermas hervían al borde del desparrame absoluto; anhelaban ser expulsados hacia aquel sumidero natural ubicado en medio de esos mofletes de nutrida carne.
Esas amplias nalgas bien podrían considerarse las puertas al mismísimo paraíso para cualquier hombre, pero lo eran más para un chico virgen que ya le andaba por dejar de serlo.
—¿Y si solo nos está tomando el pelo, Toto? —dijo Quique, tirado en el sofá de su sala, abanicándose con una revista—. Esa vieja nomás está jugando con nosotros. A mí se me hace que nunca pasará nada. Pinche vieja mentirosa.
Toto, sentado en el suelo con una lata de refresco, negó con la cabeza.
—No, Chabela no es así.
Toto la defendía. Le dolía que su camarada hablara así de ella, pero, en su interior, no sabía a ciencia cierta si aquella estaría sólo jugando, o si la cosa si iba en serio.
Pero sí iba en serio. Tanto que, en un calendario, la joven tenía señalada una serie de días con marcador, y el primero de ellos sería el gran día (o mejor dicho, la gran noche) para los chicos.
Y ésta al fin llegó.
—Ah, no manches. Yo ya no le creo —le dijo, muy desconfiado, Quique a Toto.
—Güey, ¿por qué mentiría? Dijo que esta noche ya seguro. Que luego de que se acostaran tus papás subiéramos a su cuarto.
Pese a la incredulidad expuesta, Quique acompañó a Toto a la cita nocturna. La luz estaba encendida; eso podía verse por la hendidura debajo de la puerta. Ambos sintieron vuelcos en el estómago.
Como siempre, Quique, cohibido, se negó a actuar, así que Toto fue quien tocó.
Chabela les abrió.
—Hola, pásenle —dijo la chica, conminándolos a entrar a su cuarto.
Ella vestía una camiseta ombliguera, que dejaba su abdomen al descubierto, y unos shorts de tela muy delgada que llenaba con sus voluptuosas carnes, como si tuviera intención de reventarlos con la corpulencia de las mismas.
Toto ingresó excitado, mientras que su amigo Quique se le notaba nervioso. En su interior aún temía que aquello pudiera ser una trampa. Se imaginaba que sus padres aparecerían en cualquier momento, quizás advertidos previamente por Chabela.
Pese a sus temores, una vez que se cerró la puerta detrás de ellos...
—Así que... ¿Quieren ver mis senos? —cuestionó Chabela, y se deshizo de la camiseta descubriendo así sus pechos bien formados, y prometedores de placeres más allá de lo que la imaginación de aquellos chamacos pudiera concebir.
Los chicos salivaron como perros hambrientos ante prometedora carne.
Y ella se les acercó ofreciéndoles teta. Los abrazó de tal manera que a cada uno le correspondió una de las rebosantes mamas. Mamaron con el deseo natural de cualquier bebé necesitado de leche.
Posteriormente, Chabela, tomando la mano del nervioso Quique, hizo que le tocara su hendidura por debajo de su short y por en medio de la tupida pelambrera. El impetuoso chamaco por poco se vino al sentir aquella suave textura. Y tuvo que contenerse de tal manera que hasta le dolieron los “huevos”.
Toto, por su parte; cuando Chabela le llevó la mano de la misma forma que a su amigo; ni tardo ni perezoso aprovechó para introducirle un dedo, calando la textura, humedad y temperatura del área. Luego, por propia iniciativa, utilizó su otra mano para sopesar las bien formadas mamas de la muchacha. Ya tenía tiempo que el chico quería saber cómo se sentían aquellas delicias femeninas; sentir su suavidad, su forma, su peso. Y fue algo que le hizo poner una cara de embeleso que a la chica provocó ternura, por lo que no se resistió a plantarle un beso.
Para retirarse la parte inferior de su ropa, Chabela le dio play a su grabadora para que ésta reprodujera la cinta de La Sonora Tropicosa, que tenía en su interior. Fue al ritmo de esta música que por fin se desnudó, mostrando a los jóvenes toda la belleza de su cuerpo.
Así vieron por primera vez a una mujer desnuda frente a ellos.
Luego de aquel sensual baile, la chica se les acercó y a cada uno les abrió la bragueta y les bajó el calzón para sacarles el miembro. Ambas astas de carne vislumbraron el techo con su venoso “cuello” totalmente erecto.
—Así que quieren que los estrene —dijo sin tapujos Chabela, a la vez que se sentaba en medio de ellos, sobre la cama, y los manueleaba a dos manos.
En sus pueriles rostros los jóvenes exhibían el placer experimentado. Eso sí era una chaqueta a dos manos que ambos podían disfrutar. Incluso uno y otro se sonrieron, probablemente recordando el incidente pasado, cuando unos de ellos sugirió que se hicieran una manuela a mano intercambiada; según para que sintieran más rico. Esto por poco acaba con su amistad. Pero ahora ya quedaba como una vieja anécdota de la que podían reírse.
Las dos vergas comenzaron a babear jugo pre-eyaculatorio por sus “bocas”. La chica dejó de manuelearles para inclinarse sobre el falo de Toto y metérselo en su boca. Lo chupó dejándoselo bien ensalivado.
Toto cerraba los ojos extasiado al ser mamado por aquella chica que había inspirado sus diarias chaquetas. Quique miraba pasmado la acción que le practicaban a su colega. Las succiones le brindaban tal placer al joven que a momentos parecía llegarle la eyaculación, según podía vérsele en el rostro; pero supo aguantar.
Isabel se reincorporó sabedora de la fuerza de voluntad mostrada por el chico para no venírsele. En reconocimiento a esto lo besó. Toto aceptó ese beso ensalivado; aunque mientras sentía el aliento que emanaba de la chica pensó en que aquella boca acababa de envolver su pene. Tuvo una sensación extraña al ser consciente de ello.
Al despegarse los labios, ambos se sonrieron cómplices. Toto miró a su amigo quien los veía como un niño que quería de lo mismo. Quique quería participar en ese juego. Isabel se giró y procedió.
Toto no pudo evitar sentir cierto celo, pues la atención de la muchacha fue dirigida a Quique. Ella se inclinó a su regazo, pero, estando a punto de meterse su verga en la boca...
...SE ESCUCHARON GOLPES EN LA PUERTA!!!
A los muchachos se les bajó la excitación de sopetón. En la mente de Quique apareció la imagen de sus padres.
El chico miró a su compañero con una expresión de: “¡Carajo, Toto, ya ves, te lo dije!”. Pero no pudo emitir palabra.
—¡Métanse al ropero! ¡Órale, deprisa! —ordenó la chica.
Los dos chicos obedecieron a Isabel, no les quedaba de otra. En el cuartito no había mucho lugar dónde esconderse. Como sea cupieron en el estrecho escondite.
Chabela, por su parte, se puso un camisón mientras aún insistían los golpes a su puerta.
—¡Ya voy!
Las puertas del ropero no cerraban del todo, Toto y Quique las sostenían por dentro para que no se abrieran. Esto, no obstante, les permitió ver lo que pasaba allá afuera, por medio de la abertura que quedaba.
Chabela abrió, y Fernando; el padre de Quique; fue quien entró.
—Ya ves, te dije... te dije que era una trampa. Seguro que les avisó a mis papás... —reclamó Quique.
—Shsss... cállate —ordenó Toto, para que su amigo guardara silencio.
Toto miró atentamente.
Ninguno sabía qué iba a pasar, y, a decir verdad, ni se lo hubieran imaginado:
—Sé que me dijiste que hasta mañana, pero ya no aguanto.
Y el barbudo hombre se le fue encima a la chamaca. Fernando besó a Chabela con tal intensidad que parecía que se la quería comer de un bocado. Su barba y su incipiente calvicie hicieron más patente la diferencia de edades. Aquella era tan sólo una chiquilla a lado de aquél, ya padre de familia.
Como Chabela sólo se había cubierto con su camisón para abrir la puerta, a Fernando le fue muy fácil desvestirla nuevamente. Así, encueradita, las carnes de la muchacha temblaron mientras el hombre la llevaba hacia la cama.
Toto y Quique se miraron en la penumbra de su escondite. A estas alturas ya sabían lo que estaba por suceder ante su vista: el papá de Quique se chingaría a Chabela.
Quique apretaba los puños. Estaba rojo de rabia, sus ojos reflejaban su desesperación. Su papá estaba por serle infiel a su propia madre. Además, iba a fornicar con la chica que casi lo desvirgaba. La sola idea de ello le parecía grotesca.
Sabía que podía detenerlo, todo era salir de su escondite. Pero no se atrevió. Sólo se quedó ahí parado, viendo, con aquella expresión de desespero. Toto, por su parte, aunque comprendía la angustia exhibida por su amigo, decidió no intervenir. Quería ver qué ocurriría. Aunque deseaba y amaba a Chabela, en su interior, quería ver cómo se la cogía aquel “viejo”, padre de su amigo.
¿Eso era una traición hacia su amigo, hacia sí mismo, hacia el amor que tenía por Chabela? Quizás, pero lo cierto es que un placer morboso lo dominaba, motivándolo a mirar en secreto.
Así, ambos chamacos atestiguaron como el padre de uno de ellos le metía su badajo de carne a Chabela, la chica a quien tanto deseaban.
La verga de Fernando, así como entró, salió y volvió a entrar numerosas veces. Frente a los atónitos ojos de su propio hijo y de su amigo, el hombre la bombeó fuerte y bonito. Como si estuviera dándoles clases a los jóvenes pubertos de cómo debía de hacerse, de cómo se debía penetrar a una mujer, aunque él ni sabía de su presencia. Fue así que los chicos vieron a ese hombre penetrar a la musa de sus chaquetas, robándoles la oportunidad; sin que cualquiera de ellos se animara a intervenir para detener tal acto.
Lejos de hacerle el amor a la muchacha, Fernando se apareó con ella bestialmente. La bombeó de “a perrito”; boca abajo y de costado. La escena era por demás cachonda: Un hombre maduro pero fibroso, moviendo la pelvis vigorosamente de atrás a adelante, penetrando a aquella chamaca de fabuloso culote. Como si en cada bombeada le inflara aún más aquellos hinchados cachetes traseros. Esas posaderas eran toda una maravilla a la vista, y estaban siendo constantemente nalgueadas por su penetrador.
Los muchachos tuvieron que aguardar hasta que Fernando se sació descargándose en la muchacha.
Poco después, se fue.
Entonces Toto y Quique salieron de su escondite. Ambos se veían afectados por lo que habían visto. Quique tenía los ojos llorosos y una expresión de desconsuelo que le afectaba la cara. A Toto, sin embargo, se le veía diferente.
—¡¿Cómo pudistes?! ¡Es mi papá! —reclamó Quique con el chillido agudo de un niño.
—Pero si fue tu papá el que me... —respondió la chica, a la vez que hacía un ademán de mete y saque.
—¡Pero tú lo dejastes! —insistió Quique en tono de pueril berrinche, y parecía que estaba a punto de romper en llanto.
—Miren, no pasa nada. Además, yo sigo dispuesta a cumplirles, así que... ¿quién sigue? —dijo Chabela y se abrió de piernas.
Ambos chicos miraron sin poderlo evitar. Los dedos de la mujer separaban sus labios vaginales, exponiendo así su chorreante gruta. De ella brotó un néctar blanco. La sustancia viscosa que su papá hacía poco había ahí depositado.
Ver que aquella brotaba de la hendidura le provocó tales nauseas a Quique que apenas si le dio tiempo de salir del cuarto para vomitar. Sus arcadas se escuchaban mientras que Toto y Chabela se miraban en silencio.
Sin hablarse, se decían mucho con la mirada.
—Entonces ¿qué? —dijo al fin Chabela.
La chica se giró sobre la cama para quedar apoyada sobre sus cuatro extremidades. En tal postura se abrió de nuevo la caldosa vulva con ambas manos, parando su trasero hacia el chico, como ofrendándoselo.
—¿Le vas a entrar, sí o no? —le retó a Toto.
Éste se quedó boquiabierto.
—¡Toto, vámonos! ¡Ya vámonos! —gritó su amigo desde afuera, a la vez que se limpiaba la boca.
Toto volteó y miró a Quique, luego volvió a mirar el impactante cuadro que Chabela le ofrecía. La panocha seguía escurriendo.
El chico se dirigió hacia Quique y le cerró la puerta justo frente a su cara. Esta vez puso el seguro.
—¡Toto! ¡Totooo! —le gritó su amigo desde fuera, con tono de arrebato infantil sintiéndose imposibilitado.
Estaba decidido. Por primera vez en su vida, Toto había tomado una decisión como hombre, es decir, una decisión que, a pesar de sus repercusiones; incluso a riesgo de perder su amistad con Quique; estaba dispuesto a seguir.
Los gritos del pueril joven seguían escuchándose afuera mientras Toto veía hacia las puertas del mismísimo paraíso: Esas nalgas globulares; esos muslos carnosos; esos húmedos labios vaginales, y esa caverna inyectada de semen. Secreción que le hubiesen introducido hacía tan sólo unos minutos a la chica, y que aún le escurría a la muy ofrecida.
Pese a que la esencia de otro hombre inundaba esa vagina, el chico procedió. Sin más dudarlo, Toto se sacó el pene totalmente erecto. Éste exhibía líquido pre seminal en la punta, a manera de lubricante natural preventivo. Tal falo anhelaba sentirse envuelto en esa prometida suavidad y calidez de mujer. Lo ansiaba experimentar desde hacía tanto.
Al acercarse a la hembra, el chico alcanzó a oler el rastro que el otro hombre había dejado ahí mismo. ¡Olía fuerte! Una corriente de sensaciones le atacó.
En parte aquello era repulsivo, como el sabor del primer sorbo que se da a una cerveza en la vida, o la primera calada a un cigarrillo, pero a la vez le era incitador. Tenía algo de excitante meter el falo, en dónde otro hombre acababa de estar, quién, sin saberlo, se lo había dejado calientito y jugoso al núbil chamaco.
Y así, húmeda; apretada; cálida y suave, fue la bienvenida que Toto recibió al mundo de los hombres. La cabezona punta de su hombría penetró; resbaló; se hundió, por primera vez en su vida, en aquel estrecho túnel, y, desde ese momento, Toto dejó de ser un chiquillo.
Muy en contraste estaba su amigo, quien desde afuera del cuarto gritaba:
—¡Toto, Toto... no chingues! —a la vez que pateaba la puerta metálica del cuarto de Isabel.
Quique aún lloriqueaba como un crío por haber visto a su padre siéndole infiel a su madre. Toto, sin embargo, no dejaba de penetrar a Chabela. Le afectaba escuchar a su amigo sufrir, pero bien sabía que el ser testigo de una infidelidad entre tus padres sólo debe superarse madurando. Quique tenía que dejar de ser un niño, por lo menos si quería disfrutar la vida como un hombre. Por ello lo dejó chillando como un chiquillo, mientras él hacía lo que debía hacer un hombre.
Así se dejó llevar por la eroticidad del momento y, con suavidad; dándole valor a la experiencia, es decir, yendo despacio; entraba y salía de Chabela. Chabela, aquella mujer a quien le dedicara tantas chaquetas, ahora se convertía en la receptora de su tiesa carne.
La suavidad de esas nalgas le parecía de ensueño al inexperto muchacho, quien las tocaba con ambas manos siéndoles inabarcables. Eran tersas, delicadas, morenas. Y para la complexión de Toto, en comparación, le eran enormes. Fue notorio desde el principio que la chamaca, a pesar de que no le llevara muchos años, estaba más desarrollada en físico, en especial en amplitud de caderas.
—Están enormes.
—¿Qué? —preguntó la chamaca.
Toto se quedó por un breve momento en silencio. Se sintió raro; en otro momento nunca se hubiera atrevido a comentar algo así, sin embargo...
—Tus nalgas —dijo al fin.
—Gracias — dijo Chabela mientras lo volteaba a ver.
Y se sintió otro. En ese instante tuvo la plena consciencia de ser otro. Lejos estaba de aquel chico puberto, Toto ya era un hombre. Uno que no sólo era capaz de penetrar a una mujer, sino que podía sostenerle la mirada, viéndola a los ojos, platicando con ella mientras entraba y salía de su vagina, como la cosa más normal.
La cópula con el joven fue muy distinta a la que Chabela realizó con Fernando. En esa había dominado el brío de hombre recio, la necesidad del desahogo masculino que no busca más que su satisfacción. Aquél sólo se quería saciar, Toto, en cambio, le hacía el amor.
Así estuvieron un buen rato, disfrutándose mutuamente; cogiendo suavecito pero constante. Copulando rico, delicioso.
Pero llegado el momento, Chabela batió el culo con sensualidad, con entrega. Se lo repegó al pubis tantas veces y con tal pasión que lo hizo eyacular de inmediato. Así se mezclaron los espermas de Toto con los del papá de su amigo. Ambas simientes nadaron en el mismo pozo de placer. Y Toto se halló en el mismísimo paraíso.
Había cumplido con el máximo propósito de la vida y ésta lo recompensaba con esa sensación placentera, pero aún no lo sabía. Simplemente lo disfrutaba.
Por unos minutos ambos jóvenes descansaron acostados, uno al lado del otro, en aquella cama que permanecería en el recuerdo de Toto por tantos años. Todo ello quedaría marcado en su memoria: el olor, la calidez del cuerpo femenino a su lado, la mano que se entrelazaba con la suya propia, y las caricias. Aquellas caricias con que Chabela le hizo levantar la erección nuevamente en unos cuantos minutos. Nunca antes le habían acariciado los testículos, y aquellos roces con las yemas de los dedos que la chica le hizo fueron sumamente deliciosos.
Notándolo erecto, Chabela se incorporó y, con el debido cuidado y habilidad, se lo insertó, dejando descansar su peso en el vientre de Toto. Éste la recibió tomándola de las nalgas, queriéndole brindar el mejor de los asientos.
El peso era considerable para el chico. En sus fantasías no había considerado esto, lo que lo hizo aún más real. Por fin tenía a una mujer sobre él; una que se disponía a cabalgarlo como si de un potro se tratara.
La chica inició, balanceándose suavemente de adelante a atrás. Toto sintió un placer relajado, sin premura. Las manos del chico acariciaron la tersa piel de las nalgas y de las caderas; luego la tomó de la cintura acompañando el movimiento del vaivén.
En esa posición era ella quien guiaba la cópula, con suavidad y con cariño; con ganas de disfrutarlo de verdad. Casi como un divertido juego entre chicos de la misma edad. Chabela entrelazó sus manos con las de él y comenzó a balancearse como si estuviese bailando al ritmo de su amada Sonora Tropicosa, como si ésta estuviese amenizando el encuentro.
Luego el ritmo y la intensidad se incrementaron. El movimiento oscilatorio cambió a uno más trepidante, hasta prácticamente rebotar sobre Toto. Los pechos de Chabela hicieron lo mismo saltando de arriba abajo. Le parecieron al chico como dos globos de agua, y se divirtió viéndolos. Los altos aullidos demostraron la inminente llegada al orgasmo de la joven chica.
Aquellas nalgas machacaron el antes virgen abdomen del joven muchacho. Las patas de la cama chillaron por el constante castigo que se ejercía sobre ella. Las manos femeninas apretaron las masculinas.
Toto no aguantó más y soltó una nueva descarga de espermas al interior de la muchacha. Aquella panocha quedó repleta de esencia masculina.
La puerta del cuarto de Chabela por fin se abrió, y Quique, quien esperaba afuera con los ojos inyectados de furia, alzó la mirada.
Totó salió satisfecho; se sentía enamorado..., de Chabela, de la vida. Quique, por el contrario...
—¡¿Qué carajos, Toto?! —espetó—. ¡Te la tenías que chingar, ¿verdad?! ¡Después de todo lo que vimos!
—Es que... la amo.
—¡No me vengas con eso! ¡No mames! ¡Es una pinche puta!
Toto levantó el puño instintivamente y Quique reaccionó saltando hacia atrás. Pero Toto apretó la mandíbula, y, pese a sentir el calor subirle al rostro, se contuvo. Quique era su amigo, lo había sido por años.
—¡No chingues! ¡Vimos a mi papá con ella, Toto! ¡A mi papá! Y tú te quedastes como si nada. Te la cogistes como si nada, como si no te importara. ¿Qué chingados te pasa?
Quique, muy molesto, se alejó.
Mientras caminaba a su casa, Toto reflexionaba: ¿Realmente había actuado como idiota? Después de todo Quique también quería, y se la hubiera chingado de no ser... No debería juzgarlo. Él hubiera hecho lo mismo si no fuera porque estaba enojado con su papá. Pero... ¿Valía más una noche con ella que su amistad de toda la vida?
Aunque no fue sólo una noche. Chabela se lo siguió cogiendo otras ocasiones.
Toto se sentó, como tantas veces antes, en la banqueta delante de la casa de Quique, pero cuando éste salió lo evitó como si no lo viera. Su amistad había terminado, ya ni le hablaba.
Chabela, en cambio, fue a sentarse junto a él como otras ocasiones. Pero ésta vez no se le veía coqueta, por el contrario, exhibía un semblante serio.
Llevaban semanas haciéndolo, así que ya eran algo más que amigos, por lo que Toto supo reconocer que algo no estaba bien.
—Toto, estoy embarazada —expresó Chabela sorpresivamente.
Él sintió que el mundo se le venía abajo.
—¡¿Qué?!
Sin decir más, su cara lo expresaba claramente: “¿Es mío?”.
Chabela asintió con la cabeza, mirándolo con una mezcla de culpa y ternura.
—Sí, es tuyo. No te voy a mentir.
Al pobre chico se le fue el color del rostro.
—Tranquilo, Toto. No estoy aquí para exigirte nada. No creas que te voy a pedir que te hagas responsable. No quiero que a tu edad juegues a ser padre. No, Toto. La verdad es que todo esto fue planeado. Necesito que Fernando crea que me ha embarazado, que el bebé es suyo, para que me mantenga a mí y al niño. Lo siento, de verdad. Todas estas noches he estado haciéndolo contigo con ese propósito, y ya ha pasado. No quería lastimarte. Eres un buen chico.
—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué me lo dices? —expresó Toto, y sintió un nudo en el pecho.
—Mira, Toto, tú eres joven y lo tienes todo. Quizás no comprendas el mundo como yo, pero... pues, soy una mujer que no tiene una familia que me mantenga, ni un futuro asegurado. Y el padre de Quique... él puede darme lo que yo necesito. ¿Entiendes? Quedarme embarazada fue mi decisión. Sabía que si pasaba, podía usarlo para que él me diera algo... dinero, un lugar donde vivir, algo que me saque de esta vida de lavar platos y callarme la boca. Pero no quería que pensaras que soy una puta. Por eso te lo estoy diciendo.
—Pero… me usaste, Chabela. Yo pensé… pensé que entre nosotros había algo especial. Que yo te importaba.
La muchacha lo tomó cariñosamente del rostro.
—Sí me importas, Toto, por eso te lo digo. Pero el mundo no es como tus sueños de verano. A veces tienes que hacer cosas duras para seguir adelante. No espero que lo entiendas ahora.
Y la chica le acarició la mejilla.
Luego se levantó y se fue. Las palabras de Chabela resonaban en su cabeza mientras la veía caminar hacia la casa de Quique. Dentro de poco ese lugar se llenaría de escándalo y recriminaciones entre el marido, su esposa y su hijo.
Cuando regresó a su propia casa, Toto encontró a su madre en la sala, riendo con Gerardo, su novio desde hacía meses.
Todo el verano, Toto lo había considerado un intruso en sus vidas. Sentía celos al verlo, como si Gerardo le estuviera robando a su mamá. Pero esta vez fue diferente. Los miró y, por primera vez, se sintió bien de ver a su madre feliz con otro hombre, aunque éste no fuera su papá. Sonrió para sí.
—Hola, Gerardo ¿Cómo estás? —dijo Toto, sorprendiéndose a sí mismo de sus propias palabras.
Gerardo lo miró, extrañado, y más aún su mamá, quien bien conocía la aversión que sentía su hijo por ese hombre.
—Bien, Toto. ¿Y tú?
Toto se encogió de hombros y subió a su cuarto.
Se miró en el espejo y notó algo diferente en sus ojos. Ya no era el mismo chico ingenuo del principio del verano. Había perdido algo más que su virginidad: había perdido una ilusión infantil, pero también había ganado una nueva forma de ver el mundo.
Y, en silencio, decidió que eso estaba bien.
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