El auto se detuvo en el camino de tierra, junto a una casa de piedra y madera que parecía sacada de otro tiempo. Rodeada por altos pinos, oculta del mundo y sin cobertura de móvil, aquella cabaña representaba el propósito del viaje: aislarse para, purificarse de todo lo que no fueran ellos dos.
Ella bajó primero, el viento de montaña agitando su cabello suelto. Vestía un abrigo largo, debajo solo ropa interior de encaje escogida por él. Sus pasos sobre la madera del porche crujieron como una promesa.
Él la observaba desde detrás del volante. Sabía lo que venía, lo había planeado cuidadosamente. Apagó el motor, salió, y sin palabras, caminó hacia ella. La tomó por la cintura y la besó sin apuro, sin prisa, como si el tiempo ya no importara.
—Bienvenida al silencio —murmuró él, acariciándole la mejilla.
—Estoy lista —dijo ella con una voz temblorosa pero firme.
Dentro, el fuego ya ardía. La cabaña olía a madera, a vino tinto y a promesas antiguas. Sobre una mesa, descansaban una caja de cuero cerrada, dos copas y una vela encendida. No habría teléfonos. No habría relojes. Solo sensaciones.
Él la hizo sentarse frente a la chimenea, desabrochó lentamente su abrigo y lo dejó caer a sus espaldas. La luz del fuego dibujó sombras sobre su piel. Ella se estremeció.
—Hoy no eres mi sumisa —dijo él en voz baja—. Hoy eres mi origen. Y quiero que tú me guíes.
Ella lo miró con sorpresa, con gratitud y un deseo nuevo: la oportunidad de dar, no solo recibir. Se acercó a él, lo desvistió con delicadeza, besando cada espacio que liberaba. Cuando quedó completamente desnudo, le ofreció su mano y lo llevó junto al fuego.
Lo sentó sobre una manta gruesa y lo miró a los ojos, profunda, sincera, ardiendo.
—Hoy serás mío. Porque solo quien conoce la entrega sabe mandar. Solo quien se arrodilla, merece ser adorado.
Tomó el collar que solía llevar ella. Él no dudó.
Se lo colocó. Y cuando la hebilla hizo clic, algo cambió. No en el poder. En la confianza.
Ella lo empujó suavemente hacia la manta, lo cubrió con caricias, lo acarició con palabras, con silencios. Vertió un poco de vino sobre su pecho y lo lamió, lenta. Era una ceremonia. Una renovación.
Él gemía. No por placer únicamente, sino por rendición. Por sentirse protegido, amado, reconocido.
Cuando ya no quedaban máscaras, ni juegos, ni miedos, ella se recostó a su lado, lo abrazó por la cintura y le susurró:
—Solo quiero servir al hombre que me sirve con su amor.
Pasaron la noche entre suspiros, roces suaves y complicidad sin palabras. Hicieron el amor como si fuera la primera vez, y también como si fuera la última. El fuego crepitaba. Afuera, el mundo dejaba de existir.
Y en ese retiro de montaña, sin más testigos que los árboles y el viento, sus lazos se anudaron aún más. No solo como Amo y sumisa. Sino como dos almas que se habían elegido en libertad para atarse sin condiciones.
La mañana llegó sin avisar, pero no con prisa. La luz del sol se filtraba por las cortinas de lino como un suspiro cálido. Ella se despertó envuelta en la manta, aún enredada en las piernas de su amo. O, mejor dicho, del hombre que la había dejado guiar. Y él dormía tranquilo, desnudo, vulnerable y sereno.
Ella sonrió. Lo había sentido suyo de una forma distinta. Había tomado el control para devolvérselo más fuerte, más claro. Su deseo no se reducía a la obediencia. Nacía de la confianza, de esa entrega libre que él tanto veneraba.
Se levantó en silencio, colocó una bata de seda y comenzó a preparar el entorno. Lo quería sorprender. Encendió más velas, trajo la caja de cuero que él había dejado la noche anterior y puso junto a la cama un cuenco con agua tibia, pétalos de rosa y aceites aromáticos.
Cuando él despertó, ella lo esperaba sentada sobre un cojín, con la cabeza inclinada levemente y la caja abierta a un lado. Dentro, un antifaz, una pluma, dos pinzas, una cuerda suave de seda y un pequeño cuaderno con páginas en blanco.
—Hoy quiero conocerte más —dijo ella—. Cada parte de tu piel. Cada parte de tu alma. Me entregarás tus sentidos. Y yo sabré cuidarlos.
Él asintió. Cerró los ojos.
Ella le vendó los ojos con el antifaz, lo llevó al centro de la habitación y lo sentó sobre un cojín. Le pidió que no hablara. Que solo sintiera.
El primer contacto fue la pluma, deslizándose por su espalda, por sus brazos, por la línea de su cuello. Él se estremecía, sus labios entreabiertos buscando comprender. Luego, gotas de aceite caliente —a la temperatura justa— comenzaron a recorrer su torso, y sus dedos las esparcieron en movimientos lentos y circulares.
—Cada caricia es una promesa —susurró ella—. Y cada promesa es un lazo invisible que nos une.
Después, usó la cuerda. No para atarlo, sino para rodearlo. Para delinear con suaves nudos sus muslos, su cintura, sus muñecas, sin restringir el movimiento. Cada nudo era simbólico: confianza, entrega, libertad, deseo. Le nombraba cada uno en voz baja al formarlos.
Cuando creyó que él estaba en su punto máximo de entrega, tomó el pequeño cuaderno y escribió sobre su pecho, con la yema del dedo humedecida:
“Eres mío tanto como yo soy tuya.”
Él no necesitaba ver. Lo sintió, lo supo. Lo vivió en su piel.
Ella retiró la venda. Sus ojos se encontraron. Y entonces, sí, lo besó con hambre. Con necesidad. El juego había sido sensual, sí, pero también espiritual. No solo había explorado sus sentidos. Había desnudado su esencia.
—Ahora conoces lo que yo puedo darte cuando soy quien guía —le dijo ella, acariciando sus mejillas—. Pero no temas. Mi alma te sigue reconociendo como su Amo. Y te desea más que nunca.
Él la tomó en brazos, la alzó sin palabras y la llevó frente a la chimenea. La posesión que siguió no fue brutal ni apresurada. Fue el cierre perfecto de un rito íntimo. Se tomaron, se saborearon, se respiraron… como si en cada instante estuvieran diciéndose: estoy aquí para ti, entero, completa, sin máscaras.
Fuera, el viento soplaba entre los árboles. Dentro, solo quedaba fuego. En el hogar. En sus cuerpos. En su vínculo.
Y sabían que, después de ese retiro, nada volvería a ser igual.
Ella bajó primero, el viento de montaña agitando su cabello suelto. Vestía un abrigo largo, debajo solo ropa interior de encaje escogida por él. Sus pasos sobre la madera del porche crujieron como una promesa.
Él la observaba desde detrás del volante. Sabía lo que venía, lo había planeado cuidadosamente. Apagó el motor, salió, y sin palabras, caminó hacia ella. La tomó por la cintura y la besó sin apuro, sin prisa, como si el tiempo ya no importara.
—Bienvenida al silencio —murmuró él, acariciándole la mejilla.
—Estoy lista —dijo ella con una voz temblorosa pero firme.
Dentro, el fuego ya ardía. La cabaña olía a madera, a vino tinto y a promesas antiguas. Sobre una mesa, descansaban una caja de cuero cerrada, dos copas y una vela encendida. No habría teléfonos. No habría relojes. Solo sensaciones.
Él la hizo sentarse frente a la chimenea, desabrochó lentamente su abrigo y lo dejó caer a sus espaldas. La luz del fuego dibujó sombras sobre su piel. Ella se estremeció.
—Hoy no eres mi sumisa —dijo él en voz baja—. Hoy eres mi origen. Y quiero que tú me guíes.
Ella lo miró con sorpresa, con gratitud y un deseo nuevo: la oportunidad de dar, no solo recibir. Se acercó a él, lo desvistió con delicadeza, besando cada espacio que liberaba. Cuando quedó completamente desnudo, le ofreció su mano y lo llevó junto al fuego.
Lo sentó sobre una manta gruesa y lo miró a los ojos, profunda, sincera, ardiendo.
—Hoy serás mío. Porque solo quien conoce la entrega sabe mandar. Solo quien se arrodilla, merece ser adorado.
Tomó el collar que solía llevar ella. Él no dudó.
Se lo colocó. Y cuando la hebilla hizo clic, algo cambió. No en el poder. En la confianza.
Ella lo empujó suavemente hacia la manta, lo cubrió con caricias, lo acarició con palabras, con silencios. Vertió un poco de vino sobre su pecho y lo lamió, lenta. Era una ceremonia. Una renovación.
Él gemía. No por placer únicamente, sino por rendición. Por sentirse protegido, amado, reconocido.
Cuando ya no quedaban máscaras, ni juegos, ni miedos, ella se recostó a su lado, lo abrazó por la cintura y le susurró:
—Solo quiero servir al hombre que me sirve con su amor.
Pasaron la noche entre suspiros, roces suaves y complicidad sin palabras. Hicieron el amor como si fuera la primera vez, y también como si fuera la última. El fuego crepitaba. Afuera, el mundo dejaba de existir.
Y en ese retiro de montaña, sin más testigos que los árboles y el viento, sus lazos se anudaron aún más. No solo como Amo y sumisa. Sino como dos almas que se habían elegido en libertad para atarse sin condiciones.
La mañana llegó sin avisar, pero no con prisa. La luz del sol se filtraba por las cortinas de lino como un suspiro cálido. Ella se despertó envuelta en la manta, aún enredada en las piernas de su amo. O, mejor dicho, del hombre que la había dejado guiar. Y él dormía tranquilo, desnudo, vulnerable y sereno.
Ella sonrió. Lo había sentido suyo de una forma distinta. Había tomado el control para devolvérselo más fuerte, más claro. Su deseo no se reducía a la obediencia. Nacía de la confianza, de esa entrega libre que él tanto veneraba.
Se levantó en silencio, colocó una bata de seda y comenzó a preparar el entorno. Lo quería sorprender. Encendió más velas, trajo la caja de cuero que él había dejado la noche anterior y puso junto a la cama un cuenco con agua tibia, pétalos de rosa y aceites aromáticos.
Cuando él despertó, ella lo esperaba sentada sobre un cojín, con la cabeza inclinada levemente y la caja abierta a un lado. Dentro, un antifaz, una pluma, dos pinzas, una cuerda suave de seda y un pequeño cuaderno con páginas en blanco.
—Hoy quiero conocerte más —dijo ella—. Cada parte de tu piel. Cada parte de tu alma. Me entregarás tus sentidos. Y yo sabré cuidarlos.
Él asintió. Cerró los ojos.
Ella le vendó los ojos con el antifaz, lo llevó al centro de la habitación y lo sentó sobre un cojín. Le pidió que no hablara. Que solo sintiera.
El primer contacto fue la pluma, deslizándose por su espalda, por sus brazos, por la línea de su cuello. Él se estremecía, sus labios entreabiertos buscando comprender. Luego, gotas de aceite caliente —a la temperatura justa— comenzaron a recorrer su torso, y sus dedos las esparcieron en movimientos lentos y circulares.
—Cada caricia es una promesa —susurró ella—. Y cada promesa es un lazo invisible que nos une.
Después, usó la cuerda. No para atarlo, sino para rodearlo. Para delinear con suaves nudos sus muslos, su cintura, sus muñecas, sin restringir el movimiento. Cada nudo era simbólico: confianza, entrega, libertad, deseo. Le nombraba cada uno en voz baja al formarlos.
Cuando creyó que él estaba en su punto máximo de entrega, tomó el pequeño cuaderno y escribió sobre su pecho, con la yema del dedo humedecida:
“Eres mío tanto como yo soy tuya.”
Él no necesitaba ver. Lo sintió, lo supo. Lo vivió en su piel.
Ella retiró la venda. Sus ojos se encontraron. Y entonces, sí, lo besó con hambre. Con necesidad. El juego había sido sensual, sí, pero también espiritual. No solo había explorado sus sentidos. Había desnudado su esencia.
—Ahora conoces lo que yo puedo darte cuando soy quien guía —le dijo ella, acariciando sus mejillas—. Pero no temas. Mi alma te sigue reconociendo como su Amo. Y te desea más que nunca.
Él la tomó en brazos, la alzó sin palabras y la llevó frente a la chimenea. La posesión que siguió no fue brutal ni apresurada. Fue el cierre perfecto de un rito íntimo. Se tomaron, se saborearon, se respiraron… como si en cada instante estuvieran diciéndose: estoy aquí para ti, entero, completa, sin máscaras.
Fuera, el viento soplaba entre los árboles. Dentro, solo quedaba fuego. En el hogar. En sus cuerpos. En su vínculo.
Y sabían que, después de ese retiro, nada volvería a ser igual.
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