You are now viewing Poringa in Spanish.
Switch to English

El Crimen del Colibrí. Julián Torres y Catalina Castro

   En los años sesenta ya se incorporaron los primeros electrodomésticos en España, sin embargo, eran tan caros que no todas las familias podían permitirse uno. La lavadora era una de las grandes estrellas. Capaces de ahorrar a muchísimas amas de casa horas de trabajo diario se popularizaron inmediatamente con el boca a boca. Veinte años después, no había madre de familia que no contara con una en su domicilio. Al menos así lo reflejaba el artículo de Claudia, que era modestamente elogiado por el director del periódico.
  —Muy bien escrito, pero necesito que seas un poco más sensacionalista. Eres demasiado descriptiva —le aconsejó Rubén, el director del periódico, con voz ronca.
  El director volvió a echar un breve vistazo mientras enfocaba mejor las gafas. El despacho estaba lleno de carpetas y folios por todos lados, y numerosos expedientes del resto de periodistas se agrupaban de forma compacta. Todo sobre un amplio escritorio de madera de roble que no combinaba nada bien con los armarios y escritorios de aluminio que había junto a las paredes. Las ventanas estaban cerradas y las persianas bajadas para que la discreción y el secreto protegieran la información que allí se vertía, y ya de paso para que el ruido no contaminara lo que allí se decía. Rubén era un hombre de mediana edad, peinado con un pelo liso hacia atrás y siempre bien trajeado. Aunque natural de Madrid, había sido un afamado periodista en París durante muchos años por lo que aún conservaba un ligero acento francés casi imperceptible. Era terco y malhumorado, pero lo suficientemente liberal como para permitir que un grupo de mujeres se encargara de una sección del periódico. Y eso era decir mucho.
  —¿Quieres que sea sensacionalista con una lavadora? —inquirió ella en un tono que guardaba el respeto —. Te pedí que me dejaras escribir sobre el tipo al que acusan de ser el destripador de Yorkshire.
  —Los sucesos británicos no venden —protestó él mientras se retiraba las gafas y la miraba fijamente a los ojos.
  —El Diario escribió sobre ello —le recordó Claudia —. ¿Y qué me dices de lo del Salvador? Tengo material aquí mismo para…
  —Ya tengo a gente escribiendo sobre la escaramuza esa en el Salvador —lo interrumpió el director con énfasis —. Tu departamento es moda y estilo de vida. Estoy cansado de repetírtelo. 
  Claudia se mordió la lengua para no responderle algo de lo que luego se arrepintiese. Normalmente las mujeres solían trabajar de forma parcial mientras eran solteras, para luego dedicarse enteramente al hogar cuando tenían a sus primeros hijos. Al menos así lo había vivido ella en su entorno durante su infancia, y Claudia ya tenía treinta y dos años y dos hijos en su matrimonio. Ella sabía que su tiempo había pasado y temía que un paso en falso provocase que la sustituyeran por una recién licenciada en periodismo.
  —Como quiera, señor director. 
  —Así me gusta. Púlelo un poco y pídele a Carlos que te asigne algo nuevo. Creo que había algo de la moda y complementos en primavera —terminó por decirle Rubén con un ademán de mano que la invitaba a marcharse ya.
  Claudia mostró su mejor cara con una sonrisa postiza, pero apretó la mandíbula tan pronto se dio la vuelta. Abrió la puerta del despacho y la cerró cuidadosamente, aunque tuviera ganas de dar un fuerte portazo. Había estado horas por la noche escribiendo sobre la ofensiva lanzada por la guerrilla en el Salvador, y ni siquiera se había dignado a leerlo. 
  La periodista natal de valencia se había puesto un grueso suéter verde y una falda larga de cuadros gris con tonos amarillos y verdes. Iba con el pelo recogido en un moño y no llevaba joyas salvo su anillo de casada. Tampoco tacones. Era bastante alta de por sí y había comprobado que los hombres eran más cicateros cuando los superaba en altura. 
  Tras pasar por el pequeño pasillo que había junto al despacho del director llegó a la sala donde las máquinas de escribir cantaban frenéticas. Innumerables mesas cargadas de documentos servían de despacho para cada uno de los periodistas que se agrupaban en función de la sección del periódico que trataban. Los teléfonos rugían y las voces se cruzaban de un lado a otro como si se tratara del cierre de la bolsa en el NYSE Building de Nueva York. Irónicamente, el producto que se consumía con silencio se fabricaba a golpe de ruido incesante.
  El grupo de moda y estilo de vida estaba al fondo, en una esquina apartada y aislada de las grandes noticias. Carlos ya estaba allí organizando los trabajos. Claudia anduvo en esa dirección escoltada por las continuas miradas de sus compañeros, que parecían buscar la manera de atravesar con la vista la ropa de la periodista. No era demasiado extraño que fuera así. Claudia era muy guapa y exótica. Su cabellera rubia natural y tez blanquecina eran poco habituales y muy cotizados. Si a eso le sumábamos un cuerpo esbelto, unas curvas sugerentes y bien definidas en las caderas, y a su bonita sonrisa, obteníamos a una de las mujeres más deseadas del edificio incluso con su condición de casada. Sin embargo, ella desprendía el suficiente carácter como para mantener a todos los lobos alejados. 
  Tan pronto llegó a su zona, con mirada perdida y decepción en auge, Carlos le ofreció una revista dedicada a tipos de faldas.
  —¿Dónde estabas? —preguntó el hombretón de ojos pequeños y algo de sobrepeso —. Encárgate tú de las minifaldas. Cuatrocientas cincuenta palabras. Tu artículo llevará la mayor parte del espacio de la sección así que esmérate.
  —Siempre lo hago, ¿no? —dijo ella en un tono más borde del que le hubiera gustado.
  La valenciana se sentó junto a Sofía, su compañera de veintitrés años que solo llevaba seis meses en el periódico.
  —¿Qué te ha dicho? —preguntó la joven de larga nariz y grandes orejas, sin demasiadas esperanzas al verla de ese humor.
  —¿Tú qué crees? —empezó diciendo ella sin esperar una respuesta —. Ni siquiera me ha dejado enseñárselo. No sé ni para qué me molesto.
  —Déjaselo sobre la mesa cuando se vaya —la animó Sofía —. Quizá Rubén le eche un vistazo luego.
  Claudia bufó poco dada al optimismo en ese momento. Y solo entonces se dio cuenta de algo importante.
  —¿Cuatrocientas cincuenta palabras? —preguntó impresionada porque la dejaran la mayor parte del espacio —. ¿Qué pasa con Lucía?
  —Lucía no participará esta vez en la sección —respondió llanamente Sofía.
  —¿No la has visto por fuera del despacho de Rubén? —le indicó otra de las compañeras que había escuchado la exclamación de Claudia —. Lucía se va a encargar de escribir un artículo sobre Ronald Reagan, el nuevo presidente de EE.UU. que tomará posesión la semana que viene. 
  —¿Qué? —cuestionó Claudia en un quejido que había pasado de la alegría al enfado en un segundo —. ¿La han sacado de moda y estilo de vida?
  —No creo que tanto —corrigió Sofía —. Probablemente solo sea por esta vez.
  Claudia se levantó como un resorte y se dirigió de nuevo al despacho de Rubén sin poder reprimir una mueca de enfado. Hubo alguno que le preguntó qué le pasaba, pero la valenciana estaba tan enajenada que no respondió a nadie. De hecho, llegó de nuevo al despacho en un momento sin darse cuenta. Cruzó el pequeño pasillo y tocó inmediatamente la puerta con tres sonoros golpes de sus nudillos. No tenía claro que le diría, pero estaba decidida a obligarle a que leyera su artículo sobre el Salvador. Los segundos pasaron y nadie abrió, por lo que intentó abrir ella misma, pero el despacho estaba cerrado. Escuchó la voz de Rubén del interior del despacho, pero no entendió exactamente lo que dijo por el ruido, salvo que estaba ocupado. Claudia masculló algo en silencio y se negó a irse. No se marcharía hasta que hablase con él. No paraba de repetirse que Lucía llevaba menos tiempo que ella en el periódico y no solo había tenido que ver cómo le daban mayor protagonismo en una sección que debería dirigir ella, sino que ahora tenía que aguantar ver como conseguía lo que tantas veces había implorado.
  Lucía había sido una estudiante de periodismo avezada, con gran talento para escribir y mucha elocuencia para hablar. Aparte de ser la principal protagonista de la sección de moda y estilo de vida del periódico de facto, lideraba un grupo feminista informal de pequeñas dimensiones, pero muy activo en las calles. Era rara la ocasión en la que Lucía no aprovechaba para enfatizar los derechos de las mujeres en sus artículos de opinión. Y nadie faltaría a la verdad al decir que Claudia le tuvo cierta envidia nada más conocerla.
  La valenciana recorrió el corto pasillo de un extremo a otro con los brazos cruzados y finalmente se acercó a la ventana que estaba completamente tapiada. Se reubicó hacia la esquina de la ventana, junto a la planta decorativa que había al fondo del pasillo, y miró por la pequeña abertura que dejaba un trozo de persiana rota, y lo que vio la dejó paralizada. Lucía estaba inclinada con las manos sobre el escritorio, con la falda levantada y las bragas bajadas, mientras Rubén la penetraba desde atrás con tanta impetuosidad que parecía un perro cuando se aparea.
  La joven de veintisiete años tenía el suéter de cuello alto arremangado hacia abajo, de manera que tanto sus delgados hombros como sus generosos senos estaban por fuera. Rubén los apretaba con morbo sirviéndole de agarre para metérsela más fuerte. Y su pene, de apenas unos catorce centímetros, tenía un cabezón sin capucha que entraba por completo hasta los huevos. Los impactos eran tan rápidos que las nalgas de ella bailaban como la tela de un tambor al ser golpeado.
  El amplio flequillo de pelo negro de Lucía le cubría los ojos, sobre todo con la cabeza gacha. No parecía molesta, pero tampoco jadeaba ni mostraba satisfacción. Más bien daba la impresión de ser un rutinario proceso más que estaba acostumbrada a pasar, como quien para a pagar en un peaje de una autopista. Aunque sería un cobro rápido, ya que a ese frenético ritmo Rubén se correría en menos de un minuto.
  Claudia no podía creerse lo que veía. Sin darse cuenta llamó en susurros a su compañera desde zorra o guarra, a puta. La valenciana fantaseaba en su fuero interno con cogerla del pelo y arrastrarla por los suelos. Ningún apelativo tenía para Rubén, que incluso con el beneplácito de Lucía se estaba aprovechando de su cargo. La polla del director entraba en el coño de Lucía con voracidad, y el culo de la chica servía como amortiguador para las rápidas y cortas embestidas. Rubén soltó la teta de ella para jalar aún más la falda hacia arriba y apretujar las nalgas de ella mientras embestía más profundamente con penetraciones más largas. Como era evidente, un instante después el director sacó el pene y eyaculó inmediatamente sobre las nalgas coloradas de Lucía. Una mata de pelo negro, mojada por los líquidos vaginales, evitaban que se le pudiera ver el coño con claridad. El semen resbaló por la piel y gruesas gotas cayeron sobre las bragas, que la periodista no tardó en recoger del suelo para colocárselas sin limpiarse siquiera. Lo último que Claudia vio fue una efusiva sonrisa por parte de Lucía al director, todavía con las tetas al aire. Seguidamente la valenciana se dio la vuelta y se marchó. Ya había recibido las respuestas que había venido a conseguir.

  Simancas es un barrio tanto residencial como industrial de Madrid, perteneciente al distrito de San Blas Canillejas que está muy cerca de la zona centro más importante de la capital. Para Claudia lo más importante era que estaba muy cerca del periódico y por tanto no perdía tiempo con el transporte hasta el trabajo. Esto era importante teniendo en cuenta que tenía que compatibilizarlo con la crianza de dos niños. Su jornada empezaba junto con la de sus hijos en el colegio a las diez, y terminaba justo para prepararse el almuerzo y echarse una siesta antes de que llegaran. A la una siempre andaba por la vertiginosa ciudad y era rara la vez que no encontraba a un grupo de manifestantes protestando por algo. Unos cuantos años más atrás ella misma era una participante afamada, pero desde que tuvo a sus hijos lo había dejado. 
  Aunque Claudia naciera en Valencia, y su madre fuera de allí de toda la vida, su padre era natal de Noruega, y tenía buena parte de su familia a la que apenas conocía en ese país nórdico. Lo que explicaba su aspecto, que siempre la hacía pasar por extranjera. Esa exclusividad la había hecho enfatizar eso que la hacía distinta y especial, pese a que no tuviera ni idea de las costumbres del país de su padre. Por eso había llamado a sus hijos con nombres noruegos, y se solía sentir atraída por todo lo escandinavo. Como la minifalda de color rojo y verde a cuadros, un estilo típico que ella atribuía a lo escandinavo, que había visto minutos antes en un escaparate de una tienda de ropa. Ahora la llevaba bajo el brazo dentro de una bolsa.
  Tras haber terminado el artículo sobre minifaldas en un par de horas se había sentido tentada de comprar alguna al salir del periódico. No tenía en su armario, ya que siempre había mostrado rechazo a enseñar tanto las piernas como mujer casada que era, pero el conocimiento que había adquirido al escribir sobre ellas la había obligado a dar el paso. “Los tiempos cambian”, se dijo.
  El trabajo había permitido a Claudia evadir la rabia que la quemaba. Le parecía injusto que Lucía hubiera conseguido lo que ella ansiaba solo por dejarse follar por el director. Sin planearlo se había sorprendido escribiendo un artículo de unas cuantas líneas en el que describía a su compañera como la más puta de la empresa, añadiendo guarradas a una lista de hechos que se había imaginado. Papel que tuvo que destruir cuidadosamente para evitar que nadie lo leyera. Una vorágine de ideas habían pasado por su cabeza durante esa corta mañana. Ideas disparatadas que iban desde contarlo a todo el que prestara oídos y difamar a Lucía, a visitar de nuevo a Rubén, levantarse la falda, y enseñar su coño de mata rubia para conseguir así un ascenso. Pero eran locuras estimuladas por su rabieta. Claudia tenía claro que su dignidad y reputación como mujer casada y fiel eran más valiosas que nada en el mundo, incluso su trabajo.
  Llegó a la calle de su edificio poco después, y las primeras caras conocidas la saludaron. Como la pareja de jubilados de los Ordoñez, o la viuda María Clara, que siempre caminaba a esas horas. Claudia estrujó aún más en un ovillo la bolsa con la minifalda. Como si llevara drogas que quisiera esconder a la policía. Fue en ese momento cuando supo que no se la pondría y estaría relegada a decorar su armario en una esquina de forma permanente.
  Justo antes de llegar a la entrada vio a un hombre alto y fornido de unos pocos años más que ella. Bien vestido con un traje negro sin chaqueta ni corbata, con las mangas remangadas. Estaba junto a su coche sacando una tele y una caja abierta con objetos personales. Parecía de mudanza. Tras cargar como pudo con la tele y la caja cerró el maletero del coche y se giró. Claudia quedó sorprendida por la belleza masculina del hombre, y era rara la vez que eso le ocurría. A pesar de tener un rostro con rasgos atractivos, como sus ojos con forma de avellana o su nariz de buenas proporciones, también tenía rasgos rudos y masculinos como una fuerte mandíbula y una boca grande, o una frente un poco prominente. Su mirada era confiada, pero apacible al mismo tiempo. El pelo no era rubio como el de ella, aunque lo había sido en el pasado. La edad y lo corto que lo llevaba hacía que pareciera de un color más anaranjado y castaño. Entonces se fijó en que se dirigía al edificio en el que ella vivía, pero cuando se dispuso a subir los primeros escalones la caja que sostenía sobre la tele se movió a punto de caerse. Claudia acudió rápido al encontrarse muy cerca y, aunque no llegó a caerse la caja, se aseguró de ello.
  —¿Te ayudo? —indicó ella. 
  En ese momento las miradas de ambos se cruzaron y Claudia pudo ver los ojos azules del hombre, casi tan claros como los suyos propios. Él pareció quedarse cautivado, pero solo durante un breve instante. Inmediatamente sonrió ampliamente para llevar la iniciativa.
  —Eres muy amable —le asintió mientras le ofrecía la caja, que pesaba menos que la tele, para luego proseguir con una voz grave y varonil, pero en tono agradable —. Debí haber hecho dos viajes, pero es que me mudo a la segunda planta.
  Claudia respondió con una breve risita nerviosa inicialmente, y luego se mordió la lengua para no parecer tan infantil.
  —¿En la segunda? Entonces somos vecinos de puerta, porque el único apartamento vacío de la segunda planta es la que dejó la familia Martín.
  Claudia agarró con cuidado la caja, pero le sorprendió el peso de primeras por lo que perdió ligeramente el equilibrio. El hombre la sujetó por el antebrazo delicadamente, pero con firmeza. Su mano era grande y arropó esa parte del brazo de ella al completo. La valenciana lo percibió de tal forma que le recorrió un cosquilleo por toda la espalda. 
  —Si no puedes, no pasa nada. Daré otro viaje —le aseguró él mientras recuperaba su posición ahora que veía que ella había recobrado el equilibrio.  
  Aunque el desconocido hubiera retirado su mano Claudia aún sentía el calor que había dejado allí. Un calor que nacía de dentro de la mujer como un aroma embriagador. Ella no pudo evitar mirar de soslayo los fuertes brazos de su compañero de planta.
  —No. No es para tanto. Es solo que me sorprendió el peso de primeras —comentó Claudia tratando de disimular sus emociones —. Seremos vecinos a partir de ahora, así que no es para menos.
  —Es cierto, y perdona porque todavía no me he presentado. Me llamo Ignacio.
  —Yo Claudia. Encantada.
  La valenciana hizo amago de darle un beso en la mejilla, pero pronto desestimó la idea por los objetos que cargaban. Se adelantaron hacia las escaleras y comenzaron a subirlas poco a poco. En un principio Claudia se fijó en la espalda de Ignacio. Tenía los hombros anchos y fuertes, pero no tardó demasiado tiempo en mirarle el trasero. Se censuró ella misma, pues era un comportamiento obsceno, a su modo de ver, del que era presa cada día, pero no pudo evitar echarle un par de vistazos más. Tenía el culo prieto y compensado. No era excesivamente respingón, pero se le mantenía en su sitio firmemente.
  Subieron en silencio. Aunque sus miradas se cruzaron más veces cuando giraban en los tramos de escaleras solo se sonrieron calurosamente. Claudia no podía evitar hacerlo, pues era muy cautivador. De hecho, se le había olvidado el cabreo que había traído del trabajo del todo. Tanto que no tardó en censurarse y remarcarse lo inapropiado que eran sus pensamientos, como si estos pudieran escucharlos alguien.
  —¿A qué se dedicaban los de la familia Martín?
  —Él trabajaba en la construcción, y ella era ama de casa. Se mudaron porque venía otro hijo en camino y el apartamento se hizo pequeño. Creo que es el que menos habitaciones tiene de la planta.
  —Solo dos, cierto.
  —¿Tú no tienes hijos? —preguntó ella sin meditar la pregunta —. Si no es indiscreción preguntarlo.
  —No tengo, ni tampoco mujer. Así que el apartamento es más que suficiente.
  Claudia asintió de inmediato y extrañamente no le desagradó que fuera así. Pensó en decirle que ella estaba casada, y sabía que se enteraría más temprano que tarde, pero no le apetecía decirlo, y como no preguntó, ella tampoco lo dijo.
  Pronto llegaron hasta el apartamento y Claudia dejó la caja junto a la puerta. Él hizo un tanto de lo mismo con la tele, al tiempo que buscó las llaves en su bolsillo.
  —Pues listo. Hemos llegado —comentó ella con un suspiro de esfuerzo.
  —Muchas gracias, me has ahorrado un viaje y hecho más corto este con tu compañía —indicó con caballerosidad, pero en un tono tan espontáneo que hacía que no pareciera un cumplido comprometedor.
  Claudia se sonrojó y se encogió de hombros con una sonrisa que no se le iba.
  —Me ha alegrado conocerte. Cualquier cosa me tienes al lado —se despidió para luego acercarse y darle los dos besos protocolarios.
  Ella posó su mano delicadamente en el hombro izquierdo de él, e Ignacio la colocó justo encima de la cintura de ella. Claudia percibió el contacto y un nuevo cosquilleo la embriagó. Acto seguido se dieron mutuamente un beso en ambas mejillas con cierta lentitud y tanto él como ella retiraron sus manos respectivamente.
  —Gracias de nuevo, Claudia.
  La valenciana entró en su piso mientras se despedía una última vez con una sonrisa. Tras cerrar la puerta suspiró ampliamente y exhaló en silencio, como si quisiera dejar que sus hormonas escaparan de su cuerpo e hicieran un sprint con el que desfogarse. 
  La casa de Claudia estaba sobrecargada de retratos de la familia y cuadros de paisajes, sobre todo nevados. Algunos no estaban bien alineados porque la pared blanca revestida de gotelé lo impedía en algunas zonas. Las baldosas del suelo eran de un color canela, y los muebles contrastaban con un color marrón oscuro. Los pasillos eran demasiado estrechos, lo que reducía bastante la luz de la casa, pero la sala de estar tenía amplias puertas cristaleras. 
  Caminó hasta la cocina con amplias zancadas, y empezó a cortar la verdura y preparar el resto de los alimentos. Todo muy vivaz, como si tuviera demasiada energía acumulada en el cuerpo y estuviera sobreexcitada. Mientras, dejó el caldero a fuego lento. Tuvo que volver a caminar de un lado al otro de la habitación. Fue hasta el dormitorio, donde la pared era a su vez pared de la casa de Ignacio y no pudo evitar poner la oreja. No escuchó gran cosa, pero se sintió un poco excitada.
  El dormitorio estaba bastante oscuro ya que la ventana estaba cerrada y oculta por una gruesa cortina verde, por lo que apenas se veían los tres cuadros sobre la cama que dominaban la habitación. En el de la izquierda había un retrato de la virgen María de los Desamparados, la Geperudeta, patrona de Valencia y llamada así por la posición inclinada de su cabeza hacia abajo. A la derecha un cuadro con la página del primer artículo de Claudia en el periódico, una introducción de un par de párrafos sobre las formas más elegantes de recogerse el pelo. Y en el medio un retrato de Pedro y Claudia en su día de boda, con el vestido de novia blanco y reluciente. El resto del dormitorio estaba representado por la propia cama de matrimonio con soportes de un marrón muy oscuro, y el mobiliario a juego tanto en su mesa de noche como en el armario para la ropa. Por supuesto había un tocador, un espejo de cuerpo completo de bordes curvos, y una radio en la mesita de noche de Pedro. Ella en su lugar tenía la foto de sus hijos. 
 Pronto volvió a recorrer la casa y se dirigió nuevamente a la cocina. Cuando llegó se sintió con ganas de volver a escuchar en la pared como una cría de dieciséis años, y supo que le pasaba. Estaba cachonda.
  Claudia no era una mujer demasiado fogosa. Muy ocasionalmente se masturbaba, y únicamente mantenía relaciones sexuales con su marido los viernes por la noche. Aunque algunas semanas se lo saltaban, en otras repetían el sábado, así que la media se mantenía. Era algo rutinario y lo cierto era que la mayoría de veces no vivía el momento con especial emoción. Le gustaba su marido y estaba enamorada de él, pero simplemente había quedado decepcionada con el sexo en sí, y opinaba que había cosas más importantes. Sin embargo, en ese momento se sentía con ganas, y no pudo evitar apoyarse en la nevera mientras se metía la mano dentro del suéter verde que llevaba puesto. El sujetador le molestó un poco, pero pronto se masajeó el pezón que se le había puesto duro. 
  Comenzó a entrarle calor así que se retiró el suéter y lo dejó caer en la mesa de la cocina, e hizo un tanto de lo mismo con su sujetador de color canela sin quitarse la camisa. Metió la mano derecha dentro de la falda y friccionó su vulva con las bragas puestas. Notó el viscoso líquido de su vagina encharcar su ropa interior, y eso la puso todavía más caliente. Comenzó a estirar las bragas de arriba a abajo y de un lado al otro, y pronto se fueron mojando todas en su parte delantera. Claudia notó como su vagina se contraía como si quisiera jadear, y ella suspiró con deseo. Metió los dedos dentro de las bragas y percibió el vello suave y mojado de su pubis. Luego una boca caliente y ansiosa, como el hocico de un cerdo al comer. Sin poder contenerse se metió el dedo todo lo adentro que pudo mientras que con la palma de la mano se masajeó el clítoris. Eso le valió unos cuantos segundos hasta que se metió dos, y luego tres dedos.
  La valenciana deseó que su marido estuviera en casa para satisfacerse con su pene, pero tras mirar el reloj de la cocina pudo verificar que aún quedaban unas cuantas horas para su llegada. Con muchas ganas, se quitó de golpe la falda y esta resbaló por sus piernas a plomo. Comenzó a meterse los tres dedos con más energía mientras levantaba la cadera, haciendo que sus bragas se deslizaran por sus muslos y cayeran hasta sus rodillas, pero la masturbación no la satisfacía lo suficiente en esos momentos. Apretó la mandíbula impotente y entonces vio uno de los plátanos que estaban en el cuenco de la fruta. Sin pensárselo cogió el más grande y se marchó de la cocina dejando la falda tras de sí y dejando caer sus bragas mojadas al suelo.
  La vagina y el bonito culo de Claudia, que con una cintura más pequeña que la cadera le daban una forma de corazón invertida muy sensual, eran apretados cada dos pasos por su excitación irrefrenable. La bella mujer andaba descalza y con el pelo suelto. Solo llevaba su camisa corta que apenas superaba la cintura y un plátano en la mano. Llegó al dormitorio y puso la oreja a en la pared, y le pareció escuchar algo rápidamente. Era como una fricción o un movimiento repetitivo. La mente enajenada por el morbo le hizo pensar que Ignacio se estaba masturbando. Se tendió en la cama y se recostó para a continuación volver a poner la oreja en la pared. Toda su vulva quedó expuesta y con sus piernas abiertas se la acarició pasándose el plátano por encima suavemente, como si estuviera pintando un lienzo con pinceladas largas en su entrepierna.
  Los ruidos que se escuchaban en el piso de al lado eran difícilmente definibles, pero la valenciana se imaginó a su vecino con la polla en su enorme mano mientras se masturbaba. Ella jadeaba silenciosamente y su corazón bombeaba con fuerza por tenerlo a apenas a un metro. Fantaseó con la idea de jadear sonoramente y llamarlo. Si estaba en lo cierto la escucharía y él respondería de alguna forma, pero se mordió el labio para controlarse. Acto seguido se llevó el plátano a la boca, con piel y todo, y lo lamió como si fuera una polla. Se imaginó que era el pene de Ignacio y luego lo llevó rápidamente a su entrepierna. Se abrió la vagina con dos dedos e introdujo el plátano dentro sin miramientos. Su coño respondió con apetito y salivó abundantemente. Claudia comenzó a metérselo con cuidado, pero pronto las penetraciones fueron más rápidas. Cerró los ojos y se imaginó a ese hombretón con sus fuertes brazos sobre ella, metiendo su pene dentro con potencia.
  En menos de un minuto la periodista sintió como el plátano se estaba deformando, pero ni redujo la velocidad ni sus fantasías se deshicieron. Continuó introduciéndose la pieza de fruta hasta que se dobló y una masa batida de plátano se desparramó por la piel agrietada. Claudia sintió el pegajoso alimento sobre su propia piel y la sensación le causó mucho morbo. Así que rompió la corteza del plátano de un brusco movimiento con ambas manos y lo llevó a su vagina. Frotó efusivamente toda la pulpa del plátano sobre su entrepierna y la restregó por toda la vulva. El pegajoso alimento se extendió entre sus pelos y los labios de su vagina. Lo que en otras circunstancias le hubiera parecido asqueroso ahora le resultaba morboso al extremo, y levantó las caderas mientras seguía frotando con fuerza el plátano sobre su coño. Los restos de pulpa volaron por la fuerza de los movimientos y cayeron sobre sus piernas, su camisa y su cara. Unos rápidos movimientos la volvieron loca y un electrizante gemido gutural sirvió de preámbulo para su éxtasis. Un gemido que resonó en la habitación y se extendió por su casa. Al mismo tiempo que un fuerte orgasmo eclosionó entre sus piernas como la madera cuando cruje por el fuego.
  Claudia sintió el gratificante sopor del orgasmo, pero no le duró ni un segundo. Inmediatamente abrió los ojos como platos y se puso la mano pegajosa frente a la boca. Pensó que Ignacio, seguro, había escuchado su gemido.


Espero que os haya gustado. Se trata de un capítulo de uno de mis libros, el cual puedes descargar completo y gratis en mi patreon: patreon.com/JTyCC

El libro se llama el Crimen del Colibrí.

0 comentarios - El Crimen del Colibrí. Julián Torres y Catalina Castro