
La prisión femenina de Santa Eloísa estaba oculta entre montañas, lejos de los ojos del mundo. Allí, entre barrotes y silencio, vivían más de ochenta reclusas bajo un régimen estricto, casi militar.
Pero todo cambió el día que llegó Él.
El nuevo director.
Alonso Méndez, exmilitar, cuarenta y pocos años, mirada de acero, voz firme, cuerpo marcado por años de disciplina. Apenas cruzó la reja principal, su presencia impuso respeto... y algo más. Las internas lo notaron enseguida. No era solo autoridad. Había algo oscuro y retorcido en su forma de mirar. Un fuego que las desnudaba sin tocar.
—A partir de hoy —anunció en su primer día— habrá control corporal semanal. Las internas serán inspeccionadas sin ropa. La que se niegue, irá directo a aislamiento.
El rumor corrió rápido por los pabellones. Algunas temblaban. Otras se mojaban con solo imaginarlo.
Viernes. 22:00 horas.
Las luces se apagaban en la prisión, menos en el Pabellón 3, donde estaban reunidas las veinte internas seleccionadas para el primer “control”.
Un guardia abría la puerta del salón y gritaba:
—¡Todas en fila, desnúdense!.
La tensión era espesa. Una a una, las reclusas se quitaban la ropa: camisetas, pantalones, ropa interior… quedando completamente desnudas, de pie, en fila, con los brazos detrás de la espalda.
Alonso entró en silencio. Su traje perfectamente planchado. Los ojos recorriendo los cuerpos sin pudor. Senos firmes, caderas abiertas, vellos rebeldes o completamente rasuradas. Algunas bajaban la cabeza. Otras, lo miraban desafiantes, deseosas.
Pasó lentamente frente a cada una. Observando. Deteniéndose. Su mirada era un látigo que rozaba sin tocar.
Hasta que llegó a la número 9.
Inés, 27 años, piel canela, mirada salvaje, labios gruesos.

—¿Nombre? —preguntó él.
—Inés Ramírez —respondió, sin miedo.
—¿Sabés por qué estás acá?
—Para que me revise, señor —contestó, mordiéndose el labio.
Él sonrió por primera vez.
—No. Vos vas a hacerme un favor esta noche. Y si lo hacés bien… podrías tener ciertos privilegios.
Las demás internas contenían la respiración. Inés asintió con una mezcla de desafío y excitación.
—Sígame —ordenó Alonso.
Lo llevó a su oficina privada. Cerró la puerta. Activó el seguro. Inés se quedó de pie, desnuda, esperando.
—Arrodillate.
Ella lo hizo. Abrió su cinturón, bajó el cierre. Su pene apareció erecto, grueso, venoso, palpitante. Inés lo tomó con ambas manos, se lo metió en la boca, como si supiera lo que tenía que hacer. Lo chupó con hambre, con ritmo, con fuerza, moviendo la lengua en espiral, tragando hasta el fondo.
Alonso gemía bajo, sujetándola del cabello.
—Así… buena puta…
Cuando estuvo a punto de acabar, la levantó de golpe y la puso sobre el escritorio. Separó sus piernas, y penetró su concha de una sola embestida. Inés gritó, arqueando la espalda, agarrándose de los bordes. Él la tomó con violencia controlada, moviéndose con fuerza, sudando, gruñendo en su oído.

—Ahora el segundo agujero —ordenó.
Ella dudó un segundo, pero luego se giró y se ofreció. Alonso escupió, la preparó con los dedos y le metió la pija en el culo haciéndola temblar, mientras ella gemía entrecortado, con una mezcla de dolor y éxtasis.
Minutos después, él acabó sobre su espalda, descargando todo su poder sobre ella.

La hizo arrodillar de nuevo. Le limpió el resto en la boca.
—Tragá.
Inés lo hizo, mirándolo directo a los ojos, con el sabor caliente de su victoria.
Él se abotonó la camisa, acomodó su cinturón y le dijo con una sonrisa torcida:
—Felicidades, Ramírez… ya sos parte del “programa”. Una experta. Volvé al pabellón.
Ella se vistió en silencio, sin dejar de sonreír.

Detrás de la puerta, las demás internas esperaban. Algunas temblando. Otras… deseando ser la próxima.
La fila de mujeres desnudas volvía a formarse en el salón de inspección. El aire era denso. Algunas bajaban la mirada; otras, ya no disimulaban el deseo. El control semanal se había convertido en un ritual morboso donde el poder y la sumisión se mezclaban con sudor, miedo y lujuria.
El director Méndez entró puntual, como siempre. Traje impecable. Guantes de cuero. Y esa mirada que pesaba más que cualquier castigo.
Esta vez sus ojos se clavaron en la número 4.

Lorena Duarte. 29 años. Pelo corto, tatuajes en los brazos, mirada altiva. Había llegado hacía apenas dos semanas por robo a mano armada. Nadie se atrevía a hablarle. Siempre estaba sola. Fiera. Fría.
Alonso se detuvo frente a ella.
—¿Nombre?
—Lorena.
—¿Sabés por qué te elegí?
—Porque te caliento —respondió, con una sonrisa sarcástica.
Un murmullo cruzó la fila. Algunas internas aguantaron la respiración. Alonso no respondió. Solo le hizo un gesto con la cabeza.
—Oficina. Ahora.

La puerta se cerró. Lorena seguía desnuda. No parecía intimidada. Caminaba como si tuviera el control.
—Si pensás que voy a rogarte o abrir las piernas como una de tus putas… —empezó a decir.
Alonso no dijo nada. Solo se sentó, la observó unos segundos, y luego se bajó el cierre del pantalón. Pija ya erecta quedó al aire, firme, desafiante.
—No vas a rogarme. Vas a arrodillarte y usar esa boca insolente para algo útil. Si no… aislamiento por una semana.
Lorena lo miró con rabia… y algo más. Un brillo oscuro en los ojos.
—Hijo de puta…
Pero se arrodilló.
Lo tomó con una mano firme. Lo escupió. Luego empezó a mamarlo con furia, con hambre, con rabia convertida en lujuria. Su lengua lo recorría con precisión. Lo tragaba hasta el fondo, sin miedo.
Alonso la sujetó del cabello, marcando el ritmo. Ella jadeaba por la nariz, gimiendo levemente, con las mejillas coloradas y los labios hinchados.
—¿Eso es todo lo que tenés? —le dijo él.
Lorena gruñó y comenzó a chupar más fuerte, más rápido, salivando sin pudor, dejando su cara y la pija de Alonso cubiertos de baba caliente. Sus ojos no se apartaban de los suyos.
Cuando Alonso la hizo parar, ella se limpió la boca con el dorso del brazo, jadeando.
—Ahora quiero que te pongas de espaldas sobre el escritorio. Quiero probar cómo grita la perra rebelde.

Lorena se acostó, levantó las piernas y se abrió sin vergüenza. Estaba mojada. Muy mojada.
—No te voy a rogar —le dijo con los dientes apretados.
—No hace falta. Ya estás temblando.
La penetración fue brutal. Él la embistió con fuerza, sujetándola por la cintura. Lorena arqueó la espalda y gritó, no de dolor… de puro placer. Sus uñas marcaban la madera del escritorio, sus caderas se movían solas, pidiendo más.
—¡Eso! Más duro, carajo… —gritaba—. ¡Haceme mierda!
Alonso no se detuvo. Cambió la posición, la volteó, y se la metió por el culo, empujando con fuerza mientras la sujetaba del cuello.
—Así se trata a una perra insolente —gruñó él al oído.
Lorena gemía como poseída, con el rostro aplastado contra la mesa y las nalgas rebotando sin control.
Cuando él estuvo a punto de acabar, la hizo girar y se lo puso en la boca. Ella lo tomó sin dudar, mirándolo como una salvaje.
Marcos explotó dentro de su garganta. Ella tragó sin soltarlo, sin dejar de lamer hasta la última gota.
Después, se limpió los labios y lo miró desafiante.
—¿Y ahora qué, director?
Él se abrochó los pantalones, sonriendo satisfecho.
—Ahora... bienvenida al grupo. Te esperaba, rebelde.

La rutina se había instalado como una droga peligrosa en el pabellón 3. Cada viernes, las internas se desnudaban en fila para el control del director. Algunas lo hacían con vergüenza. Otras, ya con expectativa. Había quienes disfrutaban cada segundo... y quienes empezaban a odiarlo.
Una de ellas era Carla, 24 años, cuerpo firme de gimnasio, carácter explosivo. Llevaba seis meses encerrada por un ajuste de cuentas y no le gustaba seguir órdenes, mucho menos de un hombre.
Esa noche, cuando el guardia gritó “¡Desnúdense!”, Carla se quedó quieta, con los brazos cruzados y la mirada clavada en Alonso, desafiante.
—¿Algún problema, interna? —preguntó él con tono neutro.
—No soy tu puta, Méndez. No me vas a mirar como a un pedazo de carne.

Un silencio tenso llenó el salón. Las demás internas tragaron saliva. Algunas la miraban con lástima… otras, con envidia.
Alonso sonrió levemente, se acercó con paso lento y firme.
—Tenés razón, Carla. No sos mi puta. Aún.
La agarró del brazo, con fuerza medida, y se la llevó con él. Los guardias no dijeron nada. Sabían que había una regla tácita: las desobedientes no regresaban igual del castigo.
La habitación de aislamiento no era una celda. Era un recinto especial, insonorizado, con un gran sillón de cuero negro en el centro, cadenas en las paredes, una cámara de seguridad que sólo el director controlaba.
Carla fue empujada al interior. La puerta se cerró con doble traba. Alonso se quitó el saco, despacio.
—Tenés dos opciones —dijo, mientras se acercaba—. Gritar, resistirte y pasar aquí tres días… sin luz, sin comida caliente. O dejar que te castigue como merecés… y quizás lo disfrutes más de lo que creés.
Carla escupió al suelo.
—Hacelo, si te animás.
Alonso no dudó. La empujó contra el sillón, le arrancó la camiseta de un tirón, dejando sus tetas firmes al descubierto. Ella luchó, pero él era más fuerte. Le sujetó las muñecas y las esposó a la pared, con los brazos por encima de la cabeza. La dejó de pie, semi colgada, con las piernas abiertas.
Carla lo insultaba entre dientes. Pero su respiración empezaba a traicionarla.
—Vamos a ver cuánto aguantás —dijo él, bajándose el cierre.
Primero la tocó. Recorrió su cuerpo con firmeza, bajando por su abdomen, separándole los muslos, acariciando su concha húmeda sin admitirlo.
—¿Eso es miedo… o estás mojada?
—Andate a la mierda.
Alonso sonrió. Le metió dos dedos de golpe. Carla gimió, apretando los dientes.
—No me mientas, Carla. Tu cuerpo habla por vos.
La penetró con los dedos mientras la mordía del cuello. Luego, le bajó el pantalón, la giró de espaldas y la empujó contra el sillón. De un tirón, le abrió las piernas y le metió la pija en su concha, de golpe, sin piedad.

Carla soltó un grito que rebotó en las paredes acolchadas.
—¡Hijo de puta! —jadeó—. ¡Más fuerte!
El castigo se volvió placer. Alonso la tomaba con furia, por detrás, sujetándola del pelo, embistiéndola sin descanso.
Cuando cambió de agujero, y se lo metió en el culo, ella se sacudió, pero no dijo que no. Se la metió lentamente, haciéndola temblar. Le agarró las caderas con fuerza, y cuando la tuvo completamente abierta, comenzó a moverse con ritmo animal.
—¿Todavía no sos mi puta?
Carla gemía, con el rostro contra el sillón y el cuerpo temblando, sudado, entregado.
—Sí… ¡sí! —gritó por fin—. ¡Castigame, Méndez!

Alonso terminó sobre su espalda, dejando su leche caliente deslizándose entre sus nalgas.
La dejó así unos minutos, jadeando, esposada, sucia, rendida.
Luego le soltó las manos y le susurró al oído:
—Ese fue tu primer castigo. El próximo… te va a gustar aún más.
Carla no dijo nada. Solo lo miró con rabia… y una sonrisa torcida.
Porque ahora sabía que volvería a desobedecer. Sólo para volver a ese cuarto.
Dos días después del castigo, Carla no podía dormir. Las otras internas murmuraban al verla pasar. Algunas la miraban con respeto, otras con envidia. Pero ella no escuchaba nada.
Solo pensaba en él. En su olor. En su voz.bEn cómo la había dominado, violento y dulce a la vez.
Y en cómo, por primera vez, se había corrido gritando el nombre de un hombre.
Ya no era odio. Era otra cosa.
Obsesión.
Esa mañana, al finalizar el desayuno, Carla se acercó al guardia principal.
—Quiero pedir una audiencia con el director Méndez. Es urgente.
El guardia arqueó una ceja, pero no dijo nada. Sabía que ella era distinta desde aquel “castigo”. Media hora después, Carla entraba sola a la oficina del director.
Alonso Méndez la esperaba detrás de su escritorio. Impecable, como siempre. La miró sin hablar. Ella cerró la puerta, se quedó de pie… y comenzó a desnudarse.
Primero la remera, luego el pantalón, y por último la ropa interior. Lo hizo lento, sin provocación exagerada, como un acto ritual.
—¿Qué se supone que es esto? —preguntó él, sin levantar la voz.
Carla se acercó, completamente desnuda. Se detuvo frente al escritorio.

—Vine a pedirte disculpas… por haber sido una maleducada.
Él la observaba, en silencio.
—No sólo eso —continuó—. Vine a decirte que desde ese día… no dejo de pensar en vos. Que me toco por las noches imaginando tu voz, tu cuerpo encima del mío, tus manos ahorcándome… que me estás volviendo loca.
Se subió al escritorio con un movimiento ágil, se sentó con las piernas abiertas, y susurró:
—Y si tengo que ser tu puta para tenerte otra vez… lo voy a ser.
Alonso se levantó lentamente. Dio la vuelta al escritorio. Se detuvo frente a ella. La agarró del mentón.
—¿Querés pertenecerme?
—Sí.
—¿Querés que te trate como una cosa?
—Sí, por favor…
Él la empujó hacia atrás, dejándola acostada sobre el escritorio, con las piernas colgando.
—Entonces no hablés —ordenó.
Le metió dos dedos de golpe. Estaba empapada. Carla jadeó con los ojos cerrados, moviéndose al ritmo de sus caricias. Él se inclinó y le lamió las tetas, mordiendo sus pezones con fuerza, marcando con los dientes.
—Vas a tragar todo lo que te dé. ¿Entendiste?
—Sí… —gimió—. Dame todo.
La penetró de una sola embestida, sin avisar. Carla se arqueó, gritando, con las manos buscando aferrarse a algo. Méndez la tomaba como a una propiedad, con fuerza, con hambre, con autoridad.

Le levantó las piernas, se la metió al fondo una y otra vez. Carla gemía sin pudor, los ojos brillosos, el cuerpo sudado, y la lengua colgando del éxtasis.
—¡Más! —rogaba—. ¡No pares!
Cuando la sintió cerca del clímax, la sacó, la tiró de rodillas frente a él y le metió la pija en la boca. Carla lo mamaba con adoración, mirándolo desde abajo, babeada, gemiendo con cada embestida en su garganta.
—Tragalo todo. Y abrí bien los ojos.
Cuando se corrió, lo hizo dentro de su boca, y ella tragó sin pensarlo, sin dudar, sin dejar de mirarlo.
Cuando terminó, él la tomó del cabello, la hizo levantar el rostro y le dijo:
—Ahora sí, Carla… sos mía. Mi puta.
Y no hay vuelta atrás.
Ella sonrió con los labios aún húmedos. Sabía que lo que había entre ellos ya no era castigo…
Era poder compartido.
Y placer eterno.

Carla ya no hacía fila los viernes.
No se desnudaba con las demás. No esperaba en silencio. No compartía el agua fría ni la comida insípida del pabellón.
Tenía su propia celda, aislada del resto, con cama de colchón grueso, sábanas limpias, ducha caliente y un pequeño placard con ropa que ninguna otra interna tenía permitido usar.
Por las noches, los guardias la escoltaban hasta la oficina privada del director Méndez, donde el placer ya no era un castigo, sino un ritual que ambos compartían con ansias desmedidas.
Carla se sentaba desnuda sobre su escritorio, lo mamaba con una sonrisa de sabiduría, cabalgaba su pija hasta sudar, hasta gritar, hasta temblar.
Y después… dormía abrazada a él, hasta que el amanecer la devolvía al encierro dorado de su celda especial.
La noticia corrió como fuego en el pabellón.
—Carla no hace fila.
—Tiene privilegios.
—Se cree reina por tragarse la leche del director.
—¡Méndez solo se la tira a ella ahora!
Las otras internas estaban divididas entre la envidia, el deseo y la rabia. Especialmente Inés y Lorena, las primeras “seleccionadas”.
Inés, la de la piel canela y la lengua filosa, no podía creer que el director ya no la miraba.
—Esa perra le llenó la boca y se ganó la corona —escupía, mientras hacía flexiones en el patio—. Pero esto no se termina así…
Lorena, la rebelde domada, tenía otra mirada. Más oscura. Más peligrosa.
—Yo la quiero ver llorar… gimiendo con la cara contra el piso. No por él. Por mí.
Esa noche, Carla volvió a la oficina de Méndez.
Se arrodilló sin que él lo pidiera, empezó a mamarlo lentamente, con los ojos cerrados, como quien reza. Luego se inclinó sobre el sofá, ofreciéndole todo el cuerpo. Él la tomó con deseo salvaje, como cada noche, marcándola con gemidos y azotes, mientras ella se corría temblando.
Cuando terminó, la abrazó por la cintura, la besó en la nuca.
—Sos la única que me pertenece —le dijo al oído.
—¿Y si las otras se rebelan?
—Las encierro. O te dejo que las castigues vos.
Carla sonrió. Una sonrisa torcida. Peligrosa. Porque no solo quería el poder sexual del director.
Ahora quería el control total.

Y mientras dormían abrazados, en el pabellón 3, Inés y Lorena preparaban su propio plan.
—Vamos a pedir audiencia… juntas —susurró Inés—. Que elija.
—Y si no nos elige, lo vamos a hacer desearlo hasta que nos ruegue.
—O hasta que Carla se derrumbe.
Porque el placer… en Santa Eloísa… ya no era solo físico.
Era un juego de poder, lujuria y celos.
Y apenas comenzaba.
Viernes. Medianoche.
El despacho del director estaba más iluminado que de costumbre.
Sobre la pared del fondo, colgaban esposas, cuerdas, correas.
Sobre el escritorio, tres copas de vino tinto.
Y frente a él… las tres.
Carla, desnuda, desafiante, dueña de su cuerpo y del deseo de Méndez.
Inés, de pie, con las piernas separadas, los pezones duros de puro orgullo.
Lorena, más tranquila, con una sonrisa cínica, como quien ya se saborea el desastre.
El director se sentó, cruzó los brazos y habló:
—Esta noche no elegí yo. Ustedes vinieron por voluntad propia…
Y quieren lo mismo.
Así que les propongo un juego.
Me van a demostrar por qué merecen quedarse.
Y la que se quede… será la única.
Nadie habló. Solo respiraban fuerte.
—Empiecen. Ustedes saben qué hacer.
Inés fue la primera. Se arrodilló frente a él, tomó su pija y comenzó a lamerlo despacio, con la lengua ancha, húmeda, provocadora. Lo miraba desde abajo con ojos hambrientos.
—¿Extrañabas esto, jefe? —susurró, y comenzó a mamarlo profundo, sin manos.

Lorena se acercó por detrás, besó su cuello, abrió su camisa y le arañó el pecho. Luego se deslizó hacia el suelo y empezó a lamerle los testículos mientras Inés no soltaba su pija.
Carla observaba. Ardía.
Pero no se iba a quedar atrás.
Se subió al escritorio, abrió las piernas y comenzó a tocarse mientras miraba a las otras dos.
—¿Así compiten? —dijo, entre jadeos—. Yo me corro sola mirándolas lamer lo que ya es mío.
Se acariciaba el clítoris con ritmo, la otra mano en una teta. Sus gemidos llenaban la oficina.
Méndez jadeaba, sintiendo la lengua de una, los labios de otra y la mirada incendiaria de Carla.
—Basta —ordenó de pronto—. Al suelo, las tres.
Quiero que se besen. Que se toquen. Que me calienten como putas desesperadas.
No hubo dudas. Ni resistencia.
Carla empujó a Inés contra la alfombra y le abrió las piernas con fuerza. Le lamió entre los muslos con una mezcla de rabia y deseo. Inés gritó. Lorena se puso detrás de Carla y la empezó a manosearle la concha con los dedos, mientras le mordía la espalda.
El director se sentó a mirar la escena, masturbándose.
—Eso es… putas… muéstrenme quién se lo merece.
Las tres gemían, se lamían, se montaban unas a otras. Eran una danza de cuerpos sudados, fluidos, gritos y saliva.
Carla terminó encima de Lorena, cabalgándola de frente, mientras se masturbaba mirándolo a él.
—¡Acabate para mí, Méndez! —le gritó—. ¡Acabá mirando cómo te pertenezco!
Él no aguantó más. Se acercó y descargó sobre el pecho de Carla, la cara de Inés y el abdomen de Lorena. Las tres se dejaron bañar, jadeando, sonrientes, cubiertas de semen, deseo y locura.
Silencio. Respiraciones agitadas.
Él las miró, satisfecho.
—Carla… te lo ganaste.
Vos seguís siendo mi puta favorita.
Las otras dos bajaron la cabeza. Humilladas… y más calientes que nunca.
—Pero ustedes no se van con las manos vacías —añadió—.
Mañana… las quiero en mi oficina. Juntas. Otra vez.
Y todas sonrieron. Porque en la cárcel de mujeres, hasta perder… era una forma de gozar.

Pasaron los meses.
Carla ya no era solo “la favorita”.
Era leyenda en Santa Eloísa.
Las internas la respetaban, la envidiaban, la temían. Nadie se atrevía a tocarla ni a nombrarla sin deseo o rabia en la lengua. Era la única con acceso libre a la oficina del director. La única que dormía con sábanas limpias. La única que tenía una llave invisible… la de su cuerpo.
Pero todo se detuvo la mañana en que la llamaron a dirección… sin previo aviso.
—Tu condena terminó, Carla —dijo Alonso Méndez, mirándola desde el escritorio—. Estás libre.
Ella no respondió. Solo lo miró.
Por primera vez, no supo qué sentir.
¿Alegría? ¿Vacío?
¿Y ahora qué?
Él se levantó, rodeó el escritorio y se paró frente a ella. Le levantó el mentón con dos dedos.
—Pero quiero hacerte una propuesta… si te interesa.
—¿Cuál?
—Quiero que trabajes conmigo.
Aquí. Como mi asistente personal.
Carla arqueó una ceja.
—¿De verdad? ¿Un puesto administrativo?
Él sonrió, esa sonrisa suya que lo decía todo sin decir nada.
—Una mujer como vos… merece estar del otro lado. Con poder.
Y cerca mío. Siempre.
Ella entrecerró los ojos. Lo conocía demasiado. Eso no era una oferta laboral. Era una propuesta de posesión. De lujuria permanente. De control disfrazado de libertad.
—¿Y qué tengo que hacer como asistente?
Él se acercó y le susurró al oído:
—Organizar los informes… y abrir las piernas cuando te lo pida.
Carla sonrió. Esa sonrisa suya, torcida, sensual, peligrosa.
—¿Y voy a tener privilegios?
—Todos.
Se miraron en silencio. La tensión entre ellos ardía como al principio, pero ahora con historia, con memoria, con cicatrices de placer.
Carla caminó hacia el perchero, tomó su chaqueta y la vistió con estilo. Libre. Con tacones.
Con mirada de reina.
Antes de salir, se giró y dijo:
—Acepto, director.
Pero no voy a ser tu asistente.
Voy a ser tu socia.
Y tu puta… cuando yo quiera.
Méndez se quedó en silencio. Sonriendo.
Ella cerró la puerta con un suave clic, dejando atrás su celda…
Y entrando a una oficina donde el poder y el sexo seguirían siendo parte del contrato.


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