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El retrato

Habíamos terminado la jornada en la oficina cuando ella, con esa sonrisa traviesa, me dijo:

—Che… vos que pintás, ¿por qué no me hacés un retrato?

Me sorprendió un poco el pedido, pero asentí. Siempre me gustó dibujar y ella lo sabía. Así que unos días después nos juntamos en mi departamento, con mis pinceles y el lienzo listos.

La vi acomodarse en el sillón y me reí nervioso.

—Bueno, ¿cómo querés que sea? —le pregunté.
—Quiero que me pintes como soy de verdad… sin poses —respondió, mordiéndose el labio.

No entendí del todo, pero empecé a hacer unos trazos. Ella me miraba fijo, como disfrutando de la incomodidad que me causaba.

—No… así no —me interrumpió.
—¿Entonces? —le dije, sin dejar de dibujar.
—Quiero que me hagas así. —y de pronto se levantó la remera, dejando sus tetas al aire.

El retrato


Me quedé congelado, con el lápiz a medio camino. Ella sonrió, como si hubiera esperado ese silencio.

—¿Ves? Así quiero que me pintes… —susurró, sosteniéndome la mirada mientras se acomodaba, completamente segura de lo que hacía.

Cuando bajó la remera por completo y se quedó frente a mí, desnuda de la cintura para arriba, me invadió un pensamiento que me atravesó como un rayo: era la mujer de mi amigo.

La manzana prohibida, ahí, ofreciéndose frente a mí.

Me quedé helado, intentando ordenar lo que pasaba en mi cabeza. Ella notó mi duda y se rió despacio, con un aire peligroso.

—No pongas esa cara… —me dijo, inclinándose un poco hacia mí—. No te preocupes, él nunca lo sabrá.

Ese susurro me erizó la piel. Era la tentación pura, el deseo más prohibido.

—No sé si debería… —alcancé a decir.
—Precisamente por eso lo querés —me interrumpió—. Porque no deberías.

Se acomodó en el sillón, mirándome fija, desafiante. Sus ojos me decían que ya no había vuelta atrás, que lo nuestro no iba a quedar en simples trazos sobre un lienzo.

En ese instante entendí que lo que estaba frente a mí no era sólo un retrato… era un secreto que jamás podría compartirse, un deseo que iba a marcarme para siempre.

La verdad… en el fondo siempre sospeché algo. Más de una vez me había tirado miradas cruzadas en la oficina, algún comentario con doble sentido, un roce que parecía casual. Yo lo sentía, pero nunca lo creí posible. Y menos sabiendo que yo también estoy casado.

Pero esa noche me lo confirmó sin decirlo.

—¿Y si me saco la ropa de abajo también? —preguntó con picardía, levantando apenas la ceja—. ¿O preferís que me quede en bombacha?

Me quedé mudo unos segundos. Apenas pude contestar:

—No hay problema… como quieras.

Ella sonrió satisfecha, como si hubiese estado esperando ese permiso. Lentamente, se levantó la falda y se quedó en bombacha frente a mí. Yo sentía que el aire se volvía más pesado, más denso.

—¿Así está bien para tu cuadro? —me dijo, pero sin esperar respuesta, corrió la tela a un costado, dejándome ver todo.

El tiempo se detuvo. Sentí que no respiraba. Y entonces lo hizo: levantó su dedo y me hizo un gesto, invitándome a acercarme.

Un simple movimiento de su mano bastó para que supiera que ya no había vuelta atrás. La manzana prohibida me estaba llamando… y yo, sabiendo todo lo que podía perder, no quería más que morderla.

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