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Aprendiendo con Amor

Aprendiendo con Amor


Tenía apenas 18 años, una mezcla entre ingenuidad y fuego que todavía no sabía cómo manejar. Su nombre era Lucía. Piel tersa, mirada brillante, curvas que hablaban de su juventud floreciendo. Se había enamorado, por primera vez, de verdad. Él se llamaba Marcos, 12 años mayor, un hombre bueno… pero con una mirada que sabía desvestir sin tocar, y un tono de voz que podía encenderle la piel.

Después de varias salidas, besos robados en la calle, y caricias que subían un poco más cada vez que estaban solos, esa noche finalmente se animó. En su departamento, Marcos la besaba lento, recorriendo su cuello, bajando por sus clavículas mientras ella se dejaba hacer, temblando, entregándose con una mezcla de miedo y deseo.

—¿Estás segura? —le susurró al oído, con esa voz gruesa que la derretía.

Lucía asintió. Sus ojos grandes lo miraban con confianza. Él la tomó de la cintura y la llevó a la cama. Le fue quitando la ropa con paciencia: primero la remera, luego el pantalón. Su piel tenía un olor dulce, cálido, natural. Sus tetas quedaron al aire con los pezones rosados y duros.

Cuando quedó solo en bombacha, se cubrió con las manos. Marcos le sonrió y le susurró:

—No hay nada que esconder… sos preciosa.

Le quitó la prenda con suavidad, besándole las caderas, descendiendo con lentitud hasta quedar frente a su centro… y entonces, al ver el espesor oscuro y peludo entre sus piernas, se detuvo un segundo. No con rechazo. Más bien con sorpresa.
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—Ah… mirá eso —murmuró, acariciándola con un dedo—. No esperaba encontrarte tan... natural.

Lucía, un poco avergonzada, se sentó y lo miró desafiante, pero con ternura:

—¿Y qué tiene? A mí me gusta así. Es suave… es mío.

Marcos se rió, besándole el ombligo, y luego le dijo con dulzura, como si le hablara al oído de una flor:

—No es por molestarte, mi amor. Me encanta todo de vos. Pero la higiene es importante, sobre todo si queremos jugar... como me gustaría jugar con vos.

Lucía se mordió el labio, intrigada, entre excitada y curiosa.

—¿Y qué proponés?

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Él se levantó, fue al baño, y volvió con una toalla, una maquinita de afeitar nueva y un frasquito de crema. Ella lo miró sorprendida, con las mejillas rojas. Pero en sus ojos brillaba algo nuevo: morbo.

—Si me dejás, yo lo hago con cuidado. Despacito. Como parte de nuestro primer juego.

Lucía se recostó, temblando, pero sin miedo. Abrió las piernas con timidez, mientras él se acomodaba entre ellas. Le besó los muslos, la ingle, y luego aplicó un poco de crema tibia. La sensación la hizo estremecer.

—Estás temblando —dijo él.

—Es que… nunca nadie me tocó así.

—Entonces voy a hacerlo como nunca nadie lo hizo.

Y empezó. Con movimientos suaves, fue deslizando la hojita, despejando la piel con una precisión casi erótica. Cada pasada era una caricia disfrazada. Cada roce la hacía suspirar. Lucía cerraba los ojos, con las piernas abiertas y el corazón latiendo a mil.

Cuando terminó, le besó la vagina ya desnuda, sin pudor, admirando su suavidad, como si fuera un tesoro descubierto.

—Ahora sí —murmuró con deseo—. Perfecta.

Lucía, ya sin vergüenza, lo atrajo de los hombros y lo besó con una pasión que no sabía que tenía. Esa noche sería su primera vez. Su primer ritual. Su primer juego. Su primer entrega… completa.

Y él, entre susurros y gemidos, le enseñó que el deseo puede ser tierno, salvaje, y también… muy limpio.
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Lucía estaba desnuda, la piel suave y todavía tibia después de aquella inesperada sesión de rasurado. El aire parecía cargado de electricidad. Su respiración era agitada, y sus ojos —grandes, abiertos, curiosos— seguían cada movimiento de Marcos con adoración… y hambre.

Él se puso frente a ella, bajándose el pantalón con calma, con esa sonrisa segura que la volvía loca. Y entonces, por primera vez, lo vio. El pene erecto, grueso, apuntando hacia ella con una presencia intimidante. Lucía abrió los ojos sorprendida, tragando saliva.

—Quiero que lo veas bien, amor —dijo Marcos, con voz ronca—. Que lo toques.

Ella, algo insegura, estiró la mano y lo tomó. Pero apretó demasiado, con los dedos tensos, torpes. Él soltó un suspiro entrecortado y le sujetó la muñeca con dulzura.

—Despacito, mi vida… —le dijo—. No es un joystick. Te voy a enseñar.

Lucía se rió nerviosa, y él aprovechó para acercarse más, colocándola sentada sobre sus piernas, su concha ya húmeda rozando la erección palpitante.

—¿Sentís cómo late, como esta duro? —le susurró al oído—. Es por vos.

Ella asintió, besándole el cuello. Marcos la guiaba con sus manos, tomando las suyas para envolver su pija con delicadeza. Le enseñó a acariciarlo, a mover la mano con ritmo lento, a escuchar su respiración. Ella lo miraba embobada, descubriendo un mundo nuevo en sus dedos.

Después de un rato, él la tomó por la cintura y la acostó en la cama. Se colocó sobre ella, la miró a los ojos con deseo y ternura.

—¿Estás lista? —preguntó, acariciándole la mejilla.

—Sí —susurró ella, sin dudar.

Él la preparó, rozándole la concha primero con la punta de la pija , sintiendo cómo ella se abría lentamente. La penetración fue lenta, profunda, medida. Ella se arqueó, con un gemido agudo, agarrándose de sus brazos. El dolor era real… pero también lo era el fuego que crecía por dentro.

—Tranquila, amor. Estoy acá. Te guío… solo mírame.
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Y la miró. La sostuvo. Se movió lento al principio, sabiendo que era su primera vez. Cada embestida era una mezcla de dolor dulce y placer creciente. Lucía comenzó a moverse sola, a recibirlo, a abrazarlo con sus piernas, a gemir con la boca abierta, perdiendo el miedo, ganando deseo.

Marcos le besaba el cuello, los hombros, las tetas. La llamaba “mi cielo”, “mi chiquita hermosa”, mientras se entregaban el uno al otro.

El ritmo fue aumentando. Ella ya no pedía pausa. Pedía más. Su cuerpo se movía con el de él como si hubieran nacido para encajar. Y cuando el clímax llegó, fue en una ola que la dejó temblando, con los ojos cerrados y los labios húmedos de placer.

Él terminó con un gruñido contenido, derramándose sobre su vagina.

Después, quedaron abrazados, sudados, jadeando.

—¿Estás bien? —preguntó él, besándole la frente.

—Sí… —respondió Lucía—. Mejor que nunca.

Esa noche, ya no era una niña ingenua. Era una mujer que acababa de descubrir el poder de su cuerpo… y de la ternura salvaje del deseo.

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Habían pasado unos días desde aquella primera vez. Pero desde entonces, el cuerpo de Lucía era un volcán en plena erupción. Cada vez que se cruzaban, sus pupilas se dilataban, su piel se estremecía. Ya no era la niña tímida que se cubría con las manos. Era una mujer despierta. Y lo quería todo.


Esa tarde, Marcos llegó del trabajo cansado. Se quitó la camisa, dejó caer el maletín y fue directo al sillón. No imaginaba lo que Lucía había planeado. Vestida con un short de algodón ajustado y una remerita sin corpiño, se acercó desde atrás, descalza, en silencio, y le besó el cuello.

—¿Te cansaste mucho? —preguntó, con voz sedosa.

—Bastante… —respondió él, cerrando los ojos.

—Entonces… dejame que te relaje.

Se arrodilló frente a él, con una sonrisa traviesa. Le bajó el pantalón sin apuro, dejando al descubierto su pija, que había comenzado a endurecerse solo con el sonido de su voz. Lo miró fijo, mientras lo envolvía con sus manos, como él le había enseñado.

—Hoy quiero probar algo… —susurró.

Se inclinó y comenzó a lamerlo. Primero lento, húmedo, con la lengua recorriendo la base, la punta, el tronco palpitante. Luego, lo fue metiendo en su boca, caliente y suave, con movimientos rítmicos. Marcos abrió los ojos con un gemido ronco, mirándola desde arriba.

—Dios, Lucía… —jadeó—. Estás loca…

—¿No te gusta?

—Me estás volviendo loco…

Ella sonrió, sin dejar de mamarlo, cada vez más profundo, más húmeda, mientras una de sus manos acariciaba sus propios muslos, ya empapados. Él le sujetaba el cabello, guiándola con los dedos, sin controlar nada, rendido al placer.

Después de un rato, Lucía se levantó, se desnudó por completo y se subió a él, con una mirada salvaje, decidida. Lo montó sin aviso, dejándolo deslizar su pija dentro de su concha con una sola sentada, con un gemido ahogado.
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—Ahora quiero que me veas —dijo, mirándolo desde arriba—. Quiero cabalgarte hasta que no puedas más.

Comenzó a moverse sobre él con ritmo firme, las manos apoyadas en su pecho, el pelo desordenado, las tetas saltando al compás de sus caderas. Se lo metía hasta el fondo, lo apretaba con su cuerpo, gemía libre, sin pudor.

Marcos no podía creer lo que veía. Aquella chica dulce, tímida, estaba transformada en una diosa salvaje que lo dominaba con el cuerpo y lo devoraba con la mirada.

—¡Así, amor… así! —le gritó, jadeando.

Lucía se inclinó, besándolo con lengua, mientras no dejaba de moverse. Sentía cómo se rozaban por dentro, cómo su placer subía como una ola indomable.

—Vas a acabar dentro mío, ¿verdad? —susurró al oído—. Llename… quiero sentirte todo.

Y en pocos segundos, el clímax explotó. Primero el de ella, temblando, gritando, sacudiéndose como si la atravesara una descarga. Luego él, descargando todo su deseo en lo más profundo de su cuerpo.

Quedaron abrazados, jadeando, empapados de sudor.

—¿Qué te pasó hoy? —preguntó él, riéndose.

—Aprendí rápido… —le respondió ella, besándole el pecho—. Y todavía no te mostré todo lo que quiero hacerte.

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Lucía ya no era la chica tímida de hace unas semanas. Su cuerpo, su mente, sus ganas… todo había cambiado. Cada encuentro con Marcos era como una droga de la que no quería ni podía prescindir.

Pero no bastaba con verlo solo en persona. Quería que él la tuviera presente todo el día, en cada momento, en cada pausa.

Así que empezó a mandarle mensajes picantes. Desde el trabajo, con la pantalla del celular oculta, escribía:

“Amor, ¿te gusta cómo se siente mi piel después de la última afeitada? ¿O creés que me falta otra?”

Adjuntaba fotos suyas, desnuda, recostada sobre la cama, la luz entrando por la ventana bañando cada curva. A veces se veía el reflejo de su sonrisa traviesa, otras solo sus ojos brillantes y el cuerpo que ya conocía de memoria.

—¿Estás loca? —respondía Marcos, medio riendo, medio jadeando—. Vas a hacer que me vuelva loco en plena reunión.

Pero Lucía no paraba. En el trabajo, cuando nadie la miraba, deslizaba el teléfono bajo la mesa y le enviaba imágenes más audaces. Le mostraba la suavidad de su piel recién afeitada, le hacía promesas con la mirada desde la pantalla.

—“¿Y si te digo que esta noche voy a cabalgarte otra vez, hasta que no puedas más?” —escribía con un emoji mordiendo el labio.

Cada mensaje era un veneno dulce para Marcos, que sentía la urgencia de estar con ella, tocarla, devorarla.

Lucía sentía que se estaba convirtiendo en una adicta al deseo. Al poder que tenía sobre él, y sobre sí misma. Y cada palabra, cada foto, era una caricia invisible, una promesa de fuego.

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La habitación estaba en penumbras, iluminada solo por la tenue luz de la lámpara en la mesita de noche. Lucía y Marcos se miraban con esa mezcla de nervios y fuego que había ido creciendo entre ellos desde el primer encuentro.

Él la tomó de la mano, la atrajo hacia sí y, con voz grave, susurró:

—Creo que estás lista, amor. Para el segundo nivel.

Ella arqueó una ceja, curiosa y un poco insegura.

—¿El segundo nivel?

Él sonrió con esa seguridad que la volvía loca, acariciándole la mejilla.

—Sí… el otro agujero. Te voy a meter la pija en el culo. Sé que dudás, y es normal. Pero también sé que querés probar todo conmigo.

Lucía tragó saliva, sintiendo un torbellino de sensaciones. Por un lado, el miedo a lo desconocido; por otro, la confianza en Marcos y el deseo ardiente que la consumía.

—¿Y si no me gusta? —preguntó bajito.

—Entonces paramos. Solo vos decidís, mi vida. Pero quiero que sepas que te voy a cuidar. Que va a ser lento, suave, sin dolor. Solo placer.

Ella lo miró, vio la ternura en sus ojos, la paciencia en sus manos. Respiró profundo y asintió.

—Quiero probar… todo contigo.

Él la besó con una mezcla de pasión y dulzura, recorriendo su cuello, bajando hasta sus tetas, mientras la despojaba de sus últimas prendas. La colocó de lado, con cuidado, y comenzó a acariciarla por todos lados, preparando su cuerpo para el nuevo placer.

Cada toque, cada beso, era un mensaje silencioso de seguridad y deseo.

Con un dedo primero, luego dos, la fue abriendo lentamente, enseñándole a relajarse, a confiar en el placer que podía venir.
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Lucía sentía el fuego recorrer cada fibra de su ser, el temor transformándose en un gozo intenso y profundo.

Finalmente, Marcos se posicionó con cuidado, la miró a los ojos, y con movimientos lentos y pausados, comenzó a penetrarle el culo. 

Los gemidos de Lucía llenaron la habitación, mezclando sorpresa, placer y ese sabor dulce de la aventura compartida.

Marcos la sostuvo firme, atento a cada señal, guiándola con ternura y pasión.

Cuando ambos alcanzaron el clímax, fue como si el mundo desapareciera, dejando solo el calor, la respiración agitada y el amor que los unía.

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La noche había caído y el apartamento se llenaba de un aire cargado de anticipación y deseo. Lucía ya no era la chica tímida que se sonrojaba con un roce. Esa noche estaba decidida a explorar, a entregarse sin límites, a ser dueña y cautiva de sus ganas.

Marcos la esperaba en la cama, desnudo, con la pija en la mano y con una sonrisa cómplice que le decía que él también estaba listo para todo.

Lucía se acercó lentamente, su cuerpo moviéndose con una sensualidad natural, dejando que sus manos acariciaran cada centímetro de la piel de Marcos. Sin prisa, se arrodilló frente a él, mirándolo directo a los ojos.

Con confianza, comenzó a deslizar sus manos por su pija, luego sus labios lo rodearon con ternura y firmeza. Su boca fue bajando y subiendo, jugando con él, su lengua recorriendo cada centímetro, con una mezcla de dulzura y ansia. Marcos cerró los ojos y gimió bajo su cuidado, sintiendo cómo el placer crecía a cada instante.

Cuando Lucía levantó la mirada y se subió sobre él, la pasión estalló en la habitación. Cabalgó su pija con ritmo, sus caderas moviéndose con dominio y gracia, sus manos explorando el pecho, el cuello, el rostro de Marcos, que la miraba extasiado.

—Así, amor… más rápido, más fuerte —jadeó él, dejando caer sus manos en sus caderas para marcar el ritmo.

Sin dejar de moverse, Lucía se inclinó y lo besó , luego giró lentamente y se dejó llevar por sus manos, mientras Marcos la tomaba desde atrás. La mezcla de sensaciones la hizo perder el control, entregándose por completo.

Con cada embestida, ella gemía y se aferraba a la cama, sintiendo cómo su cuerpo se estremecía.

Cuando Marcos empezó a temblar, Lucía se volvió hacia él, con ojos llenos de fuego y una sonrisa traviesa.

—Quiero más —susurró—. Quiero que me hagas tu puta hasta el final.
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Él la tomó suavemente, la giró y la tumbó boca arriba, mientras ella abría las piernas para recibirlo. Marcos penetró su concha con fuerza, y Lucía se aferró a sus hombros, moviéndose, perdiéndose en la pasión que los consumía.

Cuando el clímax se acercó, Lucía se levantó, se arrodilló frente a él y con una mirada desafiante, tomó su pija con firmeza para beber su leche, sintiendo cada latido y cada gota con devoción.

Marcos gimió, sus manos enredándose en el cabello de Lucía, que lo miraba con orgullo y deseo.

Después, quedaron abrazados, jadeando, sudados, envueltos en un silencio cómplice.

—Felicidades, amor —dijo Marcos con una sonrisa pícara—. Ya sos toda una puta experta.

Lucía se rió, feliz, satisfecha, y se acurrucó junto a él, lista para seguir explorando cada rincón de ese deseo que ahora los unía para siempre.


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