
El depósito era un lugar caluroso, de aire espeso, donde el olor a cartón, sudor y esfuerzo llenaba cada rincón. Las jornadas eran largas, físicas, repetitivas. Pero desde que a Marco le habían asignado trabajar con Yesenia, todo eso se había vuelto más... interesante.
Yesenia era una mujer de curvas generosas. Gordita, sí, pero con una cintura marcada, un trasero redondo que parecía desafiar el pantalón de trabajo, y un escote que apenas contenía su busto bajo las camisetas apretadas del uniforme. Tenía una risa ronca, una mirada pícara y una lengua sin filtro.
—¿Te gusta cómo me muevo con estas cajas o prefieres que mueva otra cosa? —le había dicho un martes, mientras se agachaba exageradamente para levantar un paquete.
Marco se hizo el desentendido, aunque por dentro ardía. Hacía semanas que no dejaba de imaginarla. En la ducha, en la cama, en sus fantasías más sucias. Y Yesenia lo sabía. Lo provocaba cada día. A veces sin pudor, otras con gestos sutiles, pero siempre con intención.
Ese viernes, el depósito estaba casi vacío. Cierre de semana. Solo ellos dos quedaban para ordenar el último camión.
—¿Te molesta si me quito esto? —preguntó ella, refiriéndose al chaleco reflectante. Se lo quitó sin esperar respuesta, dejando su camiseta blanca pegada a la piel húmeda por el calor. Los pezones, duros, se marcaban descaradamente.
Marco tragó saliva. El pantalón ya le apretaba entre las piernas. Ella lo notó.
—¿Quieres ayudarme con estas cajas o con esto? —le preguntó, y se desabrochó el botón del pantalón, dejando ver la pretina de su ropa interior, negra y pequeña.
Él no respondió. Solo se acercó, lento, como si caminara hacia un peligro inevitable. Yesenia le agarró la mano y la colocó directamente sobre su cintura, empujándolo contra ella.
—Hace semanas que te quiero encima de mí, Marco —le susurró al oído—. ¿No te has dado cuenta?
Él la besó. Con hambre, con rabia contenida. Las lenguas se entrelazaron con urgencia. Las manos bajaron, subieron, apretaron carne, tocaron piel sudada. Ella se subió a una mesa de pallets vacía, se bajó el pantalón y la tanga ya abrió las piernas.

—Rompeme la concha, papi —le dijo jadeando—. Estoy mojada desde que entraste hoy.
Marco se bajó el pantalón, liberando la erección de su pija, y la rozó apenas con la punta. Yesenia tembló.
—No me hagas esperar más —suplicó—. Mételo ya.
Entró en ella con fuerza, con ganas acumuladas. El gemido que soltó ella llenó el depósito. Los golpes de sus cuerpos se mezclaban con el ruido lejano de los montacargas y las puertas metálicas. La mesa crujía bajo el vaivén salvaje de la penetración.
—Así, así, más duro... —Yesenia lo agarraba de la espalda, lo mordía, lo apretaba con sus piernas fuertes.
Marco estaba perdido en su cuerpo. En la forma en que se movía. En el calor que desprendía. En lo sucio de sus palabras. Le lamío la concha, la tomó de espaldas, luego con ella sentada sobre su pija , cabalgándolo con brutalidad.

Ella llegó al clímax primero, gritando. Él no aguantó mucho más. Se derramó dentro de ella con un gemido ronco, sujetándola como si se le fuera la vida.
Ambos quedaron jadeando, empapados, pegados por el sudor y el deseo cumplido.
—Ahora sí —dijo ella, riendo mientras se vestía—, ya no vas a poder mirarme igual en el trabajo.
Él la miró, todavía sin palabras. Solo sabía una cosa: quería repetirlo. Muy pronto.
El reloj marcaba las 12:46. Receso de almuerzo.
La mayoría de los empleados estaban en la pequeña cafetería del segundo piso. El depósito, por fin, quedaba en silencio. Solo el sonido lejano de una radio vieja y el zumbido de los ventiladores industriales acompañaban el aire caliente que flotaba entre estanterías de metal.
Marco caminaba despacio, con una bandeja de comida en una mano y el celular en la otra. Pero no se dirigía al comedor. No ese día. Un mensaje lo había desviado:
> "Montacargas viejo, al fondo. Estoy sola. ¿Te animás?"
Yesenia. Otra vez provocando. Otra vez desafiándolo.
Y él, otra vez, con el corazón acelerado y la pija dura antes siquiera de verla.
El rincón del fondo era oscuro, mal ventilado, lleno de pallets rotos y carteles que nadie leía. Y ahí, entre las sombras, estaba ella: sentada sobre un montacargas oxidado, con el uniforme desabrochado hasta el ombligo, dejando ver un top ajustado que apretaba sus tetas con descaro.
—Viniste rápido —le dijo, con una sonrisa traviesa.
—No podía dejarte sola con… tanto peligro —respondió él, acercándose.
Yesenia se sacó el uniforme y abrió las piernas, apoyando los pies en los soportes laterales del montacargas. Su concha húmeda brillaba en la penumbra.

—Me encanta este rincón. Se escucha todo, pero nadie nos ve. ¿Querés comerte esto antes del almuerzo?
Marco soltó la bandeja sin mirar dónde caía. Se arrodilló ante ella sin pensarlo, como un adicto hambriento. Su lengua se hundió entre sus labios húmedos, explorando, lamiendo, saboreando el néctar que Yesenia soltaba sin pudor. Ella lo agarraba del pelo, lo guiaba, se contoneaba sobre el metal caliente del montacargas.
—Así, sí... así, papi... comete toda esta conchita como te gusta.
Marco gemía contra su centro, empapado en deseo. Luego se incorporó, bajándose el cierre del pantalón sin dejar de mirarla. Ella agarró su pija con una mano firme y empezó a masturbarlo, lenta, con mirada sucia.
—Quiero que me cojas acá mismo, como si fuéramos animales.
La subió de golpe, acomodándola sobre el asiento del montacargas. Ella abrió más las piernas, se sostuvo de las barras laterales y lo recibió de lleno, en una sola embestida que les arrancó un gemido compartido.
El metal crujía bajo el movimiento salvaje de sus cuerpos. Marco la cogia con fuerza, con ritmo, agarrándola de las caderas, haciendo que sus tetas reboten dentro del top apretado. Ella gemía sin censura, como si buscara que alguien los escuchara.
—Sí, más, más fuerte… ¡rompeme la concha, Marco!

Cada embestida era más profunda. Más sucia. Más salvaje. El sudor bajaba por sus cuerpos. El placer los consumía. Marco sintió cómo ella apretaba, cómo su interior lo abrazaba con fuerza.
Yesenia acabó otra vez, mordiéndose el labio para no gritar. Él no pudo resistir mucho más y se vino dentro de ella, descargando con un gemido que retumbó en el rincón oculto del depósito.
Quedaron quietos un momento, abrazados, pegados por el calor y el sudor, jadeando.
—Este montacargas va a tener que soportarnos muchas veces más —dijo ella, riendo—. Ahora sí, vamos a almorzar.
—¿Después de esto? —dijo él—. Solo me voy a tomar un agua. Lo demás ya me lo comí.
Ella le guiñó un ojo, mientras se subía la ropa con calma.
Y salieron de allí como si nada. Pero los dos sabían que ese rincón del depósito ya no era solo un lugar olvidado… ahora era su secreto más sucio.

Había pasado menos de una semana desde la última vez. Desde que Yesenia y Marco convirtieron el montacargas en desuso en su rincón del placer. Desde entonces, los almuerzos eran simples excusas. Lo único que comían en ese receso era sexo.
Esa mañana, el deseo ya se había manifestado en miradas, roces "accidentales" y un mensaje claro de ella:
> "Hoy no te escapas. Montacargas, 12:30."
Marco llegó primero esta vez. Buscó una tela vieja para colocarla sobre el asiento oxidado. No por comodidad: por la fantasía. Sabía que ella venía dispuesta. Que no se pondría ropa interior. Que lo usaría como se usa un juguete nuevo y sucio.
Y no se equivocó.
Yesenia apareció como una diosa oscura, con la camisa desabotonada, los pantalones apenas sujetos y una mirada que lo dejó duro al instante.
—Espero que estés listo —le dijo—. Porque hoy quiero cabalgarte.
Se subió encima sin más. Le bajó el pantalón y lo empaló con un gemido suave, los ojos cerrados y las manos en su pecho. El vaivén fue inmediato, intenso. El chirrido del montacargas, los golpes de su concha contra su pija, el olor a sexo derramado en el aire.
—Así… así... Marco, no pares...

Él la sostenía de las caderas, dejándose llevar, completamente perdido en esa mujer que lo devoraba con cada movimiento. Estaban tan concentrados que no escucharon los pasos al principio. Solo cuando una voz gritó a lo lejos:
—¡Ey, muchachos! ¡Acá está el montacargas viejo!
El tiempo se detuvo.
Yesenia quedó congelada, aún encima de Marco, con su vulva apretándolo con fuerza.
—¡Mierda! —susurró ella, sin moverse.
—¡Son los técnicos! ¡Van a revisarlo! —susurró Marco, desesperado, sin poder salir de ella.
—¡No te saques! —ordenó ella—. No me voy a bajar así. Quédate quieto, no hagas ruido.
Ambos estaban pegados, sudorosos, sucios, temblando. El sonido de pasos se acercaba. Voces. Risas. Un juego de llaves metálicas.
—¿Este es? —preguntó uno.
—Sí, pero parece que está más jodido de lo que pensábamos. Vamos a buscar las herramientas.
—Dale, ya venimos.
Los pasos se alejaron.
Yesenia soltó el aire que había contenido.
—Tenemos cinco minutos... —dijo con una sonrisa malvada—. Terminamos esto o lo dejamos a medias. ¿Qué decís?
Marco no respondió. Solo la empujó contra su pecho y comenzó a moverse desde abajo, con fuerza. Ella gimió, mordiéndose la camisa para no gritar. El riesgo, la tensión, el miedo a ser descubiertos los excitaba más que nunca.
Él la penetraba con furia, como si el tiempo se les fuera a terminar —y podía ser cierto. Ella acabó en silencio, temblando sobre él, y él se corrió segundos después, conteniendo el rugido que le quemaba la garganta.
—¡Vístete rápido! —dijo ella, bajándose con dificultad, con las piernas flojas—. Van a volver.
En segundos recogieron ropa, ajustaron cinturones, escondieron rastros de su acto salvaje. Apenas salieron del rincón por una puerta lateral cuando vieron entrar a tres técnicos con cajas de herramientas.
Nadie los notó. Nadie sospechó nada.
Pero el montacargas quedó marcado. Y ellos también.
Esa tarde, Marco recibió otro mensaje de Yesenia:
> "Tenemos que buscar otro lugar. Pero nada va a igualar lo que pasó hoy. Casi nos descubren... y fue delicioso."

Después del susto en el montacargas, se juraron no volver a arriesgarse. Al menos no tan pronto. Pero el deseo es terco, y la carne, débil.
El depósito tenía un pequeño baño para el personal, casi siempre vacío, usado más para lavarse las manos que para otra cosa. Un solo cubículo. Una sola puerta. Sin cámaras.
Yesenia lo eligió para el siguiente encuentro.
—Solo cinco minutos, papi. Te prometo que no voy a gritar… mucho —le dijo al oído, mordiéndole el lóbulo, justo antes de que entrara al baño detrás de ella.
Marco cerró con llave. Ni siquiera hubo palabras. Ella se dio vuelta, bajó los pantalones hasta las rodillas, apoyó las manos contra la pared, y sacó el culo grande y firme hacia él.

—No me saques la ropa, solo súbeme la camisa —ordenó, jadeando—. Hacémelo rápido. Como si me estuvieras castigando por ser tan puta.
Se bajó el cierre, sacó su erección ya palpitante y la metió de una. Ella jadeó, cubriéndose la boca con la mano, mientras él comenzaba a embestir su concha con fuerza, sin descanso.
El golpe de su cuerpo contra el de ella se ahogaba en el sonido del ventilador. Marco se aferraba a sus caderas anchas. Yesenia temblaba de placer, mojada como nunca.

Pero justo cuando estaban por acabar —el punto más intenso, el más vulnerable—, la puerta del baño se sacudió con violencia.
—¡¿Quién está ahí adentro?! ¡¡Salgan ya mismo!! —gritó una voz conocida, grave, autoritaria.
El silencio fue mortal. El cuerpo de Yesenia se quedó tieso. Marco también.
—¡Lo voy a reportar ahora! ¡Salgan, o llamo a Recursos Humanos!
Era el jefe del depósito: Valenzuela. Un tipo seco, estricto, sin un gramo de sentido del humor.
Minutos después, la puerta se abrió. Yesenia salió primero, el cabello desordenado, los labios hinchados, la cara roja. Marco la siguió, aún acomodándose el uniforme, sin poder sostener la mirada.
El jefe no dijo nada en ese momento. Solo los miró con un asco contenido, les pidió que fueran a su oficina. Allí, frente a una carpeta con reglamentos internos, habló con voz firme y sin rodeos.
—Esto es inadmisible. No puedo despedirlos directamente, pero va a haber consecuencias. A usted, señor Marco Medina, lo voy a trasladar al depósito del Parque Industrial Sur. A partir del lunes. Sin derecho a réplica. Y usted, Yesenia, queda bajo observación y advertencia formal. Otra falta y se va.
Ambos asentaron en silencio. El deseo se les había quemado en la piel… y ahora también dolía en la realidad.
Al salir de la oficina, Marco no dijo nada. Caminó directo al vestuario, empacó sus cosas, y se quedó sentado un rato en el banco de madera.
Entonces sonó su celular.
> "Me vas a extrañar. Pero si querés... podés venir a visitarme un sábado. O tal vez me hago un viajecito yo, y usamos el baño de tu nuevo depósito. No aprendemos, ¿verdad?"
Marco sonrió. Porque lo sabía.
No era el final.
Era apenas el siguiente capítulo.


2 comentarios - La Compañera de Trabajo