Parte1
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El ventiluz
A esa hora, el departamento estaba en su silencio habitual. El cuerpo de Coti —suave, tibio, familiar— reposaba en el sofá como cada noche, con una frazada liviana sobre las piernas y los ojos entrecerrados frente a la pantalla. Mauro fingía mirar también, con el celular en la mano. Pero ya no pensaba en la serie. Hacía rato que no pensaba en nada de lo que pasaba ahí adentro.
Desde hacía semanas, la rutina se había contaminado con una expectativa nueva, muda, clandestina. Cada noche, una vez que Coti comenzaba a cabecear, él disimulaba un bostezo, un paseo a la cocina, la excusa de bajar una persiana. Pero lo que buscaba era otra cosa: la luz encendida al otro lado del edificio, la señal mínima de que los vecinos —esa pareja nueva, vibrante, sin hijos ni horarios ni desgaste— estuvieran despiertos.
Lo excitaba algo que no podía decir en voz alta: ese departamento de enfrente le parecía un eco de lo que ya no era. La juventud de ellos era como una piel que había perdido, una piel a la que no volvería. Y sin embargo, ahí estaba, deseándola, espiándola.
La mayoría de las noches eran un fracaso. Las luces apagadas, el ventanal cerrado, el blackout corrido. O peor: los veían moverse, caminar, tal vez discutir, vestirse con ropa cómoda y sentarse a cenar. Mauro se quedaba parado como un idiota, apenas respirando detrás de la persiana. Una parte de él deseaba que no pasara nada. Otra se frustraba.
Durante el día, no era muy diferente. Una mañana de home office, el movimiento al otro lado del ventanal bastó para que perdiera el hilo de una reunión. Ella apareció con un vaso en la mano, un top deportivo y el pelo suelto. No hacía nada especial. Solo caminar. Pero él no podía dejar de mirar. Ni de esperar algo.
De madrugada, se levantaba con la excusa de un vaso de agua. Iba a la cocina descalzo, atravesando la oscuridad con una esperanza absurda: verlos despiertos. A veces pasaba. Pero la escena ya estaba clausurada por una cortina negra.
Hasta esa noche.

Estaban viendo una serie, una de esas que a ninguno le interesaba del todo. Coti, como siempre, estaba con la cabeza sobre el almohadón, ya en piloto automático, con el control entre los dedos. Mauro estaba sentado más erguido. Desde su ángulo, justo desde donde estaba, alcanzaba a ver el ventanal del edificio de enfrente. Y algo se encendió. Una luz.
No dijo nada. Solo giró la cabeza una fracción de segundo. La escena comenzó como otras veces: se abrió la puerta, entraron rápido. Él tiró las llaves sobre la mesa. Ella se rió. Se empujaron. Se besaron. Pero esta vez no hubo pausa, no hubo espera. Fue como si se estuvieran quemando. Se sacaban la ropa a los tirones, se besaban con fuerza. En segundos ya estaban en el sillón, él recostado, ella encima.
Mauro tragó saliva. No podía mirar mucho sin que Coti notara algo raro en su postura, en su respiración. El corazón le latía fuerte. Intentó concentrarse en la serie, pero la imagen de enfrente lo jalaba. Tenía que mirar.
—Uf, creo que me cayó mal la cena —dijo de repente, llevándose una mano al estómago. Coti apenas reaccionó.
—¿Querés algo?
—No, voy al baño un segundo.
Entró y cerró la puerta sin apuro, pero con las manos heladas. Se paró frente al inodoro y alzó la vista. Ahí estaba: el pequeño ventiluz del baño, una apertura rectangular en la parte alta de la pared, a la altura perfecta. Se subió sobre la tapa cerrada del inodoro, despacio. Miró.
Y lo vio. Todo.
Mejor encuadrado, mejor iluminado, más nítido. El sillón, las piernas de ella rodeando la cintura de él, los movimientos, los gestos. El placer sin censura. Mauro se quedó inmóvil. Un solo pensamiento le cruzó la cabeza: ese era su lugar. No el sillón. El ventiluz.
Desde el ventiluz, la imagen era más nítida de lo que jamás había imaginado. La escena se desplegaba como una coreografía salvaje enmarcada por el ventanal del departamento de enfrente.
Ella montada sobre él, con el torso desnudo y el pelo pegado al cuello, se movía con una seguridad que lo descolocaba. Él tenía las manos en su cintura, guiándola o entregado, no se podía saber. La luz lateral los recortaba como una silueta, pero bastaba. Bastaba para ver demasiado.
Mauro no se movía. Apenas respiraba. Las piernas temblorosas sobre la tapa del inodoro, el cuerpo encorvado para sostener la vista en ese recorte minúsculo. Cada vez que pestañeaba, sentía que se perdía algo.
Sacó el iPhone con un gesto torpe y silencioso. Activó la cámara. Zoom al máximo. Al principio fue un desastre: imagen borrosa, temblor, encuadre imposible. Pero después logró apoyarlo contra el marco, sosteniéndolo con la mano izquierda mientras con la derecha lo estabilizaba. Y ahí sí.
La cámara amplificaba todo: los detalles, los gestos, el sudor en la espalda de ella, la tensión en los músculos del tipo al resistir, al empujar, al venirse abajo. Las manos se deslizaban por cuerpos vivos. Se movían con un frenesí que le resultaba lejano y necesario. Estaban vivos. Mauro sintió algo parecido al hambre.
La excitación era tan fuerte que dolía. Pero también lo era la culpa. El asco. ¿Qué estaba haciendo? ¿En quién se había convertido? ¿En qué lugar oscuro se había agazapado para que eso —ver a dos desconocidos coger con furia— le resultara más real que cualquier otra cosa en su vida?
Y sin embargo, no podía apartar la vista.
Cuando terminaron, lo supo antes de que ocurriera. El ritmo cambió. Los gestos también. Hubo una pausa, una especie de rendición mutua. Ella se recostó sobre el pecho de él. Algo dijo, se rió. Él respondió con una caricia lenta, suave. Y entonces la imagen se diluyó.
Mauro bajó del inodoro con cuidado. Guardó el celular en el bolsillo. Caminó hasta el lavamanos como si volviera de una guerra. Se miró al espejo. El rostro enrojecido, el pelo revuelto, los ojos desencajados. Se mojó la cara.
Y supo lo que tenía que hacer.
Volvió al living.
Coti seguía en el sillón, medio dormida, con la serie corriendo en segundo plano.
—¿Todo bien? —preguntó ella sin abrir los ojos.
—Sí —respondió él—. Mejor.
Se sentó a su lado. La miró un momento. No pensaba. Actuaba. Le corrió la manta. Le apoyó una mano en la pierna, la otra en la cintura. Ella lo miró, sorprendida.
—¿Qué hacés?
—Nada.
Ella lo miró con escepticismo, casi una mueca.
—¿Ahora?
Él no respondió. Se inclinó y le besó el cuello, lento, como había visto. Buscó el ritmo, la respiración. Ella no respondió de inmediato, pero tampoco lo frenó. Él bajó la mano por el muslo, sin apuro, como si ya supiera cómo funcionaba ese cuerpo. Se arrodilló frente al sillón. Le sacó el pantalón de pijama. Ella lo miraba desde arriba, entre el desconcierto y algo que se parecía al deseo.
—Mauro… —dijo, apenas.
Pero él ya estaba ahí. Besándola. Tocándola con firmeza, con hambre, con una urgencia que no recordaba haber tenido en años. Fue ella quien, de pronto, le agarró la cabeza y tiró de él hacia arriba.
Se besaron. Con boca, con lengua, con dientes. El cuerpo de ella empezó a despertarse.
—¿Qué te pasa? —preguntó, jadeando.
—No sé. Te necesito.
Ella se dejó llevar.
Apenas un gesto de entrega, de abandono, como si bajara los brazos después de años de sostener una tensión invisible. Mauro lo sintió: fue un clic sutil, pero decisivo.
Le subió la remera por la cintura y le besó el vientre, despacio. Ella suspiró, todavía tibia, todavía desconfiando un poco.
—¿Qué te pasa? — repitió, entrecerrando los ojos.
—No me preguntes. —Él le respondió sin dejar de besarla—. ¿Vamos a la cama? Tengo miedo que se levante…—Mauro no la dejó terminar la frase—No, acá. ¿Hace cuánto que no hacemos en el sillón?
Coti no dijo nada. Lo dejó seguir. La tela del pijama bajó con facilidad y Mauro deslizó las manos por la piel expuesta con una suavidad que ella no recordaba. Como si estuviera tocando algo nuevo. Como si la redescubriera.
Él se arrodilló frente al sillón, con el cuerpo tenso pero decidido. La lengua bajó por el vientre, encontró la concha tibia, húmeda, reactiva. Coti se arqueó apenas, sorprendida por la forma en que él la tomaba, como si tuviera un mapa en la cabeza.
—Ahí… sí… —susurró, entre dientes.
Mauro la sostenía de las caderas, firme, como había visto hacía apenas unos minutos en la escena ajena. Imitaba con descaro y precisión. Pero ya no era imitación: era deseo propio, canalizado, feroz.
—¿Así? —le preguntó, mirándola desde abajo.
—Más… —dijo ella, con los ojos cerrados—. No pares.
Y él no paró. La boca lo guiaba. La lengua se movía como si llevara meses soñando con ese momento. Ella empezó a moverse sobre él, los muslos temblando, la respiración entrecortada.
Cuando sintió que ella se acercaba al borde, se incorporó y le sacó la remera. La besó en la boca, húmedo, con la mezcla de ambos en la lengua.
—¿La queres adentro, no? —le dijo, con una voz que no era la suya. Exhibiendo su pene tieso, erguido hacia el techo como un misil.
Coti no respondió. Solo se abrió. Él se había bajado el pantalón de jogging, rápido, torpe. La tomó por la cintura y la guió encima de él. Fue torpe al entrar, pero una vez adentro, todo fue cuerpo.
—Así… —jadeó ella— ¡Cómo tenes la pija, hijo de puta!
Mauro se movía con una mezcla de rabia y ternura. La observaba desde abajo, mientras ella lo cabalgaba con una intensidad nueva, como si algo se hubiera roto por fin.
—No te vayas —le dijo él, casi sin darse cuenta.
—Estoy acá —respondió ella—. Me estás volviendo loca.
Se besaban con furia, con necesidad. Él le chupaba los pezones, le decía cosas al oído que ni sabía que tenía guardadas. Ella respondía con movimientos precisos, como si también hubiera estado esperando ese momento, aunque no lo supiera.
—Vas a hacerme acabar —dijo ella, temblando.
—Dale… acábame encima—murmuró él—. Quiero verte.
Y la vio. La sintió venirse con un espasmo largo, caliente, que lo empujó a seguir, a embestirla desde abajo mientras ella se dejaba caer sobre él, vencida.
Él no tardó en llegar. Cerró los ojos y apretó los dientes. Cuando acabó, se sintió liviano y roto. Como si algo se hubiera incendiado y al fin se apagaba.
Permanecieron así un rato, transpirados, abrazados, sin hablar.
—¿Qué fue eso? —preguntó ella, todavía sin aliento.
Mauro no contestó. No podía. Lo único que pensaba era en la imagen ampliada del iPhone, en el reflejo del ventiluz, y en cómo todo eso, de alguna manera oscura, los había traído de vuelta.
Pero no dijo nada. Solo la abrazó más fuerte. Como si temiera perderla otra vez.
Parte 3
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El ventiluz
A esa hora, el departamento estaba en su silencio habitual. El cuerpo de Coti —suave, tibio, familiar— reposaba en el sofá como cada noche, con una frazada liviana sobre las piernas y los ojos entrecerrados frente a la pantalla. Mauro fingía mirar también, con el celular en la mano. Pero ya no pensaba en la serie. Hacía rato que no pensaba en nada de lo que pasaba ahí adentro.
Desde hacía semanas, la rutina se había contaminado con una expectativa nueva, muda, clandestina. Cada noche, una vez que Coti comenzaba a cabecear, él disimulaba un bostezo, un paseo a la cocina, la excusa de bajar una persiana. Pero lo que buscaba era otra cosa: la luz encendida al otro lado del edificio, la señal mínima de que los vecinos —esa pareja nueva, vibrante, sin hijos ni horarios ni desgaste— estuvieran despiertos.
Lo excitaba algo que no podía decir en voz alta: ese departamento de enfrente le parecía un eco de lo que ya no era. La juventud de ellos era como una piel que había perdido, una piel a la que no volvería. Y sin embargo, ahí estaba, deseándola, espiándola.
La mayoría de las noches eran un fracaso. Las luces apagadas, el ventanal cerrado, el blackout corrido. O peor: los veían moverse, caminar, tal vez discutir, vestirse con ropa cómoda y sentarse a cenar. Mauro se quedaba parado como un idiota, apenas respirando detrás de la persiana. Una parte de él deseaba que no pasara nada. Otra se frustraba.
Durante el día, no era muy diferente. Una mañana de home office, el movimiento al otro lado del ventanal bastó para que perdiera el hilo de una reunión. Ella apareció con un vaso en la mano, un top deportivo y el pelo suelto. No hacía nada especial. Solo caminar. Pero él no podía dejar de mirar. Ni de esperar algo.
De madrugada, se levantaba con la excusa de un vaso de agua. Iba a la cocina descalzo, atravesando la oscuridad con una esperanza absurda: verlos despiertos. A veces pasaba. Pero la escena ya estaba clausurada por una cortina negra.
Hasta esa noche.

Estaban viendo una serie, una de esas que a ninguno le interesaba del todo. Coti, como siempre, estaba con la cabeza sobre el almohadón, ya en piloto automático, con el control entre los dedos. Mauro estaba sentado más erguido. Desde su ángulo, justo desde donde estaba, alcanzaba a ver el ventanal del edificio de enfrente. Y algo se encendió. Una luz.
No dijo nada. Solo giró la cabeza una fracción de segundo. La escena comenzó como otras veces: se abrió la puerta, entraron rápido. Él tiró las llaves sobre la mesa. Ella se rió. Se empujaron. Se besaron. Pero esta vez no hubo pausa, no hubo espera. Fue como si se estuvieran quemando. Se sacaban la ropa a los tirones, se besaban con fuerza. En segundos ya estaban en el sillón, él recostado, ella encima.
Mauro tragó saliva. No podía mirar mucho sin que Coti notara algo raro en su postura, en su respiración. El corazón le latía fuerte. Intentó concentrarse en la serie, pero la imagen de enfrente lo jalaba. Tenía que mirar.
—Uf, creo que me cayó mal la cena —dijo de repente, llevándose una mano al estómago. Coti apenas reaccionó.
—¿Querés algo?
—No, voy al baño un segundo.
Entró y cerró la puerta sin apuro, pero con las manos heladas. Se paró frente al inodoro y alzó la vista. Ahí estaba: el pequeño ventiluz del baño, una apertura rectangular en la parte alta de la pared, a la altura perfecta. Se subió sobre la tapa cerrada del inodoro, despacio. Miró.
Y lo vio. Todo.
Mejor encuadrado, mejor iluminado, más nítido. El sillón, las piernas de ella rodeando la cintura de él, los movimientos, los gestos. El placer sin censura. Mauro se quedó inmóvil. Un solo pensamiento le cruzó la cabeza: ese era su lugar. No el sillón. El ventiluz.
Desde el ventiluz, la imagen era más nítida de lo que jamás había imaginado. La escena se desplegaba como una coreografía salvaje enmarcada por el ventanal del departamento de enfrente.
Ella montada sobre él, con el torso desnudo y el pelo pegado al cuello, se movía con una seguridad que lo descolocaba. Él tenía las manos en su cintura, guiándola o entregado, no se podía saber. La luz lateral los recortaba como una silueta, pero bastaba. Bastaba para ver demasiado.
Mauro no se movía. Apenas respiraba. Las piernas temblorosas sobre la tapa del inodoro, el cuerpo encorvado para sostener la vista en ese recorte minúsculo. Cada vez que pestañeaba, sentía que se perdía algo.
Sacó el iPhone con un gesto torpe y silencioso. Activó la cámara. Zoom al máximo. Al principio fue un desastre: imagen borrosa, temblor, encuadre imposible. Pero después logró apoyarlo contra el marco, sosteniéndolo con la mano izquierda mientras con la derecha lo estabilizaba. Y ahí sí.
La cámara amplificaba todo: los detalles, los gestos, el sudor en la espalda de ella, la tensión en los músculos del tipo al resistir, al empujar, al venirse abajo. Las manos se deslizaban por cuerpos vivos. Se movían con un frenesí que le resultaba lejano y necesario. Estaban vivos. Mauro sintió algo parecido al hambre.
La excitación era tan fuerte que dolía. Pero también lo era la culpa. El asco. ¿Qué estaba haciendo? ¿En quién se había convertido? ¿En qué lugar oscuro se había agazapado para que eso —ver a dos desconocidos coger con furia— le resultara más real que cualquier otra cosa en su vida?
Y sin embargo, no podía apartar la vista.
Cuando terminaron, lo supo antes de que ocurriera. El ritmo cambió. Los gestos también. Hubo una pausa, una especie de rendición mutua. Ella se recostó sobre el pecho de él. Algo dijo, se rió. Él respondió con una caricia lenta, suave. Y entonces la imagen se diluyó.
Mauro bajó del inodoro con cuidado. Guardó el celular en el bolsillo. Caminó hasta el lavamanos como si volviera de una guerra. Se miró al espejo. El rostro enrojecido, el pelo revuelto, los ojos desencajados. Se mojó la cara.
Y supo lo que tenía que hacer.
Volvió al living.
Coti seguía en el sillón, medio dormida, con la serie corriendo en segundo plano.
—¿Todo bien? —preguntó ella sin abrir los ojos.
—Sí —respondió él—. Mejor.
Se sentó a su lado. La miró un momento. No pensaba. Actuaba. Le corrió la manta. Le apoyó una mano en la pierna, la otra en la cintura. Ella lo miró, sorprendida.
—¿Qué hacés?
—Nada.
Ella lo miró con escepticismo, casi una mueca.
—¿Ahora?
Él no respondió. Se inclinó y le besó el cuello, lento, como había visto. Buscó el ritmo, la respiración. Ella no respondió de inmediato, pero tampoco lo frenó. Él bajó la mano por el muslo, sin apuro, como si ya supiera cómo funcionaba ese cuerpo. Se arrodilló frente al sillón. Le sacó el pantalón de pijama. Ella lo miraba desde arriba, entre el desconcierto y algo que se parecía al deseo.
—Mauro… —dijo, apenas.
Pero él ya estaba ahí. Besándola. Tocándola con firmeza, con hambre, con una urgencia que no recordaba haber tenido en años. Fue ella quien, de pronto, le agarró la cabeza y tiró de él hacia arriba.
Se besaron. Con boca, con lengua, con dientes. El cuerpo de ella empezó a despertarse.
—¿Qué te pasa? —preguntó, jadeando.
—No sé. Te necesito.
Ella se dejó llevar.
Apenas un gesto de entrega, de abandono, como si bajara los brazos después de años de sostener una tensión invisible. Mauro lo sintió: fue un clic sutil, pero decisivo.
Le subió la remera por la cintura y le besó el vientre, despacio. Ella suspiró, todavía tibia, todavía desconfiando un poco.
—¿Qué te pasa? — repitió, entrecerrando los ojos.
—No me preguntes. —Él le respondió sin dejar de besarla—. ¿Vamos a la cama? Tengo miedo que se levante…—Mauro no la dejó terminar la frase—No, acá. ¿Hace cuánto que no hacemos en el sillón?
Coti no dijo nada. Lo dejó seguir. La tela del pijama bajó con facilidad y Mauro deslizó las manos por la piel expuesta con una suavidad que ella no recordaba. Como si estuviera tocando algo nuevo. Como si la redescubriera.
Él se arrodilló frente al sillón, con el cuerpo tenso pero decidido. La lengua bajó por el vientre, encontró la concha tibia, húmeda, reactiva. Coti se arqueó apenas, sorprendida por la forma en que él la tomaba, como si tuviera un mapa en la cabeza.
—Ahí… sí… —susurró, entre dientes.
Mauro la sostenía de las caderas, firme, como había visto hacía apenas unos minutos en la escena ajena. Imitaba con descaro y precisión. Pero ya no era imitación: era deseo propio, canalizado, feroz.
—¿Así? —le preguntó, mirándola desde abajo.
—Más… —dijo ella, con los ojos cerrados—. No pares.
Y él no paró. La boca lo guiaba. La lengua se movía como si llevara meses soñando con ese momento. Ella empezó a moverse sobre él, los muslos temblando, la respiración entrecortada.
Cuando sintió que ella se acercaba al borde, se incorporó y le sacó la remera. La besó en la boca, húmedo, con la mezcla de ambos en la lengua.
—¿La queres adentro, no? —le dijo, con una voz que no era la suya. Exhibiendo su pene tieso, erguido hacia el techo como un misil.
Coti no respondió. Solo se abrió. Él se había bajado el pantalón de jogging, rápido, torpe. La tomó por la cintura y la guió encima de él. Fue torpe al entrar, pero una vez adentro, todo fue cuerpo.
—Así… —jadeó ella— ¡Cómo tenes la pija, hijo de puta!
Mauro se movía con una mezcla de rabia y ternura. La observaba desde abajo, mientras ella lo cabalgaba con una intensidad nueva, como si algo se hubiera roto por fin.
—No te vayas —le dijo él, casi sin darse cuenta.
—Estoy acá —respondió ella—. Me estás volviendo loca.
Se besaban con furia, con necesidad. Él le chupaba los pezones, le decía cosas al oído que ni sabía que tenía guardadas. Ella respondía con movimientos precisos, como si también hubiera estado esperando ese momento, aunque no lo supiera.
—Vas a hacerme acabar —dijo ella, temblando.
—Dale… acábame encima—murmuró él—. Quiero verte.
Y la vio. La sintió venirse con un espasmo largo, caliente, que lo empujó a seguir, a embestirla desde abajo mientras ella se dejaba caer sobre él, vencida.
Él no tardó en llegar. Cerró los ojos y apretó los dientes. Cuando acabó, se sintió liviano y roto. Como si algo se hubiera incendiado y al fin se apagaba.
Permanecieron así un rato, transpirados, abrazados, sin hablar.
—¿Qué fue eso? —preguntó ella, todavía sin aliento.
Mauro no contestó. No podía. Lo único que pensaba era en la imagen ampliada del iPhone, en el reflejo del ventiluz, y en cómo todo eso, de alguna manera oscura, los había traído de vuelta.
Pero no dijo nada. Solo la abrazó más fuerte. Como si temiera perderla otra vez.
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