
La fiesta anual de la facultad de Derecho era famosa por lo que pasaba después de la medianoche. Música fuerte, alcohol libre, cuerpos jóvenes y calientes, y una tensión en el aire que podía cortarse con una navaja. Para el profesor Iván Calderón, era su primera vez asistiendo desde que había sido contratado ese año.
No tenía más de 38. Siempre serio, elegante, respetado por todos. Pero esa noche, en la penumbra del salón y con un vaso de whisky en la mano, no pudo evitar notarla a ella.
Lía, 22 años, estudiante aplicada, pero también explosiva. Esa noche llevaba una minifalda ajustada, negra y corta, tan corta que apenas cubría algo cuando se agachaba. Y lo hacía seguido. El top naranja dejaba ver su abdomen plano, y el mismo tono resaltaba entre sus piernas: una tanga naranja fluorescente, que brillaba descarada con cada movimiento.
Iván la vio desde que entró.
Y no fue el único. Muchos chicos babeaban por ella, pero Lía no les daba bola. Solo bailaba. Perreaba con sus amigas, giraba sobre sí misma, se agachaba como si el suelo la llamara. Cada vez que lo hacía, la minifalda subía, y la tanga naranja aparecía como una provocación descarada. Iván intentaba mirar hacia otro lado. Pero no podía.
Hasta que ella lo atrapó viéndola.
Lo miró, lo sostuvo, y bailando frente a él, se dio la vuelta, se inclinó lentamente… y dejó que la falda subiera del todo. Su culo redondo, firme, brillaba con el hilo naranja clavado entre sus nalgas. Luego se incorporó, lo miró por encima del hombro… y le guiñó un ojo.
Iván sintió un latigazo en el pene. Quiso irse. Pero ella se acercó.
—Profe… —le dijo al oído, con voz dulce—. ¿Le molesta si le pido una tutoría… privada?
Él tragó saliva.
—Lía… esto no es apropiado.
—¿No? —lo miró con esa carita de ángel, mientras deslizaba su mano sobre su muslo—. Yo pensé que le gustaba mi tanga naranja. Lo vi mirándola. ¿O me equivoco?
El profesor no respondió. Ella le tomó la mano y la guió hacia el baño del segundo piso, donde ya algunos se perdían en secretos. Cerró la puerta con seguro.
—Mírela bien ahora, profe —dijo bajándose la falda por completo—. ¿No está linda?
La tanga era mínima. Tela transparente, apenas un hilo entre medio de un culo tan perfecto que parecía pecado. Él no resistió más.
—Vas a meterte en problemas —susurró él, acercándose.
—Solo si no me la sacás —dijo ella, dándole la espalda.
Iván la empujó suavemente contra la pared, bajó esa tanga naranja con la boca, y besó ese culo caliente, jadeando. Le abrió las piernas y se agachó a devorarla como un hambriento. Su lengua entró en su concha mojada, mientras ella se mordía el puño para no gritar.
—¡Mmm… sí, así, profe! —gimió—. Hacía meses que quería esto.
Cuando él se levantó, se bajó el pantalón y le metió la pija de una sola embestida. Ella gimió fuerte, y el sonido del cuerpo chocando contra el suyo llenó el baño. La tomó del pelo, la cogió con fuerza, como un hombre que rompe sus propias reglas.

—¡Sí! ¡Rómpame, profe! ¡Dame más!
La levantó, la sentó sobre el lavamanos, y se la cogió de frente, besándola con rabia, mientras sus manos jugaban con sus tetas, con esos pezones duros, su concha apretada lo exprimía.
Ambos acabaron con un grito, jadeando, transpirados.
Cuando se acomodaron la ropa, ella le dio un beso en la mejilla y le susurró:
—Guarde la tanga, profesor. Se la gano.
Salió del baño con la faldita apenas bajada.
Él se quedó ahí, con el corazón bombeando y la tanga naranja en el bolsillo.
Sabía que esto recién comenzaba.
El lunes, a las seis de la tarde, la facultad estaba casi vacía. Solo algunas luces encendidas, un par de pasantes, y el eco de pasos perdidos en los pasillos largos.
El profesor Iván Calderón estaba en su oficina, corrigiendo exámenes con la concentración propia de un hombre que intenta olvidar algo... o a alguien.
Hasta que escuchó los golpes suaves en la puerta.
—¿Se puede? —dijo una voz femenina, traviesa.
Era ella.
Lía, con jeans ajustados, top corto y una mochila pequeña colgando de un hombro. Se notaba que no traía cuadernos ni apuntes. Traía otra intención.
—Dijiste que podía venir por mi tutoría privada, ¿no?
Él tragó saliva. Se levantó y cerró la puerta con seguro.
—Esto es una locura —susurró.
—No —respondió ella—. Una locura sería que me vaya sin que me la metas otra vez.
Y sin previo aviso, se bajó los jeans con una sonrisa maliciosa. Otra tanga naranja estaba ahí, Nueva. Mínima. Como un grito de guerra.
Se acercó, lo empujó suavemente contra el escritorio, se arrodilló y le bajó el pantalón.
—Hoy me toca a mí comenzar, profe.
Sacó su pija, ya semi dura, y la metió entera en la boca, hambrienta. La devoraba como si tuviera sed. Babeaba, se la tragaba hasta la garganta, mientras lo miraba desde abajo con esos ojos inocentes y sucios a la vez. Él la sujetaba del cabello, la ayudaba a marcar el ritmo.
—Dios… —jadeó él—. Vas a hacer que me venga ya…
Ella se detuvo, relamiéndose.
—Todavía no —susurró—. Quiero que me la metas… en todos lados.
Se subió al escritorio, se puso en cuatro, y se abrió las nalgas lentamente.

—¿Te animás a sacar esta tanguita de nuevo? —preguntó sin mirar.
Él le deslizó la tanga, escupió sobre su culo, deslizó los dedos, lo fue preparando. Ella gemía suave, pero cada vez más ansiosa. Hasta que él apoyó la punta caliente de su pija en su entrada.
—¡Metémela… ya!
Y lo hizo de una embestida brutal. Ella gritó, pero no por dolor: por pura excitación. Su culo lo apretaba con fuerza, como si lo invitara a romperla.
La tomó con ambas manos de la cintura y la gogió salvajemente por el culo, una y otra vez, haciendo temblar los muebles, botando libros al suelo. Ella jadeaba, deliraba.
—¡Rómpeme, profe! ¡Así! ¡Más fuerte!
La golpeaba con cada embestida, y con una mano le masturbaba la concha, haciéndola chorrear. Ella se vino gritando, temblando, colapsando sobre el escritorio.
Pero él no había terminado. La levantó de nuevo, la puso boca arriba, le abrió las piernas, y se la metió en la concha mojada mientras todavía tenía el culo marcado de la cogida anterior.

—¡Me vas a matar! —gritó ella—. ¡Esto es una locura!
—Una locura deliciosa —jadeó él, corriéndose dentro de ella, derramando todo su semen entre sus muslos, caliente, abundante.
Ambos se quedaron ahí, respirando como bestias.
Cuando ella se vistió, le lanzó una mirada traviesa:
—Me rompiste otra vez, guarda la tanga, profesor… ya tienes dos.

Y salió de la oficina caminando lento, como quien sabe que tiene el control total de la situación.
Él miró su escritorio arruinado, su camisa sudada, y el hilo naranja tirado en el suelo.
Sabía que habría un tercer encuentro. Más sucio. Más peligroso. Más adictivo.
Iván intentaba dar lecciónes de Derecho social en clase, mientras en la fila del frente, Lía se abría de piernas, mostrandole su ropa interior frente a él, teniendo que ponerse tras el escritorio para ocultar su erección. Cuando terminó de dar su clase, el aula quedó vacía lentamente, pero ella se quedó. Lía, con su minifalda blanca y esa mirada que sabía muy bien lo que hacía, se acercó al escritorio con un paso lento, cadencioso.
—¿Hoy no me vas a regañar por distraerte, profe? —le dijo con una sonrisa ladeada.
Iván la miró. Sus ojos no podían evitar deslizarse por sus piernas, por el borde de esa falda que ya le había revelado más de una vez lo que escondía.
—Subí al auto —le respondió él con la voz más baja y seca que pudo reunir, antes de perder el control.
El motel quedaba a unos quince minutos del campus. El trayecto fue un juego mudo, de miradas, respiraciones contenidas y gestos provocadores. Lía apoyaba la mano en su muslo, la deslizaba lentamente hacia arriba, y se mojaba los labios como si supiera que él la estaba mirando sin poder evitarlo.
Cuando entraron a la habitación, ella no esperó que él dijera nada.
Se quitó la blusa. Después la falda.
Y allí estaba: otra tanga naranja, delgada, húmeda, encajada entre sus glúteos como una invitación descarada.
—¿Te acordás , profe? —le dijo, moviendo las caderas—. Me la puse solo para vos, se que te gusta el color.
Iván se acercó, despacio, como quien se acerca a una tentación largamente negada. Le pasó la mano por la cintura, bajó hasta la tela minúscula y la acarició la vagina apenas con la yema de los dedos.
—Estás temblando —murmuró él.
—Estoy desesperada —le respondió ella.
La besó con una mezcla de rabia y deseo acumulado. La tomó del rostro y la apretó contra su cuerpo, mientras sus manos bajaban, tocaban, recorrían sin pausas.
Ella bajó su cierre, y dejó que su pija quedara libre, palpitante, ya dura desde hacía rato. Lo tomó con una mano, lo acarició, y luego lo besó en el cuello, bajando lentamente.
—Quiero darte lo que soñaste desde que me viste bailar —susurró.
Se arrodilló frente a él, lo miró a los ojos, y lo tomó con la boca.
Lento. Profundo.
Iván jadeó, cerró los ojos. Sus dedos se enredaron en el cabello suelto de ella mientras la sentía moverse, con esa lengua hábil que lo volvía loco.
—Lía… —alcanzó a decir—. Si seguís así…
—Callate —le dijo ella, divertida—. Todavía no te dejé entrar.

Cuando él la levantó, ella ya estaba empapada. Le quitó la tanga, la dejó caer al suelo, y la alzó entre sus brazos como si no pesara nada, depositándola sobre la cama.
Le abrió las piernas. Sus dedos tocaron, exploraron, se hundieron lentamente en su concha.
Ella gimió, se retorció bajo él.
—¡Profe! Así… ahí…
Entonces la tomó. Le metió la pija lento al principio, sintiéndola, empujando profundo. Ella lo miró con los ojos vidriosos, la boca entreabierta.
—¡Sí! ¡Eso quiero! ¡Más!
Iván se inclinó sobre ella, aceleró, la besó mientras embestía más fuerte, con un ritmo que crecía con cada gemido, cada palabra sucia que salía de sus labios.

La cambió de posición, la puso de espaldas, y le besó las nalgas, mordiéndola suavemente antes de volver a penetrarla, ahora con más fuerza. Ella apretaba los puños contra las sábanas, gritaba, lo pedía sin pudor.
—¡Rompeme, profe! ¡Estoy tuya! ¡Toda!
El sudor les corría por el cuerpo. Cada movimiento era más frenético, más intenso. Hasta que ella tembló, gimió con fuerza y se vino contra él, convulsionando de placer.
Y entonces, sin poder resistir más, Iván también se dejó ir. La abrazó fuerte, la penetró una vez más y se vino dentro de ella, con un gemido ahogado que parecía arrastrar todo lo que había contenido durante semanas.

Permanecieron abrazados, sin hablar. El aire denso, el cuerpo de ella sobre el de él, los dos jadeando, sonriendo sin fuerza.
—Esa tanga naranja, me la voy a quedar otra vez —dijo él, acariciándole la espalda.
—Era tuya desde el principio —respondió Lía, sin abrir los ojos.


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