Confesión de una puta feliz

Soy puta.
No porque me falte amor. No porque esté vacía.
No porque me usen, ni porque me duelan cosas.
Soy puta porque me nace, porque lo elijo,
porque cuando me abren las piernas no entrego solo el cuerpo… entrego lo que soy, sin filtros.
Puta en la cama.
Puta en la mirada del que me desea en silencio.
Puta en cada pensamiento caliente que no digo en voz alta.
Puta cuando me arrodillo y abro la boca, con hambre.
Cuando gimo como perra y suplico que no paren.
Cuando dejo que acaben adentro sin miedo, sin preguntar, sin amor.
Y no me avergüenza.
Me calienta.
Me da vida.



Durante el día soy madre. Me cuelgo la sonrisa, el orden, la paciencia.
Durante la tarde soy esposa. La correcta, la que cumple, la que escucha.
Pero por dentro… por dentro, soy fuego.
Y mientras revuelvo la olla, imagino que alguien me agarra por detrás.
Que me empuja contra la pared. Que me dice “callate y abríte”.
Y a veces pasa.
Me encuentro con otro.
Uno que no es mi marido.
Y me convierto en lo que todos niegan, pero desean:
La puta que gime sin culpa.
La que lo chupa hasta que se le caigan las piernas.
La que se abre fácil y termina llena.
Vuelvo a casa con los labios rojos, la concha húmeda, el alma sucia y feliz.
Mis hijos me abrazan.
Mi esposo me pregunta cómo estuvo el día.
Y yo solo sonrío…
con el semen de otro aún tibio adentro mío.
¿Soy doble cara? No.
Soy completa.
Puedo amar a mi familia y calentarme con otros.
Puedo cuidar a mis hijos y a la vez tragarle la leche a un desconocido.
Puedo vivir en este cuerpo de madre y seguir siendo puta cada vez que quiero.
Porque ser puta no es algo que se sufre.
Es algo que me empodera.
Soy puta porque me gusta.
Porque no pido permiso para gozar.
Porque no necesito justificarme con carencias.
Porque no le debo pureza a nadie.
Y no me arrepiento.
Porque en esa palabra —puta—
hay fuego, deseo, libertad y una mujer completa.
Una mujer real.