La casa olía a encierro y a calor húmedo. Era mediodía y el sol se derramaba sobre el living, hiriendo con luz los rincones donde solían esconderse los secretos. Mi esposa trabajaba desde su oficina en planta alta. Valeria, mi cuñada, me esperaba en la cocina con una lista de cosas para arreglar, fingiendo que necesitaba ayuda.
Yo sabía por qué me había llamado. Ella también lo sabía.
Vestía una remera ancha sin sostén y un short deportivo que dejaba al descubierto la curva de sus muslos. Caminaba descalza, como si el piso ardiera bajo sus pies, y me miraba con esa mezcla de desafío y deseo que me quemaba por dentro.
—¿Y tu mujer? —preguntó, sirviéndose un vaso de agua, sin apartar los ojos de mí.
—Encerrada, con una reunión larguísima. Ni se va a dar cuenta de que bajé.
Valeria sonrió, ladeando la cabeza.
—Perfecto. Entonces… tenemos tiempo.
No hizo falta más. Nos entendimos con una mirada. Caminó hasta mí y me besó con rabia, con ansiedad, como si se le fuera la vida en esa urgencia. Su lengua entró en mi boca buscando todo lo que no podía decir. Sus manos me empujaron contra la mesada y, de un tirón, bajó mi pantalón.
—¿Tanto me extrañaste? —murmuré entre dientes.
Ella se arrodilló frente a mí y me miró desde abajo.
—Más de lo que debería. —Y sin más, me tomó con la boca.
Jadeé, apoyando una mano contra la madera. Su lengua era lenta y cruel, se movía con precisión, con ese placer pervertido de quien sabe que está haciendo algo prohibido. Me miraba a los ojos mientras lo hacía, y en esa mirada había fuego, hambre… y algo más. Un destello casi infantil, como de travesura.
Se detuvo de golpe.
—Esperá —dijo, levantándose.
Me agarró de la mano y me llevó al cuarto de huéspedes, justo al lado del estudio donde trabajaba mi esposa. Cerró la puerta con cuidado, sin hacer ruido.
—¿Estás loca? Está a pocos metros…
—Eso me calienta. —Se subió al colchón—. Me calienta saber que ella está ahí, sin imaginar que me estás cogiendo. Que mientras te escucha caminar, piensa que sos su esposo fiel… cuando sos mío también.
Me congelé un segundo. No era solo el peligro. Era la manera en que lo decía. Con deseo. Con una oscuridad que me atravesaba.
—¿Pensás en ella cuando estamos juntos? —pregunté.
Valeria se tumbó de espaldas, abriendo lentamente las piernas.
—Sí… —confesó—. La imagino mirándonos. Tocándose. Pidiéndome que te bese así. —Y volvió a besarme con fuerza—. A veces sueño con los dos. Con que ella nos ve. Y no se enoja. Se excita.
Mis manos se deslizaron por su cuerpo. Le quité la remera. Sus pezones estaban duros, casi dolorosos. Mi boca los recorrió con avidez. Bajé por su abdomen, sintiendo cómo su cuerpo se agitaba con cada caricia.
—Y ella… ¿qué hace en tu sueño? —pregunté, mientras mis dedos la buscaban.
—Se toca. Nos mira. Me dice que te excite para ella. Que me cojas como la cogés a ella… o mejor. —Sus ojos se cerraron cuando la toqué—. Me pide que la bese mientras estás dentro mío…
Mis dedos se movían cada vez más rápido, empapados. Valeria gemía ahogado, una mano en la boca, la otra apretando la sábana.
—¡Así… no pares…! —susurró.
La penetré despacio, con fuerza contenida. Ella se arqueó, tragándose el grito. El colchón crujía bajo nuestros cuerpos, y el aire olía a piel caliente y pecado.
—¿Así se lo hacés a ella? —preguntó entre jadeos—. ¿Le hablás así también?
—No… contigo soy más sucio. —Le mordí el cuello—. Vos me sacás algo que no controlo.
Ella sonrió, con los ojos cerrados, mientras se aferraba a mi espalda.
—Entonces… tratame como a ella hoy. Quiero saber lo que siente. Quiero que me ames como si fuera tu mujer.
Eso me sorprendió. Pero no dije nada. Solo la abracé fuerte, la besé lento. Le hablé con esa dulzura con la que hablo cuando hago el amor con mi esposa. Le dije lo hermosa que estaba, lo bien que me hacía sentir.
Y entonces vi algo en su rostro. Una mezcla de ternura y deseo. Una confesión muda: ella quería ser parte de lo que teníamos.
La llevé al clímax con lentitud. Haciendo pausas. Susurrándole que no se contuviera. Ella me pedía más, me pedía que no parara, que la llenara por completo. La abracé cuando su cuerpo se estremeció por dentro, como si la vibración viniera desde el pecho. Gritó sin voz, apretando mi cuello con las piernas.
Después del clímax, quedamos jadeando, cubiertos de sudor y con las respiraciones desacompasadas. El silencio de la casa volvió a rodearnos, como si no hubiera pasado nada. Pero lo que me dijo después me dejó sin aliento:
—¿Vos creés que ella sospecha?
—No. No lo creo.
—Qué lástima… —dijo sonriendo, y se acercó a mi oído—. Me gustaría que nos descubra. Que nos mire. Y que después… se sume.
Me quedé mirándola, sin saber si hablaba en serio.
—¿Vos pensás que ella…?
—No lo sé. Pero la vi mirarme de una forma… distinta. Vos podrías hacer que pase. Vos podrías tenernos a las dos.
Mi corazón latía como un tambor. Era una locura. Una locura que empezaba a parecer posible.
Nos vestimos con rapidez cuando escuchamos el clic de una puerta arriba. Mi esposa bajaba por agua. Salimos de la habitación como si nada. Valeria se acercó a ella con una sonrisa.
—¿Todo bien allá arriba?
—Sí… —respondió mi esposa, con una sonrisa distraída.
Yo me acerqué a ella, la abracé por la espalda y le di un beso en el cuello. Valeria nos miraba. Con esa mirada. La de quien ya está fantaseando con lo que vendrá.




Yo sabía por qué me había llamado. Ella también lo sabía.
Vestía una remera ancha sin sostén y un short deportivo que dejaba al descubierto la curva de sus muslos. Caminaba descalza, como si el piso ardiera bajo sus pies, y me miraba con esa mezcla de desafío y deseo que me quemaba por dentro.
—¿Y tu mujer? —preguntó, sirviéndose un vaso de agua, sin apartar los ojos de mí.
—Encerrada, con una reunión larguísima. Ni se va a dar cuenta de que bajé.
Valeria sonrió, ladeando la cabeza.
—Perfecto. Entonces… tenemos tiempo.
No hizo falta más. Nos entendimos con una mirada. Caminó hasta mí y me besó con rabia, con ansiedad, como si se le fuera la vida en esa urgencia. Su lengua entró en mi boca buscando todo lo que no podía decir. Sus manos me empujaron contra la mesada y, de un tirón, bajó mi pantalón.
—¿Tanto me extrañaste? —murmuré entre dientes.
Ella se arrodilló frente a mí y me miró desde abajo.
—Más de lo que debería. —Y sin más, me tomó con la boca.
Jadeé, apoyando una mano contra la madera. Su lengua era lenta y cruel, se movía con precisión, con ese placer pervertido de quien sabe que está haciendo algo prohibido. Me miraba a los ojos mientras lo hacía, y en esa mirada había fuego, hambre… y algo más. Un destello casi infantil, como de travesura.
Se detuvo de golpe.
—Esperá —dijo, levantándose.
Me agarró de la mano y me llevó al cuarto de huéspedes, justo al lado del estudio donde trabajaba mi esposa. Cerró la puerta con cuidado, sin hacer ruido.
—¿Estás loca? Está a pocos metros…
—Eso me calienta. —Se subió al colchón—. Me calienta saber que ella está ahí, sin imaginar que me estás cogiendo. Que mientras te escucha caminar, piensa que sos su esposo fiel… cuando sos mío también.
Me congelé un segundo. No era solo el peligro. Era la manera en que lo decía. Con deseo. Con una oscuridad que me atravesaba.
—¿Pensás en ella cuando estamos juntos? —pregunté.
Valeria se tumbó de espaldas, abriendo lentamente las piernas.
—Sí… —confesó—. La imagino mirándonos. Tocándose. Pidiéndome que te bese así. —Y volvió a besarme con fuerza—. A veces sueño con los dos. Con que ella nos ve. Y no se enoja. Se excita.
Mis manos se deslizaron por su cuerpo. Le quité la remera. Sus pezones estaban duros, casi dolorosos. Mi boca los recorrió con avidez. Bajé por su abdomen, sintiendo cómo su cuerpo se agitaba con cada caricia.
—Y ella… ¿qué hace en tu sueño? —pregunté, mientras mis dedos la buscaban.
—Se toca. Nos mira. Me dice que te excite para ella. Que me cojas como la cogés a ella… o mejor. —Sus ojos se cerraron cuando la toqué—. Me pide que la bese mientras estás dentro mío…
Mis dedos se movían cada vez más rápido, empapados. Valeria gemía ahogado, una mano en la boca, la otra apretando la sábana.
—¡Así… no pares…! —susurró.
La penetré despacio, con fuerza contenida. Ella se arqueó, tragándose el grito. El colchón crujía bajo nuestros cuerpos, y el aire olía a piel caliente y pecado.
—¿Así se lo hacés a ella? —preguntó entre jadeos—. ¿Le hablás así también?
—No… contigo soy más sucio. —Le mordí el cuello—. Vos me sacás algo que no controlo.
Ella sonrió, con los ojos cerrados, mientras se aferraba a mi espalda.
—Entonces… tratame como a ella hoy. Quiero saber lo que siente. Quiero que me ames como si fuera tu mujer.
Eso me sorprendió. Pero no dije nada. Solo la abracé fuerte, la besé lento. Le hablé con esa dulzura con la que hablo cuando hago el amor con mi esposa. Le dije lo hermosa que estaba, lo bien que me hacía sentir.
Y entonces vi algo en su rostro. Una mezcla de ternura y deseo. Una confesión muda: ella quería ser parte de lo que teníamos.
La llevé al clímax con lentitud. Haciendo pausas. Susurrándole que no se contuviera. Ella me pedía más, me pedía que no parara, que la llenara por completo. La abracé cuando su cuerpo se estremeció por dentro, como si la vibración viniera desde el pecho. Gritó sin voz, apretando mi cuello con las piernas.
Después del clímax, quedamos jadeando, cubiertos de sudor y con las respiraciones desacompasadas. El silencio de la casa volvió a rodearnos, como si no hubiera pasado nada. Pero lo que me dijo después me dejó sin aliento:
—¿Vos creés que ella sospecha?
—No. No lo creo.
—Qué lástima… —dijo sonriendo, y se acercó a mi oído—. Me gustaría que nos descubra. Que nos mire. Y que después… se sume.
Me quedé mirándola, sin saber si hablaba en serio.
—¿Vos pensás que ella…?
—No lo sé. Pero la vi mirarme de una forma… distinta. Vos podrías hacer que pase. Vos podrías tenernos a las dos.
Mi corazón latía como un tambor. Era una locura. Una locura que empezaba a parecer posible.
Nos vestimos con rapidez cuando escuchamos el clic de una puerta arriba. Mi esposa bajaba por agua. Salimos de la habitación como si nada. Valeria se acercó a ella con una sonrisa.
—¿Todo bien allá arriba?
—Sí… —respondió mi esposa, con una sonrisa distraída.
Yo me acerqué a ella, la abracé por la espalda y le di un beso en el cuello. Valeria nos miraba. Con esa mirada. La de quien ya está fantaseando con lo que vendrá.





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