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Once años después… (XVI)




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Compendio III


BUENO CON LAS MANOS Y LA HERRAMIENTA I

Para febrero, la atmósfera en la casa de Verónica había cambiado sutilmente. Durante el día, Marisol y yo seguíamos como siempre con nuestras niñas y Jacinto en la casa de mis viejos: los sacábamos de paseo y a jugar, íbamos de excursión a la playa o al campo, visitábamos museos y pasábamos el tiempo con mis padres. En resumen, nos esforzamos mucho para que disfrutaran cada día de su estadía.

Pero al atardecer, hubo un cambio en la casa de mi suegra. Fue como si el aire se cargara de alguna manera, al ser el único hombre de la casa, redirigiendo silenciosamente la atención de las moradoras.

Verónica no era ingenua. Podía darse cuenta cómo Violeta se arreglaba el pelo y el sostén (si es que lo seguía trayendo puesto) cada tarde que veíamos Netflix y nos sentábamos para la once. Incluso, se daba cuenta de su leve rengueo al caminar, pero habiendo vivido aquello once años atrás, volvió a guardar silencio.

Once años después… (XVI)

Quizás, se debía a que cada vez que lavábamos la loza, hacíamos lo mismo que con sus hijas en la cocina. Lo destacable, eso sí, es que Verónica remarcaba en una voz cargada de ternura que “la tengo un poco más larga que la de “su memito”, pero más gorda y dura” … por lo que podía darme cuenta de que, a pesar de todo, Verónica sí quiere a Guillermo.

tetona

Pero al final del día, me esperaba mi ruiseñor, mi Marisol.

Entiendo que muchas parejas digan que el sexo se vuelve rutinario con la esposa tras 10 años, pero para alguien que desarrolla tendencias obsesivas compulsivas como yo, hacer el amor pasa a ser una necesidad esencial para finalizar el día. A pesar de que lo hemos intentado, tanto ella como yo acabamos sucumbiendo y terminamos haciéndolo, sin importar que alguno de los dos esté enfermo (a no ser que sea algo extremo), con la regla o simplemente cansados. Básicamente, si no lo hacemos, no podemos dormir tranquilos.

Quizás, se veía incluso más seductora todavía esos días: esperándome de piernas abiertas, masturbándose con su huevito, sabiendo que le daría el último de mis fuerzas y que la haría gritar aún más apasionada, caldeando los ánimos de su madre y su hermana en el proceso.

cuernos

Aun así, mi molestia con Ramiro es de otro tipo. Y le pido paciencia, estimado lector, porque tengo mucho que decir de él antes de pasar a lo bueno.

No estoy diciendo que mida la masculinidad solamente por la destreza de sus manos… o tal vez sí, hasta cierto punto. No es que me vea como un machote o algo por el estilo, pero para mí, ser capaz de cuidar tu propia casa y de tus seres queridos dice mucho sobre qué tan responsable eres como persona. No les voy a negar lo mucho que me irritan mis actuales compañeros de trabajo que ni siquiera son capaces de instalar una ampolleta sin llamar a alguien más.

cunada

Pero con Ramiro, mi frustración es más profunda.

Verán, creo que él no se da cuenta que está siendo manipulado como monigote bajo sus propios parientes.

Es decir, tiene un rol administrativo en la compañía de su familia y también, le concedieron su hogar. Pero no es ningún regalo una casa vieja y desgastada en un barrio peligroso que más encima se cae a pedazos. Ni mucho menos que le paguen un sueldo de porquería para mantener la compañía andando. No es generosidad, sino es abuso. ¿Y la peor parte? Que Ramiro no se da cuenta o prefiere pasarlo por alto.

Créanme que lo que más me irritó esa tarde en el asado con mi padre y mi hermano fueron sus excusas. Nos contó que no tiene el tiempo, los conocimientos o el dinero para arreglar la casa por si mismo o para pagarle a alguien. Con mi hermano y mi papá tuvimos que mordernos la lengua: también hemos estado cargados de trabajo. Pero cuando tienes una familia a cuestas, te las arreglas.

Cuando Marisol y yo empezamos a vivir juntos, estábamos cortos de dinero. Yo trabajaba y estudiaba para sacar mi maestría y Marisol estudiaba constantemente para salvaguardar sus becas universitarias, por lo que tratábamos de hacer durar cada billete.

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Pero para mí (al igual que a mi viejo y a mi hermano), el cansancio no es excusa. No teníamos mucho, pero de alguna forma nos las arreglábamos: yo reparaba cada grifo goteante, parchaba cuanta gotera encontraba e incluso, con Marisol limpiábamos las canaletas para la lluvia. No porque nos entretuviera, pero era porque estábamos defendiendo lo poco que teníamos. Para mí, su comodidad, su seguridad, su paz mental eran mi todo y lo que me pasara a mí, apenas me importaba.

Y me sentía orgulloso de eso. Me alegraba (y todavía me alegra) que pudiera hacer algo, cualquier cosita, para hacerla sentir que la quiero y la puedo proteger.

Incluso cuando la vida mejoró para nosotros, cuando nos mudamos aquí a Australia y finalmente pudimos alcanzar nuestro respiro financiero, no me descuidé de esa autosuficiencia. De hecho, esa breve visita de septiembre años atrás, que pude ver a mis viejos otra vez, le pedí a mi papá que me diera un intensivo en instalaciones eléctricas. No quería que mis gemelas se electrocutaran o lastimaran porque no pudiera instalar un enchufe de una manera decente. Para mí, era algo inaceptable.

Por lo que tal vez, sí mido la calidad de un tipo dependiendo de cuánto está dispuesto a sacrificar, no solamente en su trabajo, pero con su familia.

Y no lo voy a negar: Ramiro, entre todas sus buenas cualidades de ser un padre responsable y un marido decente, parece no darse cuenta de cómo lo mueven sus parientes. Lo tienen velando constantemente las finanzas solamente porque “él fue a la universidad”. Y mientras se rompe la espalda por ellos, su casa se cae a pedazos.

Quizás, lo que más me irrita todavía es que su tonto orgullo también está frenando a Amelia. Ella sacó su titulo con honores como traductora interprete, le encantaría trabajar y aunque lo más seguro, que Ramiro sería “más cornudo” si ella trabajara, él no la deja.

Once años después… (XVI)

No porque sea un tirano o un celoso, pero porque sigue teniendo esos valores antiguos de responsabilidad: que el hombre debe proveer y la mujer, debe cuidar la casa y los hijos.

Admito que yo también crecí con esa clase de valores (porque al igual que yo, Ramiro también creció en la iglesia evangélica), pero llegando a un punto, yo mismo me di cuenta de que aferrándote ciegamente a esos valores limita tu crecimiento y lo que es peor, el crecimiento y autosuficiencia de los que quieres.

Yo sé que Amelia y sus hijos merecen más. Marisol también lo sabe. Y me gustaría creer que Ramiro, hasta cierto punto, lo sabe también, solo que le faltan las pelotas para exigirlo.

Por eso me molestaba estacionar el auto que arrendé en su calle, donde la posibilidad que me lo robaran dependía del día y la hora. Y aunque podía pagar el seguro y eventualmente reemplazarlo si llegaba a pasar, no era el tema.

El problema era que yo no debía estar ahí. Simplemente estaba temprano esa mañana en ese lugar para darle calma a mi ruiseñor. Y porque Amelia es familia también. Así que, aunque su esposo fuera un inútil que no pudiera ayudarla, yo tenía que tomar su lugar…

Al parecer, pillé a Amelia todavía durmiendo. Esperé unos minutos, el repiqueteo del timbre haciendo eco en la casa. Abrió la puerta vistiendo una sudadera y unos leggins que me dejaron helado, acentuando su figura.

tetona

No voy a negar que mi cuerpo reaccionó al instante, contemplando su belleza madura, por lo que tuve que forzar una sonrisa y sacar mis pensamientos pecaminosos.

- ¡Hola, Amelia! – la saludé con una voz chillona y trayendo la caja de herramientas que me prestó mi papá. - ¿Vine para hacer los arreglos?

Y créame, querido lector, que no sé qué tanto vio en mí, pero soltó un suave suspiro, sus mejillas enrojecieron y las esmeraldas en sus ojos dieron un cautivante resplandor, su sonrisa hipnotizándome como un idiota.

• ¡Ay, Marco! ¡No nos avisaste! – me respondió, dándome un beso cariñoso en la mejilla, sus pechos esponjosos enterrándose en mis hombros. – Ni siquiera pude bañarme.

- Lo siento. Si tienes otras cosas que hacer…- me arrepentí, como si me hubiera dado la corriente.

Ella me tomó del brazo.

• ¡No, no! ¿Cómo se te ocurre? – preguntó, como si no me quisiera dejar escapar. – Es que no esperaba que vinieras tan temprano.

Para ponerlos al tanto, eran alrededor de las 10 de la mañana, una hora que yo consideraba prudente. Me invitó a seguirla y me ofreció un café, poniéndome al tanto de las reparaciones.

• Mira, Marco. La que más me molesta es la llave de la cocina. Gotea como condenada y cada vez, no cierra nunca. – me mostró, mientras preparaba nuestro café.

Para ser honestos, no recuerdo todo lo que conversamos. El pecho de Amelia se mecía enorme ante cada movimiento. Y aunque Marisol tiene un hermoso par de firmes flanes que desarrolló tras el embarazo, los melones de Amelia ya eran generosos desde del tiempo que Marisol y yo pololeábamos, creciendo incluso más tras el nacimiento de Miguel y David, que sí recuerdo cuando me dijo que habían ido a la piscina municipal por estar inscritos en cursos de natación y que no volverían hasta la tarde.

cuernos

Me contó de las reparaciones mientras probábamos el café: unos cuantos enchufes que chispeaban cuando conectabas algo, lámparas que titilaban y cosas así. Pero también me daba cuenta de que ella me miraba y sonreía a ratos.

• La que más me preocupa es el enchufe del dormitorio. -comentó mientras subía las escaleras, meneando su trasero firme y delicioso mientras hablaba. – Cada vez que conecto la aspiradora, saltan chispas y me da miedo que se arme un incendio o me dé la corriente.

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Aunque el dormitorio se veía desordenado, la cama matrimonial se veía deshecha, pareciéndome casi una luz de neón sugiriendo lo prohibido.

Me puse a trabajar, desatornillando la placa y revisar el cableado. Amelia me estudiaba atenta, sus pechos enormes colgando como campanas de una iglesia. Contemplaba muy interesada la forma que mis manos y mis dedos trabajaban el cableado. Manos y dedos que habían explorado cada contorno de su cuerpo, haciéndola gozar once años atrás…

Y mientras yo iba trabajando, la conversación se puso más coqueta. Mientras revisaba la salida, sus pechos me presionaron por la espalda y en un susurro tibio, me confesó:

• ¿Sabes? Siempre me han gustado las cosas que haces con tus manos…

Me volteé a verla, nuestros ojos se encontraron, sus labios a meros centímetros de los míos.

- ¿Ah, sí? - le respondí, perdido en sus tiernas e inocentes esmeraldas.

Nos miramos unos segundos, hasta que los cables emitieron un chispazo al hacer contacto y cortaron el fusible. Amelia pretendió enderezar un cuadro y yo me acordé de que manejaba electricidad.

Aun así, el aire estaba cargado y las paredes parecían encerrarnos. Los dos sabíamos qué iba a pasar y la ansiedad era incontenible.

Me concentré en ajustar el enchufe con precisión y agilidad y fui a la caja de fusibles, para conectar la electricidad.

- Creo que está listo. – le dije, terminando de ajustar los tornillos de la placa un poco más. – Ahora funciona.

Amelia se acercó, conectando un cargador de celular y se dio cuenta que no pasaba nada.

• ¡Gracias! – respondió, su voz suave como una caricia. - ¡Ahora, hay otra cosa que tienes que arreglar!

Y sin decir más, me agarró el paquete en los pantalones, dejando claro a lo que se refería.

Traté de retroceder, intentando mantener la cordura…

- Amelia, no es buena idea. -repliqué nervioso, mi mente procesando a mil por hora las posibilidades que los niños o Ramiro volvieran a casa antes de tiempo.

Pero todo calculo se perdió cuando se sacó la sudadera, revelando sus enormes, turgentes y lujuriosos pechos.

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• ¡No te preocupes! - ronroneó la gata capturando a su presa, acercándose y abrazándome. – Ramiro no vuelve hasta la noche y los niños estarán toda la tarde en la piscina.

Su mano bajó hasta agarrar mi erección, haciéndome gemir. No pude resistirme a sus encantos, sabiendo que estaba mal, pero el deseo que había permanecido entre nosotros por tanto tiempo había vuelto con venganza, un infierno que quería quemarnos juntos.

Nos besamos con una pasión que parecía quemar al mismo tiempo, nuestras lenguas desbocadas como si nunca nos hubiésemos separado. Mis manos recorrían su cuerpo, reconociendo cada curva y canto, mientras que Amelia desabrochaba mi cinturón y me jalaba los pantalones, liberando mi erección.

No podía creer el tamaño de sus pechos, tan grandes, carnosos, tibios y firmes, sin importar el paso de los años. Los tomé en mis manos, presionando sus pezones erectos, sintiendo el calor de su deseo. Amelia soltó un suspiro sensual y apoyó su cuerpo favoreciendo mi contacto, su propia mano nunca dejando la solidez de la vara entre mis piernas.

Ella abrió la boca hipnotizada. Yo solté un quejido. Su lengua se sentía tibia, su saliva era pegajosa y refrescante. Amelia me empezó a chupar con ganas. Comparado con el de Ramiro, mi pene era un oasis en el desierto: grueso, largo y duro.

Once años después… (XVI)

Agarré sus rizos sujetando su cabeza mientras me tragaba más profundo. Podía sentir la humedad creciendo entre sus piernas y mi pene creció aun más duro ante la idea de volver estar dentro de ella. Me incliné para acariciar su trasero, sintiendo los músculos firmes debajo de la delgada tela de sus leggins.

Amelia solamente estaba enfocada en chupar. Al igual que a sus hermanas y su prima, le gustaba mi sabor: la manera que le estiraba la boca era una delicia; la forma en que la punta tocaba la base de su garganta era excitante.

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Me las arreglé para remover sus leggins, deslizándome bajo sus tiernos y castos calzoncitos. Sobé su humedad, mis dedos intruseando sus pliegues. Encontré su botón y empecé a sobarlo despacio, haciendo círculos, sacándole gemidos alrededor de mi pene. Podía sentir la tensión de su cuerpo creciendo, la forma en que su cuerpo reaccionaba a mi tacto como si hubiese esperado ese momento desde el principio.

Los enormes pechos colgantes de Amelia me recordaban gomitas gigantes, meneándose suavemente mientras mi cuñada trabajaba sobre mi barra hasta el punto en que me hacía fruncir.

Perdí el alma el momento que me tragó entero, sus mejillas contrayéndose con cada movimiento.

Para ella, era un manjar, dada la aversión absoluta de Ramiro a las mamadas. Me había olvidado lo mucho que a Amelia le gustaba chupar penes y la manera en que lo estaba haciendo me traía a la memoria esas tardes ardientes en su vergel en el norte.

Podía sentir su codicia, tratando de tragarme entero, haciendo que mi cerebro se derritiera. Por unos minutos, creí que se había vuelto una vampiresa o un súcubo, succionándome mi esencia. Pero en realidad, era que Amelia estaba desesperada: su necesidad por intimidad era alarmante.

Me agaché y la tomé de la cintura, girándola de tal manera que ella estaba doblada sobre la cama. Bajé sus pantalones con furia, revelando su trasero redondo y carnoso. La visión de su conchita palpitante me hizo desearla todavía más y me acerqué hacia ella, alineando mi pene con su entrada mojada.

El hecho que la cama marital estuviera desecha nos prendía a los dos. El pensamiento mórbido de profanar a Amelia en la misma cama que compartía con Ramiro era irresistible. Para ella, la idea de recibir la verga que había deseado más en ese lugar parecía casi una victoria.

No perdí tiempo con palabras. La agarré de la cintura y la jalé hacia mí. Con una embestida firme, enterré mi verga dentro de ella, llenándola completamente. Amelia jadeó, la sensación de sentirse llena repentinamente le sacó el aliento. Había pasado mucho tiempo desde que se sintió de una manera tan viva y deseada.

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Su conchita estaba tan apretada y húmeda, agarrándome como una tibia y refrescante pinza. Empecé a embestirla, mis caderas meneándose a un ritmo firme y constante que le enviaba ondas de placer impactando su cuerpo. Gemía como condenada, enterrando su cara bajo la almohada para acallar sus quejidos, pero era inútil. La añosa cama empezó a crujir y quejarse bajo nuestro peso apasionado.

Por unos segundos, me planteé la idea de usar preservativos. Pero todos mis miedos de embarazar a Amelia se disiparon al momento que la fui llenando. Sus entrañas se sentían tibias, apretadas y tentadoras. Su culo se veía asombroso. Y aunque lo quisiera o no, Amelia estaba caliente, el cielo nuestro límite.

Empezamos a darle fuerte y duro, no dándole tiempo a las caricias. Era un simple, crudo y animalístico deseo sexual. La embestía como un campeón y Amelia me amaba por eso.

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Sus gemidos se hicieron más fuerte y ella sabía que nos estábamos arriesgando, pero la tensión solamente incrementaba la intensidad del encuentro. La sujeté del cuello, afirmándolo con firmeza mientras le seguía dando duro. Podía sentir mi aliento caliente sobre su oreja mientras le susurraba.

- Extrañabas esto, ¿Cierto, perrita?

Ella asintió, incapaz de hablar, su cuerpo respondiendo a mi voz y mi cuerpo.

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Sus pechos rebotaban frenéticamente, por lo que trataba de agarrárselos. Se veían suaves y tibios encima de su sudadera, pero necesitaba tocarlas directamente. Me las arreglé para manosearla como loco. La cercanía de mis brazos a su cuerpo hacía que Amelia sintiera olas de deleite.

Mis embestidas se volvieron más agresivas, nuestra respiración más agitada. Me sentía como un animal encarcelado escapando su cautividad y volviendo a sus elementos. Amelia se echaba hacia atrás, encontrando cada embestida con la suya, su cuerpo suplicando por más.

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Nuestros movimientos se volvieron más frenéticos, la cama chillando en protesta. Los jugos de Amelia fluían como un río, empapando las sabanas bajo nosotros. Ella sentía que mi verga se hacía incluso más grande y recordaba bastante bien cuando estaba a punto de correrme.

Pero lo que más prendía a Amelia era la idea que Ramiro nunca la cogió tan duro en esa cama antes. Incluso cuando hacían el amor apenas dejaba un rasguño comparado con la devastadora cabalgata que estábamos montando. Amelia gemía descontroladamente, su cuello uterino finalmente lleno y satisfecho por mi verga. Un grito al cielo agradeciendo a los cielos que sus plegarias secretas finalmente fueron escuchadas escapó de sus labios.

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Sentí cómo su conchita se tensaba alrededor de mi verga, indicándome que ella también se iba a venir. Le corrí mano y pellizqué su botón, volviéndola loca. Amelia gritó en su almohada, su cuerpo convulsionando a razón que la avalancha de placer la atrapaba. La sensación fue tan intensa que alcanzó a ver luces.

Yo, en cambio, no me contuve. La embestí incluso más duro, sabiendo que me faltaba poco también. Podía sentir mis testículos hincharse y sabía que era cosa de segundos. La afirmé una última vez por la cintura, jalándola hacia mí hasta que le daba una última vez, enterrándome en ella hasta la base.

Su grito fue intenso y devastador, mientras la iba rellenando con disparo tras disparo de mi corrida candente. Incluso en eso, comparado con Ramiro, era desolador: mi corrida era al menos cuatro veces más cuantiosa que la de Ramiro.

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Amelia tuvo un sentimiento de euforia envolviéndola al sentirme llenándola con mi semilla caliente. Era un sentimiento que había extrañado por mucho tiempo, un sentimiento que le había sido negado durante años. Colapsó en la cama, su cuerpo temblando con las réplicas de su orgasmo. Yo colapsé también, mi peso presionándola sobre el colchón mientras le besaba el cuello y mordisqueaba su oreja.

Reposamos ahí por unos momentos, nuestra respiración tranquilizándose, nuestros cuerpos aun conectados. El dormitorio estaba lleno de la esencia de sexo, un aroma intrigante que parecía prevalecer en el aire como un secreto culpable y discreto. Aunque el corazón de Amelia estaba acelerado, tenía una extraña sensación de calma. Era como si hubiese recuperado algo que ni siquiera se había dado cuenta que lo había perdido.

•¡Gracias! – se las arregló a decir, finalmente recuperando el aliento. – Eso fue increíble.

- Cuando quieras. – respondí humilde, todavía agarrando sus pechos.

Cuando al fin pudimos separarnos, los ojos de Amelia brillaron: mi pene seguía duro como una piedra. Era algo que a Ramiro también le faltaba: una vez que acababa, su pene se encogía. Pero el mío, apenas se inmutaba.

Nos envolvió un silencio incómodo. No había dudas que los dos queríamos hacerlo de nuevo. Sin embargo, los dos sabíamos los riesgos que conllevaban: los hijos de Amelia podían volver o incluso Ramiro podía llegar del trabajo si lo volvíamos a hacer.

Aun así, Amelia me miraba en silencio mientras me duchaba, sus ojos verdes enfocados en mi pene. Esto hizo que mi erección fuera literalmente más difícil de manejar, el pensamiento de que Amelia estaba famélica por tener sexo no podía dejar mi mente.

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Una vez que me vestí, me aproximé a ella para despedirme, sus suaves esmeraldas aun enfocadas en el perfil largo, hinchado y duro en torno a mi entrepierna.

- Así que… te veo mañana. – le dije titubeante, como si me faltara el aliento.

Amelia paró de mirarme la entrepierna solamente cuando me acerqué lo suficiente para que no pudiera verla con claridad. Fue entonces que vio mis ojos y enrojeció.

• ¡Sí, nos vemos mañana! – respondió con una voz nerviosa. - Si quieres… puedes venir antes.

Esa invitación me hizo tragar saliva. Claramente, Amelia quería hacerlo otra vez, por lo que el beso en la mejilla para despedirnos fue tenso, ambos sabiendo que si nos besábamos en los labios, volveríamos a acabar en la cama.


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