La fiesta estaba en su punto justo: la música electrónica retumbaba en el aire, las luces tenues dibujaban sombras en las paredes, y el olor a gin tonic y perfume caro flotaba por todos lados. Mi mujer, Sofía, estaba radiante con un vestido negro que le marcaba las curvas como si fuera una obra de arte. Yo, con una camisa ajustada y un jean, la miraba de reojo mientras charlaba con unos amigos, sintiéndome el tipo más suertudo del mundo. Pero entonces, ella apareció.
Era una mina alta, con el pelo negro azabache cayéndole en ondas hasta la cintura. Llevaba un vestido rojo que parecía pintado sobre su cuerpo, con un escote que dejaba poco a la imaginación. Sus ojos, oscuros y filosos, se cruzaron con los de Sofía desde el otro lado del living. Yo lo noté de una: esa mirada no era casual. Había hambre, desafío, electricidad. La mina se acercó, con un andar que era puro fuego, y se presentó como Lucía.
No sé cómo pasó, pero en un parpadeo, Sofía y Lucía estaban hablando como si se conocieran de toda la vida. Yo me quedé a un costadito, con mi trago en la mano, observando. Había algo en el aire, una tensión que me ponía la piel de gallina. Lucía le rozó el brazo a Sofía, y mi mujer no se apartó. Al contrario, se rió, se mordió el labio y le devolvió el gesto. Yo no podía creer lo que veía, pero tampoco podía despegar los ojos.
De pronto, Lucía le susurró algo al oído a Sofía, y las dos me miraron. Sofía me guiñó un ojo, como diciendo “tranqui, amor, esto es nuestro”. Agarraron sus copas y, sin decir nada, se fueron hacia una de las habitaciones del fondo de la casa. Yo las seguí, no porque me invitaran, sino porque no podía no hacerlo. Era como si una fuerza me arrastrara.
Entraron a un cuarto con una cama enorme, iluminado apenas por una lámpara de mesa. Cerraron la puerta, pero no del todo, dejando una rendija por la que yo podía espiar. Me quedé ahí, con el corazón a mil, sin hacer ruido. Lo que vi me dejó sin aliento.
Lucía empujó a Sofía contra la pared con una suavidad que era puro deseo. Sus manos se deslizaron por el vestido negro, levantándolo hasta dejar al descubierto las piernas de mi mujer, bronceadas y firmes. Sofía suspiró, y sus manos fueron directo al vestido rojo de Lucía, bajándolo de un tirón. Debajo, Lucía no llevaba nada más que una tanga negra diminuta. Sus pechos, llenos y redondos, quedaron a la vista, con los pezones endurecidos por la excitación.
Se besaron con una furia que me hizo tragar saliva. Sus lenguas se enredaban, sus manos exploraban sin pausa. Lucía deslizó los dedos por el cuerpo de Sofía, bajando hasta meter la mano dentro de su ropa interior. Sofía gimió, arqueando la espalda, y yo vi cómo los dedos de Lucía se movían con precisión, entrando y saliendo de la humedad de mi mujer. El sexo de Sofía, depilado y brillante, relucía bajo la luz tenue mientras Lucía la trabajaba con una maestría que me dejó boquiabierto.
Sofía no se quedó atrás. Le arrancó la tanga a Lucía, dejando a la vista su concha rosada y empapada, con los labios hinchados de deseo. Se arrodilló y, sin dudarlo, hundió la cara entre las piernas de Lucía. Los gemidos de la mina llenaron el cuarto mientras Sofía la lamía, chupando su clítoris con una intensidad que parecía sacada de una fantasía. Lucía se retorcía, agarrando el pelo de Sofía, empujándola más contra ella.
Se movieron a la cama, cayendo en un enredo de piernas y piel. Lucía se puso encima, frotando su culo contra el de Sofía, sus clítoris chocando en un ritmo frenético. Los fluidos de ambas brillaban en sus muslos, mezclándose mientras se movían. Sofía clavaba las uñas en la espalda de Lucía, y los gemidos se volvieron gritos ahogados. Era puro fuego, una danza de cuerpos que no dejaba lugar a la vergüenza ni al pudor.
Cuando llegaron al clímax, fue como una explosión. Sofía tembló, con la boca abierta en un grito mudo, mientras Lucía se tensó, jadeando con los ojos cerrados. Sus cuerpos se sacudieron juntos, empapados de sudor y deseo, hasta que cayeron exhaustas sobre las sábanas.
Yo estaba con la pija dura como una piedra, pero no me moví. No era mi momento. Ellas se quedaron ahí, desnudas, con las tetas subiendo y bajando al ritmo de sus respiraciones. Se miraron, y en sus ojos no había saciedad, solo más hambre. Lucía acarició el muslo de Sofía, y mi mujer le devolvió una sonrisa pícara, como si supieran que esto no terminaba acá. Se acercaron de nuevo, sus labios a punto de tocarse, y yo supe que, aunque la fiesta seguía afuera, para ellas el mundo entero estaba en esa cama.
Era una mina alta, con el pelo negro azabache cayéndole en ondas hasta la cintura. Llevaba un vestido rojo que parecía pintado sobre su cuerpo, con un escote que dejaba poco a la imaginación. Sus ojos, oscuros y filosos, se cruzaron con los de Sofía desde el otro lado del living. Yo lo noté de una: esa mirada no era casual. Había hambre, desafío, electricidad. La mina se acercó, con un andar que era puro fuego, y se presentó como Lucía.
No sé cómo pasó, pero en un parpadeo, Sofía y Lucía estaban hablando como si se conocieran de toda la vida. Yo me quedé a un costadito, con mi trago en la mano, observando. Había algo en el aire, una tensión que me ponía la piel de gallina. Lucía le rozó el brazo a Sofía, y mi mujer no se apartó. Al contrario, se rió, se mordió el labio y le devolvió el gesto. Yo no podía creer lo que veía, pero tampoco podía despegar los ojos.
De pronto, Lucía le susurró algo al oído a Sofía, y las dos me miraron. Sofía me guiñó un ojo, como diciendo “tranqui, amor, esto es nuestro”. Agarraron sus copas y, sin decir nada, se fueron hacia una de las habitaciones del fondo de la casa. Yo las seguí, no porque me invitaran, sino porque no podía no hacerlo. Era como si una fuerza me arrastrara.
Entraron a un cuarto con una cama enorme, iluminado apenas por una lámpara de mesa. Cerraron la puerta, pero no del todo, dejando una rendija por la que yo podía espiar. Me quedé ahí, con el corazón a mil, sin hacer ruido. Lo que vi me dejó sin aliento.
Lucía empujó a Sofía contra la pared con una suavidad que era puro deseo. Sus manos se deslizaron por el vestido negro, levantándolo hasta dejar al descubierto las piernas de mi mujer, bronceadas y firmes. Sofía suspiró, y sus manos fueron directo al vestido rojo de Lucía, bajándolo de un tirón. Debajo, Lucía no llevaba nada más que una tanga negra diminuta. Sus pechos, llenos y redondos, quedaron a la vista, con los pezones endurecidos por la excitación.
Se besaron con una furia que me hizo tragar saliva. Sus lenguas se enredaban, sus manos exploraban sin pausa. Lucía deslizó los dedos por el cuerpo de Sofía, bajando hasta meter la mano dentro de su ropa interior. Sofía gimió, arqueando la espalda, y yo vi cómo los dedos de Lucía se movían con precisión, entrando y saliendo de la humedad de mi mujer. El sexo de Sofía, depilado y brillante, relucía bajo la luz tenue mientras Lucía la trabajaba con una maestría que me dejó boquiabierto.
Sofía no se quedó atrás. Le arrancó la tanga a Lucía, dejando a la vista su concha rosada y empapada, con los labios hinchados de deseo. Se arrodilló y, sin dudarlo, hundió la cara entre las piernas de Lucía. Los gemidos de la mina llenaron el cuarto mientras Sofía la lamía, chupando su clítoris con una intensidad que parecía sacada de una fantasía. Lucía se retorcía, agarrando el pelo de Sofía, empujándola más contra ella.
Se movieron a la cama, cayendo en un enredo de piernas y piel. Lucía se puso encima, frotando su culo contra el de Sofía, sus clítoris chocando en un ritmo frenético. Los fluidos de ambas brillaban en sus muslos, mezclándose mientras se movían. Sofía clavaba las uñas en la espalda de Lucía, y los gemidos se volvieron gritos ahogados. Era puro fuego, una danza de cuerpos que no dejaba lugar a la vergüenza ni al pudor.
Cuando llegaron al clímax, fue como una explosión. Sofía tembló, con la boca abierta en un grito mudo, mientras Lucía se tensó, jadeando con los ojos cerrados. Sus cuerpos se sacudieron juntos, empapados de sudor y deseo, hasta que cayeron exhaustas sobre las sábanas.
Yo estaba con la pija dura como una piedra, pero no me moví. No era mi momento. Ellas se quedaron ahí, desnudas, con las tetas subiendo y bajando al ritmo de sus respiraciones. Se miraron, y en sus ojos no había saciedad, solo más hambre. Lucía acarició el muslo de Sofía, y mi mujer le devolvió una sonrisa pícara, como si supieran que esto no terminaba acá. Se acercaron de nuevo, sus labios a punto de tocarse, y yo supe que, aunque la fiesta seguía afuera, para ellas el mundo entero estaba en esa cama.
2 comentarios - la fiesta se puso rara