
Mariana tenía apenas 19 años cuando dejó atrás la tierra roja de su pueblo. La familia Gutiérrez la había llevado a la ciudad con promesas de estudio, techo y oportunidades. Ella, ingenua y confiada, aceptó la oferta creyendo que su vida cambiaría para mejor.
La casa era grande, elegante, con mármol en las escaleras y ventanales que dejaban pasar el sol. Le dieron un uniforme sencillo, un delantal blanco que acentuaba sus caderas jóvenes y el pecho firme que apenas cabía en la tela. No se dio cuenta de inmediato, pero desde el primer día el dueño de la casa la observaba con ojos distintos a los de su esposa.
Don Ernesto, un hombre de 45 años, poderoso y con voz grave, se cruzaba con ella en los pasillos y dejaba que su mirada recorriera su figura con descaro. Al principio eran simples roces accidentales, una mano que se apoyaba demasiado en su hombro cuando él le daba una instrucción, o un roce de cadera en la cocina. Pero la tensión crecía, invisible, hasta volverse insoportable.
Una tarde de verano, Mariana estaba limpiando el despacho. El uniforme se le pegaba a la piel sudada, y mientras se inclinaba para pasar un trapo por los muebles, sintió detrás de ella el calor del cuerpo masculino. Ernesto había entrado sin hacer ruido.
—Trabajas muy duro, Mariana —dijo con voz baja, casi ronca—. ¿No te cansas?
Ella giró, nerviosa, con la mirada inocente de quien no sabe cómo escapar. Pero él no le dio espacio. Su mano fuerte atrapó su cintura, y la acercó sin darle tiempo a reaccionar.
—Don Ernesto… su esposa… —balbuceó ella.
—Mi esposa no está —respondió, antes de rozar sus labios con los de ella.
El beso fue impositivo, cargado de deseo contenido. Mariana quiso apartarse, pero su cuerpo temblaba, confundido entre miedo y una excitación que no podía negar. Cuando él deslizó la mano bajo el delantal y subió por su muslo, el aire se le cortó.
—Eres mía, muchacha —susurró, mordiéndole suavemente la oreja—. Desde que entraste a esta casa, lo supe.
Ella cerró los ojos, sintiendo cómo los dedos de Ernesto se atrevían a más, recorriendo la piel húmeda bajo la falda, explorando hasta encontrar lo que él buscaba. Mariana apretó los labios, intentando sofocar el gemido que le escapó al sentirlo tocar su vagina, sin permiso, con descaro.
El escritorio se convirtió en cómplice. Ernesto la inclinó sobre la madera, levantándole la falda con un movimiento decidido. Mariana temblaba, atrapada entre el deber de resistirse y el fuego que se encendía en su vientre. El dueño de casa la respiraba en la nuca, jadeando como un hombre que al fin obtenía su presa.
—No tienes idea de lo que me haces, niña —murmuró mientras se bajaba el pantalón —. Voy a volverte adicta a mí.
Cuando la penetró, Mariana arqueó la espalda, ahogando un grito. La sensación fue brutal, invasiva, y al mismo tiempo incendiaria. Sus manos se aferraron al borde del escritorio, los pechos rebotaban bajo el delantal, y Ernesto embestía su concha con una fuerza desesperada, marcando cada centímetro de su territorio.
La criada, con lágrimas en los ojos y el cuerpo tembloroso, se dejó llevar por esa mezcla de prohibición y placer. En cada movimiento sentía cómo él la reclamaba, cómo la hacía suya a la fuerza de un deseo insaciable. Y mientras las paredes del despacho guardaban silencio, la vida de Mariana cambiaba para siempre: ya no era la muchacha ingenua del campo, ahora era la obsesión del dueño de la casa.

La tarde estaba silenciosa, demasiado. La señora había salido a visitar a unas amigas y la casa quedó vacía. Mariana estaba en la cocina, lavando unos platos, cuando escuchó el sonido firme de los zapatos masculinos detrás de ella.
Ernesto no perdió tiempo en palabras. La tomó por la muñeca y, sin darle opción, la guió por el pasillo hasta el dormitorio matrimonial. El corazón de la muchacha latía desbocado; sabía que aquello estaba mal, pero la fuerza con que él la conducía, la mirada oscura y hambrienta, la dejaban sin aire.
La puerta se cerró con llave.
—Hoy no vas a escaparte, Mariana —le dijo con voz baja, la respiración caliente contra su oído—. Aquí, en la cama de mi casa, vas a ser mía como nunca.
Él la empujó suavemente hacia el colchón enorme, y comenzó a desnudarla. El uniforme cayó al suelo, revelando su piel morena y joven. Mariana intentaba cubrirse con las manos, pero Ernesto se las apartaba con firmeza, devorándola con los ojos.
Sus labios bajaron directo a sus tetas. Las chupó con ansia, apretando con fuerza, como si quisiera robarle hasta el último suspiro. Ella gimió sin poder evitarlo, y cuando su boca descendió hasta su concha húmeda, Mariana se arqueó, mordiéndose el labio para no gritar.
—Estás hecha para mí… —murmuró él, hundiendo la lengua con voracidad—. Dulce, caliente… mi pequeña criada.
Ella se retorcía, atrapada entre la vergüenza y un placer que no podía controlar. Y cuando Ernesto se levantó, desabrochando el cinturón, le tomó la cabeza y la acercó a su pija dura, imponente.
—Chúpame —ordenó con voz áspera.
Mariana dudó un instante, pero él la guió hasta que sus labios lo envolvieron. El hombre soltó un gruñido de satisfacción mientras ella lo lamía y lo mamaba con torpeza, aprendiendo cada movimiento. Sus cabellos negros quedaron enredados en las manos de Ernesto, que la manejaba como quería, jadeando cada vez más fuerte.
No aguantó mucho antes de montarla. La volteó en la cama, la abrió de piernas y le metió la pija en la concha de golpe, con embestidas profundas y desesperadas. Mariana se aferraba a las sábanas blancas, sintiendo cómo su cuerpo joven era reclamado por el deseo brutal de aquel hombre.
—Te voy a partir en dos, niña —susurraba entre jadeos, empapando su cuello de besos y mordidas.
Luego la hizo sentarse encima de él. Con las manos en sus caderas, la obligó a cabalgarlo, a rebotar sobre su pija mientras él gruñía, excitado al verla perderse entre el dolor y el placer. Mariana lloraba y gemía, y cada movimiento lo enloquecía más.
Después la puso en cuatro, sujetándole la cintura con fuerza. Penetraba su concha con embestidas violentas, el sonido húmedo llenaba la habitación junto con los gemidos ahogados de la criada.
Hasta que, enceguecido por la lujuria, Ernesto intentó más. Guiado por su obsesión, llevó la punta de su pija hacia su culo, rozándola con insistencia.
—No, por ahí no… —soltó Mariana, sacudiéndose con fuerza—. ¡Eso no!
El hombre intentó sujetarla, pero ella se zafó, cubriéndose con la sábana y bajando de la cama con lágrimas y rabia.
—Usted ya me cogio demasiado… —dijo con la voz quebrada, pero firme—. Por el culo no.
Y salió del cuarto apresurada, dejándolo a él desnudo, jadeando, con la pija dura y los ojos cargados de un deseo que crecía más con la negativa.
Ernesto se dejó caer en la cama, empapado de sudor. La criada se le había escapado… y ahora la necesitaba más que nunca.

La tensión en la casa se volvió insoportable. Desde aquella tarde en la habitación matrimonial, Ernesto no dejó de acecharla. La miraba en silencio mientras ella fregaba los pisos, se detenía demasiado cerca cuando pasaban por el pasillo, y siempre encontraba una excusa para rozarla.
Una noche, cuando todos dormían, la sorprendió en la cocina, sirviéndose un vaso de agua. Se acercó despacio, hasta quedar detrás de ella.
—Me dejaste con la pija dura —susurró con la voz ronca, el aliento caliente en su oído—. Te escapaste, me dejaste sin terminar… y eso no te lo voy a perdonar.
Mariana se giró, con el corazón acelerado.
—¡Usted es un abusador! —le escupió, con los ojos encendidos.
Él sonrió, disfrutando de la furia que en el fondo sabía que escondía deseo.
—Abusador no… obsesionado y caliente, sí —le respondió, arrinconándola contra la heladera—. Voy a desquitarme contigo, vas a pagarme cada gemido que me negaste.
Ella lo empujó, pero sus manos temblaban. Sentía la piel encendida, el pulso acelerado, y odiaba reconocer que en lo más profundo de su cuerpo ardía de ganas por él.
—Usted está enfermo… —balbuceó.
—Enfermo de ti —replicó, mordiéndole el labio—. Y tarde o temprano, me vas a rogar por más.
Mariana lo miró desafiante, pero cuando se apartó corriendo a su cuarto, se quedó con el pecho agitado y las piernas húmedas. Su cuerpo la traicionaba, aunque su mente intentara resistir.
Pasaron unos días. La señora salió nuevamente de compras, y la casa volvió a quedar en silencio. Ernesto, que la había estado esperando con paciencia de cazador, la encontró en el patio, tendiendo la ropa.
El sol bañaba su piel, y el vestido ligero se pegaba a su figura joven. Ernesto no resistió más. Caminó hacia ella, la sujetó de la muñeca y la atrajo contra su pecho.
—Hoy no vas a escapar —le susurró, apretando sus nalgas con descaro—. Te prometo que voy a hacerte gozar hasta que no puedas más.
—Déjeme… —murmuró Mariana, pero su voz carecía de fuerza.
Ernesto la besó con furia, invadiendo su boca, y su mano se deslizó bajo la tela húmeda, encontrando su vagina humeda. Mariana gimió, atrapada entre el rechazo y el deseo.
—¿Ves? —rió él, rozando sus dedos en círculos—. Dices que no, pero tu cuerpo me suplica.
Ella lo golpeó débilmente en el pecho, pero terminó cediendo, con la respiración cortada, entregándose al roce que la hacía perder la razón.
Ernesto sabía que ya la tenía otra vez en sus manos. Y esa tarde, con la casa vacía, planeaba llevarla mucho más lejos.
El Ernesto no perdió tiempo. La sujetó de la muñeca y la llevó dentro sin dejarle espacio para protestar.
—Hoy sí… —murmuró con voz ronca—. Hoy vas a pagarme todo lo que me negaste.
La arrastró hasta la habitación de huéspedes y cerró con llave. Mariana respiraba agitada, intentando forcejear, pero cada roce la incendiaba más.
Ernesto la empujó suavemente contra la cama y le levantó el vestido de golpe, dejando su ropa interior al descubierto. La besó con violencia, devorándole la boca, y bajó con besos y mordidas por su cuello hasta atrapar sus tetas entre sus labios. Mariana gemía, tratando de contenerse, pero la lengua de él era implacable, encendiendo cada rincón de su cuerpo.
—Mírate… tan inocente en apariencia, pero mojada como una puta por mí —le susurró mientras hundía los dedos en su vagina.
Ella lo increpó con voz entrecortada:
—¡No diga esas cosas!
—Cállate —le respondió con una sonrisa oscura—. Tu gemido me dice lo contrario.
La desnudó por completo, disfrutando cada segundo, y luego la obligó a arrodillarse. Con la mano en su cabello la guió hasta su pija dura.
—Chúpame bien la pija, puta. Dame lo que me negaste.
Mariana, temblando, lo tomó en su boca. Él soltó un gruñido grave, sujetándola de la nuca y moviendo las caderas hasta sentir que la garganta de la joven lo tragaba. Ella intentaba mantener el ritmo, sus labios brillaban de saliva y deseo, y Ernesto jadeaba como un animal.
No resistió mucho más. La levantó y la montó en la cama, penetrándo su concha de golpe. Mariana arqueó la espalda, gritando al sentirlo hundirse con fuerza. Las embestidas eran rápidas, violentas, cada movimiento un castigo y una recompensa a la vez.
—Así… así me gusta verte, ardiendo bajo mí —jadeaba Ernesto, sujetándola de las caderas mientras la partía con cada empuje.
La volteó para cabalgarlo. Ella, avergonzada, se movía torpemente sobre su pija, pero sus tetas rebotando y su rostro extasiado lo enloquecieron. La apretó contra él y volvió a penetrarla en cuatro, embistiéndola con fuerza bruta, llenando la habitación de gemidos y sonidos húmedos.
—Eres mía, Mariana. Mía y de nadie más.
Ella lloraba y gemía, presa del placer y de la culpa, sabiendo que no debía pero incapaz de resistirse. Cada embestida la hacía clavar más las uñas en las sábanas, cada palabra sucia le arrancaba un estremecimiento que la traicionaba.
Y mientras Ernesto descargaba toda su obsesión en ella, Mariana comprendió con horror y deseo que ya no podía escapar. Su cuerpo lo quería, aunque su mente gritara lo contrario.

Desde aquel encuentro, Ernesto no la dejó en paz. La buscaba en cada rincón de la casa, se aparecía de golpe cuando ella estaba fregando, doblando ropa o incluso en el baño. Su mirada era una cárcel, y sus palabras un veneno.
—Eres mía, Mariana. Aunque intentes huir, tu cuerpo ya me pertenece —le repetía con una mezcla de amenaza y deseo.
La joven trataba de resistir, pero cada vez que se cruzaban, su pulso se aceleraba y la piel se le encendía como si él la tocara sin necesidad de rozarla. La obsesión de Ernesto la iba atrapando poco a poco, y lo que empezó como miedo se transformaba en una lujuria imposible de sofocar.
Un día, la señora salió temprano y la casa volvió a quedar a solas con él. Mariana intentó evitarlo, encerrándose en su cuarto, pero Ernesto no tardó en abrir la puerta.
—Ven aquí, —ordenó con voz grave, los ojos brillando de lujuria.
Ella quiso decir que no, pero cuando él la empujó suavemente contra la cama, sintió cómo su cuerpo se rendía sin remedio. Ernesto la desnudó con calma, disfrutando cada prenda que caía, hasta dejarla completamente expuesta.
Se sentó en el borde de la cama y la guió hacia abajo.
—Demuéstrame cuánto me deseas.
Mariana, temblando, se metió la pija en su boca. Esta vez no fue torpe ni tímida: lo mamaba con entrega, con ganas, lamiéndolo de raíz a punta mientras él gemía, sujetándole el cabello y obligándola a tragarlo más profundo.
—Eso… así… buena puta —jadeaba, dominándola con cada empuje.
Cuando estuvo al borde, la levantó y la sentó sobre él. Ella montaba su pija con fuerza, rebotando, gimiendo sin freno mientras él la sujetaba de las tetas y la mordía como un animal hambriento.
—Mírate… cabalgándome como si no pudieras vivir sin mí.
Después la volteó y la cogio en cuatro, metiendole la pija en la concha. Las embestidas fueron duras, rápidas, llenando el cuarto con los golpes de piel contra piel y los gemidos ahogados de la criada. Mariana, sudada y perdida, lo recibía sin resistencia, suplicando más con cada empuje.
Ernesto, enceguecido de deseo, volvió a buscar su culo. Sujetándola fuerte de la cintura para que no escape, guió su pija hasta su culo. Ella trató de apartarse, pero esta vez no pudo resistir la presión, el ardor, la invasión lenta y decidida.
—¡No…! —gimió al principio, pero su voz se quebró en un jadeo cuando él la penetró por completo.
—Sí… ahora sí eres toda mía —gruñó Ernesto, embistiéndola con fuerza, disfrutando cada espasmo de su cuerpo joven y tenso.
Mariana lloraba y gemía, atrapada entre el dolor y un placer oscuro que la estremecía entera. Ernesto la tomó sin piedad, descargando toda su obsesión en aquel momento.
Cuando estuvo a punto de estallar, salió de golpe y terminó sobre sus nalgas, marcándola con su leche caliente, mientras jadeaba como un animal desatado.
La criada se desplomó en la cama, exhausta, con el cuerpo tembloroso. Ernesto la contempló con una sonrisa de satisfacción. Al fin había logrado lo que tanto quería.
Pero en su mirada había algo más: no era sólo deseo. Era hambre. Una hambre que no se saciaría nunca.

Mariana no pudo dormir aquella noche. El ardor en su cuerpo y la humillación de haber sido tomada como él quiso, incluso por donde le había suplicado que no, la llenaban de rabia. “Esto debe terminar”, se dijo frente al espejo, con lágrimas en los ojos y las piernas aún temblorosas.
Pero Ernesto no iba a detenerse por voluntad propia. Ella lo sabía: había que tenderle una trampa.
Unos días después, aprovechó la ocasión. Se acercó al patrón con un gesto tímido y la voz entrecortada:
—Don Ernesto… la señora salió al mercado. Estamos solos… —susurró, bajando la mirada como si cediera al deseo.
Los ojos del hombre brillaron de inmediato. La tomó de la cintura y la arrastró a la cocina, excitado, sin sospechar nada.
—Al fin aprendiste, —gruñó con una sonrisa oscura—. Te vas a abrir para mí cuando yo quiera.
Mariana, con el corazón latiendo desbocado, fingió entrega. Se apoyó contra la mesa de mármol y lo dejó levantarle la falda. Ernesto no perdió tiempo: bajó su ropa interior y la penetró desde atrás con furia, gimiendo contra su cuello.
—¡Eso! —jadeaba—. Así me gusta, obediente… eres mi puta escondida.
El sonido húmedo llenaba la cocina, mezclado con los gemidos forzados de Mariana. Pero en su interior, ella contaba los segundos, esperando el momento exacto.
Y de pronto, se escucharon pasos en el pasillo. La voz femenina, clara, sorprendida:
—¿Ernesto? ¿Qué estás haciendo?
El hombre se congeló. La señora Gutiérrez estaba allí, en la puerta, con los ojos abiertos de par en par. Había regresado antes de lo previsto, tal como Mariana lo había planeado.
Él aún estaba dentro de la criada, sujetándola por la cintura, empapado en sudor y lujuria. La escena era irrefutable.
Mariana se apartó de golpe, tapándose con el vestido, fingiendo lágrimas de vergüenza.
—¡Señora… yo no… yo no quería! —gimió, escondiendo el rostro.
Ernesto, con el rostro desencajado, intentó hablar, pero las palabras no salieron. La trampa había funcionado: Mariana ya no era la víctima silenciosa, ahora tenía en sus manos la caída del hombre que la había obsesionado.
La cocina se había vuelto un campo de batalla. La señora Gutiérrez observaba la escena con el rostro endurecido, los labios apretados, el silencio más cruel que cualquier grito. Mariana temblaba, tapándose el cuerpo con la falda, mientras Ernesto intentaba recomponerse, el sudor aún fresco en su frente.
—No es lo que parece… —balbuceó él, pero su esposa lo atravesó con la mirada.
Entonces, en un arranque de astucia desesperada, Ernesto levantó la voz:
—¡Ella me buscó! —señaló a Mariana—. Me sedujo, se metió en mi cama, me provocó desde el primer día. Yo… yo caí en la tentación, pero fue ella la que lo quiso.
La criada sintió un puñal en el pecho. Su plan se desmoronaba. La señora se giró hacia ella, y en sus ojos no había compasión, sino desprecio.
—¡Fuera de mi casa! —gritó con una frialdad que heló el aire.
Mariana intentó defenderse:
—Señora, no… él me obligó, yo…
—¡Basta! —la interrumpió—. No quiero escucharte. Eres una cualquiera.
Las palabras le dolieron más que los embates de Ernesto. Reunió su ropa y salió corriendo, con lágrimas quemándole los ojos. La puerta se cerró tras ella con un golpe seco.
En la calle, con la maleta pequeña en la mano, se detuvo unos segundos, respirando hondo. Había perdido el trabajo, el techo y la promesa de estudios. Pero mientras caminaba hacia la avenida, se dijo en voz baja:
—Me libré de ese hombre.... Eso es lo que importa.
Dentro de la casa, la tormenta no había terminado. La señora encaró a Ernesto con una furia contenida.
—¿Cómo pudiste? —le escupió—. Una muchacha joven, inocente… ¡en mi propia casa!
—Ya te dije… fue ella… —intentó defenderse.
Pero su esposa ya no lo escuchaba. Lo miraba como a un extraño, con repulsión.
—Haz las maletas, Ernesto. Te me largas. No quiero volver a verte.
Él quedó paralizado. Había perdido a la criada y ahora perdía su hogar. La obsesión que lo había dominado lo había dejado sin nada, desnudo de dignidad.
Aquella noche, en dos lugares distintos de la ciudad, dos vidas se reescribieron. Mariana, libre pero herida, con el corazón apretado y la esperanza de empezar de nuevo lejos de la mansión. Ernesto, derrotado, expulsado de su propia casa, castigado por ceder a una lujuria que lo consumió.


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