
Sapo Grande era un pueblo húmedo, polvoriento, con calles de tierra y vecinas que colgaban la ropa con los muslos al aire. Pero entre todas, ella llamaba la atención como un faro de carne y deseo: Yesi, la nueva vecina de enfrente. Una gordibuena con curvas que parecían dibujadas para el pecado.
Tenía el pelo teñido de rojo cereza, labios gruesos y una risa escandalosa. Usaba shorts de lycra que le marcaban hasta el alma, y musculosas apretadas donde sus tetas gigantes bailaban sin pudor. Era imposible no mirarla.
Su vecino, Tito, vivía solo. Un mecánico de 32, duro, callado, pero con la imaginación al palo desde que Yesi llegó.
La veía todas las tardes salir a regar las plantas… sin sostén, con las gotas resbalando por sus pechos sudados. A veces se agachaba a acomodar una maceta, y él podía ver cómo las nalgas se le escapaban del short como si supieran que estaban siendo espiadas.
Tito se masturbaba cada noche, con la ventana entreabierta, soñando con su vecina ruidosa. Hasta que un día, fue ella la que tocó su puerta.
—Hola, vecino… ¿tenés una manguera? Es que la mía se me reventó.
Tito apenas pudo mirarle a la cara.
—Sí… sí, pasá, está en el fondo.
Ella entró como si fuera su casa. Y al pasar cerca de él, le rozó el brazo con una teta sin querer. Tito tragó saliva. El pantalón se le tensó.
—Tito… ¿vos vivís solo, no? —preguntó ella, girándose despacio.
—Sí —respondió él, torpe.
Ella lo miró con una sonrisa que no era inocente.
—Qué peligro… —susurró—. Un hombre solo… con una vecina como yo. ¿No pensás cosas raras?
Tito no contestó. Pero sus ojos hablaban. Y su bulto también.
Yesi lo miró directo y se le acercó.
—¿Querés tocar? —le dijo, tomando su propia teta y ofreciéndosela.
Tito la agarró con ambas manos, como un nene hambriento. La apretó, la besó, se la metió en la boca con desesperación. Ella se reía, jadeaba, lo montó contra la pared sin quitarse el short, restregándose con fuerza.
—¡Tocame todo, Tito! ¡Hace semanas que te veo mirarme como si me fueras a comer! —le gritó, desabrochándole el pantalón.
Él se dejó llevar. La bajó al suelo, le arrancó el short y la bombacha de un tirón. El olor a hembra caliente lo embriagó. Tenía la vagina empapada, abierta, lista.
—¡Cogeme como un animal! —le gritó, con las piernas abiertas y las manos en sus propias tetas—. ¡Quiero ver si sos tan hombre como te la pasás mirándome!

Tito le metió la pija de un solo empujón. Yesi gritó. Pero no de dolor. De goce salvaje.
Él le agarró las caderas anchas y se la cogió ahí mismo, en el suelo de la cocina. La llenó de embestidas profundas, le chupaba las tetas, mientras ella jadeaba como una bestia feliz. Todo rebotaba: sus tetas, su panza, su culo. Y él estaba como poseído.
—¡Sí, Tito! ¡Dame más! ¡Reventame ese sapo, que es todo tuyo!
Cuando acabaron, los dos quedaron tirados, transpirados, respirando agitados.
Yesi lo miró con picardía, lamiéndose los labios.
—¿Ves que era un peligro vivir al lado mío?

El calor de la siesta pegaba fuerte en Sapo Grande. Las moscas zumbaban perezosas, y el ventilador giraba lento, inútil contra el bochorno. Tito cruzó la calle con el torso sudado, sabiendo exactamente a qué iba. Yesi lo esperaba.
Estaba en la cocina, con una remera finita que no tapaba nada. Descalza. Caderas anchas, piernas fuertes, sin ropa interior bajó el short. El cabello recogido con un lápiz y la mirada que quemaba.
—Tarde, Tito… ya me estaba tocando sola —le dijo, relamiéndose un dedo con descaro.
Tito la empujó contra la mesada sin decir nada, la besó con hambre, le sacó la remera, el short y la dejó completamente desnuda. Yesi se arrodilló despacio, mirándolo desde abajo, con esa sonrisa que derretía hasta el concreto.
—Te lo tengo que sacar todo… está tan duro, vecino…
Le bajó el pantalón y envolvió su pija con sus labios calientes. Lo mamó lento, con lengua juguetona y gemidos bajos, como si fuera un caramelo que no quería que se termine. Tito le agarró el pelo, le marcó el ritmo, y ella lo tragaba cada vez más profundo.
—¡Yesi… no pares! —jadeó él.
Ella sonrió, se puso de pie, se montó sobre él. Su cuerpo generoso lo envolvió por completo, y empezó a moverse con fuerza, como una diosa salvaje. Las tetas le rebotaban en la cara y Tito no sabía si besarla, morderla o rogarle que nunca pare.
—¡Sos mío, Tito! ¡Me vas a hacer acabar otra vez! —gritó, cabalgando como si le fuera la vida.
Lo empujó al suelo y se puso en cuatro sobre la alfombra de la cocina. Tito le abrió las nalgas grandes y suaves, y le metió la pija desde atrás, con un sonido húmedo y sucio que llenó la habitación.
Cada embestida hacía temblar las ventanas. Yesi gemía como una fiera en celo, con el pelo pegado a la cara por el sudor.
—¡Dame más! ¡Todo! ¡Metelo donde quieras! —gimió entrecortada.
Tito escupió, lubricó su culo , y con cuidado, fue entrando. Ella arqueó la espalda, jadeando entre dolor y éxtasis.

—¡Eso! ¡Así! ¡Rompeme el culo, Tito!
La llenó por completo, y cuando estuvo a punto de acabar, la hizo girar, rodeó su pija con sus tetas gigantes, y acabó entre ellas, apretándolas como almohadas de lujuria. El líquido caliente se escurrió por su canalito de sudor, y Yesi lo miró, jadeante, con la cara brillando de deseo.
—Decime que mañana volvés —susurró, lamiendo su propio pecho.
—Mañana, y pasado….

Tito salió de la casa de Yesi con la remera pegada al cuerpo por el sudor, el pelo desordenado y una sonrisa idiota. Acababa de vivir el polvo más salvaje de su vida y apenas podía caminar. Pero no sabía que alguien lo había estado espiando.
—¿Te divertiste, Tito? —dijo una voz ronca y femenina desde el portón de al lado.
Se dio vuelta. Era Patricia, la vecina del fondo. Una milf imponente, de unos cuarenta y tantos, piernas torneadas, tetas naturales como caídas por Dios en su delantera, y un shortcito blanco que parecía pintado sobre su piel.
—¿Eh? ¿Qué decís, Pati? —balbuceó Tito, nervioso.
Ella se acercó, despacio, mordiéndose el labio.
—No te hagás el boludo… desde mi ventana vi cómo la Yesi te montaba como una loca en la cocina. Pensé que le ibas a partir la mesada.
Tito tragó saliva. Patricia no era una mujer tímida, pero eso… eso ya era otro nivel.
—¿Y qué? ¿Te molesta?
—Al contrario… —susurró, apoyándose contra el muro—. Me calentó tanto que me tocaba mientras los miraba. Y ahora estoy así —agarró su mano, la metió dentro del short y luego se la mostró húmeda—. Mirá lo que me hacés…
Tito no dijo nada. Solo la miró. Patricia dio un paso más, hasta quedar frente a él, apenas separados por centímetros.
—Yo también quiero probar lo que tenés entre las piernas, Tito. No seas egoísta…
Él se le lanzó encima. La empujó contra la pared del pasillo, le bajó el short de un tirón y la dejó con una tanguita mínima.
—¿Así te gusta, chusma?
—¡Dame todo! ¡Y no me digas chusma! —gritó entre risas jadeantes.
Tito se arrodilló y le abrió las piernas ahí mismo, su lengua recorrió su vagina entera, mientras ella se agarraba del muro y gemía sin pudor. Después la levantó en brazos, la puso contra la pared y la penetró de una sola embestida, profundo, fuerte, certero.
—¡Ufff! ¡Eso es! ¡Así, Tito! ¡Matame la concha con esa pija!

Los gemidos de Patricia eran roncos, sucios, con experiencia. Se notaba que no tenía vergüenza de gritar su placer.
La giró, la agarró del pelo y le dio por atrás, en seco, mientras ella apretaba los dientes, el muro y el alma.
—¡Metelo en el culo! ¡Ya estoy mojada! —dijo con descaro.
Tito no lo pensó. Escupió, empujó, y la cogio por el culo, haciéndola gritar de lujuria.
Cuando estuvo a punto de acabar, ella se arrodilló, le juntó las tetas, y él acabó entre ellas como antes con Yesi.
—Bienvenido al vecindario, Tito —dijo ella, lamiendo una gota de su pecho—. Te vas a cansar de coger acá.
—No me voy a quejar —dijo él, jadeando.
Y mientras se subía el pantalón, sintió que esto recién empezaba.
Tito no había vuelto a ver a Yesi desde su última faena. La casa frente a la suya estaba en silencio. Hasta que un martes a la tardecita, mientras estaba en el patio, escuchó un portazo fuerte.
Se dio vuelta y ahí estaba ella. Yesi, con un shortcito negro apretado, una musculosa que no dejaba nada a la imaginación, el pelo suelto, y una mirada que podía derretir el acero.
—¿Así que ahora andás haciendo turnos, Tito? ¿Primero yo y después la Patricia?
Tito se quedó mudo. La voz de Yesi traía celos, enojo… pero sobre todo, fuego.
—¿Quién te contó? —preguntó él, tratando de sonar inocente.
—No soy boluda. Patricia es mi vecina y se le escapan las cosas cuando habla. Y vos sos muy fácil de leer. Te vi caminando con cara de acabado todo el día.
Yesi se le acercó, lo empujó contra la pared y lo miró.
—¿Querés culos? ¿Querés tetas? ¿Querés morbo? Te voy a mostrar por qué yo soy la reina de esta cuadra, Tito.
Lo bajó al sillón, se arrodilló entre sus piernas y le bajó el pantalón con furia, sacándole la pija como si fuera suyo. Comenzó a mamarlo con una pasión distinta, mezcla de bronca y adicción, con la garganta entera, con saliva chorreando por su pecho, con bofetadas suaves en la base y lengua girando como serpiente.
—¿Así te la chupó la vieja esa? —susurró entre succiones—. A mí me lo rogás después…
Tito gemía, agarrándola de la cabeza. No podía ni hablar.
Yesi se desnudó en un segundo. Sus tetas grandes y naturales cayeron como manjares, su panza suave vibró cuando se montó sobre él. Se metió su pija en la concha y lo montó con fuerza, como si se estuviera vengando, como si cada embestida fuera un castigo… o una marca.

—¡Vos sos mío, Tito! ¡De nadie más!
Se giró de espaldas, poniéndose en cuclillas, rebotando arriba de él con el culo abierto, húmedo, enorme, palpitante.
—Mirá bien este culo, miralo… porque vas a soñar con él, cada noche que duermas solo.
Después se puso en cuatro sobre la alfombra y le ofreció el segundo agujero sin decir una palabra. Tito escupió, la penetró y sintió cómo ella apretaba todo su cuerpo, estremeciéndose.
—¡Rompeme entera! ¡Quiero que no puedas ni mirar a otra!

Cuando él estuvo a punto de acabar, Yesi lo tiró al piso, se metió la pija en medio de sus tetas y le hizo una paja rusa profunda, acabando con una lluvia caliente sobre sus pezones y cara.
Ambos quedaron jadeando, empapados de sudor y placer.
Yesi lo miró con media sonrisa.
—Ahora sí. Podés coger con quien quieras… pero sabé que siempre vas a volver a mí, Tito. Porque ninguna te va a hacer esto como yo.
Tito no discutió. Solo asintió. Sabía que la reina de Sapo Grande había marcado su territorio.

Era sábado en Sapo Grande y el barrio hervía. La placita decorada con banderines, los parlantes reventando cumbia vieja, el olor a chorizo y asado flotando en el aire.
Tito llegó con camisa limpia, pero no podía quitarse la ansiedad. Buscaba con los ojos a su dueña. Y ahí estaba: Yesi, con un vestido ajustado que le marcaba cada curva, los labios rojos y la mirada afilada.
Todo el mundo se daba vuelta al verla pasar. Hombres, mujeres, viejos, jóvenes. Era imposible no mirarla.
Pero no pasó mucho hasta que apareció Patricia, la vecina chismosa, y se plantó delante de todos.
—¡No sé qué te ven, gorda! ¡Si parecés un lechón disfrazado! —espetó, con la voz alta, lo bastante fuerte para que todos escuchen.
Hubo un murmullo, cuchicheos.
Yesi se giró con calma, le sonrió con sorna y dijo:
—¿Y vos qué sabés, Patricia? Mirá, decís eso porque no te lo montás como yo. Pero igual… no te preocupes, no pienso compartir más.
Y entonces se giró hacia Tito, lo agarró de la mano y se lo llevó, dejando a Patricia con la boca abierta.
—Vos sabés lo que me ven, ¿verdad, Tito? —le susurró al oído mientras caminaban—. Me ven rica.
Entraron a su casa, cerraron la puerta y sin decir más, se devoraron.
Yesi se le trepó encima, lo besó con lengua y fuego, se bajó la bombacha y lo montó con toda su carne viva y palpitante.
—Ahora solo quiero quedarme contigo —jadeó ella, moviéndose como tormenta, con las tetas rebotando, las nalgas tronando contra sus muslos—. Solo vos, Tito. Solo vos me hacés acabar así.

Él no podía ni respirar. Ella lo apretaba, lo exprimía, lo montaba como si quisiera tatuarse su nombre por dentro. Le chupó la pija, se lo metió en la concha, lo cabalgó, lo tomó en todas las posiciones, sin descanso, hasta dejarlo seco, temblando, con los ojos perdidos en el techo.
Y cuando ella se acurrucó a su lado, ronroneando de placer, Tito la abrazó con lo poco de energía que le quedaba y le dijo:
—Yesi... ¿querés ser mi novia? Te lo juro… nunca más voy a mirar a otra. Sos mi gordita, mi reina. No quiero nada más que esto. Que vos.
Ella lo miró, con los ojos brillando.
—Acepto, pero con una condición...
—¿Cuál?
—Que me la metas todas las noches así. Si no, me pongo brava.
Tito sonrió, rendido.
—Trato hecho, mi amor.
Y en Sapo Grande, esa noche, hubo un hombre menos disponible... y una gordita más feliz que nunca.


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