Hola amigos de Poringa.
acá vuelvo a escribirles, pero esta vez con un sabor raro en la boca.
Muchos me pidieron la continuación con la famosa elfita de 1,48, la hermana de mi amigo.
Bueno…
esta es la parte 3, y también la última.
La historia arranca en Mar del Plata, pleno verano.
Después de todo lo que ya habíamos vivido, yo sentía que lo nuestro iba a seguir siendo sexo a escondidas, puro morbo, fuego y nada más.
Pero ella… ella empezó a jugar distinto.
Esa noche, en el hotel, me la encontré ya lista:
shortcito mínimo, el top rojo que siempre me enloqueció, y esa mirada de “te quiero comer vivo”.
Apenas cerré la puerta, me saltó encima, y fue como si quisiera tatuar en mi piel cada centímetro de su cuerpo.
Me besaba como si no hubiera un mañana, desesperada, gimiendo con bronca y con amor al mismo tiempo.
Se me montó arriba, cabalgando con una fuerza distinta, como si quisiera demostrarme algo más que solo placer.
La agarré de las caderas, la hice chocar contra mí, y ella me gritaba:
—Sos mío… aunque no lo quieras, sos mío.
La puta madre, la calentura era insoportable. Su cuerpito bajito, apretado contra el mío, la transpiración resbalando por sus tetas, el gemido cada vez más ahogado.
La giré, la puse contra la pared del hotel, y la tomé con todo. Ella me pedía más, como si ese polvo fuera el último y lo supiera.
Terminamos destruidos en la cama, respirando agitados. Yo con la cabeza volada, ella abrazada a mi pecho, como si no quisiera soltarme nunca más. Y ahí vino el balde de agua fría disfrazado de ternura:
—Quiero que seas mi novio. Basta de ocultarnos.
Me chupa un huevo lo que diga mi hermano… casémonos si hace falta, pero quiero que seas mío de verdad.
Me quedé helado.
No era un chiste. Lo decía en serio.
La miré a los ojos, acaricié su cara, y con la misma dureza con la que minutos antes la había poseído, le dije:
—No va a pasar, jaz.
Lo nuestro se queda acá adentro, en estas paredes. Afuera no existe.
Ella sonrió primero, nerviosa, como si no quisiera creerlo. Pero después sus ojitos se llenaron de lágrimas. No gritó, no hizo escándalo.
Solo se dio vuelta, me dio la espalda y se quedó en silencio.
Esa fue la última vez que la tuve.
La última vez que ese cuerpito ardió conmigo.
Me fui del hotel con el olor de su piel todavía en la boca, pero sabiendo que esa historia estaba muerta.
Y sí, amigos…
la elfita la hermana de mi amigo me quiso para siempre, pero yo solo fui su polvo prohibido.
acá vuelvo a escribirles, pero esta vez con un sabor raro en la boca.
Muchos me pidieron la continuación con la famosa elfita de 1,48, la hermana de mi amigo.
Bueno…
esta es la parte 3, y también la última.
La historia arranca en Mar del Plata, pleno verano.
Después de todo lo que ya habíamos vivido, yo sentía que lo nuestro iba a seguir siendo sexo a escondidas, puro morbo, fuego y nada más.
Pero ella… ella empezó a jugar distinto.
Esa noche, en el hotel, me la encontré ya lista:
shortcito mínimo, el top rojo que siempre me enloqueció, y esa mirada de “te quiero comer vivo”.
Apenas cerré la puerta, me saltó encima, y fue como si quisiera tatuar en mi piel cada centímetro de su cuerpo.
Me besaba como si no hubiera un mañana, desesperada, gimiendo con bronca y con amor al mismo tiempo.
Se me montó arriba, cabalgando con una fuerza distinta, como si quisiera demostrarme algo más que solo placer.
La agarré de las caderas, la hice chocar contra mí, y ella me gritaba:
—Sos mío… aunque no lo quieras, sos mío.
La puta madre, la calentura era insoportable. Su cuerpito bajito, apretado contra el mío, la transpiración resbalando por sus tetas, el gemido cada vez más ahogado.
La giré, la puse contra la pared del hotel, y la tomé con todo. Ella me pedía más, como si ese polvo fuera el último y lo supiera.
Terminamos destruidos en la cama, respirando agitados. Yo con la cabeza volada, ella abrazada a mi pecho, como si no quisiera soltarme nunca más. Y ahí vino el balde de agua fría disfrazado de ternura:
—Quiero que seas mi novio. Basta de ocultarnos.
Me chupa un huevo lo que diga mi hermano… casémonos si hace falta, pero quiero que seas mío de verdad.
Me quedé helado.
No era un chiste. Lo decía en serio.
La miré a los ojos, acaricié su cara, y con la misma dureza con la que minutos antes la había poseído, le dije:
—No va a pasar, jaz.
Lo nuestro se queda acá adentro, en estas paredes. Afuera no existe.
Ella sonrió primero, nerviosa, como si no quisiera creerlo. Pero después sus ojitos se llenaron de lágrimas. No gritó, no hizo escándalo.
Solo se dio vuelta, me dio la espalda y se quedó en silencio.
Esa fue la última vez que la tuve.
La última vez que ese cuerpito ardió conmigo.
Me fui del hotel con el olor de su piel todavía en la boca, pero sabiendo que esa historia estaba muerta.
Y sí, amigos…
la elfita la hermana de mi amigo me quiso para siempre, pero yo solo fui su polvo prohibido.

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