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Secretos del Hogar 3

Capítulo 3: La Posesión



La imagen se cargó en mi teléfono con una claridad obscena. Eran ellos. Camila. Su espalda arqueada contra las sábanas oscuras, el cabello revuelto, los ojos cerrados en un éxtasis que reconocí demasiado bien. Y él. Gustavo. Detrás de ella, sus músculos tensos, sus manos agarrando sus caderas con una fuerza que prometía marcas. Sus rostros estaban cerca, unidos por un deseo que traspasaba la pantalla. Una foto tomada desde un ángulo bajo, íntima, obscena, innegable.


Secretos del Hogar 3

El aire se escapó de mis pulmones. El mundo se detuvo. "Voy a estar ocupado todo el día con unos asuntos." Pensé en el mensaje de Gustavo Su mensaje resonó con un nuevo y grotesco significado. Sus "asuntos" eran el cuerpo de mi mejor amiga. Mientras yo me vestía como una idiota para él, esperando como una perra ansiosa, él se enterraba en Camila. "Iré al club... una misión de reconocimiento." Su promesa de ser mis ojos ahora sonaba a la broma más cruel. No fue a vigilarlo. Fue a poseerlo.


Los celos me atravesaron, no como una esposa, sino como una amante traicionada. Él me había deseado a mí. Esa noche era mía. Y ella me la robó. ¿Se habría reído de mí? ¿Pensaría que era una ingenua que solo servía para calentarlo antes de que una mujer de verdad como ella se lo llevara? Apreté el teléfono hasta casi quebrarlo. La furia y la humillación nublaron mi vista. Le había confesado mis secretos más íntimos y ella los usó como moneda para seducir al hombre que me provocaba. Mis dedos volaron sobre el teclado.


Yo: ¿En serio, Camila? ¿ESTE era tu "reconocimiento"?
Los puntos suspensivos aparecieron y desaparecieron. Finalmente, su respuesta.


Camila: Relájate, Val. No es para tanto. Las cosas se dieron así. Él es un animal, ¿qué querías que hiciera? ¿Jugar a las cartas?


"No es para tanto". Había vuelto a mi vida un torbellino y ahora me quitaba el objeto de mi obsesión con la naturalidad de quien elige un postre. La decepción me envolvió como un manto frío. Me había quedado completamente sola.


Pero en el fondo de la rabia, un sentimiento más oscuro y familiar brotó: el mismo calor húmedo y punzante de espiarlo. La imagen de ellos juntos no solo me enfurecía... también, de una manera retorcida que odiaba admitir, me excitaba. Dejé caer el teléfono como si ardiera.


El sonido de la llave en la cerradura me hizo saltar. Adrián entró, con su traje y su expresión cansada.


—Hola —murmuró—. ¿Todo bien? Te ves... pálida.
—Sí —dije, demasiado rápido—. Solo... un poco de dolor de cabeza. Él asintió, distraído, y se fue a la cocina. Me quedé temblando, sintiendo el peso del teléfono como una bomba. Mi marido, a metros, ignorante de la red de deseos y que nos envolvía su papá y a mi


El chirrido de otra llave. Mi corazón golpeó mis costillas. La puerta se abrió y allí estaba Gustavo, de vuelta de sus "asuntos". Impecable, pero una sombra de tensión recorrió su rostro al verme plantada ahí, con el teléfono en la mano. Sus ojos captaron la tormenta en mi mirada. Lo sabe. Adrián salió en ese momento.


—¡Papá! Llegaste justo.
—Los asuntos terminaron antes —dijo Gustavo, desviando la mirada con una naturalidad forzada.
—Perfecto. Me voy a dormir —anunció Adrián, bostezando— ¿Vienes, Val?— Sentí todas las miradas sobre mí.
—No... todavía no. Voy a ver una serie —logré articular.
—Buenas noches —dijo Adrián, dándome un beso rápido en la mejilla antes de subir.El portazo de su habitación sonó como el cierre de una celda. El silencio en la sala se volvió denso, eléctrico. Gustavo dejó sus llaves con parsimonia.


—Parece que tuviste un día interesante —comentó, con una calma que me hizo hervir la sangre.
—¿Te divertiste en tus asuntos? —pregunté, el veneno destilando en cada palabra.
Él se acercó lentamente. —Depende de a qué le llames divertir. Los negocios son aburridos, pero a veces tienen sus... recompensas inesperadas.—
—¡No me mientas! —lo interrumpí en un susurro feroz—. ¡La vi, Gustavo! ¡La foto de Camila! ¿Esa era tu recompensa?—
Él no pareció sorprenderse. Su mirada se oscureció. —Camila es... un error. Un error que no debería importarte.—
—¡Es mi mejor amiga!


—Y yo soy el hombre que anoche te tuvo al borde del éxtasis en esta misma sala —replicó, su voz grave y sensual. Avanzó otro paso, reduciendo la distancia entre nosotros a nada—. ¿Prefieres discutir sobre ella... o prefieres que te muestre por qué ella no es rival para ti?—


Sentí la rabia mezclarse con una curiosidad malsana. —¿Qué quieres decir?—
En lugar de responder, tomó mi mano. Mi resistencia fue inútil. Guió mi mano hacia el frente de sus pantalones. Allí, a través de la tela, sentí la realidad dura, palpitante e innegable de su excitación. Era enorme. Y estaba completamente erecto. Por mí.


—Ella fue un pasatiempo —murmuró, sus labios cerca de mi oído—. Tú eres la que me vuelve loco. La que me tiene así incluso después de haber estado con otra. Esto... Esto es por ti, Valeria. Solo por ti.—Contuve el aliento. La evidencia física en mi mano era más poderosa que cualquier foto.—Anoche fue una caricia —continuó, su voz un hechizo oscuro—. Esta noche no quiero caricias. Quiero estar dentro de ti. Te quiero a ti. Ahora. Aquí. ¿Vas a seguir hablando de Camila o vas a dejar que te demuestre quién es el hombre que realmente te desea?— La proposición era tan cruda, tan directa, que me cortó la respiración. No había subterfugios. Era una oferta clara de sexo. Salvaje. Prohibido. Aquí mismo


El último vestigio de mi resistencia se quebró. La rabia se transformó en pura lujuria, alimentada por los celos y un deseo de venganza. Si Camila lo había tenido, yo lo tendría mejor.


—Sí —la palabra salió de mis labios como un susurro ronco, una rendición total—. Sí. — Una sonrisa de triunfo absoluto iluminó el rostro de Gustavo. Sin perder un segundo, me giró y me presionó contra la pared, cerca de las escaleras. Su boca encontró la mía en un beso voraz, hambriento, que sabía a traición y a libertad. Sus manos recorrieron mi cuerpo con una urgencia que no dejaba lugar a dudas.


—Calladita —murmuró contra mis labios, desabrochando su propio pantalón—. No queremos despertar a nadie.— dijo y me besó. Su boca encontró la mía no en un beso, sino en una toma de posesión. Su lengua invadió mi boca con una urgencia animal, saboreando, reclamando. Yo respondí con la misma ferocidad, mis uñas clavándose en la espalda de su camisa, ahogando un gemido en su boca. El sabor a whisky y a menta de su aliento se mezcló con el mío, creando un cóctel embriagador de lujuria y peligro.


—Quieta —ordenó contra mis labios, su voz un ronco susurro que vibraba en mi propio pecho.— Sus manos no pedían permiso. Una se enredó en mi cabello, tirando de él suavemente para exponer mi cuello. La otra descendió como un rayo, deslizándose bajo mi short y la tela de mis bragas, encontrando de inmediato el calor húmedo que le esperaba. Un gruñido de satisfacción profunda surgió de su garganta cuando sus dedos me encontraron empapada, hinchada y palpitante para él.—Dios mío, Valeria — murmuró, mordisqueando mi lóbulo —Mírate. Estás tan jodidamente mojada para mí.. ¿Es así de mojado siempre para mi hijo? ¿O esto es solo para mí?—


Sus palabras, crudas y comparativas, deberían haberme enfriado, pero solo avivaron el fuego. Sacudí la cabeza, negando con vehemencia, incapaz de formar palabras. Sus dedos comenzaron a moverse, trazando círculos lentos y expertos alrededor de mi clítoris, que latía con una necesidad desesperada.


—Contéstame —exigió, presionando un poco más—. ¿Quién hace que te pongas así? ¿Quién?


—Tú... —logré jadear, enterrando el rostro en su hombro para ahogar el sonido—. Solo tú, Gustavo.—
—Eso es —susurró, victorioso —Ahora córrete en mis dedos, vamos—[/size][/color][/font][/size]
Su orden fue un disparo directo a mi centro. No pude resistirlo. No quise hacerlo. Mi cuerpo se arqueó contra el suyo, y un orgasmo violento y silencioso me atravesó, haciendo que mis piernas flaquearan y que yo me aferrara a él para no caer. Él sostuvo mi peso con facilidad, sus dedos trabajando suavemente a través de mis contracciones, prolongando el espasmo hasta que fui nada más que un temblor en sus brazos.


—Buena chica —murmuró, llevándose los dedos brillantes a su boca y chupándolos lentamente sin romper el contacto visual—. Sabes incluso mejor de lo que soñé..—


Antes de que pudiera recuperar el aliento, me giró bruscamente y me inclinó sobre el brazo del sofá. La tela áspera se aplastó contra mis mejillas. Oí el sonido de su cremallera y el roce de la tela al dejar caer sus pantalones y bóxers.


—Necesito estar dentro de ti —declaró, su voz cargada de una necesidad bruta.


Sus manos agarraron mis caderas con fuerza, y sentí la punta gruesa y caliente de su erección presionando contra mi coño. Era más grande de lo que recordaba, mucho más grande que Adrián, y por un segundo, el pánico me agarró.


—Gustavo, espera... —supliqué.


—Shhh —murmuró, inclinándose sobre mi espalda—. Solo relájate y disfrútalo.— Y entonces, empujó.


Un grito ahogado se escapó de mis labios cuando me llenó por completo, estirándome, abriéndome de una manera nueva y abrumadora. Se quedó quieto por un segundo, permitiéndome acostumbrarme a su tamaño, a la sensación de estar tan llena de él.


—Mierda, Valeria... —jadeó, enterrando su rostro en mi cuello—. Estas tan... apretada. Tan caliente.—


Comenzó a moverse entonces, con embestidas largas y profundas que hacían crujir el sofá contra la pared. Cada empuje me llevaba más cerca del borde, reconstruyendo el orgasmo que acababa de tener. Sus manos recorrían mi cuerpo, pellizcando mis pezones a través de la tela del top, acariciando mi estómago, agarrando mis muslos.


—Te gusta puta? —gruñó, aumentando el ritmo— ¿Te gusta cómo te folla tu suegro? ¿Justo aquí, donde tu marido se sienta a ver sus aburridos programas?—
—Sí... —gemí, perdida en la sensación—. Dios, sí...—
—Mas fuerte—ordenó, azotándome suavemente en una nalga—. Quiero escucharte. Quiero escuchar cuánto amas mi polla.—
—¡Me encanta! —confesé, ya más allá de la vergüenza, mi voz un susurro quebrado—. ¡Es tan grande... me llena tanto!—


Sus movimientos se volvieron más frenéticos, más posesivos. Una de sus manos se enredó en mi cabello, tirando de él hacia atrás para arquear mi espalda. La otra se deslizó entre mis piernas, encontrando mi clítoris sensible y comenzando a frotarlo en círculos rápidos y expertos.


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—Eso es —alentó, su aliento caliente en mi oído—. Córrete otra vez. Quiero sentir como te corres en mi verga..—


La combinación fue demasiado. Su tamaño dentro de mí, sus palabras sucias, sus dedos hábiles... Un segundo orgasmo, aún más intenso que el primero, me golpeó como una ola, haciéndome gritar su nombre en un susurro desgarrado mientras me estremecía y me contraía alrededor de él violentamente.


Mi climax lo llevó al borde. Con un gruñido gutural que era pura animalidad, sus caderas se estrellaron contra las mías una última vez, y lo sentí palpitar dentro de mí, derramándose caliente y profundo. Su cuerpo se tensó como un arco sobre el mío, y un rugido sofocado estalló en mi oído mientras se vaciaba en mí, poseyéndome de la manera más primal posible.


Quedamos allí, jadeando, pegados el uno al otro, nuestros cuerpos sudorosos temblando. El aire olía a sexo, a riesgo y a culpa satisfecha.


Finalmente, se separó de mí con un suave gemido. Me giré para verlo, mis piernas aún temblorosas. Sus ojos, oscuros y satisfechos, me miraron con una intensidad que hizo que me ruborizara.


Sin decir una palabra, se inclinó y selló mis labios con un beso lento y posesivo, su sabor mezclado con el mío.


—Esto es solo el comienzo —murmuró contra mi boca—. Te voy a enseñar cosas que ni sabías que querías.

Gustavo no esperó a que recuperáramos el aliento. Con una fuerza que me dejó sin aliento, deslizó sus brazos alrededor de mis muslos y me levantó, haciendo que mis piernas se enredaran instintivamente alrededor de su cintura. Enterré el rostro en su cuello para ahogar un grito, saboreando el sudor y la esencia de lo que acabábamos de hacer.

—Shhh, mi tesoro —murmuró contra mi cabello mientras comenzaba a subir las escaleras—. Vamos a un lugar donde no tengamos que contenernos.


Cada paso suyo era un riesgo calculado. Las escaleras crujieron bajo nuestro peso combinado, y nos detuvimos en seco cada vez, conteniendo la respiración mientras escuchábamos. Desde detrás de la puerta cerrada de nuestro cuarto, el sonido de la respiración ronca y pareja de Adrián confirmaba que todavía dormía. Gustavo apretó mi cuerpo contra el suyo mientras giraba la perilla de su habitación con mano experta. La puerta cedió silenciosamente y entramos a su santuario, un espacio que olía a su colonia, a whisky y a puro deseo masculino. La habitación estaba en penumbra, solo iluminada por la luz de la luna que se filtraba entre las persianas. Me dejó caer suavemente sobre la cama, y el colchón cedió bajo mi peso. Antes de que pudiera procesarlo, él estaba sobre mí, sus manos desabrochando lo que quedaba de mi ropa con una urgencia que me electrizó.


—Quiero verte toda —susurró, sus dedos recorriendo mi piel con una familiaridad que debería haberme alarmado, pero que solo servía para avivar el fuego—. Quiero explorar cada centímetro de lo que mi hijo da por hecho—
La crudeza de sus palabras debería haberme ofendido, pero en su lugar, un escalofrío de excitación me recorrió. Cuando estuve completamente desnuda bajo su mirada, se detuvo un momento para admirarme.
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—Dios, Valeria —respiró, sus ojos recorriendo mi cuerpo—. Eres aún más perfecta de lo que imaginaba. Su habitación se convirtió en nuestro santuario prohibido. Ahí, sin la amenaza inmediata de ser descubiertos, nuestros movimientos se volvieron más deliberados, más intensos. Ya no estábamos limitados por el espacio de la sala o la necesidad de silencio absoluto.


—Te gusta esto verdad puta? —Su voz era un susurro ronco, una vibración carnal contra mi piel mientras sus labios rozaban mi piel—. Mi buena niña... mi nuera... gimiendo por mí mientras mi hijo duerme al lado.—La libertad de ahogar mis gemidos en su almohada, de hundir el rostro en la huella que su cabeza había dejado, fue abrumadora. No tenía que reprimirme; podía expresar cada ola de placer en un susurro quejumbroso que solo él podía oír.


—Grita por mí —ordenó, sus embestidas cada vez más profundas, más demandantes—. Quiero oírte olvidarlo todo... olvidarlo, olvidarte de ti misma... cuando solo existes para esta verga—.


Y cedí. Dejé que un grito ahogado escapara de mi garganta, enterrando mis dientes en la carne dura de su hombro. Él me miró entonces, con los ojos oscuros, casi negros, y su expresión era de un éxtasis tan crudo y vulnerable que me traspasó. Fue en ese clímax de pura entrega, cuando nuestros cuerpos estaban más sincronizados, que el sonido cortó como un cuchillo a través del éxtasis: Click. Creeek.


El sonido inconfundible de una puerta abriéndose. Nuestra puerta. La de Adrián. Nos petrificamos al instante. Gustavo detuvo todo movimiento. Yo contuve la respiración hasta que me dolió el pecho. Escuchamos pasos pesados, somnolientos, saliendo del cuarto y dirigiéndose... al baño. El sonido de la puerta del baño al cerrarse nos dio una tregua, breve y aterradora. El hechizo se rompió. El peligro era real e inmediato. Con movimientos frenéticos pero silenciosos, nos separamos. Gustavo se deslizó de la cama y se acercó a la puerta de su habitación, cerrándola con el seguro con un clic apenas audible pero que sonó como un trueno en el silencio. Nos miramos, nuestros ojos abiertos con miedo y adrenalina. Escuchamos el sonido del inodoro, el agua corriendo. Los pasos de Adrián de vuelta en el pasillo. Nos quedamos inmóviles, conteniendo el aliento, esperando que se detuviera, que llamara, que sospechara. Pero los pasos continuaron, de vuelta a su habitación. La puerta se cerró de nuevo. El alivio fue tan intenso que casi me desmayo. El riesgo había sido real y lo habíamos esquivado por segundos.


—Tengo que irme —susurré, ya en movimiento, recogiendo mi ropa del suelo con manos temblorosas .Me vestí a toda prisa, cada prenda una capa de normalidad sobre la piel que todavía ardía. Gustavo asintió, comprendiendo. No hubo beso de despedida, solo una mirada intensa, cargada de la promesa de que esto no había terminado. Me deslicé fuera de su habitación y cerré la puerta sin hacer ruido. El pasillo estaba oscuro y en silencio. En un par de segundos, estaba dentro de mi propio cuarto, deslizándome bajo las sábanas justo cuando Adrián se movía


—¿Val? —murmuró, su voz cargada de sueño—. ¿Estás bien? Siento que te moviste. Me congelé, luego me forcé a relajarme.

—Sí, cariño. Solo tenía sed. Fui por un vaso de agua —mentí, con una voz que esperaba sonar somnolienta. Él se incorporó un poco, frotándose los ojos. La luz de la luna entraba por la ventana e iluminaba mi rostro

 —Te ves... diferente. ¿Seguro que estás bien? — Su mirada era borrosa pero inquisitiva Mi corazón galopaba. ¿Me veía desarreglada? ¿Ensalivada? ¿Podía oler a Gustavo en mí? Él se frotó los ojos. 
—Sí, sí —susurré, esforzándome por que mi voz sonara normal—
—Ah. ¿Y ya…? —Su mirada bajó, recorriendo mi cuerpo apenas visible en la penumbra. Me di cuenta de que solo llevaba la camiseta corta con la que había dormido. Su mano se extendió y me agarró de la muñeca con suavidad. Su tacto me resultó familiar, pero ya no electrizante
—. ¿No quieres…? —insinuó, con una voz todavía gruesa por el sueño.

La sugerencia estaba ahí, cargada de una normalidad que me pareció de repente opresiva. Yo acababa de estar con su padre, de gritar su nombre ahogada en una almohada, de sentirme poseída de una manera que Adrián nunca había logrado. La idea de que él me tocara ahora me produjo un rechazo visceral, mezclado con una culpa aguda.

—No… no —dije, y mi voz sonó más brusca de lo que pretendía. Retiré mi muñeca con un movimiento suave pero firme—. Estoy muy cansada, Adrián. De verdad.

Hubo un momento de tensión silenciosa. Sus ojos, ahora un poco más despiertos, me escudriñaron en la oscuridad. Yo me mantuve quieta, conteniendo el aliento, esperando que no viera la mentira y el deseo ajeno que debían estar escritos en mi rostro. Finalmente, su expresión se suavizó en una resignación que, en otro momento, me habría partido el corazón.

—Está bien —murmuró, dándose la vuelta y arropándose de nuevo—. Buenas noches.

—Buenas noches —respondí, con un hilo de voz.

Me quedé de acostada junto a el, mirando su espalda, hasta que su respiración volvió a hacerse profunda y regular. La culpa intentó apuñalarme, pero era un sentimiento débil, ahogado por un fuego mucho más potente que ardía en mi vientre.

Me acosté de espaldas, mirando las sombras que bailaban en el techo. Pero la quietud era imposible. El recuerdo de Gustavo era una obsesión física. Cada uno de sus susurros, cada una de sus caricias, se repetía en mi mente con una claridad dolorosa. Sentía un cosquilleo insistente, una humedad familiar entre mis piernas que clamaba por atención. No pude resistirlo.

Con los ojos bien abiertos, fijos en el techo, deslicé mi mano bajo la cintura elástica de mis bragas. Contuve la respiración, escuchando el ritmo constante de la respiración de Adrián. Pensé en las manos de Gustavo, su peso sobre mí, cómo me apretaba contra la pared. Recordé el gruñido sordo en mi oído, las palabras posesivas que deberían haberme avergonzado, pero solo hicieron que me mojara mas. Mis dedos encontraron mi clítoris, hinchado y sensible, y comencé a moverlos en pequeños círculos, lentamente al principio, luego con más presión.

Me mordí el labio inferior, ahogando un gemido. Mis caderas dieron un ligero empujón involuntario contra mi propia mano. En mi mente, era él. Era su toque, su orden. Reviví el momento en que se corrió, la potencia pura en su rostro, y un escalofrío me recorrió el cuerpo.. La excitación creció rápidamente, un tsunami que se construyó desde lo más profundo de mi ser. Fue rápido, intenso y silencioso. Un orgasmo furtivo que me recorrió con una fuerza que me dejó temblando y sin aliento, los dedos empapados, la mente en blanco excepto por su nombre.

La liberación física fue seguida de un agotamiento abrumador. El pulso me martilleaba en los oídos, mezclándose con el sonido de Adrián durmiendo a mi lado. La culpa, ahora sí, vino entonces, pero era una ola lejana, adormecida por la fatiga y la satisfacción corporal. Retiré mi mano, me acomodé de lado, dándole la espalda a mi marido, y cerré los ojos.

El sueño me alcanzó casi de inmediato, un pozo negro y profundo. No sé cuándo Adrián se dio la vuelta y envolvió su brazo alrededor de mi cintura, en un gesto dormido y habitual. Ambos quedamos dormidos, entrelazados en la cama de nuestro matrimonio, mientras mis sueños estaban invadidos por la sombra de su padre y el eco de nuestro secreto.

La mañana siguiente fue un ejercicio de actuación silenciosa. Acompañé a Adrián en su rutina con una sonrisa automatizada: le preparé el desayuno, tostadas con mantequilla y jugo de naranja, mientras él revisaba sus correos en el celular con el ceño fruncido. Llené su termo con café y empaqué su lunch con movimientos precisos que mi cuerpo recordaba por pura memoria muscular.

Él apenas alzó la vista, absorto en sus propias preocupaciones. Cuando terminó, se acercó a la puerta y yo lo seguí, sintiendo el peso de cada paso, la falsedad de cada gesto.

—Creo que hoy también llegaré mas tarde —anunció, ajustándose la corbata sin mirarme—. Hay otro problema con el proyecto.

Asentí, manteniendo la sonrisa plástica. —No te preocupes. Aquí todo estará bien.

Me dio un beso rápido en la mejilla, un gesto seco y funcional, y luego se fue. El portazo de la puerta principal resonó en la casa como un disparo de salida.

Un alivio inmediato y culpable me inundó. La farsa había terminado. Me quedé quieta un momento, escuchando el zumbido del silencio, y entonces una urgencia eléctrica recorrió mi cuerpo. Subí las escaleras de dos en dos, mi corazón empezando a latir con un ritmo completamente distinto.

En el dormitorio, frente al armario, no tuve dudas. No quería un vestido, ni unos jeans. Quería algo que fuera solo para él. Para nosotros. Elegí un conjunto de lencería blanco: un brasier con varilla que realzaba mi pecho, levantándolo de una manera que sabía que le volvía loco, y una tanga sencilla pero muy sexy, con tiras delgadas a los costados que se hundían en la piel de mis caderas. Me dejé el cabello suelto, cayendo naturalmente sobre mis hombros. No me puse nada más. Solo la lencería y la expectación.


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Bajé a la cocina sintiendo el aire fresco sobre mi piel casi desnuda. Cada paso era una declaración de intenciones. Encendí la cafetera, el sonido familiar rompiendo el silencio de la casa. El aroma del café empezó a llenar el aire, mezclándose con mi perfume.

Fue entonces cuando lo escuché. El crujir de los escalones arriba. Unos pasos firmes, pesados, que no intentaban ser silenciosos. Me quedé quieta, apoyada contra la mesada, con la taza entre las manos, esperando.

Gustavo apareció en el marco de la puerta de la cocina. Se había detenido allí. Llevaba solo unos boxers negros, ajustados, que dejaban muy poco a la imaginación. Su mirada fue un fogonazo. No fue una mirada rápida o disimulada; fue lenta, deliberada, devorando cada centímetro de mi cuerpo, desde los tacones desnudos hasta el cabello suelto, deteniéndose en el blanco contrastante de la lencería contra mi piel. Un silencio pesado, cargado de tensión sexual, se instaló entre nosotros. La cafetera dejó de gorgotear.

—Buenos días —dijo al fin con su voz más ronca de lo habitual.

—Buenos días —respondí, y noté un temblor en la mía. —Café?

—Después —murmuró. Dio un paso hacia dentro de la cocina. Luego otro. Su presencia parecía ocupar todo el espacio. —Parece que… mi hijo no sabe apreciar las vistas que tiene por las mañanas.

—Quizá solo necesita que se le recuerde lo que tiene —dije, deslizando un dedo por el borde de la mesada.

Él sonrió, una sonrisa lenta y peligrosa que me hizo contraer el estómago. Avanzó hasta quedar a solo centímetros de mí. Podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo, oler la mezcla de su colonia y sueño.

—¿Y tú? —preguntó, su mirada clavada en la profundidad de mi escote—. ¿Necesitas que te recuerden lo que tú tienes?

Antes de que pudiera responder, su mano se alzó. Pero no me tocó a mí. Agarró el borde de la mesada a cada lado de mis caderas, encerrándome, sin llegar a contactar. Su rostro estaba a la altura del mío.

—Anoche fue solo el principio, Valeria —susurró, y su aliento caliente acarició mi labio—. Hoy no hay prisas. No hay interrupciones. Mi boca se secó. Solo pude asentir.

Él bajó la mirada, recorriendo mi cuerpo otra vez, y entonces la posó en mis labios. Su expresión se volvió oscura, llena de un deseo crudo y sin filtros.

—Llevo toda la mañana pensando en tu boca. Cómo te sentía a mi alrededor. Ahora quiero volver a sentirla. Arrodíllate y chúpame la polla, Valeria. Justo aquí—

La orden de Gustavo resonó en la cocina, cargada de una autoridad que hizo que mi corazón se acelerara. Su mirada no dejaba lugar a dudas; no era una sugerencia, era una expectativa.

Sin mediar palabra, obedecí. Bajé mis ojos y me arrodillé lentamente en el frío suelo de la cocina, justo frente a él. Con manos que apenas lograban mantenerse estables, desabroché su pantalón y lo bajé lo justo para liberarlo.
Su verga ya estaba completamente dura, gruesa, venosa, y su tamaño me hacía agua la boca y me encogía el estómago con una mezcla de miedo y deseo intenso. Me incliné hacia él, mi aliento rozando su piel caliente, y percibí su aroma almizclado y masculino. Era primitivo, embriagador. No lo dudé más. Abrí la boca y tomé la punta de su pene, saboreando el sabor de su liquido pre seminal.

Empecé despacio, usando mi lengua para explorar la sensible cresta bajo la punta, trazando las venas prominentes con la punta. Un gemido gutural bajo escapó de él, y el sonido vibró por mi cuerpo, animándome. Metí su verga más profundo, relajando mi garganta tanto como pude, con los ojos ligeramente llorosos por el esfuerzo. 
Una de mis manos subió para acariciar sus testículos, sintiendo su peso, mientras que la otra rodeaba la base de su verga, acariciando lo que mi boca no podía soportar.
 Establecí un ritmo, una danza rítmica de succión, caricias de lengua y la suave presión de mi mano, todo diseñado para exprimirle hasta la última gota de placer. Podía sentirlo endurecerse aún más, sus caderas dando pequeñas embestidas involuntarias que agradecí, perdida por completo en el acto de adorarlo, en el poder que tenía para hacerle perder el control de esta manera.

Me agarró la nuca, sus dedos se enredaron en mi pelo con una firmeza a la vez imperiosa y desesperada. No había dulzura, solo una necesidad primitiva y cruda mientras se abría paso más profundo, golpeando el fondo de mi garganta hasta que se me llenaron los ojos de lágrimas. Podía saborear su sabor y su piel, un sabor masculino único que despertó mi deseo. Sus embestidas eran superficiales y frenéticas, una batalla perdida por el control. Lo sentí hincharse, luego palpitar, y un gemido gutural bajo escapó de su pecho cuando la primera descarga de su semen caliente y amargo llegó a mi lengua. Me mantuvo allí, estremeciéndome, mientras se vaciaba por completo, llenando mi boca con la innegable e íntima prueba de su clímax.

El sonido de su respiración entrecortada y los susurros roncos de mi nombre eran la única música en la quietud de la casa, un himno prohibido que sellaba nuestro pacto en la oscuridad.

Jadeando, me separé de él. Gustavo se ajustó la ropa, una sonrisa satisfecha y juguetona en sus labios.

—Buenos días, Valeria —dijo, su voz ronca—. Ya te di tu leche de desayuno. Ahora toca la de verdad.

Una oleada de rubor me recorrió, pero también una risa nerviosa escapó de mí. La crudeza de sus palabras solo avivó el fuego dentro de mí. Desayunamos en la mesa de la cocina bajo una luz tenue. Él comía con normalidad, haciendo comentarios casuales sobre el café o el día, como si lo que acababa de ocurrir fuera lo más natural del mundo. Yo, en cambio, sentía cada bocado como un acto íntimo, consciente de su sabor aún en mi boca, de su mirada fija en mis labios.

Cuando terminamos, me levanté para lavar los trastes, intentando concentrarme en la tarea mundana para calmar el temblor que aún recorría mis piernas. El agua caliente corría sobre mis manos cuando lo sentí acercarse por detrás.

—Gustavo… —protesté débilmente, pero mi cuerpo se arqueó hacia él de forma traicionera.

—Shhh —calló mi protesta con la yema de su índice sobre mis labios— No hoy, Valeria. Hoy no hay excusas. No hay interrupciones. Solo esto—

Su cabeza descendió y sus labios encontraron los míos en un beso que no fue de exploración, sino de conquista. No hubo suavidad, solo hambre. Su lengua invadió mi boca con una urgencia que me hizo gemir, mis manos se aferraron a sus hombros para no caer. Los guantes de goma cayeron al suelo con un chapoteo sordo

Sus manos no perdieron el tiempo. Una se enredó en mi cabello, tirando de él suavemente para exponer mi cuello a su boca voraz. La otra descendió por mi espalda, los dedos encontrando el cierre del brasier con una habilidad exasperante. Con una mano, me desabrochó el sujetador con destreza, y la fina prenda se desprendió para liberar mis pechos. Su boca se apartó de mi cuello y descendió para capturar un pezón tenso, succionando con fuerza, su lengua rodeándolo hasta que grité y me flaquearon las rodillas. Me apoyé contra el borde frío de la mesada de acero, el contraste con el calor de su boca era electrizante.

—Dios, Valeria —gruñó contra mi piel—. Eres tan perfecta. He pasado días soñando con esto.

Sus manos se deslizaron hacia abajo, agarrando el delicado encaje de mi tanga. Con un gruñido bajo, arrancó la tela a un lado; el sonido desgarró la silenciosa cocina. Jadeé, no en protesta, sino de pura excitación. Sus dedos me encontraron al instante, deslizándose por mi humedad con una posesividad que me hizo gemir.

—¿Ves? —murmuró, mientras sus dedos me abrían, exploraban, encontrando el ritmo que me volvía loca—. Esto es mío. Me lo diste anoche y ya no lo reclamo, lo exijo.

—Sí… —fue todo lo que pude articular, un jadeo rendido.

Me giró, doblándome sobre el frío metal de la encimera de la cocina. Mis manos se apoyaron contra la superficie resbaladiza. Oí el frenético roce de su ropa, el tintineo de la hebilla de su cinturón, la cremallera de su bragueta. Luego, la presión caliente y contundente de él contra la entrada de mi vagina

—Dime que lo quieres —exigió su voz, áspera con el deseo.

—Quiero...tu verga —susurré, enterrando el rostro en mis brazos.

—Dime quién lo quiere.

—Yo… Yo lo quiero, Gustavo. Por favor.

No me hizo esperar. Con una embestida poderosa y demandante, me llenó por completo. Un grito agudo y sin aliento salió de mis labios. No se detuvo, marcando un ritmo implacable y profundo desde el principio. La encimera se estremeció con cada embestida, y los platos dentro vibraron frenéticamente con nuestro pecado.. Sus manos agarraban mis caderas con una fuerza que sabía dejaría moretones, marcándome como suya. Su respiración era un vapor caliente en mi espalda.

—Así… así es —jadeaba él—. Esta es la puta que escondías. La que quería salir. ¿Se siente bien? ¿Se siente bien que tu suegro te folle en su cocina?

Cada palabra obscena era un latigazo de placer y culpa. Solo pude gemir en respuesta, empujándome contra él, recibiendo sus embestidas. El placer era un nudo apretado en mi vientre, que se apretaba cada vez más con cada chasquido de sus caderas.

—Gustavo… voy a… —avisé, mi voz era un quejido irreconocible.

—No —ordenó, deteniéndose por completo, dejándome al borde de un abismo agonizante—. No aún.

Me giró de nuevo para enfrentarlo. Sus ojos ardían con un fuego feroz. Me levantó hasta el borde del mostrador, tirando un cuenco de cerámica al suelo, donde se hizo añicos sin que me diera cuenta. Me penetró de nuevo, esta vez más profundamente, con las miradas fijas. Me envolvió las piernas alrededor de su cintura, anclándome a él.

—Mírame —rugió—. Mírame cuando te corras. Quiero verlo.

Su ritmo se volvió frenético, desesperado. Sus embestidas se volvieron erráticas, un ritmo salvaje y palpitante que me llevó al límite. Un grito silencioso me atravesó mientras mi clímax me destrozaba, mi cuerpo convulsionando a su alrededor. Mi cabeza cayó hacia atrás, un grito ahogado se escapó de mis labios.
El sonido de mi placer fue el detonante para él. Con un último gemido gutural de mi nombre 


—¡Valeria!—, se hundió hasta los huesos. Sentí la ardiente y palpitante liberación en mi interior, su cuerpo estremeciéndose violentamente contra el mío.

Quedamos allí, jadeando, entrelazados, nuestros sudores mezclados, nuestros cuerpos aún convulsionando con los últimos espasmos del éxtasis. El silencio regresó a la cocina, ahora cargado con el olor acre de nuestro sexo y el eco de nuestros gemidos.

Poco a poco, la realidad fue filtrándose. El frío del acero bajo mis muslos desnudos. El desastre de la cocina. El tazón roto en el suelo. Y la abrumadora, deliciosa y aterradora certeza de que ya no había vuelta atrás. Él se separó de mí con un suspiro ronco, sus manos aún temblorosas acariciando mis muslos.

—Nadie te hará sentir lo que yo te hago sentir —afirmó, su voz era una promesa y una condena.

Yo solo pude asentir, sin aliento, sin palabras, completamente suya. El precio del deseo se estaba volviendo exorbitante, y yo estaba dispuesta a pagarlo con gusto..

Gustavo se dejó caer pesadamente a mi lado en una silla de la cocina, su respiración aún agitada, el sudor secándose en su pecho. El aire olía a sexo y a nosotros. Un silencio cómplice llenó la habitación, roto solo por el sonido de nuestros corazones calmándose. Después de un momento, se incorporó sobre un codo, mirándome con una mezcla de satisfacción y algo más… agradecimiento.

—Tengo que agradecerles por dejarme quedarme aquí —dijo, su voz un poco ronca—. Los quiero llevar a cenar esta noche. A algún lugar bueno.

Yo me mordí el labio interior, sabiendo la información que tenía. —Adrián… —suspiré, fingiendo una leve decepción—. Me mandó un mensaje. Dijo que tiene mucho trabajo y que no va a llegar hasta muy tarde. Probablemente ni siquiera llegue a cenar.

Vi cómo sus ojos se oscurecían al instante. La cortesía familiar se esfumó, reemplazada por una chispa de pura lujuria oportunista. Una sonrisa lenta y posesiva se dibujó en sus labios. Se sentó completamente en el borde de la cama, con las piernas abiertas, y me miró con una intensidad que me erizó la piel.

—¿Ah, sí? —preguntó, su tono bajo y cargado de nuevas intenciones—. Eso cambia las cosas… Entonces la cena puede esperar. Primero, hay algo que necesito que hagas.— Señaló hacia su entrepierna con un movimiento sutil de su mentón. 
—Ven aquí —ordenó, bajando la voz hasta convertirse en un susurro áspero—. Límpiame. Usa la boca. Quiero sentir tu lengua en cada centímetro de mí.— Un escalofrío me recorrió la espalda. Sin vacilar, me arrastré hacia él sobre el piso de la cocina. Me arrodillé entre sus piernas, la evidencia, su semen aun brillaba en su verga semi flácida. Me incliné, mi cabello cayendo como una cortina a nuestro alrededor, y comencé a lamerlo con movimientos lentos y pausados ​​de mi lengua. 
El sabor era intensamente personal, una mezcla de los fluidos de ambos, y envió una nueva oleada de calor por mi cuerpo. Se estremeció, un gemido bajo se le escapó cuando lo tomé completamente en mi boca una vez más, no para llevarlo al límite de nuevo, sino para adorarlo, para reclamarlo de esa manera íntima. Lo chupé suavemente, limpiándolo hasta que estuvo impecable, hasta que fue completamente mío de nuevo en ese instante.

Cuando terminé y me separé, él me miró con unos ojos oscuros y hambrientos, completamente recuperado y listo para más. —Buena chica—, gruñó, levantándome para aplastar sus labios contra los míos, saboreándose en mi lengua.

—Parece que vamos a tener todo el día para nosotros —murmuró contra mi boca, sus manos ya recorriendo mi cuerpo de nuevo—. Y pienso aprovechar cada maldito segundo.

Y así fue. El sol recorrió el cielo fuera de la ventana de su habitación, arrojando diferentes ángulos de luz sobre nosotros, que apenas nos dimos cuenta. Las horas se difuminaron en una neblina de sábanas y piel enredadas. Me poseía en cada superficie disponible, su resistencia parecía inagotable. Era lento y devocional un momento, rápido y desesperado al siguiente. Nos exploramos con un ansia insaciable; cada caricia, cada beso, cada embestida sellaba el pacto que habíamos hecho. El mundo exterior, Adrián, Camila, todo se desvaneció hasta que lo único que existió fue su habitación, su cuerpo sobre el mío, dentro del mío, y el sonido ahogado de nuestros gemidos. Fue un día robado al tiempo, un festín de placer prohibido del que no quería despertar nunca.


Después de un día agotador y lleno de pasión, Gustavo me dio un suave golpecito en el trasero. 
—Anda a bañarte, mi tesoro. Te dejaré un regalo en tu habitación— murmuró con una sonrisa que prometía más de lo que decía. Obedecí, aún sintiendo el eco de sus manos en mi piel.


La ducha fue rápida, el agua caliente calmando músculos adoloridos pero avivando los nervios por lo que podría esperarme. Al salir, envuelta en una toalla, entré a mi habitación y ahí, tendida sobre la cama, estaba la prenda. No era una caja elegante, sino algo colocado con intención. Me vestí con una mezcla de curiosidad y excitación. El atuendo se sentía atrevido contra mi piel: el top blanco corto dejaba al descubierto mi abdomen, la diminuta falda roja a cuadros ondeaba con un toque de rebeldía a cada movimiento. Las medias blancas de encaje hasta el muslo eran el toque final, un contraste de inocencia y pura provocación. Sentí un escalofrío emocionante al saber que no llevaba ropa interior debajo, una promesa de fácil acceso.


nuera


Bajé a la cocina, sintiendo cómo la faldita se movía con cada paso. Gustavo estaba arreglando la mesa para la cena. Al escucharme, giró. Su mirada se encendió de inmediato, recorriendo cada centímetro del conjunto, deteniéndose en las medias blancas y la franja de piel desnuda entre ellas y la falda. Vi cómo sus puños se apretaban contra el mantel que sostenía, los nudillos blancos por un segundo. Vi el hambre desgarradora brillar en sus ojos, un instinto depredador que lo impulsaba a abalanzarse. Dio un paso brusco hacia adelante, con el cuerpo tenso, pero luego se detuvo con un visible y estremecedor esfuerzo de control.


En lugar de lanzarse sobre mí, se acercó con una calma deliberada que era más electrica que cualquier embestida. 
—Estás absolutamente irresistible—, susurró, y su mano se deslizó con posesividad por mi nalga, apretando con fuerza a través de la fina tela de la falda antes de darme un beso lento y profundo que supo a promesa y a paciencia forzada. —Pero vamos a esperar un poco. La recompensa será mejor.—
Fue entonces cuando noté los tres platos en la mesa. La confusión arrugó mi frente. 
—¿Esperamos a alguien?— pregunté, justo cuando el timbre de la puerta sonó, cortante en la tensión sexual que llenaba la habitación.


Gustavo me lanzó una mirada cargada de significado que no logré descifrar y fue a abrir. 
—¡Roberto! Pasa, pasa, hombre— le escuché decir con un tono jovial que sonaba forzado para mis oídos.


Juntos entraron en la cocina. Roberto era un hombre de la misma edad que Gustavo, con el cabello entrecano pero una complexión sólida y musculosa que delataba años de gimnasio. Llevaba una camisa ajustada que no dejaba mucho a la imaginación. Pero fueron sus ojos los que me congelaron. Su mirada se posó en mí como un toque físico, un recorrido lento y evaluador que empezó en mis muslos blancos, viajó por mis piernas desnudas, se detuvo en la falda corta, sobre el abdomen expuesto y finalmente se posó en mi rostro con una inconfundible y ávida aprobación. No era una mirada educada; era la de un hombre que miraba un plato que estaba ansioso por saborear.


—Valeria, te presento a Roberto, un viejo amigo. Roberto, esta es Valeria, mi nuera, de la que te hablé— dijo Gustavo, y su voz tenía una nota extraña, de orgullo y complicidad.


Roberto extendió una mano grande y callosa, su sonrisa no llegaba a los ojos, que seguían devorándome. 
—Sin duda se ve mejor que en las fotos— dijo el hombre, con un tono de aprobación que hizo que las mejillas se me encendieran. Gustavo rió, bajando la mirada hacia su propia erección y luego hacia mí.
 —Te lo dije, Roberto. La carne siempre es mejor que la imagen— Roberto asintió, entrando a la cocina como si fuera de lo más normal del mundo

—¿Vas a compartir la cena o solo la vista?— preguntó Roberto, dirigiendo la pregunta a Gustavo pero sin quitarme los ojos de encima.

Me quedé paralizada, comprendiendo de repente que las "fotos" de las que hablaban eran mías. Gustavo había estado mostrándome a sus amigos. Y a juzgar por la mirada de Roberto, la invitación a "compartir" iba mucho más allá de la comida

La parte de mí que debería haberme sentido violada o enfadada estaba inexplicablemente callada. En su lugar, un calor intenso se extendió por mi vientre. El hecho de que dos hombres maduros, experimentados, me desearan tanto y que uno de ellos fuera mi suegro era el afrodisíaco más poderoso de lo que jamás había imaginado.

Gustavo me miró, arqueando una ceja en pregunta silenciosa. La decisión era mía. Y por primera vez desde que todo esto había comenzado, supe exactamente lo que quería.

—La cena puede esperar— dije, mi voz era más segura de lo que me sentía. —Parece que tenemos... apetitos más urgentes que satisfacer—


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