Nunca pensé que me gustaría tanto observar a mi mujer de esa manera. Al principio era apenas un juego: una sonrisa más prolongada de lo habitual, un comentario cargado de picardía, un roce “accidental” con la mano mientras hablaba con otro hombre.
Yo estaba allí, a unos pasos, fingiendo distraerme con mi copa, pero en realidad cada gesto suyo me mantenía atento.
Me gusta ver cómo se transforma frente a ellos. No es la misma mujer que veo en la rutina de casa, ni siquiera la que me acompaña en la intimidad.
Es otra: ligera, brillante, magnética. Sus ojos brillan con un fuego distinto cuando nota que la están deseando. Y lo que más me sorprende es que no siento celos.
Al contrario, disfruto cada segundo de esa danza que ella misma dirige.
Cuando sonríe y el otro hombre se pierde en su encanto, yo sonrío también. Porque sé que, aunque juegue con ellos, la complicidad real es nuestra.
Esa chispa que enciende en público termina encendiendo en mí algo más profundo: el orgullo de ser el único que conoce sus secretos después de que la última sonrisa se apague.
Es un espectáculo privado, aunque ocurra frente a todos.
Ella coquetea, yo observo. Y en ese juego silencioso está nuestra manera más íntima de amarnos.
Me encanta cuando lo hace. Cuando se pone ese vestido corto que sé que atraerá miradas y me guiña el ojo antes de salir de casa, como si me dijera en silencio: “Prepárate para disfrutar”.
En el bar, apenas entra en conversación, noto cómo cambia el ambiente. Ella se cruza de piernas lentamente, juega con su cabello, se inclina lo justo para que su escote atrape la atención del tipo que la escucha. Y yo, desde la mesa de al lado, la observo con un calor que me recorre entero.
Esos hombres piensan que tienen alguna oportunidad, que su sonrisa es para ellos. No saben que esa sonrisa me pertenece, que cada risa y cada mirada cargada de deseo me excita porque sé que, al final de la noche, será conmigo con quien se desquite.
Lo más intenso es cuando se acerca demasiado a alguno, cuando le roza el brazo o le susurra algo al oído. Yo aprieto los dientes, no de celos, sino de pura excitación.
Es como ver una chispa encenderse, sabiendo que pronto se convertirá en incendio entre sus manos y las mías.
Ella coquetea, provoca, juega a ser deseada. Yo me dejo arder viéndola, sabiendo que después, en la intimidad, toda esa energía que acumuló con sus juegos será liberada solo conmigo. Y entonces recuerdo por qué este secreto nuestro me obsesiona: porque verla tentar al mundo es el mayor afrodisíaco que existe.
Nunca olvidaré esa noche. Había estado jugando con él durante horas, como siempre: risas, miradas, suspiros en voz baja. Yo observaba desde mi rincón, con ese fuego en el pecho que solo ella sabe encenderme.
Pero esta vez algo fue distinto.
Cuando regresó a mi lado, tenía los ojos brillando como nunca. Se inclinó hacia mí, su perfume me llenó los sentidos, y me susurró con la voz temblorosa, cargada de deseo:
—Amor… ¿me dejas ir con él un momento? Afuera tiene el coche…
Sentí un escalofrío recorrerme entero. No era celos lo que me agitaba, sino una mezcla de vértigo y excitación pura.
La idea de verla rendirse a otro bajo mi consentimiento me encendía de un modo brutal.
Le sostuve la mirada, disfrutando de cómo me rogaba en silencio. Me mordí el labio, acerqué mis labios a su oído y le respondí:
—Ve. Pero recuerda que sigues siendo mía.
Ella sonrió, esa sonrisa suya que es veneno y bendición, y salió con él hacia el estacionamiento. Yo me quedé atrás, imaginando cada segundo, cada roce, cada gemido dentro de ese auto. Y lejos de debilitarme, me sentí más vivo que nunca, sabiendo que era yo quien había abierto la puerta para que ella cruzara ese límite.
La espera se volvió un tormento delicioso. Porque sabía que, cuando regresara a mis brazos, traería consigo todo el sabor de lo prohibido. Y lo compartiria conmigo.
La vi caminar junto a él hacia el estacionamiento, contoneando las caderas con esa seguridad que solo muestra cuando sabe que me está volviendo loco. Me quedé en la entrada del bar, con el corazón latiéndome en las sienes, observando cómo abría la puerta del auto y ella se deslizaba dentro.
Me quedé a una distancia prudente, lo suficiente para no perder detalle. El cristal se empañó casi de inmediato, y mi respiración se acompasó con el movimiento de sus siluetas.
Pude verla sonreír mientras él se inclinaba sobre ella, devorándola a besos.
Mi pecho ardía. Cada gesto, cada sombra que se proyectaba en el parabrisas, era un golpe directo a mi deseo.
Cerré los ojos por un instante e imaginé sus labios entreabiertos, sus manos aferrándose a otro cuerpo, el vestido subiéndole lentamente mientras me regalaba el espectáculo más prohibido de todos.
Me mordía el labio, duro, mientras veía cómo su cuerpo se arqueaba. Ella sabía que yo estaba ahí, observando, disfrutando cada segundo. Y en mi mente la escuchaba gemir mi nombre, aunque estuviera con él.
Nunca había sentido tanta excitación. No era solo verla entregarse, era el hecho de que me había pedido permiso, de que todo lo hacía por mí, para encender este fuego salvaje que ahora me consumía.
Los cristales temblaban, y yo, a unos metros, me sentía dueño de cada gemido, de cada sacudida, de cada instante que vivía con él dentro de ese coche. Porque al final, todo eso era mío.
La puerta del auto se cerró de golpe y unos minutos después la vi regresar hacia mí. Caminaba despacio, con el cabello revuelto, el vestido arrugado y esa mirada cargada de fuego que me atravesó el alma.
Cuando llegó a mi lado, me rodeó con sus brazos y me besó. El sabor me golpeó de inmediato: un rastro inconfundible de otro hombre en su boca, mezclado con el de su propia excitación. Mi corazón explotó en un pulso salvaje.
La apreté contra mí y aspiré hondo. El aroma a sexo impregnaba su piel, su pelo, la tela de su vestido.
Esa mezcla brutal de sudor, deseo y pecado me embriagaba.
Era como si llevara encima la huella de lo que acababa de hacer, y me la ofreciera con orgullo, como un trofeo.
Cuando mis manos recorrieron su cuerpo, sentí la humedad en su ropa interior, el calor todavía palpitando entre sus muslos. Ella me miró a los ojos y, con voz ronca, me susurró:
—Soy tuya… aunque vuelva marcada por él.
No necesité más. La giré contra la pared más cercana, devorándola con desesperación, hundiendo mi cara en su cuello para saborear ese olor a sexo ajeno que ahora era nuestro. Era mi fantasía hecha carne: tenerla frente a mí, recién usada, sucia de otro, y al mismo tiempo más mía que nunca.
Cada beso, cada jadeo que me regalaba llevaba consigo el eco de lo que había pasado minutos antes en ese coche. Y lejos de apartarme, me volvía loco. Porque sabía que ella había cruzado esa línea por mí, y que ahora, marcada y temblando, solo quería entregarse de nuevo a mis manos.
La tenía contra la pared, jadeando en mi boca, cuando ella me apartó apenas un segundo. Sus labios estaban húmedos, los ojos encendidos, y con voz temblorosa me dijo:
—¿Quieres saber qué me hizo, amor?
Me quedé helado, con el deseo desbordado, y asentí en silencio. Ella sonrió con malicia, mordiéndose el labio antes de continuar.
—Me tomó en el asiento trasero… —susurró—. No podía esperar. Me abrió las piernas y me devoró como si no hubiera un mañana. Yo gemía fuerte, pero en mi cabeza solo pensaba en ti… en cómo te excitaría saberlo.
Sus palabras me atravesaban como cuchillas dulces. La apreté más fuerte, mientras mi mano recorría su muslo aún tibio, marcado por el roce reciente.
—Lo sentí dentro de mí, tan desesperado… —continuó, acariciándome la cara—. Y mientras me movía encima, me imaginaba que me estabas mirando, que tus ojos eran los que me poseían de verdad.
La besé con furia, bebiendo de su boca el eco de esa confesión. El sabor ajeno aún estaba ahí, y lejos de repelerme, me hizo arder más.
—Dímelo todo —le exigí, entre mordiscos.
—Me hizo suya, amor… pero no sabía que en realidad era tuya
—gimió, dejando que mis manos rasgaran su vestido—. Cada vez que me corría con él, era pensando en lo mucho que ibas a disfrutarme así, sucia, marcada… lista para ti.
Esas palabras fueron la chispa final. La penetré con la urgencia de un hombre al borde de la locura, y ella se arqueó contra mí, gimiendo sin pudor. Sentí cómo todo lo que había vivido en ese auto se mezclaba ahora con nuestra pasión, como si él solo hubiera preparado el terreno para que yo recogiera la cosecha.
Su cuerpo olía a sexo, a pecado, a otro hombre… pero sus gemidos eran míos, su entrega era mía, su amor ardía solo para mí. Y mientras la poseía allí mismo, entendí que no había nada más excitante que verla irse, y después recibirla de vuelta, más mía que nunca.
Lo
Yo estaba allí, a unos pasos, fingiendo distraerme con mi copa, pero en realidad cada gesto suyo me mantenía atento.
Me gusta ver cómo se transforma frente a ellos. No es la misma mujer que veo en la rutina de casa, ni siquiera la que me acompaña en la intimidad.
Es otra: ligera, brillante, magnética. Sus ojos brillan con un fuego distinto cuando nota que la están deseando. Y lo que más me sorprende es que no siento celos.
Al contrario, disfruto cada segundo de esa danza que ella misma dirige.
Cuando sonríe y el otro hombre se pierde en su encanto, yo sonrío también. Porque sé que, aunque juegue con ellos, la complicidad real es nuestra.
Esa chispa que enciende en público termina encendiendo en mí algo más profundo: el orgullo de ser el único que conoce sus secretos después de que la última sonrisa se apague.
Es un espectáculo privado, aunque ocurra frente a todos.
Ella coquetea, yo observo. Y en ese juego silencioso está nuestra manera más íntima de amarnos.
Me encanta cuando lo hace. Cuando se pone ese vestido corto que sé que atraerá miradas y me guiña el ojo antes de salir de casa, como si me dijera en silencio: “Prepárate para disfrutar”.
En el bar, apenas entra en conversación, noto cómo cambia el ambiente. Ella se cruza de piernas lentamente, juega con su cabello, se inclina lo justo para que su escote atrape la atención del tipo que la escucha. Y yo, desde la mesa de al lado, la observo con un calor que me recorre entero.
Esos hombres piensan que tienen alguna oportunidad, que su sonrisa es para ellos. No saben que esa sonrisa me pertenece, que cada risa y cada mirada cargada de deseo me excita porque sé que, al final de la noche, será conmigo con quien se desquite.
Lo más intenso es cuando se acerca demasiado a alguno, cuando le roza el brazo o le susurra algo al oído. Yo aprieto los dientes, no de celos, sino de pura excitación.
Es como ver una chispa encenderse, sabiendo que pronto se convertirá en incendio entre sus manos y las mías.
Ella coquetea, provoca, juega a ser deseada. Yo me dejo arder viéndola, sabiendo que después, en la intimidad, toda esa energía que acumuló con sus juegos será liberada solo conmigo. Y entonces recuerdo por qué este secreto nuestro me obsesiona: porque verla tentar al mundo es el mayor afrodisíaco que existe.
Nunca olvidaré esa noche. Había estado jugando con él durante horas, como siempre: risas, miradas, suspiros en voz baja. Yo observaba desde mi rincón, con ese fuego en el pecho que solo ella sabe encenderme.
Pero esta vez algo fue distinto.
Cuando regresó a mi lado, tenía los ojos brillando como nunca. Se inclinó hacia mí, su perfume me llenó los sentidos, y me susurró con la voz temblorosa, cargada de deseo:
—Amor… ¿me dejas ir con él un momento? Afuera tiene el coche…
Sentí un escalofrío recorrerme entero. No era celos lo que me agitaba, sino una mezcla de vértigo y excitación pura.
La idea de verla rendirse a otro bajo mi consentimiento me encendía de un modo brutal.
Le sostuve la mirada, disfrutando de cómo me rogaba en silencio. Me mordí el labio, acerqué mis labios a su oído y le respondí:
—Ve. Pero recuerda que sigues siendo mía.
Ella sonrió, esa sonrisa suya que es veneno y bendición, y salió con él hacia el estacionamiento. Yo me quedé atrás, imaginando cada segundo, cada roce, cada gemido dentro de ese auto. Y lejos de debilitarme, me sentí más vivo que nunca, sabiendo que era yo quien había abierto la puerta para que ella cruzara ese límite.
La espera se volvió un tormento delicioso. Porque sabía que, cuando regresara a mis brazos, traería consigo todo el sabor de lo prohibido. Y lo compartiria conmigo.
La vi caminar junto a él hacia el estacionamiento, contoneando las caderas con esa seguridad que solo muestra cuando sabe que me está volviendo loco. Me quedé en la entrada del bar, con el corazón latiéndome en las sienes, observando cómo abría la puerta del auto y ella se deslizaba dentro.
Me quedé a una distancia prudente, lo suficiente para no perder detalle. El cristal se empañó casi de inmediato, y mi respiración se acompasó con el movimiento de sus siluetas.
Pude verla sonreír mientras él se inclinaba sobre ella, devorándola a besos.
Mi pecho ardía. Cada gesto, cada sombra que se proyectaba en el parabrisas, era un golpe directo a mi deseo.
Cerré los ojos por un instante e imaginé sus labios entreabiertos, sus manos aferrándose a otro cuerpo, el vestido subiéndole lentamente mientras me regalaba el espectáculo más prohibido de todos.
Me mordía el labio, duro, mientras veía cómo su cuerpo se arqueaba. Ella sabía que yo estaba ahí, observando, disfrutando cada segundo. Y en mi mente la escuchaba gemir mi nombre, aunque estuviera con él.
Nunca había sentido tanta excitación. No era solo verla entregarse, era el hecho de que me había pedido permiso, de que todo lo hacía por mí, para encender este fuego salvaje que ahora me consumía.
Los cristales temblaban, y yo, a unos metros, me sentía dueño de cada gemido, de cada sacudida, de cada instante que vivía con él dentro de ese coche. Porque al final, todo eso era mío.
La puerta del auto se cerró de golpe y unos minutos después la vi regresar hacia mí. Caminaba despacio, con el cabello revuelto, el vestido arrugado y esa mirada cargada de fuego que me atravesó el alma.
Cuando llegó a mi lado, me rodeó con sus brazos y me besó. El sabor me golpeó de inmediato: un rastro inconfundible de otro hombre en su boca, mezclado con el de su propia excitación. Mi corazón explotó en un pulso salvaje.
La apreté contra mí y aspiré hondo. El aroma a sexo impregnaba su piel, su pelo, la tela de su vestido.
Esa mezcla brutal de sudor, deseo y pecado me embriagaba.
Era como si llevara encima la huella de lo que acababa de hacer, y me la ofreciera con orgullo, como un trofeo.
Cuando mis manos recorrieron su cuerpo, sentí la humedad en su ropa interior, el calor todavía palpitando entre sus muslos. Ella me miró a los ojos y, con voz ronca, me susurró:
—Soy tuya… aunque vuelva marcada por él.
No necesité más. La giré contra la pared más cercana, devorándola con desesperación, hundiendo mi cara en su cuello para saborear ese olor a sexo ajeno que ahora era nuestro. Era mi fantasía hecha carne: tenerla frente a mí, recién usada, sucia de otro, y al mismo tiempo más mía que nunca.
Cada beso, cada jadeo que me regalaba llevaba consigo el eco de lo que había pasado minutos antes en ese coche. Y lejos de apartarme, me volvía loco. Porque sabía que ella había cruzado esa línea por mí, y que ahora, marcada y temblando, solo quería entregarse de nuevo a mis manos.
La tenía contra la pared, jadeando en mi boca, cuando ella me apartó apenas un segundo. Sus labios estaban húmedos, los ojos encendidos, y con voz temblorosa me dijo:
—¿Quieres saber qué me hizo, amor?
Me quedé helado, con el deseo desbordado, y asentí en silencio. Ella sonrió con malicia, mordiéndose el labio antes de continuar.
—Me tomó en el asiento trasero… —susurró—. No podía esperar. Me abrió las piernas y me devoró como si no hubiera un mañana. Yo gemía fuerte, pero en mi cabeza solo pensaba en ti… en cómo te excitaría saberlo.
Sus palabras me atravesaban como cuchillas dulces. La apreté más fuerte, mientras mi mano recorría su muslo aún tibio, marcado por el roce reciente.
—Lo sentí dentro de mí, tan desesperado… —continuó, acariciándome la cara—. Y mientras me movía encima, me imaginaba que me estabas mirando, que tus ojos eran los que me poseían de verdad.
La besé con furia, bebiendo de su boca el eco de esa confesión. El sabor ajeno aún estaba ahí, y lejos de repelerme, me hizo arder más.
—Dímelo todo —le exigí, entre mordiscos.
—Me hizo suya, amor… pero no sabía que en realidad era tuya
—gimió, dejando que mis manos rasgaran su vestido—. Cada vez que me corría con él, era pensando en lo mucho que ibas a disfrutarme así, sucia, marcada… lista para ti.
Esas palabras fueron la chispa final. La penetré con la urgencia de un hombre al borde de la locura, y ella se arqueó contra mí, gimiendo sin pudor. Sentí cómo todo lo que había vivido en ese auto se mezclaba ahora con nuestra pasión, como si él solo hubiera preparado el terreno para que yo recogiera la cosecha.
Su cuerpo olía a sexo, a pecado, a otro hombre… pero sus gemidos eran míos, su entrega era mía, su amor ardía solo para mí. Y mientras la poseía allí mismo, entendí que no había nada más excitante que verla irse, y después recibirla de vuelta, más mía que nunca.
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