Relato de otro seguidor, me conto su experiencia con su esposa, como los años pasaron factura, pero descubrió un morbo que encendió la llama
Con Mirta estamos juntos hace más de veinte años. Y sí, como en toda relación larga, hubo momentos de rutina, silencios de sobremesa, y esas noches de dormir espalda con espalda.
Pero a mí nunca se me fue el hambre. Yo no sé ser hombre a medias.
Y Mirta, mi mujer, con sus 45 bien llevados, empezó a calentarme más cuanto más me animé a mirarla distinto.
No es una modelo. Nunca lo fue. Es una mina real: caderas grandes, tetas no tan firmes, una boca que te arranca el alma cuando se arrodilla, y una mirada que si te la bancás, te la cogés con los ojos.
Pero lo que me empezó a volar la cabeza no fue lo de adentro: fue sacarla para afuera.
Una vez le compré una tanga roja. Esas finitas, de puta fina.
Me miró como diciendo “¿Y esto para quién es?”
—Para vos —le dije—, pero para que lo vean otros.
—¿Vos estás loco?
—No, estoy caliente.
Se la puso. Le quedó pintada. Con esas caderas, ese culo que parecía diseñado para que otro lo mire y se pregunte cómo la trato en la cama.
Y ahí me di cuenta. Me gustaba mostrarla. Presumirla. Ponerla en el mundo y decir, sin decirlo: “Mirá lo que tengo y lo que me cojo.”
Desde ahí, cada vez más.
La llevé a la playa con una malla negra mínima, cortita, hilo atrás. Al principio se tapaba con la toalla. Pero cuando la miraron dos flacos jóvenes, y yo no dije nada, le gustó.
Se paró frente al mar, se agachó a mojarse las piernas. Y yo la miraba con los lentes puestos, la verga dura bajo el short. Los demás la miraban. Pero yo sabía que era mía. Y esa es la diferencia.
Esa misma noche, en la habitación del hotel, la puse contra el espejo.
—¿Te gusta cuando te miran, eh?
—No sé… me da vergüenza.
—Mentira. Te mojás.
La hice agachar con las manos en la cama. Me bajé el pantalón. Le metí los dedos mientras le hablaba al oído.
—Cuando ese pendejo en la playa te miraba el culo, vos ya estabas goteando por dentro.
Ella no dijo nada. Se mordía los labios.
La cogí de atrás. Fuerte. Mirándonos en el espejo.
Le agarré las tetas, le mordí el cuello.
—Decime que te gusta que te mire otro.
—Me gusta.
—Decime más fuerte.
—Me gusta, la puta madre. Me gusta que me miren.
Le acabé encima del culo, transpirado, jadeando.
Eso me volvió adicto.
Desde entonces, le compro ropa interior provocadora. Le digo cómo vestirse. Le hago mostrar escote cuando salimos a cenar. Me encanta ver cómo le chupan las tetas con los ojos y yo me la cojo después.
Mirta ya no es solo mi mujer. Es mi orgullo. Mi perra elegante. Mi señora… y mi fantasía caminando en tacos altos.
LES DEJO UNA FOTO QUE ME DEJO PUBLICAR DE MIRTA BLUREANDOLE LA CARA. SE LA COJEN O NO?

Con Mirta estamos juntos hace más de veinte años. Y sí, como en toda relación larga, hubo momentos de rutina, silencios de sobremesa, y esas noches de dormir espalda con espalda.
Pero a mí nunca se me fue el hambre. Yo no sé ser hombre a medias.
Y Mirta, mi mujer, con sus 45 bien llevados, empezó a calentarme más cuanto más me animé a mirarla distinto.
No es una modelo. Nunca lo fue. Es una mina real: caderas grandes, tetas no tan firmes, una boca que te arranca el alma cuando se arrodilla, y una mirada que si te la bancás, te la cogés con los ojos.
Pero lo que me empezó a volar la cabeza no fue lo de adentro: fue sacarla para afuera.
Una vez le compré una tanga roja. Esas finitas, de puta fina.
Me miró como diciendo “¿Y esto para quién es?”
—Para vos —le dije—, pero para que lo vean otros.
—¿Vos estás loco?
—No, estoy caliente.
Se la puso. Le quedó pintada. Con esas caderas, ese culo que parecía diseñado para que otro lo mire y se pregunte cómo la trato en la cama.
Y ahí me di cuenta. Me gustaba mostrarla. Presumirla. Ponerla en el mundo y decir, sin decirlo: “Mirá lo que tengo y lo que me cojo.”
Desde ahí, cada vez más.
La llevé a la playa con una malla negra mínima, cortita, hilo atrás. Al principio se tapaba con la toalla. Pero cuando la miraron dos flacos jóvenes, y yo no dije nada, le gustó.
Se paró frente al mar, se agachó a mojarse las piernas. Y yo la miraba con los lentes puestos, la verga dura bajo el short. Los demás la miraban. Pero yo sabía que era mía. Y esa es la diferencia.
Esa misma noche, en la habitación del hotel, la puse contra el espejo.
—¿Te gusta cuando te miran, eh?
—No sé… me da vergüenza.
—Mentira. Te mojás.
La hice agachar con las manos en la cama. Me bajé el pantalón. Le metí los dedos mientras le hablaba al oído.
—Cuando ese pendejo en la playa te miraba el culo, vos ya estabas goteando por dentro.
Ella no dijo nada. Se mordía los labios.
La cogí de atrás. Fuerte. Mirándonos en el espejo.
Le agarré las tetas, le mordí el cuello.
—Decime que te gusta que te mire otro.
—Me gusta.
—Decime más fuerte.
—Me gusta, la puta madre. Me gusta que me miren.
Le acabé encima del culo, transpirado, jadeando.
Eso me volvió adicto.
Desde entonces, le compro ropa interior provocadora. Le digo cómo vestirse. Le hago mostrar escote cuando salimos a cenar. Me encanta ver cómo le chupan las tetas con los ojos y yo me la cojo después.
Mirta ya no es solo mi mujer. Es mi orgullo. Mi perra elegante. Mi señora… y mi fantasía caminando en tacos altos.
LES DEJO UNA FOTO QUE ME DEJO PUBLICAR DE MIRTA BLUREANDOLE LA CARA. SE LA COJEN O NO?

4 comentarios - Me calienta mi mujer a los 45 años