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Mis vecinos cogiendo (3)

Parte 1 http://m.poringa.net/posts/relatos/6047736/Mis-vecinos-cogiendo.html

Parte 2
http://m.poringa.net/posts/relatos/6048003/Mis-vecinos-cogiendo-2.html

Mis vecinos cogiendo (3)



El cruce.

El televisor ya estaba encendido, bajo volumen, y Mauro se había servido una cerveza antes de tiempo, apenas pasado el mediodía. Iba a ver fútbol toda la tarde. No importaba qué partido. No importaba quién jugaba. Necesitaba la ilusión de la calma.
Coti se había llevado al nene al parque, o al zoológico, o a una de esas actividades para padres jóvenes y resignados que ella aceptaba con sorprendente naturalidad. Él, en cambio, se quedaba. Con el día, con el departamento, con el hueco.
Y con el ventiluz.
Al principio fue sin intención. Se levantó a buscar una picada, apenas distraído, y cuando pasó por el baño sintió esa punzada que ya empezaba a formar parte de sus rutinas. Se desvió. Se trepó al banquito. Espió.
La cortina del departamento de enfrente no estaba completamente cerrada. Apenas una rendija vertical entre los pliegues de tela dejaba ver el interior. No era mucho, pero Mauro ya había aprendido a mirar en los márgenes. Lo hacía sin pestañear. Como un cazador viejo.
El sillón, vacío. Las luces, apagadas. Parecía que no había nadie.
Volvió al sillón. Se acomodó. Hizo zapping sin mirar. Boca jugaba a las cuatro. O a las seis. ¿Qué más daba?
Pero algo lo hizo volver. Un movimiento, quizás. O la sospecha de un auto estacionando. Una vibración instintiva. Regresó al baño. Se subió al banquito con una urgencia que ya ni se molestaba en negar.
Ahí estaban. Volviendo. La vecina —campera corta, el pelo atado, un bolso grande— y un hombre a su lado. Pero no era el mismo.
No.
Este era más alto. Más ancho de hombros. Caminaba diferente. No la abrazaba igual. Y su perfil…
Mauro sintió un sacudón interno. Un frío. Se pegó más al ventiluz, casi aplastado contra el vidrio. Quiso ver mejor. Necesitaba ver mejor. El hombre giró un poco, riendo por algo, y en ese gesto fugaz, algo se le clavó en el pecho.
¿Podía ser?
¿Podía ser Germán?
El mundo se le fue un poco de eje. Bajó del banquito tambaleando. Se quedó quieto, con la mano apoyada en la pared. Sentía que transpiraba, pero también que se le helaba la espalda.
Germán.
Su ex amigo. El ex de Coti. El que nunca terminó de irse del todo.
¿Qué carajo hacía Germán en el departamento de enfrente?
Sostenía la pantalla del teléfono, con ambas manos, pegado al ventiluz, como un adicto al borde del colapso.
El zoom del iPhone no dejaba mentir. Era Germán. El perfil, los gestos, la manera en que apoyaba el brazo sobre el respaldo del sillón, incluso la risa con la que respondía a algo que ella decía. No había dudas. Era Germán, su ex amigo, el hombre que alguna vez le juró lealtad eterna entre cervezas y que luego —cuando todo se deshilachaba— parecía estar siempre un poco demasiado cerca de Coti.
El partido siguió sin que lo notara. La cerveza se calentó. Y Mauro no volvió al sillón.
Solo miraba. 
La tarde se deshacía lento. El sol se estiraba como un animal perezoso sobre los edificios bajos, y Mauro ya no sabía cuánto tiempo llevaba ahí, pegado al ventiluz, teléfono en mano, mirando con una mezcla de hipnosis y vergüenza. Se había prometido que solo iba a mirar cinco minutos, pero ya serían como las siete y Germán abría una botella de vino por pedido de su vecina.
Ese hijo de puta estaba del otro lado de la calle, sentado en el sillón gris de la vecina del quinto, con una pierna cruzada y esa risa suya de vendedor exitoso. Mauro lo conocía bien: cuando Germán se sentía cómodo, hablaba con las manos y hacía pequeños chistes al oído. Como ahora.
La vecina lo escuchaba con atención, una copa en la mano, el cuerpo apenas inclinado hacia él. No estaba encima, pero era como si lo envolviera. Felina. Esa era la palabra. Mauro sintió un calor extraño, no del todo placentero.
Ping.
Le vibró el celular.
Era Coti.
“Che, nos colgamos. Otra mamá nos invitó a su casa, estoy sin auto y el nene quiere quedarse. Vamos a cenar acá. Si querés venite vos más tarde, o descansá y volvemos en taxi. Te amo”
Mauro se quedó mirando el mensaje. Sintió alivio. Y enseguida, culpa. Porque eso lo dejaba solo. Sin testigos. Sin interrupciones.
Tenía libertad para espiar tranquilo. Contestó el mensaje y volvió al ventiluz:
Mauro estaba esperando alguna señal. Un roce, un gesto, un beso. Algo.
Pero nada.
Se obligó a pensar: No puede ser. Él conocía al novio de esa mujer.
Germán ya no hablaba. Sonreía. El cuerpo apenas girado hacia ella. El brazo detrás de su espalda. Un dedo que rozaba distraído el pelo de la vecina. Mauro entrecerró los ojos. Se obligó a ver lo que había delante: dos personas hablando. Nada más.
Quizás era su primo. O un amigo de toda la vida. Quizás él estaba delirando.
Ella tenía pareja. Mauro lo había visto. Habían tenido sexo ahí mismo, en ese sillón. Él no estaba inventando. Todo eso había pasado.
Pensó que se estaba volviendo loco, y se obligó volver al sillón, al partido. ¿No quería acaso él ver el partido? Por un momento creyó que lo lograba, aunque el partido, empatado en cero y trabado, no lo ayudaba a entretenerse. 
Algo lo empujó otra vez al ventiluz. Como una mano invisible.
Y ahí estaba.
El beso.
Germán la besó.
No un beso tímido. Un beso largo. Con cuerpo.
Y ella respondió.
Mauro se atragantó con el aire.
Todo empezaba. El show. La noche. La carne.
Pero ella, con una precisión quirúrgica, interrumpió el momento. Se levantó, caminó hacia la ventana, y sin mirar siquiera hacia afuera, bajo el black out de un tirón.
Fin de la transmisión.
Mauro quedó ahí, con el teléfono aún apuntando al velo blanco.
Desesperado.
El silencio del baño era atronador. Escuchaba sus propios latidos. Sintió algo parecido al pánico. No tanto por lo que había visto, sino por lo que no iba a poder ver.
Se bajó del banquito. Caminó en círculos por el departamento. Sudaba.
Y entonces, como si algo se activara en su memoria, lo recordó.
Él tenía la llave.
La llave del portón del edificio de enfrente. La usaba para guardar el auto en la cochera del subsuelo, un arreglo cómodo que había conseguido con una señora jubilada que le alquilaba el espacio. Nunca había subido al edificio. Nunca había pasado del garaje.
Hasta hoy.
No pensó. O pensó demasiado.
Dejó el televisor prendido. Las luces también. Como si fuera a volver enseguida.
Se puso una campera liviana. El teléfono en el bolsillo. Salió. Cruzó la calle como si fuera un fugitivo de su propia vida.
La llave encajó con un clic seco.
Entró.
El hall olía a lavandina. Sonaba una televisión lejana, de fondo, como en cualquier domingo inofensivo. Pero él no era un vecino más. Sabía que no estaba bien. Lo sabía. Cada paso era una advertencia.
Pero no se detuvo.
Buscó el ascensor. El número 5 temblaba en el botón.
Subió.
El reflejo de su cara en la puerta metálica le devolvió una expresión que no reconoció del todo. Algo entre la fiebre y la vergüenza.
Cuando se abrió la puerta en el quinto piso, Mauro dio un paso adelante.
Y cruzó definitivamente.


 

Un hilo de luz.
 La alfombra amortiguaba sus pasos, pero su corazón retumbaba como si caminara sobre madera hueca. Quinto piso. Departamento A. La puerta estaba cerrada, claro, pero la posibilidad —la certeza— de lo que pasaba adentro le hacía latir la sien.
Apoyó la espalda en la pared. Por fuera, inmóvil. Por dentro, hervía. El mismo vértigo que cuando uno está a punto de ser descubierto. Pero esta vez, el peligro era parte del deseo.
Pegó la oreja a la puerta. Música baja. Respiraciones. Un sonido húmedo. Un beso que no era un beso casto, sino algo que se terminaba con un pequeño chasquido, como un sorbo.
La luz del pasillo se apagó sola, dejándolo en una oscuridad súbita, espesa, como si lo hubieran cubierto con un manto. No se movió. Sabía que si daba un paso, la luz volvería. Y no podía permitírselo. Se dejó estar en esa penumbra total.
Y fue entonces cuando lo vio: un hilo de luz apenas perceptible, filtrándose por la cerradura.
Se inclinó. Lentamente. Como un ladrón. Como un feligrés ante un altar profano.
La escena que lo recibió al otro lado del ojo fue un impacto físico.
Ella, su vecina, montada sobre Germán. Él recostado, las manos en sus muslos, los dedos apretando la carne desnuda con una mezcla de ansiedad y devoción. Ella se movía lento, firme, con una cadencia precisa, como si estuviera calibrando el goce.
— ¿Sabes lo que quería esto?—preguntó él.
Ella no contestó con palabras. Se inclinó hacia adelante, le mordió el labio inferior. Bajó por su cuello.
—Me estás volviendo adicta —dijo con voz ronca— Qué pija hermosa tenes.
Mauro no pestañeaba. Apenas respiraba.
Germán la ayudó a cambiar de posición. Ella se apoyó sobre los cojines del sillón, de espaldas. Él se inclinó detrás, le apartó el pelo. La besó en la nuca.
—¿Te gusta portarte mal? —dijo ella, sonriendo.
—Como nunca.
La penetró de una sola embestida. Un gemido. Una pausa. Luego otra. Cada movimiento era nítido para Mauro: el vaivén de los cuerpos, la piel contra piel, el jadeo cada vez más urgente.
Ella se giró un poco, apoyando un brazo en el respaldo del sillón, el rostro ladeado, como para que él la viera mientras la tomaba.
—Más fuerte, Germán… así… sí… ahí…
El sonido era inconfundible: carne húmeda chocando, el roce de piel, los suspiros cada vez más entrecortados.
—Cómo quería cogerte así, sos tan sexi —dijo él, agitado—. Tan puta.
—Y vos tan rico —le devolvió ella, sin pudor—. Tan hijo de puta.
Se giraron otra vez. Ella lo empujó hacia atrás, lo tiró al sillón. Se agachó. Mauro no podía ver la escena entera, pero sí lo suficiente: los labios de ella deslizándose sobre la piel de Germán, el movimiento rítmico del brazo, el brillo húmedo en su barbilla. 
Por un momento pensó que su mujer, Coti, había probado esas mieles. Y para su sorpresa, ese pensamiento lo calentó aún más.
—¿Sabes que mi novio no quiere que se la chupe si ya me la metió? Le da asquito— dijo ella con malicia.
—Qué boludo. No sabe lo que se pierde.—
Se agachó con una sonrisa torcida, como si estuviera por hacer algo prohibido pero delicioso. Le sostuvo la base con una mano y, sin quitarle la vista de encima, le pasó la lengua desde la raíz hasta el glande, despacio, con una intención casi teatral. Germán soltó un suspiro. Ella abrió la boca y se la tragó entera, de golpe, sin transición. La garganta emitió un sonido húmedo. Mantuvo la cabeza abajo, inmóvil, mientras él temblaba y le sostenía el pelo con fuerza. Luego comenzó a moverse, con ritmo preciso, decidida, como si marcara el pulso del deseo con cada vaivén. Subía y bajaba, babeada, tragando con ganas. Se la metía hasta el fondo, lo hacía gemir. La saliva le chorreaba por la comisura de los labios, mezclada con el ardor, con una necesidad que parecía no tener fondo. Él le sujetó la cabeza y la empujó, con un gemido. Ella no se resistió. La garganta se le cerró un segundo. Tosió. Pero no paró. Le encantaba toser, como si el sexo fuera también un acto de dominio.
—Toda —ordenó él, ya sin voz.
Ella lo miró, los ojos húmedos, la boca llena..
Mauro sintió cómo el deseo le subía por la columna, cómo la presión le estallaba en la entrepierna. Su mano bajó, sin decisión, al principio. Después, con furia. Lo hacía sobre el pantalón, sin desabrochar. Estaba duro, caliente, a punto de estallar.
Ellos cambiaban de nuevo. Ahora él estaba de rodillas, ella acostada en el piso, con las piernas abiertas como una flor rendida, húmeda, ofrecida. Germán se inclinó sobre ella con la ansiedad de un animal en celo. Le tomó las caderas con ambas manos y la arrastró apenas hacia él, como si necesitara tenerla aún más cerca. Ella jadeaba con la boca entreabierta, una mano en el suelo, la otra sobre su propio pecho, apretándose el pezón con fuerza.
—Mirá lo que sos—le dijo él, mirándola desde abajo, con la voz rota.
—Haceme acabar —suplicó ella, ronca, los ojos vidriosos de deseo.
Germán se la metió de un solo envión, con una brutalidad medida, justa. Ella gritó. Él la sostuvo firme y comenzó a moverse con furia contenida, como si algo le ardiera por dentro. Cada embestida era un golpe de carne, un choque sordo, caliente. Mauro los oía con los ojos desorbitados, el corazón latiendo como un tambor.
—Damelo, dámelo todo —gimió ella, con el cuerpo arqueado, las piernas temblando—. Así, hijo de puta, ¡así!
La voz de ella cortaba el aire. Estaba poseída, fuera de sí. El cuerpo entero vibraba con cada estocada. Él bajó una mano, le frotó el clítoris con los dedos mojados. Ella gritó más fuerte. Le empujó la pelvis, buscando más, buscando el final.
—Dame la leche, Germán —lo incitó—. Lléname toda de leche.
El ritmo se volvió salvaje, incontrolable. Él la cogía con desesperación, el cuerpo empapado de sudor, los músculos tensos como cables. Ella rompía en gemidos que eran mitad llanto, mitad gloria. Las manos aferradas al piso, las piernas abiertas al límite.
Y fue ahí. Mauro apretó los dientes. Sintió cómo el calor se le derramaba adentro del pantalón, caliente, espeso, brutal. El espasmo le recorrió el cuerpo como un latigazo. Tuvo que morderse el dorso de la mano para no gritar.
Adentro, ella se venía con un quejido largo, como si algo se le rompiera por dentro. Germán acababa segundos después, gruñendo, colapsando sobre ella.
Silencio.
Respiraciones entrecortadas. Piel sobre piel.

Mauro se incorporó, con cuidado. La luz seguía apagada. Miró hacia abajo. La mancha era visible, absurda. El pantalón pegajoso. La frente sudada.
Se alejó sin mirar atrás. El ascensor tardó siglos. Cuando se cerró, al fin, se dejó caer contra la pared.
No podía más.
Y sin embargo, sabía que volvería.

BUENO… esto se va poniendo interesante. Comenten qué les parece…

3 comentarios - Mis vecinos cogiendo (3)

nukissy375
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kokiCD
+ 10 y esperando ya la parte 4