Esa mañana, el aire en la estación Tacuba de la Línea 7 estaba cargado de prisas y murmullos. Eran las 7:45, la hora pico en su máxima expresión. Yo, vestida con mi impecable uniforme de asistente ejecutiva —traje azul marino, falda ajustada que rozaba lo profesional, blusa blanca ligeramente escotada, pantimedias color natural y tacones bajos que hacían clic en el suelo— sostenía mi bolso con fuerza mientras me abría paso entre la multitud. El plan era simple: tomar el vagón exclusivo para mujeres, como siempre. Pero hoy, el destino tenía otros planes.
Los vagones rosas estaban abarrotados, una marea humana que no dejaba espacio ni para respirar. Resignada, me dirigí al vagón mixto. "Solo es un viaje de unas estaciones", me dije, tratando de ignorar el nudo en el estómago. El metro llegó con un rugido, y la multitud me empujó hacia el interior como si fuera una corriente imparable. Quedé atrapada, apretujada, con apenas espacio para mover los brazos. Mi bolso colgaba frente a mí, y detrás... un hombre.
No lo vi al principio, solo sentí su presencia. El vagón estaba tan lleno que su cuerpo quedó pegado al mío, su pecho contra mi espalda. Intenté moverme, buscar un milímetro de espacio, pero era inútil. El tren arrancó con un tirón, y el balanceo nos acercó aún más. Entonces lo sentí. Primero fue sutil, un roce apenas perceptible contra mis nalgas, pero conforme el tren avanzaba, se hizo innegable. Su pene, endureciéndose poco a poco, presionaba contra mí a través de la tela de mi falda.
El miedo me golpeó de inmediato. Mi corazón se aceleró, y apreté el bolso contra mi pecho como si fuera un escudo. Miré alrededor, pero todos estaban inmersos en sus propios mundos: audífonos, celulares, miradas perdidas. Nadie notaba nada. Quise girarme, decir algo, pero el espacio era tan reducido que apenas podía moverme. Y entonces, algo cambió.
No sé en qué momento el miedo dio paso a otra cosa. Tal vez fue el ritmo del tren, el vaivén constante que hacía que su cuerpo se frotara contra el mío de una manera que, para mi sorpresa, no me resultaba del todo desagradable. Era como si el calor del vagón, el roce de su ropa contra la mía, despertara algo en mí que no esperaba. Sentí un cosquilleo, una mezcla de vergüenza y curiosidad. Mis mejillas ardían, pero no podía evitarlo: me gustaba.
Intenté mantener la compostura, fijar la vista en el mapa del metro frente a mí, contar las estaciones hasta San Pedro de los Pinos. Pero mi cuerpo, traicionero, respondía al suyo. Cada movimiento del tren, cada curva, hacía que su erección se apretara más contra mí, y yo, en lugar de alejarme, me sorprendí inclinándome ligeramente hacia atrás, como si quisiera sentirlo mejor. Era una locura, lo sabía, pero en ese momento, en ese vagón abarrotado, me dejé llevar.
No cruzamos palabras, ni siquiera miradas. No sabía cómo era su rostro, si era joven o mayor, si me observaba o simplemente estaba tan atrapado en el momento como yo. Solo sabía que, por un instante, ese contacto prohibido me hizo sentir viva de una manera que no podía explicar.
El tren llegó a Tacubaya, y de pronto, el roce cesó. Sentí un vacío cuando su cuerpo se apartó. Él se bajó, perdido entre la multitud que salía y entraba del vagón. Intenté girarme, buscarlo con la mirada, pero fue inútil. El tren cerró sus puertas y siguió su camino. Cuando llegué a San Pedro de los Pinos, bajé con las piernas temblorosas, el corazón aún acelerado. Me ajusté la falda, alisé mi blusa y caminé hacia la oficina, pero mi mente seguía en ese vagón.
Ahora, cada mañana, mientras espero en la estación Tacuba, no puedo evitar mirar a los hombres que suben al tren. Me pregunto si alguno será él, si volveré a sentir ese roce que, aunque fugaz, dejó una huella en mí. No sé si lo encontraré otra vez, pero una parte de mí, la que se sonroja al recordarlo, lo desea en secreto...
Los vagones rosas estaban abarrotados, una marea humana que no dejaba espacio ni para respirar. Resignada, me dirigí al vagón mixto. "Solo es un viaje de unas estaciones", me dije, tratando de ignorar el nudo en el estómago. El metro llegó con un rugido, y la multitud me empujó hacia el interior como si fuera una corriente imparable. Quedé atrapada, apretujada, con apenas espacio para mover los brazos. Mi bolso colgaba frente a mí, y detrás... un hombre.
No lo vi al principio, solo sentí su presencia. El vagón estaba tan lleno que su cuerpo quedó pegado al mío, su pecho contra mi espalda. Intenté moverme, buscar un milímetro de espacio, pero era inútil. El tren arrancó con un tirón, y el balanceo nos acercó aún más. Entonces lo sentí. Primero fue sutil, un roce apenas perceptible contra mis nalgas, pero conforme el tren avanzaba, se hizo innegable. Su pene, endureciéndose poco a poco, presionaba contra mí a través de la tela de mi falda.
El miedo me golpeó de inmediato. Mi corazón se aceleró, y apreté el bolso contra mi pecho como si fuera un escudo. Miré alrededor, pero todos estaban inmersos en sus propios mundos: audífonos, celulares, miradas perdidas. Nadie notaba nada. Quise girarme, decir algo, pero el espacio era tan reducido que apenas podía moverme. Y entonces, algo cambió.
No sé en qué momento el miedo dio paso a otra cosa. Tal vez fue el ritmo del tren, el vaivén constante que hacía que su cuerpo se frotara contra el mío de una manera que, para mi sorpresa, no me resultaba del todo desagradable. Era como si el calor del vagón, el roce de su ropa contra la mía, despertara algo en mí que no esperaba. Sentí un cosquilleo, una mezcla de vergüenza y curiosidad. Mis mejillas ardían, pero no podía evitarlo: me gustaba.
Intenté mantener la compostura, fijar la vista en el mapa del metro frente a mí, contar las estaciones hasta San Pedro de los Pinos. Pero mi cuerpo, traicionero, respondía al suyo. Cada movimiento del tren, cada curva, hacía que su erección se apretara más contra mí, y yo, en lugar de alejarme, me sorprendí inclinándome ligeramente hacia atrás, como si quisiera sentirlo mejor. Era una locura, lo sabía, pero en ese momento, en ese vagón abarrotado, me dejé llevar.
No cruzamos palabras, ni siquiera miradas. No sabía cómo era su rostro, si era joven o mayor, si me observaba o simplemente estaba tan atrapado en el momento como yo. Solo sabía que, por un instante, ese contacto prohibido me hizo sentir viva de una manera que no podía explicar.
El tren llegó a Tacubaya, y de pronto, el roce cesó. Sentí un vacío cuando su cuerpo se apartó. Él se bajó, perdido entre la multitud que salía y entraba del vagón. Intenté girarme, buscarlo con la mirada, pero fue inútil. El tren cerró sus puertas y siguió su camino. Cuando llegué a San Pedro de los Pinos, bajé con las piernas temblorosas, el corazón aún acelerado. Me ajusté la falda, alisé mi blusa y caminé hacia la oficina, pero mi mente seguía en ese vagón.
Ahora, cada mañana, mientras espero en la estación Tacuba, no puedo evitar mirar a los hombres que suben al tren. Me pregunto si alguno será él, si volveré a sentir ese roce que, aunque fugaz, dejó una huella en mí. No sé si lo encontraré otra vez, pero una parte de mí, la que se sonroja al recordarlo, lo desea en secreto...
1 comentarios - Un viaje inesperado