Los invitados de la boda de Pietro y Clarissa ya se encontraban ansiosos por la demora de la ceremonia, pero nadie se habría atrevido a levantarse de su asiento. El padre de Pietro, Leonardo, exlíder de la Mafia en Palermo, estaba más que ansioso. Sabía que su hijo Pietro era impredecible, pero sería incapaz de desobedecer en esto; después de todo, esta boda había sido arreglada desde hacía más de diez años.
En la recámara de la novia, Clarissa estaba impresionada por la escena que acababa de presenciar. Su hermano Augusto había propuesto la idea más descabellada del mundo: casarse en su lugar con Pietro. Y aún más sorprendida estaba de que el hombre más peligroso de la ciudad no lo hubiera matado en el acto, sino que aceptó la propuesta, con una sonrisa en el rostro que no sabría decir bien si era de maldad o de lujuria.
—¿Sabes lo que significa casarte conmigo? —le preguntó Pietro a Augusto, tomándolo de la barbilla. Era tal vez unos treinta centímetros más alto que él—. Casarte conmigo significa que me perteneces tú y tu cuerpo —le dijo mientras miraba su boca como si quisiera besarlo, pero con la mirada asesina de quien controla toda una ciudad.
—S... sí —alcanzó a balbucear Augusto. Se escuchaba nervioso, pero decidido.
—Está bien —dijo Pietro con una sonrisa—. Tienes veinte minutos para estar listo y subir al altar conmigo o lo hará tu hermana. Es su decisión —y salió de la habitación.
—¿Estás seguro de esto? —preguntó Clarissa, quien le arreglaba el traje de novio a su hermano, aún con su vestido de novia puesto.
—¡Claro que sí! —respondió Augusto, acomodando su cabello frente al espejo—. Estaría más loco si dejara que te casaras con ese psicópata. ¿Qué clase de hermano mayor podría ser si dejo que el cobarde de mi padre te entregue a esa familia?
Clarissa terminó de arreglar el traje blanco que, curiosamente, le quedaba a la perfección a Augusto y que los hombres de Pietro habían dejado justo después de la propuesta. Le pareció muy sospechoso, pero no había tiempo de hacer conjeturas. Más bien, tenían poco tiempo para salir, si no, sería ella quien se casaría con Pietro.
Los hermanos se dirigieron al patio, donde ya estaba Pietro en el altar esperando a su novio. Cuando llegaron, el padre de ellos los esperaba para llevarla al altar, pero Clarissa, solo con una mirada fría, le dio a entender que iba a caminar del brazo de su hermano. Su padre, apenado, solo se hizo a un lado y continuaron con su camino.
La música comenzó y todas las miradas de los invitados se postraron en los hermanos. Clarissa se había cambiado también; su vestido era hermoso, negro, pegado al cuerpo, pero estaba siendo opacada por su hermano. El traje blanco que llevaba resaltaba su piel pálida, sus ojos azules y cabello castaño. El traje estaba hecho a medida y le quedaba como un guante.
Pietro lo veía perplejo. Sus labios carnosos esbozaban una sonrisa pícara, pero sus ojos no mentían: era lo que estaba esperando desde hace diez años. Al llegar al altar, los hermanos voltearon al público.
—Damas y caballeros, ha habido un pequeño cambio en el programa —dijo Pietro, tomando la mano de Augusto—. Hoy tomaré a Augusto Fiore como mi esposo.
Inmediatamente después de esas palabras, casi al unísono, se escuchó un sonido de exclamación de los presentes. Leonardo, el padre de Pietro, se levantó exaltado.
—¡¿Qué estupideces estás diciendo?! —gritó lleno de rabia.
—Lo que has escuchado, padre. Hoy tomaré de esposo a uno de los hijos de la familia Fiore, como lo acordaron hace años entre familias, y no toleraré ninguna oposición a mi decisión —dijo Pietro, mientras mostraba un arma debajo de su saco. Fue la señal para sus hombres, quienes cortaron cartucho y apuntaron a los presentes.
Leonardo, quien ya era muy viejo para intentar hacer algo, quedó de pie aferrado a su bastón, con rabia, sin dejar de ver a su hijo.
—Comience la ceremonia —ordenó Pietro al juez, sin soltar la mano de Augusto.
La ceremonia concluyó según los términos legales y ambos firmaron el acta de matrimonio. Ninguno de los presentes se atrevió a decir nada o siquiera hacer algún sonido, ya que uno de los invitados fue golpeado por uno de los hombres de Pietro por haberse reído de manera burlona durante los votos. Ya no le quedaba ningún diente para sonreír nunca más.
Nadie se quedó a la recepción y mientras los invitados huían en silencio, Pietro tomó a Augusto del brazo y lo apartó del altar sin decir palabra. Lo llevó hasta un rincón del jardín, detrás de un seto alto cubierto de luces. Nadie podía verlos ahí.
—Ahora sí estás oficialmente casado conmigo —dijo con voz baja, mientras lo empujaba con suavidad contra la pared más cercana—. ¿Y sabes qué sigue, no?
Augusto tragó saliva. Su corazón latía descontrolado. Quería decir algo, pero no sabía ni qué. Pietro se inclinó y le rozó la oreja con los labios, su aliento caliente le erizó la piel.
—Te voy a hacer mio —susurró—. Te voy a saborear. Y vas a aprender que pertenecerme... no es un castigo. Es un privilegio.
Su mano bajó, despacio, por la cadera de Augusto, hasta el borde del saco. No lo tocó directamente, pero la cercanía hizo que Augusto contuviera la respiración.
—¿Estás nervioso? —preguntó Pietro, mirándolo directo a los ojos, tan cerca que sus labios casi se rozaban.
Augusto asintió sin hablar.
—Me encanta —susurró Pietro, con una sonrisa torcida—. Te vas a acostumbrar. Y luego vas a rogar por más.
Le dio un beso fugaz, apenas un roce húmedo en la comisura de los labios, y se alejó como si nada.
—Vamos. La noche apenas comienza.
Augusto lo siguió al coche, con el cuerpo temblando… y un calor en el vientre que no sabía cómo apagar.
Augusto no tuvo mucho tiempo de decir algo. Seguía con la adrenalina del evento, el casi beso de Pietro y todas las respuestas que sentía que le faltaban, ¿sería posible que eso le gustara a Pietro? o solo era una tortura psicologica.
En el auto no se atrevió a preguntar a dónde iban. Tenía miedo de su ahora esposo. No sabía si eran nervios, duda, confusión o curiosidad, pero se descubrió a sí mismo mirando a Pietro: su mentón perfilado, su nariz algo grande, su barbilla pronunciada y una barba de algunos días que le daba sombra al rostro. ya lo conocía, lo veía cuando visitaba a su hermana pero esa noche nunca lo había visto así, ¿acaso era atracción?
El auto estaba invadido por la colonia de Pietro, que le llenaba los pulmones por su agitada respiración, eso solo hacía que sintiera más como si el olor despertará algo en el que no sabia que tenia dentro. Pietro lo miró durante un alto del semáforo y, con sus ojos curiosos y sonrisa algo burlona, preguntó:
—¿Te gusta lo que ves? Es todo tuyo ahora.
Esas palabras sorprendieron a Augusto, que se imaginó de todo, pero no esas incitaciones de parte del matón que se sentaba a su lado y manejaba como si la ciudad le perteneciera. Pero después de todo… así era.
Augusto no tuvo mucho tiempo de decir algo. Seguía con la adrenalina del evento. En el auto no se atrevió a preguntar a dónde iban. Tenía miedo de su ahora esposo. No sabía si era miedo, nervios o qué, pero se descubrió a sí mismo mirando a Pietro: su mentón perfilado, su nariz algo grande, su barbilla pronunciada y una barba de algunos días que le daba sombra al rostro.
El auto estaba invadido por su colonia, que le llenaba los pulmones por su agitada respiración. Pietro lo miró durante un alto del semáforo y, con sus ojos curiosos y sonrisa algo burlona, preguntó:
—¿Te gusta lo que ves? Es todo tuyo ahora.
Llegaron a un hotel muy lujoso que no estaba muy lejos y ya estaba todo listo, como si todo estuviera previamente planeado.
Pietro lo guió hacia el elevador y las puertas se cerraron con un suave sonido metálico. Estaban solos. Solo ellos dos… y la tensión.
Augusto se mantuvo al fondo, tieso, con la espalda pegada a la pared de espejos. Podía verse en el reflejo: la piel pálida, los labios entreabiertos, el pecho subiendo y bajando con rapidez. Pietro no lo miraba, lo devoraba. Con los ojos. Con la postura. Con ese silencio cargado de intenciones, del otro lado del pequeño espacio entre espejos.
Un paso. Dos pasos. Y ya lo tenía enfrente. Augusto ni siquiera lo había notado moverse.
—¿Nervioso? —susurró Pietro con una sonrisa que no tenía nada de amable.
No respondió. No podía.
Pietro alzó una mano y le acarició el cuello, lento, con los dedos gruesos y tibios. El roce fue tan ligero que parecía humo… pero a Augusto se le disparó el corazón como si le hubieran apretado el pecho.
—Tienes la piel caliente —dijo Pietro, casi divertido—. ¿Será miedo... o deseo?
Augusto tragó saliva. ¿Y si era deseo? ¿Y si ese escalofrío en la columna no era terror, sino algo peor… o mejor?
—Yo... no sé qué siento —murmuró, bajando la mirada. Le ardían las mejillas.
—Tu cuerpo sí lo sabe —susurró Pietro, inclinándose hasta que sus labios rozaron la oreja de Augusto—. Está temblando por mí. Eso me encanta.
Las puertas seguían cerradas. El ascenso era lento, como si el universo supiera lo que estaba por estallar.
Pietro apoyó una mano firme en la pared, justo al lado de su cabeza, encerrándolo. Con la otra, bajó por su pecho, por encima del traje, hasta detenerse a la altura del abdomen. No lo tocó, pero el calor de su mano atravesaba la tela como fuego.
—¿Te gustaría que te tocara aquí? —susurró, con la voz ronca—. ¿O todavía crees que no lo vas a disfrutar?
El cuerpo de Augusto tembló, y él se odió por eso.
Quería gritarle que lo dejara en paz, que lo odiaba, que tenía miedo. Pero todo lo que salió de su boca fue un jadeo entrecortado.
Pietro se echó a reír muy bajo, satisfecho.
—Te lo dije, esposo. Vas a rogar por mis manos… y por mi boca. —le dijo mientras su dedo pulgar acariciaba su labio inferior, podía ver el deseo en los ojos de Pietro.
Y justo cuando Augusto creyó que lo besaría ahí mismo, las puertas se abrieron con un “ding”. Pietro se separó sin decir más, como si nada hubiera pasado.
—Vamos. La habitación nos espera.
Augusto lo siguió… con las piernas temblorosas y un calor inexplicable latiéndole entre las piernas.
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En la recámara de la novia, Clarissa estaba impresionada por la escena que acababa de presenciar. Su hermano Augusto había propuesto la idea más descabellada del mundo: casarse en su lugar con Pietro. Y aún más sorprendida estaba de que el hombre más peligroso de la ciudad no lo hubiera matado en el acto, sino que aceptó la propuesta, con una sonrisa en el rostro que no sabría decir bien si era de maldad o de lujuria.
—¿Sabes lo que significa casarte conmigo? —le preguntó Pietro a Augusto, tomándolo de la barbilla. Era tal vez unos treinta centímetros más alto que él—. Casarte conmigo significa que me perteneces tú y tu cuerpo —le dijo mientras miraba su boca como si quisiera besarlo, pero con la mirada asesina de quien controla toda una ciudad.
—S... sí —alcanzó a balbucear Augusto. Se escuchaba nervioso, pero decidido.
—Está bien —dijo Pietro con una sonrisa—. Tienes veinte minutos para estar listo y subir al altar conmigo o lo hará tu hermana. Es su decisión —y salió de la habitación.
—¿Estás seguro de esto? —preguntó Clarissa, quien le arreglaba el traje de novio a su hermano, aún con su vestido de novia puesto.
—¡Claro que sí! —respondió Augusto, acomodando su cabello frente al espejo—. Estaría más loco si dejara que te casaras con ese psicópata. ¿Qué clase de hermano mayor podría ser si dejo que el cobarde de mi padre te entregue a esa familia?
Clarissa terminó de arreglar el traje blanco que, curiosamente, le quedaba a la perfección a Augusto y que los hombres de Pietro habían dejado justo después de la propuesta. Le pareció muy sospechoso, pero no había tiempo de hacer conjeturas. Más bien, tenían poco tiempo para salir, si no, sería ella quien se casaría con Pietro.
Los hermanos se dirigieron al patio, donde ya estaba Pietro en el altar esperando a su novio. Cuando llegaron, el padre de ellos los esperaba para llevarla al altar, pero Clarissa, solo con una mirada fría, le dio a entender que iba a caminar del brazo de su hermano. Su padre, apenado, solo se hizo a un lado y continuaron con su camino.
La música comenzó y todas las miradas de los invitados se postraron en los hermanos. Clarissa se había cambiado también; su vestido era hermoso, negro, pegado al cuerpo, pero estaba siendo opacada por su hermano. El traje blanco que llevaba resaltaba su piel pálida, sus ojos azules y cabello castaño. El traje estaba hecho a medida y le quedaba como un guante.
Pietro lo veía perplejo. Sus labios carnosos esbozaban una sonrisa pícara, pero sus ojos no mentían: era lo que estaba esperando desde hace diez años. Al llegar al altar, los hermanos voltearon al público.
—Damas y caballeros, ha habido un pequeño cambio en el programa —dijo Pietro, tomando la mano de Augusto—. Hoy tomaré a Augusto Fiore como mi esposo.
Inmediatamente después de esas palabras, casi al unísono, se escuchó un sonido de exclamación de los presentes. Leonardo, el padre de Pietro, se levantó exaltado.
—¡¿Qué estupideces estás diciendo?! —gritó lleno de rabia.
—Lo que has escuchado, padre. Hoy tomaré de esposo a uno de los hijos de la familia Fiore, como lo acordaron hace años entre familias, y no toleraré ninguna oposición a mi decisión —dijo Pietro, mientras mostraba un arma debajo de su saco. Fue la señal para sus hombres, quienes cortaron cartucho y apuntaron a los presentes.
Leonardo, quien ya era muy viejo para intentar hacer algo, quedó de pie aferrado a su bastón, con rabia, sin dejar de ver a su hijo.
—Comience la ceremonia —ordenó Pietro al juez, sin soltar la mano de Augusto.
La ceremonia concluyó según los términos legales y ambos firmaron el acta de matrimonio. Ninguno de los presentes se atrevió a decir nada o siquiera hacer algún sonido, ya que uno de los invitados fue golpeado por uno de los hombres de Pietro por haberse reído de manera burlona durante los votos. Ya no le quedaba ningún diente para sonreír nunca más.
Nadie se quedó a la recepción y mientras los invitados huían en silencio, Pietro tomó a Augusto del brazo y lo apartó del altar sin decir palabra. Lo llevó hasta un rincón del jardín, detrás de un seto alto cubierto de luces. Nadie podía verlos ahí.
—Ahora sí estás oficialmente casado conmigo —dijo con voz baja, mientras lo empujaba con suavidad contra la pared más cercana—. ¿Y sabes qué sigue, no?
Augusto tragó saliva. Su corazón latía descontrolado. Quería decir algo, pero no sabía ni qué. Pietro se inclinó y le rozó la oreja con los labios, su aliento caliente le erizó la piel.
—Te voy a hacer mio —susurró—. Te voy a saborear. Y vas a aprender que pertenecerme... no es un castigo. Es un privilegio.
Su mano bajó, despacio, por la cadera de Augusto, hasta el borde del saco. No lo tocó directamente, pero la cercanía hizo que Augusto contuviera la respiración.
—¿Estás nervioso? —preguntó Pietro, mirándolo directo a los ojos, tan cerca que sus labios casi se rozaban.
Augusto asintió sin hablar.
—Me encanta —susurró Pietro, con una sonrisa torcida—. Te vas a acostumbrar. Y luego vas a rogar por más.
Le dio un beso fugaz, apenas un roce húmedo en la comisura de los labios, y se alejó como si nada.
—Vamos. La noche apenas comienza.
Augusto lo siguió al coche, con el cuerpo temblando… y un calor en el vientre que no sabía cómo apagar.
Augusto no tuvo mucho tiempo de decir algo. Seguía con la adrenalina del evento, el casi beso de Pietro y todas las respuestas que sentía que le faltaban, ¿sería posible que eso le gustara a Pietro? o solo era una tortura psicologica.
En el auto no se atrevió a preguntar a dónde iban. Tenía miedo de su ahora esposo. No sabía si eran nervios, duda, confusión o curiosidad, pero se descubrió a sí mismo mirando a Pietro: su mentón perfilado, su nariz algo grande, su barbilla pronunciada y una barba de algunos días que le daba sombra al rostro. ya lo conocía, lo veía cuando visitaba a su hermana pero esa noche nunca lo había visto así, ¿acaso era atracción?
El auto estaba invadido por la colonia de Pietro, que le llenaba los pulmones por su agitada respiración, eso solo hacía que sintiera más como si el olor despertará algo en el que no sabia que tenia dentro. Pietro lo miró durante un alto del semáforo y, con sus ojos curiosos y sonrisa algo burlona, preguntó:
—¿Te gusta lo que ves? Es todo tuyo ahora.
Esas palabras sorprendieron a Augusto, que se imaginó de todo, pero no esas incitaciones de parte del matón que se sentaba a su lado y manejaba como si la ciudad le perteneciera. Pero después de todo… así era.
Augusto no tuvo mucho tiempo de decir algo. Seguía con la adrenalina del evento. En el auto no se atrevió a preguntar a dónde iban. Tenía miedo de su ahora esposo. No sabía si era miedo, nervios o qué, pero se descubrió a sí mismo mirando a Pietro: su mentón perfilado, su nariz algo grande, su barbilla pronunciada y una barba de algunos días que le daba sombra al rostro.
El auto estaba invadido por su colonia, que le llenaba los pulmones por su agitada respiración. Pietro lo miró durante un alto del semáforo y, con sus ojos curiosos y sonrisa algo burlona, preguntó:
—¿Te gusta lo que ves? Es todo tuyo ahora.
Llegaron a un hotel muy lujoso que no estaba muy lejos y ya estaba todo listo, como si todo estuviera previamente planeado.
Pietro lo guió hacia el elevador y las puertas se cerraron con un suave sonido metálico. Estaban solos. Solo ellos dos… y la tensión.
Augusto se mantuvo al fondo, tieso, con la espalda pegada a la pared de espejos. Podía verse en el reflejo: la piel pálida, los labios entreabiertos, el pecho subiendo y bajando con rapidez. Pietro no lo miraba, lo devoraba. Con los ojos. Con la postura. Con ese silencio cargado de intenciones, del otro lado del pequeño espacio entre espejos.
Un paso. Dos pasos. Y ya lo tenía enfrente. Augusto ni siquiera lo había notado moverse.
—¿Nervioso? —susurró Pietro con una sonrisa que no tenía nada de amable.
No respondió. No podía.
Pietro alzó una mano y le acarició el cuello, lento, con los dedos gruesos y tibios. El roce fue tan ligero que parecía humo… pero a Augusto se le disparó el corazón como si le hubieran apretado el pecho.
—Tienes la piel caliente —dijo Pietro, casi divertido—. ¿Será miedo... o deseo?
Augusto tragó saliva. ¿Y si era deseo? ¿Y si ese escalofrío en la columna no era terror, sino algo peor… o mejor?
—Yo... no sé qué siento —murmuró, bajando la mirada. Le ardían las mejillas.
—Tu cuerpo sí lo sabe —susurró Pietro, inclinándose hasta que sus labios rozaron la oreja de Augusto—. Está temblando por mí. Eso me encanta.
Las puertas seguían cerradas. El ascenso era lento, como si el universo supiera lo que estaba por estallar.
Pietro apoyó una mano firme en la pared, justo al lado de su cabeza, encerrándolo. Con la otra, bajó por su pecho, por encima del traje, hasta detenerse a la altura del abdomen. No lo tocó, pero el calor de su mano atravesaba la tela como fuego.
—¿Te gustaría que te tocara aquí? —susurró, con la voz ronca—. ¿O todavía crees que no lo vas a disfrutar?
El cuerpo de Augusto tembló, y él se odió por eso.
Quería gritarle que lo dejara en paz, que lo odiaba, que tenía miedo. Pero todo lo que salió de su boca fue un jadeo entrecortado.
Pietro se echó a reír muy bajo, satisfecho.
—Te lo dije, esposo. Vas a rogar por mis manos… y por mi boca. —le dijo mientras su dedo pulgar acariciaba su labio inferior, podía ver el deseo en los ojos de Pietro.
Y justo cuando Augusto creyó que lo besaría ahí mismo, las puertas se abrieron con un “ding”. Pietro se separó sin decir más, como si nada hubiera pasado.
—Vamos. La habitación nos espera.
Augusto lo siguió… con las piernas temblorosas y un calor inexplicable latiéndole entre las piernas.
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