Todo comenzó hace unos años, cuando Amparo y yo llevábamos ya más de tres décadas casados. Los chicos se habían independizado, teníamos dinero, salud y tiempo. Pero algo faltaba. Esa chispa, ese fuego que nos había mantenido unidos durante tanto tiempo, parecía haberse convertido en una brasa tibia que apenas daba calor.
No me malinterpretes. Seguía queriendo a mi mujer. Seguía deseándola. Pero mi cuerpo... mi maldito cuerpo había empezado a traicionarme. Las erecciones ya no eran tan firmes, ni tan frecuentes. Y cada fracaso en la cama era como un pequeño puñal en mi orgullo.
Una noche, después de otro intento fallido, me sinceré con ella.
—Amparo, maña —le dije mientras nos fumábamos un cigarrillo compartido en la terraza de nuestro ático en Madrid—. Creo que necesitamos probar algo diferente.
—¿A qué te refieres exactamente? —me preguntó con esa mirada suya, esa que parece leer hasta el último rincón de tu alma.
—A que quizás podríamos... no sé, invitar a alguien más. A la cama, quiero decir.
Esperaba una bofetada, un grito, lágrimas quizás. Pero Amparo, mi Amparo, simplemente continuó con sus caricias, deslizando sus dedos por mi piel con ternura mientras apoyaba su cabeza en mi hombro y me miraba con una media sonrisa.
—¿Un hombre o una mujer? —preguntó con una naturalidad que me dejó sin palabras.
—Yo... pues... —balbuceé como un idiota—. No lo había pensado. Supongo que una mujer, para ti, para nosotros...
—¿Y si fuera un hombre? —insistió ella, sus ojos brillando con una curiosidad que nunca le había visto—. ¿Te molestaría verme con otro hombre?
La pregunta me golpeó como un puñetazo en el estómago. Debería haberme molestado, ¿verdad? La idea de otro hombre tocando a mi mujer debería haberme revuelto las tripas. «¿Qué clase de hombre soy?», pensé, «¿qué marido permite que otro toque lo que es suyo?». Pero inmediatamente me avergoncé de ese pensamiento. Amparo no era una posesión. Y lo más desconcertante era que, en lugar de celos, sentí un cosquilleo extraño, una excitación inesperada que se manifestó en una erección súbita que no había experimentado en meses. «Joder, esto no es normal», me dije a mí mismo, «esto no es lo que se supone que debe sentir un hombre». Y sin embargo, ahí estaba yo, más excitado de lo que había estado en años, solo con imaginar a mi mujer con otro hombre. Y quizás, aunque entonces no me atrevía a admitirlo ni ante mí mismo, también excitado por la idea de ese otro hombre.
—Joder —murmuré, sorprendido por mi propia reacción—. Parece que no me molestaría en absoluto.
Amparo miró hacia mi entrepierna y soltó una carcajada cristalina. Su rostro se iluminó con una picardía juvenil que hacía años no le veía. Sus ojos, enmarcados por pequeñas arrugas de expresión, brillaban con una mezcla de diversión y deseo mientras se giraba para guiñarme un ojo cómplice.
—Vaya, vaya —dijo, mientras su mano se deslizaba suavemente sobre mi erección, acariciándola con delicadeza—. Parece que hemos encontrado la medicina para tu... problema.
Sin dejar de mirarme a los ojos, fue bajando lentamente su rostro hasta que sentí su aliento cálido sobre mi glande. Con una sonrisa traviesa, pasó su lengua por la punta en un movimiento circular que me arrancó un gemido involuntario. Luego, con la misma naturalidad con la que me había propuesto invitar a un tercero a nuestra cama, me tomó en su boca por completo.
Y así comenzó todo. Primero fueron encuentros casuales en Barcelona, lejos de Madrid, lejos del pueblo, lejos de cualquier conocido. Amparo y yo con algún hombre que encontrábamos en un bar, en un club o en una página de citas especializadas en parejas swinger. Experimentamos, aprendimos, descubrimos juntos. Y con cada encuentro, mi excitación crecía al verla disfrutar con otro hombre, al ver cómo se entregaba, cómo gemía, cómo brillaba.
Pero también empecé a notar algo más. Algo que no esperaba. Algo que no sabía cómo manejar.
Me excitaba mirar a los otros hombres.
No solo cómo se movían sobre Amparo, no solo cómo la hacían disfrutar. «Es como una sinfonía perfecta», me decía a mí mismo mientras observaba. «Sus gemidos agudos mezclándose con los gruñidos de él, el sonido húmedo de sus cuerpos chocando, la visión hipnótica de su sexo siendo invadido por otro pene, abriéndola, llenándola... joder, es el espectáculo más erótico que he visto en mi vida». Me excitaba mirarlos a ellos. Sus cuerpos. Sus músculos. Su forma de moverse. Y más de una vez, mientras follaba con mi mujer después de que nuestro invitado se hubiera ido, me descubrí pensando en él, imaginando que era él quien estaba debajo de mí, o encima, o...
Esto me aterrorizaba. Me hacía sentir confundido, avergonzado incluso. «Es como si hubiera vivido toda mi vida con una venda en los ojos», pensaba en mis momentos de mayor honestidad. «El terror me paraliza, pero la atracción... Dios mío, la atracción es como una fuerza gravitatoria, imposible de resistir. Cuanto más me asusto, más me atrae. Como si toda mi vida hubiera estado esperando este momento sin saberlo». ¿Qué coño me estaba pasando? Yo no era maricón. Nunca me habían atraído los hombres. O eso creía.
Un día, durante uno de nuestros encuentros, me atreví a algo que nunca había hecho. Estábamos con un italiano, un tipo de unos cuarenta años, moreno, con un cuerpo trabajado y una polla que parecía sacada de una película porno. Amparo estaba a cuatro patas sobre la cama, con él detrás, embistiéndola con fuerza mientras yo la besaba, arrodillado frente a ella.
En un momento, sin pensarlo demasiado, extendí mi mano y acaricié la espalda del italiano. Él me miró sorprendido, pero no se apartó. Al contrario, me sonrió y siguió con lo suyo. Envalentonado, dejé que mi mano bajara hasta su culo, sintiendo cómo sus músculos se tensaban con cada embestida.
—¿Te gusta lo que ves, amico? —me preguntó con ese acento suyo que hacía que hasta la pregunta más inocente sonara obscena.
—Sí —admití, sorprendiéndome a mí mismo—. Me gusta mucho.
—Entonces tócame más —me invitó, sin dejar de moverse dentro de Amparo, que gemía cada vez más fuerte—. Tócame donde quieras.
Y lo hice. Mis manos recorrieron su cuerpo con una curiosidad casi infantil, descubriendo texturas, formas, sensaciones nuevas. Y cuando mis dedos se acercaron a su entrada, él separó ligeramente las piernas, invitándome.
—Hazlo —susurró—. Mete un dedo. Quiero sentirte dentro mientras la follo a ella.
Amparo yacía debajo del italiano, con las piernas abiertas y levantadas, sus tobillos cruzados sobre la espalda baja de él. Su cuerpo se agitaba rítmicamente con cada embate, haciendo que sus pechos se balancearan suavemente. Su melena blanca, normalmente tan perfectamente peinada, se extendía como un halo plateado sobre el edredón azul oscuro. Sus ojos, dilatados por el placer, permanecían fijos en mí mientras su boca, entreabierta, dejaba escapar gemidos entrecortados con cada embestida. El sudor perlaba su frente y su cuello, dándole un brillo casi sobrenatural bajo la tenue luz de la habitación.
Cuando escuchó las palabras del italiano, su cuerpo entero se tensó. Vi cómo sus dedos se clavaban en las sábanas y cómo arqueaba la espalda, ofreciéndose aún más.
—Sí, Ro... que —jadeó entre embestidas, apenas capaz de articular palabra, su voz entrecortada por el placer—. Haz... lo... Quie... ro... ve... ros.
Con el corazón a mil por hora, humedecí mi dedo con saliva y lo introduje lentamente en el italiano. La sensación fue... indescriptible. Cálido, estrecho, pulsante. Y la forma en que él reaccionó, tensándose y luego relajándose, gimiendo y embistiendo a Amparo con más fuerza, me hizo sentir poderoso, deseado, vivo.
Esa noche cruzamos una frontera. Los tres. Y aunque el italiano se marchó al amanecer, dejando solo su nombre y el recuerdo de una noche extraordinaria, algo había cambiado dentro de mí. Una puerta se había abierto, y ya no podía cerrarla.
Después de aquello, nuestros encuentros siguieron, pero yo empecé a sentir una curiosidad creciente, una necesidad que no sabía cómo expresar. Quería más. Quería explorar. Quería saber qué se sentía al estar con un hombre, no solo como espectador o participante tangencial, sino completamente.
Una tarde, mientras Amparo se iba al pueblo con nuestro hijo y nuestra nieta, decidí dar el paso. Busqué en internet, encontré una dirección. Ese mismo día tomé un AVE rumbo a Barcelona y me dirigí a una sauna gay en el centro de la ciudad. El corazón me latía tan fuerte que pensé que me daría un infarto allí mismo, en la recepción, mientras pagaba la entrada y recibía la toalla y la llave de la taquilla.
El lugar era elegante, discreto, con una iluminación tenue que creaba una atmósfera íntima. Me desnudé en el vestuario, me puse la toalla alrededor de la cintura, y me aventuré en aquel mundo desconocido con una mezcla de miedo y excitación que me hacía temblar.
La primera vez no pasó nada. Me limité a observar, a sentir el ambiente, a acostumbrarme a las miradas de otros hombres sobre mi cuerpo. Miradas de apreciación, de deseo, que me hacían sentir extrañamente halagado. Pasé por la sauna seca, por la de vapor, por el jacuzzi. Tomé una cerveza en el bar. Y me fui, sin más.
Pero volví. Una semana después, volví. Y esta vez fue diferente. Cuando entré al jacuzzi, noté que un hombre me observaba desde el otro lado. Tendría mi edad, quizás un par de años menos, con un cuerpo bronceado y en forma, el cabello muy blanco perfectamente cortado, y un pecho cubierto de vello igualmente blanco que contrastaba con su piel tostada. Su sonrisa transmitía una seguridad que me resultó inmediatamente atractiva. Nuestras miradas se cruzaron varias veces hasta que finalmente se acercó y se sentó a mi lado.
—Primera vegada, oi? —preguntó con una voz grave y cálida que me recordó a esos locutores de radio de medianoche.
—¿Perdón? —respondí, para que repitiese su pregunta.
—Disculpa, por favor, es la costumbre. Tan solo preguntaba si es la primera vez — aclaró.
—Todos hemos pasado por eso —sonrió, extendiendo su mano—. Me llamo Arnau. Arquitecto jubilado y, como tú, descubridor tardío de ciertos placeres.
—Roque —dije, estrechando su mano bajo el agua—. Empresario y... principiante en esto.
—La primera vez que vine —confesó Arnau con una sonrisa cómplice—, estaba tan nervioso que me quedé dos horas en el vestuario fingiendo que buscaba algo en la taquilla. —Soltó una risa suave—. El encargado pensó que era un ladrón y casi llama a la policía. Imagínate el titular: "Respetable arquitecto de 65 años detenido en sauna gay por comportamiento sospechoso". Mi esposa se habría reído un montón.
Su anécdota me arrancó una carcajada que alivió parte de mi tensión. Había algo reconfortante en saber que incluso este hombre, que ahora parecía tan seguro de sí mismo, había experimentado el mismo miedo que yo sentía.
—¿Así que tu mujer lo sabe? —pregunté con curiosidad.
—Lo supo antes que yo —respondió con una sonrisa.
Charlamos durante lo que pareció una eternidad. Sobre nuestras vidas, nuestros trabajos, nuestras familias. Me contó que había estado casado cuarenta años, que tenía tres hijos y cinco nietos, y que solo después de enviudar se había permitido explorar esa parte de sí mismo que siempre había mantenido oculta.
—A veces pienso en todo el tiempo perdido —confesó con una mirada melancólica, su acento acentuándose ligeramente con la emoción—. Pero luego me digo: mejor tarde que nunca, ¿no?
No sé en qué momento exacto su mano se posó sobre mi muslo bajo el agua. Un gesto casual, como si fuera lo más natural del mundo. Sus dedos ascendieron hasta que las yemas de sus dedos rozaron con suavidad mi polla. Y lo más sorprendente fue que no sentí la necesidad de apartar su mano. Al contrario, aquel contacto despertó en mí una sensación de calidez y anticipación que me dejó sin aliento. Noté como mi miembro empezaba a llenarse de sangre, creciendo bajo su tacto como si tuviera vida propia.
«Joder, esto no es normal. Se supone que debería estar incómodo, que debería apartarme... pero su mano se siente tan bien. Hay algo en cómo me toca, con esa seguridad, esa firmeza... Nunca había sentido algo así con una mujer. Es como si supiera exactamente qué hacer, dónde tocar, con qué presión. Como si nuestros cuerpos hablaran el mismo idioma».
—¿Te apetece ir a un lugar más tranquilo? —sugirió Arnau, su voz ahora un tono más baja—. Sin presiones. Solo para conocernos mejor.
Asentí, incapaz de articular palabra, y lo seguí, los dos en pelotas, hasta una pequeña sala con divanes tapizados en cuero negro. El ambiente era íntimo, con una iluminación tenue que creaba sombras sugerentes sobre las paredes.
—Podemos empezar con algo sencillo —propuso, sentándose a mi lado, el vello blanco de su pecho brillando suavemente bajo la luz tenue—. Solo para romper el hielo.
Su mano se deslizó sobre mi miembro con una naturalidad desconcertante, como si hubiera hecho esto mil veces. Probablemente así era. Cuando sus dedos se cerraron alrededor, dejé escapar un gemido involuntario.
«¡Dios mío! Su mano es tan diferente a la de Amparo... más grande, más fuerte, pero igualmente delicada en sus movimientos. Conoce exactamente la presión adecuada, el ritmo perfecto. Es como si supiera instintivamente lo que necesito».
—Tú también puedes tocarme —susurró, guiando mi mano hacia su entrepierna.
Sentí su miembro endurecerse bajo mi tacto, una sensación extrañamente familiar y a la vez completamente nueva. Era como tocarme a mí mismo pero desde otra perspectiva, conociendo ya el mapa pero explorando un territorio desconocido.
Nos masturbamos mutuamente en silencio, nuestras respiraciones acelerándose al unísono. Había algo profundamente íntimo en aquel acto aparentemente simple. No era solo el placer físico, sino la complicidad, el reconocimiento mutuo, como si ambos estuviéramos diciendo: "Entiendo lo que eres, lo que sientes, porque yo también lo siento".
—¿Te gusta? —preguntó, su voz ronca por la excitación.
—Mucho —logré articular entre jadeos.
—Entonces te va a encantar esto.
Sin más preámbulos, se inclinó y tomó mi miembro en su boca. La sensación fue tan intensa que tuve que morderme el labio para no gritar. Su lengua se movía con maestría, alternando presión y succión de una forma que me hacía ver estrellas.
«¡Santo cielo! Esto es... indescriptible. La calidez, la humedad, la forma en que su lengua recorre cada vena, cada pliegue... Y esa barba incipiente rozando mis muslos, añadiendo una textura áspera que contrasta deliciosamente con la suavidad de sus labios. Es como si supiera exactamente qué hacer para volverme loco».
Estaba tan perdido en aquellas sensaciones que tardé en darme cuenta de que no estábamos solos. Al abrir los ojos, vi a dos hombres en el diván de enfrente, observándonos mientras se acariciaban mutuamente. Uno era joven, quizás treinta años, musculoso y bronceado; el otro, mayor, con un cuerpo esbelto y elegante. Ambos nos miraban con una mezcla de deseo y admiración que, lejos de incomodarme, me excitó aún más.
«Debería sentirme avergonzado, expuesto, pero no es así. Hay algo increíblemente liberador en ser observado de esta manera, en ser deseado por otros hombres. Es como si todas las reglas que he seguido durante décadas se hubieran desvanecido de repente, dejándome en un espacio nuevo donde solo importa el placer, la conexión, la autenticidad».
Arnau debió notar mi reacción porque intensificó sus movimientos, llevándome cada vez más cerca del límite. Cuando finalmente alcancé el orgasmo, fue como si una ola gigantesca me arrastrara, dejándome temblando y jadeante. Él recibió todo en su boca, sin apartar sus ojos de los míos, en un acto de intimidad que me conmovió profundamente.
—Bienvenido al club —susurró después, limpiándose la comisura de los labios con un gesto elegante—. Has dado el primer paso.
—¿Y ahora qué? —pregunté, todavía aturdido por la intensidad de lo que acababa de experimentar.
—Ahora —sonrió, acariciando mi mejilla con ternura—, ahora el mundo se abre ante ti. Hay tantas formas de placer que aún no has descubierto...
Y así comenzó mi educación. En las semanas siguientes, exploré con Arnau y otros hombres que conocí en la sauna todo un universo de sensaciones que jamás había imaginado.
Recuerdo la primera vez que otro hombre eyaculó en mi mano. Fue con un ejecutivo holandés de visita en Barcelona. Sentir los espasmos de su miembro, tan similares y a la vez tan diferentes a los míos, el calor de su semen deslizándose entre mis dedos, la forma en que su respiración se entrecortaba... fue como descubrir un nuevo idioma táctil, un vocabulario de placer que siempre había estado ahí, esperando a que lo aprendiera.
Luego vino la primera vez que me atreví a usar mi boca. Estaba nervioso, torpe como un adolescente, pero Arnau me guió con paciencia infinita. "Despacio", me decía, "disfruta cada sensación, cada textura, cada sabor". Y así lo hice. Descubrí el placer de dar placer, la intimidad profunda de ese acto que antes me parecía impensable.
Con el tiempo, aprendí los secretos de preparar a otro hombre para recibirme. La delicadeza necesaria, la paciencia, el respeto por los ritmos del cuerpo ajeno. La primera vez que me follé a otro hombre fue una revelación. No era solo el placer físico, sino la confianza implícita en ese acto, la vulnerabilidad compartida.
Y finalmente, impulsado por una curiosidad que crecía con cada nueva experiencia, me rendí a la sensación de ser yo el follado. El miedo inicial dio paso a un placer que jamás hubiera imaginado, un éxtasis que nacía de lugares que no sabía que podían ser fuentes de tanto gozo. Arnau fue mi guía también en esto, paciente y atento, enseñándome a relajarme, a entregarme, a confiar.
Hubo una tarde especial, en una suite privada de la sauna, donde tres hombres me enseñaron los placeres de la entrega total. Uno besaba mis labios, otro acariciaba mi miembro, mientras un tercero me poseía con delicadeza. La sensación de estar completamente rodeado, deseado, adorado por tantas manos, labios, cuerpos... fue abrumadora en su intensidad.
Cada nueva experiencia era una revelación, cada nuevo amante un maestro que me guiaba en este viaje de autodescubrimiento. Y lo más sorprendente era que, lejos de sentirme culpable o confundido, me sentía más completo, más auténtico que nunca.
«Es como si hubiera vivido toda mi vida con una venda en los ojos», pensaba en mis momentos de mayor honestidad. «El terror me paraliza, pero la atracción... Dios mío, la atracción es como una fuerza gravitatoria, imposible de resistir. Cuanto más me asusto, más me atrae. Como si toda mi vida hubiera estado esperando este momento sin saberlo».
Y así, poco a poco, se convirtió en una rutina. Un martes al mes, viajaba a Barcelona "por negocios". Amparo lo sabía, por supuesto. Entre nosotros no había secretos. O eso creía yo.
—¿Y cómo son? —me preguntaba a veces, cuando volvía a Madrid con esa sonrisa satisfecha que no podía ocultar—. ¿Son guapos? ¿Son tiernos? ¿Son salvajes?
Y yo le contaba. Todo. Cada detalle. Y ella escuchaba, fascinada, excitada, compartiendo mi placer a través de mis palabras. Y luego hacíamos el amor, con una pasión renovada, con un fuego que creíamos perdido.
Fue durante uno de esos viajes, hace unos cinco años, cuando lo conocí. A Emilio. Y nuestra vida cambió para siempre.
Estaba sentado en el jacuzzi, observando a los hombres que entraban y salían. A estas alturas ya me sentía cómodo en aquel ambiente, ya sabía cómo funcionaban las cosas, los códigos no escritos, las miradas, los gestos.
Y entonces lo vi. Alto, fornido, con la cabeza rapada y el cuerpo cubierto de tatuajes. Salía de la sauna seca, su piel brillante por el sudor, cada músculo perfectamente definido. Pero lo que me dejó sin aliento fue su rostro. Esos ojos claros, esa mandíbula cuadrada, esas cejas espesas... lo reconocí al instante.
—¡Mia pues, qué casualidad! —exclamé sin pensar—. ¡Si es el Emilio!
Vi cómo se tensaba, cómo su rostro pasaba del relajamiento post-sauna al pánico en una fracción de segundo. Me miró como si hubiera visto un fantasma, y por un momento pensé que saldría corriendo.
—Tranquilo, co —le dije, intentando calmarlo—. Que yo tampoco he venido a rezar el rosario. Lo que pasa en esta sauna, se queda en esta sauna.
Se acercó lentamente, con esa mezcla de cautela y curiosidad que tienen los animales salvajes cuando se aproximan a algo desconocido.
—¿Roque? —preguntó, como si no pudiera creer lo que veía—. ¿Qué coño hace un chico como tú en un sitio como éste un?
—Lo mismo que tú, imagino —respondí con una sonrisa, haciéndole un gesto para que se sentara a mi lado en el jacuzzi—. Buscar algunos hombres que saben lo que quieren.
Se sentó, manteniendo una distancia prudencial, su cuerpo tenso como un resorte a punto de saltar. Un hombre mayor, quizás de mi edad, que había estado compartiendo el jacuzzi con nosotros, captó la tensión entre ambos y, con una discreción digna de elogio, decidió levantarse para dejarnos hablar. Mientras salía del agua, no pudo evitar dirigir una última mirada apreciativa hacia el cuerpo de Emilio, acariciándose distraídamente el miembro. Emilio y yo intercambiamos una sonrisa cómplice ante el gesto, lo que relajó un poco el ambiente entre nosotros.
—Esto es... inesperado —murmuró, mirándome de reojo—. Nunca hubiera pensado que tú...
—¿Que me gustaran los hombres? —completé su frase—. Yo tampoco, la verdad. Es algo que he descubierto... recientemente.
Le conté brevemente sobre Amparo, sobre nuestros experimentos, sobre mi despertar tardío a esta nueva faceta de mi sexualidad. Y mientras hablaba, lo vi relajarse poco a poco, su mirada cambiando de la sorpresa a la comprensión, y luego a algo más... intenso.
—¿Y tu mujer lo sabe? —preguntó, con un tono que no supe interpretar.
—Todo —afirmé con orgullo—. Entre Amparo y yo no hay secretos.
Emilio soltó una carcajada que resonó en las paredes de azulejos.
—Pues yo tengo uno que te sorprendería —dijo, acercándose un poco más—. ¿Sabes que cuando era un crío me hacía pajas pensando en tu mujer?
Ahora fue mi turno de sorprenderme.
—¿En la Amparo? —pregunté, sintiendo una extraña mezcla de celos y excitación.
—En la Amparo —confirmó con una sonrisa lobuna—. La espiaba cuando tendía la ropa en el patio. Incluso le robé unas bragas una vez. O dos. O diez. —Hizo una pausa y me miró directamente a los ojos—. Y ya que estamos siendo sinceros... también me llevé unos calzoncillos tuyos.
Me quedé boquiabierto, incapaz de articular palabra.
—¿Mis...? ¿Tú...?
—Sí, tus gayumbos —soltó una carcajada—. Tenía dieciocho años y estaba confundido. Un día entré en vuestra casa cuando no estabais, supuestamente para darme una ducha. Acabé en vuestra cama, con las bragas de Amparo en la cara y tus calzoncillos en la mano.
—Joder —fue lo único que pude decir.
—Y entonces apareció la Pepi —continuó, bajando la voz como si me contara un secreto—. Me pilló in fraganti, con la polla tiesa y vuestras prendas íntimas. Pensé que llamaría a la Guardia Civil, pero... —sonrió pícaramente— digamos que me enseñó que mi campo de interés sexual era mucho más amplio de lo que yo creía.
—¿La Pepi? —exclamé, incrédulo—. ¿La mujer que nos limpiaba la casa?
—La misma. Una maestra en ciertas artes que no se enseñan en la escuela —guiñó un ojo—. Descubrí que me gustaban las mujeres, claro, pero también... otras cosas. Fue una revelación.
Debería haberme enfadado. Debería haberle partido la cara allí mismo. Pero en lugar de eso, sentí cómo mi miembro se endurecía, reaccionando a la imagen mental de un joven Emilio masturbándose con nuestras prendas íntimas, descubierto y después iniciado por la Pepi.
—Vaya —murmuré, intentando mantener la compostura—. Eso es... interesante.
—¿Verdad que sí? —respondió, y noté cómo su mirada bajaba hacia mi entrepierna—. Parece que la idea te gusta.
—No lo negaré —admití, sintiendo cómo el calor subía por mis mejillas, y no era solo por el agua caliente del jacuzzi—. Hay algo... excitante en imaginarlo.
Emilio se acercó aún más, hasta que nuestros muslos se tocaron bajo el agua. Sentí su piel contra la mía, caliente, firme, electrizante.
—¿Quieres que te cuente más? —susurró, su voz grave enviando escalofríos por mi espalda—. ¿O prefieres que te lo demuestre?
No respondí con palabras. No hizo falta. Mi mano encontró su camino bajo el agua, hasta posarse sobre su muslo, sintiendo la dureza de sus músculos bajo mis dedos.
—Ven —dijo, levantándose y tendiéndome la mano—. Conozco un lugar más... privado.
Lo seguí sin dudar, a través de pasillos y escaleras, hasta una pequeña habitación con una cama estrecha. En cuanto cerró la puerta tras nosotros, dejó caer su toalla, revelando un cuerpo que parecía esculpido por un artista obsesionado con la perfección masculina. Y lo más impresionante: una erección que apuntaba directamente hacia mí, como una brújula señalando el norte.
—Joder —murmuré, incapaz de apartar la mirada—. Eres... impresionante.
«¡Madre mía! ¿Y esto pretende metérmelo? Es como un bate de béisbol. Nunca me han follado con algo de semejante calibre... aunque, la verdad, me muero de ganas de probarlo».
—Y tú no estás nada mal para tu edad —respondió, acercándose y quitándome la toalla con un movimiento fluido—. Siempre me pregunté cómo serías desnudo. Ahora lo sé.
Sus ojos recorrieron mi cuerpo con apreciación, deteniéndose en mi erección.
—La verdad es que te imaginaba con algo más mortecino —sonrió, acercándose más—. Pero veo que está bien vivo y saludable.
Sin previo aviso, Emilio extendió su mano y tomó mi miembro, acariciándolo suavemente. Luego, con un movimiento que me dejó sin aliento, acercó su propio pene al mío y comenzó a frotarlos juntos, sosteniendo ambos en su mano callosa.
«Dios mío, qué sensación... La piel de su verga es tan suave contra la mía, pero su mano es áspera, fuerte, masculina. Es como sentir dos texturas opuestas a la vez, la seda y la lija, el terciopelo y el cuero. Y el calor... joder, el calor que desprende su cuerpo es como un horno».
Sin pensarlo, extendí mi mano y también tomé su miembro. Era grueso, duro como el mármol pero con una piel sorprendentemente suave. Nos quedamos así, acariciándonos mutuamente, nuestros sexos rozándose bajo nuestras manos, creando una fricción que enviaba oleadas de placer por todo mi cuerpo.
Levanté la vista y me encontré con sus ojos claros mirándome intensamente. Había algo salvaje en ellos, una mezcla de deseo y ternura que me dejó sin aliento. Sin previo aviso, Emilio deslizó su mano libre hasta mi nuca, sujetándome con firmeza pero sin brusquedad, y acercó su rostro al mío.
Cuando sus labios tocaron los míos, todo a mi alrededor pareció desvanecerse. Sentí el roce áspero de su barba de tres días contra mi piel, tan diferente a la suavidad a la que estaba acostumbrado con Amparo. El calor húmedo de su aliento invadió mi boca, y noté cómo mi miembro reaccionaba creciendo aún más entre nuestras manos.
Su lengua comenzó a jugar con la mía, primero con movimientos tentativos, casi tímidos, como si estuviera probando mis límites. Luego, al notar que yo respondía con entusiasmo, se volvió más osada, más exigente, explorando cada rincón de mi boca mientras nuestras salivas se mezclaban en un intercambio íntimo que jamás había experimentado con otro hombre.
Emilio dio un paso más hacia mí, eliminando la poca distancia que quedaba entre nosotros. Su torso, cubierto de un vello oscuro y espeso, se apretó contra el mío. La sensación era completamente nueva: donde Amparo era suavidad y curvas, él era dureza y ángulos. Sus músculos firmes, su piel caliente, el roce de su vello contra mi pecho... y entre nuestros vientres, nuestros miembros atrapados, pulsando al unísono como si mantuvieran una conversación secreta.
Bajó la mano que tenía en mi nuca, deslizándola lentamente por mi espalda en una caricia que dejaba un rastro de fuego sobre mi piel. Sus labios abandonaron los míos para recorrer mi mandíbula y descender por mi cuello, donde se detuvieron para succionar suavemente, arrancándome un gemido involuntario.
Mis manos, que hasta entonces habían permanecido casi inmóviles por la sorpresa, cobraron vida propia y comenzaron a explorar su torso. Sus pectorales eran macizos, duros como piedras bajo mis dedos, tan diferentes a los senos suaves de Amparo. Sin pensarlo, me incliné y atrapé uno de sus pezones con mis labios, sintiendo cómo se endurecía al contacto con mi lengua.
—Joder, maño —jadeó Emilio, tensándose momentáneamente—. Cuidado con eso, que los tengo casi tan sensibles como los de tu Amparo. Un poco más y me haces correrme como un chaval.
—Ya tendrás oportunidad de probar los suyos —respondí, levantando la vista sin dejar de lamer su pezón—. Pero te aseguro que son gloria bendita.
Emilio soltó una risa ronca que reverberó en su pecho, bajo mis labios. Sus manos, grandes y callosas, descendieron por mi espalda hasta alcanzar mis nalgas, que acarició con una mezcla sorprendente de fuerza y ternura. Me sentí extrañamente vulnerable bajo su tacto, pero al mismo tiempo increíblemente excitado y, curiosamente, protegido. Era como si toda mi vida hubiera estado esperando sentirme así, pequeño y seguro entre los brazos de este macho alfa que me doblaba en fuerza y juventud.
Fue entonces cuando lo percibí: ese olor masculino, intenso y almizclado, una mezcla de sudor limpio, jabón neutro y algo más primitivo, más animal. Un aroma que nunca había notado en otro hombre, o que quizás nunca me había permitido notar. Era enervante, protector y profundamente excitante, como si cada molécula de aire que respiraba estuviera cargada de feromonas diseñadas específicamente para mí.
Para mi sorpresa, Emilio pasó una mano por debajo de mis genitales, apoyó otra en mi espalda y me levantó como si yo fuera un bebé. Lejos de asustarme por esta demostración de fuerza, sentí una oleada de excitación recorrerme entero. Nunca antes me habían manipulado así, con esa facilidad, esa seguridad. Con Amparo siempre había sido yo quien llevaba el control físico, quien dirigía, quien sostenía. Pero ahora, en brazos de Emilio, me sentía ligero, entregado, vulnerable de una forma que resultaba embriagadora.
Me depositó con suavidad sobre la cama, como si fuera una pieza de porcelana valiosa que temiera romper. Se colocó a mi lado y, sin mediar palabra, comenzó a recorrer mi glande con la punta de su lengua, dibujando círculos precisos que enviaban descargas eléctricas a cada terminación nerviosa de mi cuerpo. Mientras tanto, una de sus manazas se deslizó entre mis piernas, acariciando con una delicadeza sorprendente la parte interna de mis nalgas.
Cuando uno de sus dedos comenzó a explorar suavemente mi ano, dibujando círculos alrededor del anillo de músculos, contuve la respiración. Era una sensación completamente nueva, prohibida, que me hacía sentir expuesto y a la vez deseado como nunca antes. Sus caricias eran expertas, pacientes, como si tuviera todo el tiempo del mundo para explorar cada centímetro de mi cuerpo, para descubrir cada punto que me hacía temblar de placer.
Cerré los ojos y me abandoné a aquellas sensaciones, permitiéndome por primera vez en mi vida ser completamente vulnerable, completamente receptivo. En ese momento, todas las etiquetas, todos los roles que había interpretado durante décadas —esposo, padre, hombre de negocios, patriarca— se disolvieron, dejando solo a un hombre desnudo, no solo de ropa sino de pretensiones, entregado al placer que otro hombre le proporcionaba.
Emilio subió a la cama y se colocó a cuatro patas sobre mí, en posición invertida, ofreciéndome su miembro y sus genitales mientras se inclinaba para introducir mi verga en su boca.
«Madre mía, qué espectáculo... Se me hace la boca agua con solo mirarlo. Ese pedazo de carne enhiesta y esos huevos de toro, grandes y pesados, enmarcados en esa mata de vello oscuro y espeso. Parece la ilustración de un dios de la fertilidad en algún libro prohibido. Nunca pensé que desearía tanto probar algo así».
Acerqué mi boca con una mezcla de reverencia y hambre voraz. Primero lamí tentativamente la punta de su glande, saboreando las primeras gotas de líquido preseminal que tenían un sabor ligeramente salado. Luego, envalentonado por mi propio deseo, recorrí con mi lengua toda la extensión de su miembro, desde la punta hasta la base, deleitándome con su textura, con el pulso que latía bajo la piel tersa, con el olor a macho que emanaba de él, almizclado y primitivo.
Mientras tanto, Emilio había engullido mi miembro por completo y lo trabajaba con una habilidad que me dejaba sin aliento. La presión de su lengua, la forma en que alternaba succión con caricias, la profundidad a la que llegaba sin mostrar la más mínima incomodidad... era como si conociera mi cuerpo mejor que yo mismo, como si supiera exactamente qué hacer para llevarme al borde del abismo.
Sentí que mi control se desvanecía rápidamente. Mi miembro, que normalmente podía dominar a voluntad después de décadas de experiencia, parecía tener vida propia bajo las atenciones de Emilio. El orgasmo se acercaba como una tormenta en el horizonte, imparable, poderoso.
Emilio debió notarlo, porque se detuvo abruptamente y se apartó.
—Ni se te ocurra correrte todavía, maño —me advirtió con ese acento aragonés que se acentuaba cuando se excitaba—. Que tengo pensado satisfacer uno de los mitos sexuales que marcaron mi juventud desde el encuentro con la Pepi. Y para eso te necesito bien duro y con las pilas cargadas.
Emilio se separó de mí, incorporándose con un movimiento fluido que evidenciaba su fuerza física. Me miró con esa media sonrisa suya, la que usaba cuando estaba a punto de proponer algo que sabía que me volvería loco.
—Anda, maño —dijo, señalando hacia la mesita de noche—. Coge uno de esos condones y el bote de lubricante. Quiero que me prepares bien.
—¿Prepararte? —pregunté, sintiendo cómo mi pulso se aceleraba ante la perspectiva—. ¿Para qué exactamente?
Soltó una carcajada ronca que reverberó en su pecho musculoso.
—¿Tú qué crees, ejecutivo de los cojones? —respondió, guiñándome un ojo—. Para que me folles como Dios manda. O como manda el diablo, que en estos casos viene a ser lo mismo.
Me estiré para alcanzar lo que me pedía, notando cómo su mirada recorría mi cuerpo con apreciación.
—Sabes que hace años que no... bueno, que no estoy en el lado activo —confesé mientras rasgaba el envoltorio del preservativo—. Con Amparo siempre soy yo quien recibe.
—Pues hoy toca cambiar los papeles —respondió, dándose la vuelta y colocándose a cuatro patas sobre la cama, ofreciéndome una vista que me dejó sin aliento—. Que ya va siendo hora de que ese trabuco tuyo sirva para algo más que para adornar.
Su trasero, firme y perfectamente formado, quedó expuesto ante mí como una invitación imposible de rechazar. La piel, ligeramente más clara que el resto de su cuerpo bronceado, contrastaba con el vello oscuro que se espesaba entre sus nalgas.
—Joder, Emilio —murmuré, sintiendo cómo mi boca se secaba—. Tienes un culo que parece sacado de una revista.
—¿De una revista? —se burló, mirándome por encima del hombro—. ¿Qué pasa, que ahora te has vuelto fino? Dilo como es: tengo un culazo que tira pa' atrás. Y ahora mismo está pidiendo a gritos que le des un buen repaso.
Tragué saliva mientras desenrollaba el preservativo sobre mi miembro, que palpitaba con anticipación. Abrí el bote de lubricante y vertí una generosa cantidad sobre mis dedos.
—¿Sabes? —comenté mientras acercaba mi mano a su entrada—. En mis tiempos esto se hacía con saliva y mucha paciencia.
—En tus tiempos también se cazaban mamuts con lanzas de piedra —replicó, soltando otra carcajada—. Menos cháchara y más acción, que no estamos en una reunión de consejo de administración.
Acerqué un dedo a su ano y comencé a masajear suavemente el anillo de músculos, sintiendo cómo se tensaba inicialmente para luego relajarse bajo mi tacto.
—Relájate —susurré, introduciendo lentamente la punta del dedo—. No quiero hacerte daño.
—¿Hacerme daño tú a mí? —resopló con sorna—. Que he estado en la Legión, maño. He cagado piedras en el desierto y he follado con tíos que parecían caballos percherones. Tu 'minguilla' no me va a partir por la mitad.
A pesar de sus palabras desafiantes, noté cómo se estremecía cuando mi dedo se deslizó completamente en su interior. Su cuerpo entero se tensó por un momento, y luego exhaló lentamente, adaptándose a la intrusión.
—¿Minguilla? —protesté, introduciendo un segundo dedo y comenzando a moverlos en círculos—. Creo que estás siendo injusto con mi equipamiento.
Emilio gimió suavemente cuando mis dedos encontraron su próstata, su cuerpo arqueándose involuntariamente hacia mi mano.
—Vale, vale —concedió con voz entrecortada—. Retiro lo dicho. Tienes una herramienta... más que decente para un señor de tu edad.
Continué preparándolo, mis dedos entrando y saliendo con movimientos lentos y deliberados, girando y separándose para dilatarlo adecuadamente. El lubricante hacía que todo fuera más fluido, más resbaladizo, y pronto mis dedos se deslizaban sin resistencia.
—¿Un señor de mi edad? —repetí, inclinándome para morder suavemente una de sus nalgas, dejando una marca rojiza en la piel pálida—. Te recuerdo que este "señor" te va a dar una lección que no olvidarás fácilmente.
—Eso está por ver —me desafió, empujando su trasero contra mis dedos, buscando más profundidad—. De momento solo veo mucho calentamiento y poca faena.
Retiré mis dedos y me coloqué detrás de él, alineando mi miembro con su entrada lubricada. Apoyé una mano en la parte baja de su espalda, justo donde comenzaba el valle entre sus nalgas, y con la otra guié mi verga hacia su ano.
—¿Listo? —pregunté, presionando ligeramente.
Emilio giró la cabeza, y nuestras miradas se encontraron. A pesar de su postura vulnerable, había una fuerza indomable en sus ojos claros. Pero también, sorprendentemente, una dulzura que contrastaba con su apariencia ruda. Su miembro, completamente erecto, colgaba pesadamente entre sus muslos, con el glande hinchado y amoratado por la excitación.
—Más que listo —respondió con una sonrisa que suavizó sus facciones—. Venga, Roque, hazme tuyo. Como llevas soñando desde que me has visto en la sauna.
Empujé lentamente, sintiendo cómo la resistencia inicial cedía gradualmente. El calor y la presión alrededor de mi miembro eran casi insoportables, tan intensos que tuve que detenerme varias veces para no correrme inmediatamente.
—Joder, Emilio —jadeé, mis dedos clavándose en sus caderas—. Estás tan estrecho que voy a durar menos que un caramelo en la puerta de un colegio.
—Pues aguanta, coño —gruñó, su voz tensa por la mezcla de placer y dolor—. Que no has venido hasta Barcelona para dejarme luego a medias.
Continué avanzando hasta que estuve completamente dentro de él. Nos quedamos inmóviles por un momento, ambos adaptándonos a la sensación, nuestras respiraciones sincronizándose gradualmente.
Los muslos de Emilio, cubiertos de un vello oscuro y espeso, temblaban ligeramente por el esfuerzo de mantener la posición. Su espalda ancha se estrechaba hacia la cintura en una V perfecta, y las cicatrices que la cruzaban brillaban tenuemente bajo la luz difusa de la habitación.
—Muévete —ordenó finalmente, su voz grave reverberando en el silencio—. Y no te cortes. No soy de cristal.
Comencé a moverme, primero con embestidas lentas y medidas, estableciendo un ritmo constante. Pero pronto, alentado por los gemidos cada vez más intensos de Emilio, aumenté la velocidad y la fuerza.
—Así... así... —jadeaba Emilio, su voz entrecortada por el placer, mientras empujaba hacia atrás para encontrarse con cada una de mis embestidas—. Más... más fuerte, joder. Como si... quisieras... partirme en dos.
Sus palabras, pronunciadas entre gemidos y respiraciones entrecortadas, eran como brasas ardientes que avivaban mi deseo. Podía ver cómo su espalda ancha se arqueaba con cada movimiento, cómo los músculos bajo su piel tatuada se tensaban y relajaban en una danza hipnótica. Su nuca y sus hombros, normalmente de un tono bronceado, ahora estaban teñidos de un rojo intenso que se extendía hasta su cabeza rapada, brillante por el sudor.
—¿Así? —pregunté, aumentando la intensidad, fascinado por la visión de mis caderas chocando contra sus nalgas poderosas, que temblaban con cada impacto.
—Sí... joder, sí... —respondió con un gemido gutural—. Llevo... más de diez años... soñando con esto. Con sentirte... dentro... justo así.
El sonido húmedo de nuestros cuerpos encontrándose, el aroma almizclado que impregnaba el aire, la visión de mi miembro entrando y saliendo, envuelto en el preservativo brillante por el lubricante... todo se combinaba en una sinfonía sensorial que me transportaba a un estado de conciencia alterado, donde solo existíamos nosotros y este momento.
—Es... increíble —logré articular, sintiendo cómo cada nervio de mi cuerpo vibraba con una intensidad desconocida—. Nunca había sentido... algo así.
—Ni yo... —respondió, girando la cabeza para mirarme por encima del hombro, sus ojos claros nublados por el placer—. Es como si... mi cuerpo hubiera estado esperándote... toda la vida.
Podía sentir cómo su interior me abrazaba, cálido y acogedor, cómo cada pequeño movimiento desencadenaba oleadas de placer que recorrían mi columna vertebral. Las cicatrices en su espalda, testigos silenciosos de su pasado, parecían bailar bajo la tenue luz mientras su cuerpo entero se estremecía con cada embestida.
—No pares... —suplicó, su voz apenas un susurro ronco—. Por favor... no pares...
Sus palabras encendieron algo primitivo dentro de mí. Toda la contención, toda la civilización que había construido durante décadas de vida burguesa, se desvanecieron en un instante. Me convertí en puro instinto, en deseo animal, en fuerza bruta.
Mis caderas se movían como pistones, golpeando contra sus nalgas con un sonido húmedo y obsceno que llenaba la habitación. El lubricante que había usado generosamente hacía que cada penetración fuera más fluida que la anterior, permitiéndome llegar más profundo, más duro.
—Joder, Roque —gruñó Emilio, su voz apenas reconocible—. Si me hubieras follado así hace dieciocho años, nunca habría dejado el pueblo.
Esas palabras, junto con la visión de su cuerpo poderoso sometiéndose al mío, fueron demasiado para mi control. Sentí cómo el orgasmo se construía desde la base de mi columna, una ola de placer imparable que amenazaba con arrastrarlo todo a su paso.
—Me voy a correr —advertí, mis palabras entrecortadas por el esfuerzo—. No puedo... aguantar... más.
—Hazlo —respondió, su propia mano moviéndose frenéticamente sobre su miembro—. Córrete dentro. Quiero sentirte hasta el último espasmo.
Con una última embestida brutal, me hundí completamente en él y me dejé ir. El orgasmo me sacudió con una intensidad que me dejó ciego y sordo a todo excepto a la sensación de mi semen llenando el preservativo, de su cuerpo apretándose alrededor de mi miembro en espasmos rítmicos.
Sentí cómo Emilio se tensaba debajo de mí, su cuerpo entero convulsionándose mientras alcanzaba su propio clímax. Su semen salpicó las sábanas en chorros calientes y abundantes, mientras un gruñido animal escapaba de su garganta.
Nos derrumbamos juntos sobre la cama, exhaustos y jadeantes, nuestros cuerpos aún unidos, palpitando al unísono como si compartieran un solo corazón.
—Madre mía, maño —murmuró Emilio después de un largo silencio, su voz amortiguada contra la almohada—. Para ser un ejecutivo de corbata, follas como un camionero en su última parada antes de llegar a casa.
No pude evitar reírme, un sonido que salió más como un jadeo agotado que como una verdadera carcajada.
—Y tú —respondí, besando suavemente su hombro—, para ser un legionario curtido, gimes como una colegiala en su primera vez.
Se giró para mirarme, una sonrisa perezosa extendiéndose por su rostro.
—Será nuestro secreto —dijo, guiñándome un ojo—. Como tantos otros que compartimos.
Y así, entrelazados en aquella cama estrecha de una sauna gay en Barcelona, comenzamos a tejer los hilos de una relación que cambiaría nuestras vidas para siempre. Una relación que, días después, incluiría también a Amparo, completando el círculo que, sin saberlo, habíamos empezado a dibujar hace dieciocho años en un pueblo de Aragón
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No me malinterpretes. Seguía queriendo a mi mujer. Seguía deseándola. Pero mi cuerpo... mi maldito cuerpo había empezado a traicionarme. Las erecciones ya no eran tan firmes, ni tan frecuentes. Y cada fracaso en la cama era como un pequeño puñal en mi orgullo.
Una noche, después de otro intento fallido, me sinceré con ella.
—Amparo, maña —le dije mientras nos fumábamos un cigarrillo compartido en la terraza de nuestro ático en Madrid—. Creo que necesitamos probar algo diferente.
—¿A qué te refieres exactamente? —me preguntó con esa mirada suya, esa que parece leer hasta el último rincón de tu alma.
—A que quizás podríamos... no sé, invitar a alguien más. A la cama, quiero decir.
Esperaba una bofetada, un grito, lágrimas quizás. Pero Amparo, mi Amparo, simplemente continuó con sus caricias, deslizando sus dedos por mi piel con ternura mientras apoyaba su cabeza en mi hombro y me miraba con una media sonrisa.
—¿Un hombre o una mujer? —preguntó con una naturalidad que me dejó sin palabras.
—Yo... pues... —balbuceé como un idiota—. No lo había pensado. Supongo que una mujer, para ti, para nosotros...
—¿Y si fuera un hombre? —insistió ella, sus ojos brillando con una curiosidad que nunca le había visto—. ¿Te molestaría verme con otro hombre?
La pregunta me golpeó como un puñetazo en el estómago. Debería haberme molestado, ¿verdad? La idea de otro hombre tocando a mi mujer debería haberme revuelto las tripas. «¿Qué clase de hombre soy?», pensé, «¿qué marido permite que otro toque lo que es suyo?». Pero inmediatamente me avergoncé de ese pensamiento. Amparo no era una posesión. Y lo más desconcertante era que, en lugar de celos, sentí un cosquilleo extraño, una excitación inesperada que se manifestó en una erección súbita que no había experimentado en meses. «Joder, esto no es normal», me dije a mí mismo, «esto no es lo que se supone que debe sentir un hombre». Y sin embargo, ahí estaba yo, más excitado de lo que había estado en años, solo con imaginar a mi mujer con otro hombre. Y quizás, aunque entonces no me atrevía a admitirlo ni ante mí mismo, también excitado por la idea de ese otro hombre.
—Joder —murmuré, sorprendido por mi propia reacción—. Parece que no me molestaría en absoluto.
Amparo miró hacia mi entrepierna y soltó una carcajada cristalina. Su rostro se iluminó con una picardía juvenil que hacía años no le veía. Sus ojos, enmarcados por pequeñas arrugas de expresión, brillaban con una mezcla de diversión y deseo mientras se giraba para guiñarme un ojo cómplice.
—Vaya, vaya —dijo, mientras su mano se deslizaba suavemente sobre mi erección, acariciándola con delicadeza—. Parece que hemos encontrado la medicina para tu... problema.
Sin dejar de mirarme a los ojos, fue bajando lentamente su rostro hasta que sentí su aliento cálido sobre mi glande. Con una sonrisa traviesa, pasó su lengua por la punta en un movimiento circular que me arrancó un gemido involuntario. Luego, con la misma naturalidad con la que me había propuesto invitar a un tercero a nuestra cama, me tomó en su boca por completo.
Y así comenzó todo. Primero fueron encuentros casuales en Barcelona, lejos de Madrid, lejos del pueblo, lejos de cualquier conocido. Amparo y yo con algún hombre que encontrábamos en un bar, en un club o en una página de citas especializadas en parejas swinger. Experimentamos, aprendimos, descubrimos juntos. Y con cada encuentro, mi excitación crecía al verla disfrutar con otro hombre, al ver cómo se entregaba, cómo gemía, cómo brillaba.
Pero también empecé a notar algo más. Algo que no esperaba. Algo que no sabía cómo manejar.
Me excitaba mirar a los otros hombres.
No solo cómo se movían sobre Amparo, no solo cómo la hacían disfrutar. «Es como una sinfonía perfecta», me decía a mí mismo mientras observaba. «Sus gemidos agudos mezclándose con los gruñidos de él, el sonido húmedo de sus cuerpos chocando, la visión hipnótica de su sexo siendo invadido por otro pene, abriéndola, llenándola... joder, es el espectáculo más erótico que he visto en mi vida». Me excitaba mirarlos a ellos. Sus cuerpos. Sus músculos. Su forma de moverse. Y más de una vez, mientras follaba con mi mujer después de que nuestro invitado se hubiera ido, me descubrí pensando en él, imaginando que era él quien estaba debajo de mí, o encima, o...
Esto me aterrorizaba. Me hacía sentir confundido, avergonzado incluso. «Es como si hubiera vivido toda mi vida con una venda en los ojos», pensaba en mis momentos de mayor honestidad. «El terror me paraliza, pero la atracción... Dios mío, la atracción es como una fuerza gravitatoria, imposible de resistir. Cuanto más me asusto, más me atrae. Como si toda mi vida hubiera estado esperando este momento sin saberlo». ¿Qué coño me estaba pasando? Yo no era maricón. Nunca me habían atraído los hombres. O eso creía.
Un día, durante uno de nuestros encuentros, me atreví a algo que nunca había hecho. Estábamos con un italiano, un tipo de unos cuarenta años, moreno, con un cuerpo trabajado y una polla que parecía sacada de una película porno. Amparo estaba a cuatro patas sobre la cama, con él detrás, embistiéndola con fuerza mientras yo la besaba, arrodillado frente a ella.
En un momento, sin pensarlo demasiado, extendí mi mano y acaricié la espalda del italiano. Él me miró sorprendido, pero no se apartó. Al contrario, me sonrió y siguió con lo suyo. Envalentonado, dejé que mi mano bajara hasta su culo, sintiendo cómo sus músculos se tensaban con cada embestida.
—¿Te gusta lo que ves, amico? —me preguntó con ese acento suyo que hacía que hasta la pregunta más inocente sonara obscena.
—Sí —admití, sorprendiéndome a mí mismo—. Me gusta mucho.
—Entonces tócame más —me invitó, sin dejar de moverse dentro de Amparo, que gemía cada vez más fuerte—. Tócame donde quieras.
Y lo hice. Mis manos recorrieron su cuerpo con una curiosidad casi infantil, descubriendo texturas, formas, sensaciones nuevas. Y cuando mis dedos se acercaron a su entrada, él separó ligeramente las piernas, invitándome.
—Hazlo —susurró—. Mete un dedo. Quiero sentirte dentro mientras la follo a ella.
Amparo yacía debajo del italiano, con las piernas abiertas y levantadas, sus tobillos cruzados sobre la espalda baja de él. Su cuerpo se agitaba rítmicamente con cada embate, haciendo que sus pechos se balancearan suavemente. Su melena blanca, normalmente tan perfectamente peinada, se extendía como un halo plateado sobre el edredón azul oscuro. Sus ojos, dilatados por el placer, permanecían fijos en mí mientras su boca, entreabierta, dejaba escapar gemidos entrecortados con cada embestida. El sudor perlaba su frente y su cuello, dándole un brillo casi sobrenatural bajo la tenue luz de la habitación.
Cuando escuchó las palabras del italiano, su cuerpo entero se tensó. Vi cómo sus dedos se clavaban en las sábanas y cómo arqueaba la espalda, ofreciéndose aún más.
—Sí, Ro... que —jadeó entre embestidas, apenas capaz de articular palabra, su voz entrecortada por el placer—. Haz... lo... Quie... ro... ve... ros.
Con el corazón a mil por hora, humedecí mi dedo con saliva y lo introduje lentamente en el italiano. La sensación fue... indescriptible. Cálido, estrecho, pulsante. Y la forma en que él reaccionó, tensándose y luego relajándose, gimiendo y embistiendo a Amparo con más fuerza, me hizo sentir poderoso, deseado, vivo.
Esa noche cruzamos una frontera. Los tres. Y aunque el italiano se marchó al amanecer, dejando solo su nombre y el recuerdo de una noche extraordinaria, algo había cambiado dentro de mí. Una puerta se había abierto, y ya no podía cerrarla.
Después de aquello, nuestros encuentros siguieron, pero yo empecé a sentir una curiosidad creciente, una necesidad que no sabía cómo expresar. Quería más. Quería explorar. Quería saber qué se sentía al estar con un hombre, no solo como espectador o participante tangencial, sino completamente.
Una tarde, mientras Amparo se iba al pueblo con nuestro hijo y nuestra nieta, decidí dar el paso. Busqué en internet, encontré una dirección. Ese mismo día tomé un AVE rumbo a Barcelona y me dirigí a una sauna gay en el centro de la ciudad. El corazón me latía tan fuerte que pensé que me daría un infarto allí mismo, en la recepción, mientras pagaba la entrada y recibía la toalla y la llave de la taquilla.
El lugar era elegante, discreto, con una iluminación tenue que creaba una atmósfera íntima. Me desnudé en el vestuario, me puse la toalla alrededor de la cintura, y me aventuré en aquel mundo desconocido con una mezcla de miedo y excitación que me hacía temblar.
La primera vez no pasó nada. Me limité a observar, a sentir el ambiente, a acostumbrarme a las miradas de otros hombres sobre mi cuerpo. Miradas de apreciación, de deseo, que me hacían sentir extrañamente halagado. Pasé por la sauna seca, por la de vapor, por el jacuzzi. Tomé una cerveza en el bar. Y me fui, sin más.
Pero volví. Una semana después, volví. Y esta vez fue diferente. Cuando entré al jacuzzi, noté que un hombre me observaba desde el otro lado. Tendría mi edad, quizás un par de años menos, con un cuerpo bronceado y en forma, el cabello muy blanco perfectamente cortado, y un pecho cubierto de vello igualmente blanco que contrastaba con su piel tostada. Su sonrisa transmitía una seguridad que me resultó inmediatamente atractiva. Nuestras miradas se cruzaron varias veces hasta que finalmente se acercó y se sentó a mi lado.
—Primera vegada, oi? —preguntó con una voz grave y cálida que me recordó a esos locutores de radio de medianoche.
—¿Perdón? —respondí, para que repitiese su pregunta.
—Disculpa, por favor, es la costumbre. Tan solo preguntaba si es la primera vez — aclaró.
—Todos hemos pasado por eso —sonrió, extendiendo su mano—. Me llamo Arnau. Arquitecto jubilado y, como tú, descubridor tardío de ciertos placeres.
—Roque —dije, estrechando su mano bajo el agua—. Empresario y... principiante en esto.
—La primera vez que vine —confesó Arnau con una sonrisa cómplice—, estaba tan nervioso que me quedé dos horas en el vestuario fingiendo que buscaba algo en la taquilla. —Soltó una risa suave—. El encargado pensó que era un ladrón y casi llama a la policía. Imagínate el titular: "Respetable arquitecto de 65 años detenido en sauna gay por comportamiento sospechoso". Mi esposa se habría reído un montón.
Su anécdota me arrancó una carcajada que alivió parte de mi tensión. Había algo reconfortante en saber que incluso este hombre, que ahora parecía tan seguro de sí mismo, había experimentado el mismo miedo que yo sentía.
—¿Así que tu mujer lo sabe? —pregunté con curiosidad.
—Lo supo antes que yo —respondió con una sonrisa.
Charlamos durante lo que pareció una eternidad. Sobre nuestras vidas, nuestros trabajos, nuestras familias. Me contó que había estado casado cuarenta años, que tenía tres hijos y cinco nietos, y que solo después de enviudar se había permitido explorar esa parte de sí mismo que siempre había mantenido oculta.
—A veces pienso en todo el tiempo perdido —confesó con una mirada melancólica, su acento acentuándose ligeramente con la emoción—. Pero luego me digo: mejor tarde que nunca, ¿no?
No sé en qué momento exacto su mano se posó sobre mi muslo bajo el agua. Un gesto casual, como si fuera lo más natural del mundo. Sus dedos ascendieron hasta que las yemas de sus dedos rozaron con suavidad mi polla. Y lo más sorprendente fue que no sentí la necesidad de apartar su mano. Al contrario, aquel contacto despertó en mí una sensación de calidez y anticipación que me dejó sin aliento. Noté como mi miembro empezaba a llenarse de sangre, creciendo bajo su tacto como si tuviera vida propia.
«Joder, esto no es normal. Se supone que debería estar incómodo, que debería apartarme... pero su mano se siente tan bien. Hay algo en cómo me toca, con esa seguridad, esa firmeza... Nunca había sentido algo así con una mujer. Es como si supiera exactamente qué hacer, dónde tocar, con qué presión. Como si nuestros cuerpos hablaran el mismo idioma».
—¿Te apetece ir a un lugar más tranquilo? —sugirió Arnau, su voz ahora un tono más baja—. Sin presiones. Solo para conocernos mejor.
Asentí, incapaz de articular palabra, y lo seguí, los dos en pelotas, hasta una pequeña sala con divanes tapizados en cuero negro. El ambiente era íntimo, con una iluminación tenue que creaba sombras sugerentes sobre las paredes.
—Podemos empezar con algo sencillo —propuso, sentándose a mi lado, el vello blanco de su pecho brillando suavemente bajo la luz tenue—. Solo para romper el hielo.
Su mano se deslizó sobre mi miembro con una naturalidad desconcertante, como si hubiera hecho esto mil veces. Probablemente así era. Cuando sus dedos se cerraron alrededor, dejé escapar un gemido involuntario.
«¡Dios mío! Su mano es tan diferente a la de Amparo... más grande, más fuerte, pero igualmente delicada en sus movimientos. Conoce exactamente la presión adecuada, el ritmo perfecto. Es como si supiera instintivamente lo que necesito».
—Tú también puedes tocarme —susurró, guiando mi mano hacia su entrepierna.
Sentí su miembro endurecerse bajo mi tacto, una sensación extrañamente familiar y a la vez completamente nueva. Era como tocarme a mí mismo pero desde otra perspectiva, conociendo ya el mapa pero explorando un territorio desconocido.
Nos masturbamos mutuamente en silencio, nuestras respiraciones acelerándose al unísono. Había algo profundamente íntimo en aquel acto aparentemente simple. No era solo el placer físico, sino la complicidad, el reconocimiento mutuo, como si ambos estuviéramos diciendo: "Entiendo lo que eres, lo que sientes, porque yo también lo siento".
—¿Te gusta? —preguntó, su voz ronca por la excitación.
—Mucho —logré articular entre jadeos.
—Entonces te va a encantar esto.
Sin más preámbulos, se inclinó y tomó mi miembro en su boca. La sensación fue tan intensa que tuve que morderme el labio para no gritar. Su lengua se movía con maestría, alternando presión y succión de una forma que me hacía ver estrellas.
«¡Santo cielo! Esto es... indescriptible. La calidez, la humedad, la forma en que su lengua recorre cada vena, cada pliegue... Y esa barba incipiente rozando mis muslos, añadiendo una textura áspera que contrasta deliciosamente con la suavidad de sus labios. Es como si supiera exactamente qué hacer para volverme loco».
Estaba tan perdido en aquellas sensaciones que tardé en darme cuenta de que no estábamos solos. Al abrir los ojos, vi a dos hombres en el diván de enfrente, observándonos mientras se acariciaban mutuamente. Uno era joven, quizás treinta años, musculoso y bronceado; el otro, mayor, con un cuerpo esbelto y elegante. Ambos nos miraban con una mezcla de deseo y admiración que, lejos de incomodarme, me excitó aún más.
«Debería sentirme avergonzado, expuesto, pero no es así. Hay algo increíblemente liberador en ser observado de esta manera, en ser deseado por otros hombres. Es como si todas las reglas que he seguido durante décadas se hubieran desvanecido de repente, dejándome en un espacio nuevo donde solo importa el placer, la conexión, la autenticidad».
Arnau debió notar mi reacción porque intensificó sus movimientos, llevándome cada vez más cerca del límite. Cuando finalmente alcancé el orgasmo, fue como si una ola gigantesca me arrastrara, dejándome temblando y jadeante. Él recibió todo en su boca, sin apartar sus ojos de los míos, en un acto de intimidad que me conmovió profundamente.
—Bienvenido al club —susurró después, limpiándose la comisura de los labios con un gesto elegante—. Has dado el primer paso.
—¿Y ahora qué? —pregunté, todavía aturdido por la intensidad de lo que acababa de experimentar.
—Ahora —sonrió, acariciando mi mejilla con ternura—, ahora el mundo se abre ante ti. Hay tantas formas de placer que aún no has descubierto...
Y así comenzó mi educación. En las semanas siguientes, exploré con Arnau y otros hombres que conocí en la sauna todo un universo de sensaciones que jamás había imaginado.
Recuerdo la primera vez que otro hombre eyaculó en mi mano. Fue con un ejecutivo holandés de visita en Barcelona. Sentir los espasmos de su miembro, tan similares y a la vez tan diferentes a los míos, el calor de su semen deslizándose entre mis dedos, la forma en que su respiración se entrecortaba... fue como descubrir un nuevo idioma táctil, un vocabulario de placer que siempre había estado ahí, esperando a que lo aprendiera.
Luego vino la primera vez que me atreví a usar mi boca. Estaba nervioso, torpe como un adolescente, pero Arnau me guió con paciencia infinita. "Despacio", me decía, "disfruta cada sensación, cada textura, cada sabor". Y así lo hice. Descubrí el placer de dar placer, la intimidad profunda de ese acto que antes me parecía impensable.
Con el tiempo, aprendí los secretos de preparar a otro hombre para recibirme. La delicadeza necesaria, la paciencia, el respeto por los ritmos del cuerpo ajeno. La primera vez que me follé a otro hombre fue una revelación. No era solo el placer físico, sino la confianza implícita en ese acto, la vulnerabilidad compartida.
Y finalmente, impulsado por una curiosidad que crecía con cada nueva experiencia, me rendí a la sensación de ser yo el follado. El miedo inicial dio paso a un placer que jamás hubiera imaginado, un éxtasis que nacía de lugares que no sabía que podían ser fuentes de tanto gozo. Arnau fue mi guía también en esto, paciente y atento, enseñándome a relajarme, a entregarme, a confiar.
Hubo una tarde especial, en una suite privada de la sauna, donde tres hombres me enseñaron los placeres de la entrega total. Uno besaba mis labios, otro acariciaba mi miembro, mientras un tercero me poseía con delicadeza. La sensación de estar completamente rodeado, deseado, adorado por tantas manos, labios, cuerpos... fue abrumadora en su intensidad.
Cada nueva experiencia era una revelación, cada nuevo amante un maestro que me guiaba en este viaje de autodescubrimiento. Y lo más sorprendente era que, lejos de sentirme culpable o confundido, me sentía más completo, más auténtico que nunca.
«Es como si hubiera vivido toda mi vida con una venda en los ojos», pensaba en mis momentos de mayor honestidad. «El terror me paraliza, pero la atracción... Dios mío, la atracción es como una fuerza gravitatoria, imposible de resistir. Cuanto más me asusto, más me atrae. Como si toda mi vida hubiera estado esperando este momento sin saberlo».
Y así, poco a poco, se convirtió en una rutina. Un martes al mes, viajaba a Barcelona "por negocios". Amparo lo sabía, por supuesto. Entre nosotros no había secretos. O eso creía yo.
—¿Y cómo son? —me preguntaba a veces, cuando volvía a Madrid con esa sonrisa satisfecha que no podía ocultar—. ¿Son guapos? ¿Son tiernos? ¿Son salvajes?
Y yo le contaba. Todo. Cada detalle. Y ella escuchaba, fascinada, excitada, compartiendo mi placer a través de mis palabras. Y luego hacíamos el amor, con una pasión renovada, con un fuego que creíamos perdido.
Fue durante uno de esos viajes, hace unos cinco años, cuando lo conocí. A Emilio. Y nuestra vida cambió para siempre.
Estaba sentado en el jacuzzi, observando a los hombres que entraban y salían. A estas alturas ya me sentía cómodo en aquel ambiente, ya sabía cómo funcionaban las cosas, los códigos no escritos, las miradas, los gestos.
Y entonces lo vi. Alto, fornido, con la cabeza rapada y el cuerpo cubierto de tatuajes. Salía de la sauna seca, su piel brillante por el sudor, cada músculo perfectamente definido. Pero lo que me dejó sin aliento fue su rostro. Esos ojos claros, esa mandíbula cuadrada, esas cejas espesas... lo reconocí al instante.
—¡Mia pues, qué casualidad! —exclamé sin pensar—. ¡Si es el Emilio!
Vi cómo se tensaba, cómo su rostro pasaba del relajamiento post-sauna al pánico en una fracción de segundo. Me miró como si hubiera visto un fantasma, y por un momento pensé que saldría corriendo.
—Tranquilo, co —le dije, intentando calmarlo—. Que yo tampoco he venido a rezar el rosario. Lo que pasa en esta sauna, se queda en esta sauna.
Se acercó lentamente, con esa mezcla de cautela y curiosidad que tienen los animales salvajes cuando se aproximan a algo desconocido.
—¿Roque? —preguntó, como si no pudiera creer lo que veía—. ¿Qué coño hace un chico como tú en un sitio como éste un?
—Lo mismo que tú, imagino —respondí con una sonrisa, haciéndole un gesto para que se sentara a mi lado en el jacuzzi—. Buscar algunos hombres que saben lo que quieren.
Se sentó, manteniendo una distancia prudencial, su cuerpo tenso como un resorte a punto de saltar. Un hombre mayor, quizás de mi edad, que había estado compartiendo el jacuzzi con nosotros, captó la tensión entre ambos y, con una discreción digna de elogio, decidió levantarse para dejarnos hablar. Mientras salía del agua, no pudo evitar dirigir una última mirada apreciativa hacia el cuerpo de Emilio, acariciándose distraídamente el miembro. Emilio y yo intercambiamos una sonrisa cómplice ante el gesto, lo que relajó un poco el ambiente entre nosotros.
—Esto es... inesperado —murmuró, mirándome de reojo—. Nunca hubiera pensado que tú...
—¿Que me gustaran los hombres? —completé su frase—. Yo tampoco, la verdad. Es algo que he descubierto... recientemente.
Le conté brevemente sobre Amparo, sobre nuestros experimentos, sobre mi despertar tardío a esta nueva faceta de mi sexualidad. Y mientras hablaba, lo vi relajarse poco a poco, su mirada cambiando de la sorpresa a la comprensión, y luego a algo más... intenso.
—¿Y tu mujer lo sabe? —preguntó, con un tono que no supe interpretar.
—Todo —afirmé con orgullo—. Entre Amparo y yo no hay secretos.
Emilio soltó una carcajada que resonó en las paredes de azulejos.
—Pues yo tengo uno que te sorprendería —dijo, acercándose un poco más—. ¿Sabes que cuando era un crío me hacía pajas pensando en tu mujer?
Ahora fue mi turno de sorprenderme.
—¿En la Amparo? —pregunté, sintiendo una extraña mezcla de celos y excitación.
—En la Amparo —confirmó con una sonrisa lobuna—. La espiaba cuando tendía la ropa en el patio. Incluso le robé unas bragas una vez. O dos. O diez. —Hizo una pausa y me miró directamente a los ojos—. Y ya que estamos siendo sinceros... también me llevé unos calzoncillos tuyos.
Me quedé boquiabierto, incapaz de articular palabra.
—¿Mis...? ¿Tú...?
—Sí, tus gayumbos —soltó una carcajada—. Tenía dieciocho años y estaba confundido. Un día entré en vuestra casa cuando no estabais, supuestamente para darme una ducha. Acabé en vuestra cama, con las bragas de Amparo en la cara y tus calzoncillos en la mano.
—Joder —fue lo único que pude decir.
—Y entonces apareció la Pepi —continuó, bajando la voz como si me contara un secreto—. Me pilló in fraganti, con la polla tiesa y vuestras prendas íntimas. Pensé que llamaría a la Guardia Civil, pero... —sonrió pícaramente— digamos que me enseñó que mi campo de interés sexual era mucho más amplio de lo que yo creía.
—¿La Pepi? —exclamé, incrédulo—. ¿La mujer que nos limpiaba la casa?
—La misma. Una maestra en ciertas artes que no se enseñan en la escuela —guiñó un ojo—. Descubrí que me gustaban las mujeres, claro, pero también... otras cosas. Fue una revelación.
Debería haberme enfadado. Debería haberle partido la cara allí mismo. Pero en lugar de eso, sentí cómo mi miembro se endurecía, reaccionando a la imagen mental de un joven Emilio masturbándose con nuestras prendas íntimas, descubierto y después iniciado por la Pepi.
—Vaya —murmuré, intentando mantener la compostura—. Eso es... interesante.
—¿Verdad que sí? —respondió, y noté cómo su mirada bajaba hacia mi entrepierna—. Parece que la idea te gusta.
—No lo negaré —admití, sintiendo cómo el calor subía por mis mejillas, y no era solo por el agua caliente del jacuzzi—. Hay algo... excitante en imaginarlo.
Emilio se acercó aún más, hasta que nuestros muslos se tocaron bajo el agua. Sentí su piel contra la mía, caliente, firme, electrizante.
—¿Quieres que te cuente más? —susurró, su voz grave enviando escalofríos por mi espalda—. ¿O prefieres que te lo demuestre?
No respondí con palabras. No hizo falta. Mi mano encontró su camino bajo el agua, hasta posarse sobre su muslo, sintiendo la dureza de sus músculos bajo mis dedos.
—Ven —dijo, levantándose y tendiéndome la mano—. Conozco un lugar más... privado.
Lo seguí sin dudar, a través de pasillos y escaleras, hasta una pequeña habitación con una cama estrecha. En cuanto cerró la puerta tras nosotros, dejó caer su toalla, revelando un cuerpo que parecía esculpido por un artista obsesionado con la perfección masculina. Y lo más impresionante: una erección que apuntaba directamente hacia mí, como una brújula señalando el norte.
—Joder —murmuré, incapaz de apartar la mirada—. Eres... impresionante.
«¡Madre mía! ¿Y esto pretende metérmelo? Es como un bate de béisbol. Nunca me han follado con algo de semejante calibre... aunque, la verdad, me muero de ganas de probarlo».
—Y tú no estás nada mal para tu edad —respondió, acercándose y quitándome la toalla con un movimiento fluido—. Siempre me pregunté cómo serías desnudo. Ahora lo sé.
Sus ojos recorrieron mi cuerpo con apreciación, deteniéndose en mi erección.
—La verdad es que te imaginaba con algo más mortecino —sonrió, acercándose más—. Pero veo que está bien vivo y saludable.
Sin previo aviso, Emilio extendió su mano y tomó mi miembro, acariciándolo suavemente. Luego, con un movimiento que me dejó sin aliento, acercó su propio pene al mío y comenzó a frotarlos juntos, sosteniendo ambos en su mano callosa.
«Dios mío, qué sensación... La piel de su verga es tan suave contra la mía, pero su mano es áspera, fuerte, masculina. Es como sentir dos texturas opuestas a la vez, la seda y la lija, el terciopelo y el cuero. Y el calor... joder, el calor que desprende su cuerpo es como un horno».
Sin pensarlo, extendí mi mano y también tomé su miembro. Era grueso, duro como el mármol pero con una piel sorprendentemente suave. Nos quedamos así, acariciándonos mutuamente, nuestros sexos rozándose bajo nuestras manos, creando una fricción que enviaba oleadas de placer por todo mi cuerpo.
Levanté la vista y me encontré con sus ojos claros mirándome intensamente. Había algo salvaje en ellos, una mezcla de deseo y ternura que me dejó sin aliento. Sin previo aviso, Emilio deslizó su mano libre hasta mi nuca, sujetándome con firmeza pero sin brusquedad, y acercó su rostro al mío.
Cuando sus labios tocaron los míos, todo a mi alrededor pareció desvanecerse. Sentí el roce áspero de su barba de tres días contra mi piel, tan diferente a la suavidad a la que estaba acostumbrado con Amparo. El calor húmedo de su aliento invadió mi boca, y noté cómo mi miembro reaccionaba creciendo aún más entre nuestras manos.
Su lengua comenzó a jugar con la mía, primero con movimientos tentativos, casi tímidos, como si estuviera probando mis límites. Luego, al notar que yo respondía con entusiasmo, se volvió más osada, más exigente, explorando cada rincón de mi boca mientras nuestras salivas se mezclaban en un intercambio íntimo que jamás había experimentado con otro hombre.
Emilio dio un paso más hacia mí, eliminando la poca distancia que quedaba entre nosotros. Su torso, cubierto de un vello oscuro y espeso, se apretó contra el mío. La sensación era completamente nueva: donde Amparo era suavidad y curvas, él era dureza y ángulos. Sus músculos firmes, su piel caliente, el roce de su vello contra mi pecho... y entre nuestros vientres, nuestros miembros atrapados, pulsando al unísono como si mantuvieran una conversación secreta.
Bajó la mano que tenía en mi nuca, deslizándola lentamente por mi espalda en una caricia que dejaba un rastro de fuego sobre mi piel. Sus labios abandonaron los míos para recorrer mi mandíbula y descender por mi cuello, donde se detuvieron para succionar suavemente, arrancándome un gemido involuntario.
Mis manos, que hasta entonces habían permanecido casi inmóviles por la sorpresa, cobraron vida propia y comenzaron a explorar su torso. Sus pectorales eran macizos, duros como piedras bajo mis dedos, tan diferentes a los senos suaves de Amparo. Sin pensarlo, me incliné y atrapé uno de sus pezones con mis labios, sintiendo cómo se endurecía al contacto con mi lengua.
—Joder, maño —jadeó Emilio, tensándose momentáneamente—. Cuidado con eso, que los tengo casi tan sensibles como los de tu Amparo. Un poco más y me haces correrme como un chaval.
—Ya tendrás oportunidad de probar los suyos —respondí, levantando la vista sin dejar de lamer su pezón—. Pero te aseguro que son gloria bendita.
Emilio soltó una risa ronca que reverberó en su pecho, bajo mis labios. Sus manos, grandes y callosas, descendieron por mi espalda hasta alcanzar mis nalgas, que acarició con una mezcla sorprendente de fuerza y ternura. Me sentí extrañamente vulnerable bajo su tacto, pero al mismo tiempo increíblemente excitado y, curiosamente, protegido. Era como si toda mi vida hubiera estado esperando sentirme así, pequeño y seguro entre los brazos de este macho alfa que me doblaba en fuerza y juventud.
Fue entonces cuando lo percibí: ese olor masculino, intenso y almizclado, una mezcla de sudor limpio, jabón neutro y algo más primitivo, más animal. Un aroma que nunca había notado en otro hombre, o que quizás nunca me había permitido notar. Era enervante, protector y profundamente excitante, como si cada molécula de aire que respiraba estuviera cargada de feromonas diseñadas específicamente para mí.
Para mi sorpresa, Emilio pasó una mano por debajo de mis genitales, apoyó otra en mi espalda y me levantó como si yo fuera un bebé. Lejos de asustarme por esta demostración de fuerza, sentí una oleada de excitación recorrerme entero. Nunca antes me habían manipulado así, con esa facilidad, esa seguridad. Con Amparo siempre había sido yo quien llevaba el control físico, quien dirigía, quien sostenía. Pero ahora, en brazos de Emilio, me sentía ligero, entregado, vulnerable de una forma que resultaba embriagadora.
Me depositó con suavidad sobre la cama, como si fuera una pieza de porcelana valiosa que temiera romper. Se colocó a mi lado y, sin mediar palabra, comenzó a recorrer mi glande con la punta de su lengua, dibujando círculos precisos que enviaban descargas eléctricas a cada terminación nerviosa de mi cuerpo. Mientras tanto, una de sus manazas se deslizó entre mis piernas, acariciando con una delicadeza sorprendente la parte interna de mis nalgas.
Cuando uno de sus dedos comenzó a explorar suavemente mi ano, dibujando círculos alrededor del anillo de músculos, contuve la respiración. Era una sensación completamente nueva, prohibida, que me hacía sentir expuesto y a la vez deseado como nunca antes. Sus caricias eran expertas, pacientes, como si tuviera todo el tiempo del mundo para explorar cada centímetro de mi cuerpo, para descubrir cada punto que me hacía temblar de placer.
Cerré los ojos y me abandoné a aquellas sensaciones, permitiéndome por primera vez en mi vida ser completamente vulnerable, completamente receptivo. En ese momento, todas las etiquetas, todos los roles que había interpretado durante décadas —esposo, padre, hombre de negocios, patriarca— se disolvieron, dejando solo a un hombre desnudo, no solo de ropa sino de pretensiones, entregado al placer que otro hombre le proporcionaba.
Emilio subió a la cama y se colocó a cuatro patas sobre mí, en posición invertida, ofreciéndome su miembro y sus genitales mientras se inclinaba para introducir mi verga en su boca.
«Madre mía, qué espectáculo... Se me hace la boca agua con solo mirarlo. Ese pedazo de carne enhiesta y esos huevos de toro, grandes y pesados, enmarcados en esa mata de vello oscuro y espeso. Parece la ilustración de un dios de la fertilidad en algún libro prohibido. Nunca pensé que desearía tanto probar algo así».
Acerqué mi boca con una mezcla de reverencia y hambre voraz. Primero lamí tentativamente la punta de su glande, saboreando las primeras gotas de líquido preseminal que tenían un sabor ligeramente salado. Luego, envalentonado por mi propio deseo, recorrí con mi lengua toda la extensión de su miembro, desde la punta hasta la base, deleitándome con su textura, con el pulso que latía bajo la piel tersa, con el olor a macho que emanaba de él, almizclado y primitivo.
Mientras tanto, Emilio había engullido mi miembro por completo y lo trabajaba con una habilidad que me dejaba sin aliento. La presión de su lengua, la forma en que alternaba succión con caricias, la profundidad a la que llegaba sin mostrar la más mínima incomodidad... era como si conociera mi cuerpo mejor que yo mismo, como si supiera exactamente qué hacer para llevarme al borde del abismo.
Sentí que mi control se desvanecía rápidamente. Mi miembro, que normalmente podía dominar a voluntad después de décadas de experiencia, parecía tener vida propia bajo las atenciones de Emilio. El orgasmo se acercaba como una tormenta en el horizonte, imparable, poderoso.
Emilio debió notarlo, porque se detuvo abruptamente y se apartó.
—Ni se te ocurra correrte todavía, maño —me advirtió con ese acento aragonés que se acentuaba cuando se excitaba—. Que tengo pensado satisfacer uno de los mitos sexuales que marcaron mi juventud desde el encuentro con la Pepi. Y para eso te necesito bien duro y con las pilas cargadas.
Emilio se separó de mí, incorporándose con un movimiento fluido que evidenciaba su fuerza física. Me miró con esa media sonrisa suya, la que usaba cuando estaba a punto de proponer algo que sabía que me volvería loco.
—Anda, maño —dijo, señalando hacia la mesita de noche—. Coge uno de esos condones y el bote de lubricante. Quiero que me prepares bien.
—¿Prepararte? —pregunté, sintiendo cómo mi pulso se aceleraba ante la perspectiva—. ¿Para qué exactamente?
Soltó una carcajada ronca que reverberó en su pecho musculoso.
—¿Tú qué crees, ejecutivo de los cojones? —respondió, guiñándome un ojo—. Para que me folles como Dios manda. O como manda el diablo, que en estos casos viene a ser lo mismo.
Me estiré para alcanzar lo que me pedía, notando cómo su mirada recorría mi cuerpo con apreciación.
—Sabes que hace años que no... bueno, que no estoy en el lado activo —confesé mientras rasgaba el envoltorio del preservativo—. Con Amparo siempre soy yo quien recibe.
—Pues hoy toca cambiar los papeles —respondió, dándose la vuelta y colocándose a cuatro patas sobre la cama, ofreciéndome una vista que me dejó sin aliento—. Que ya va siendo hora de que ese trabuco tuyo sirva para algo más que para adornar.
Su trasero, firme y perfectamente formado, quedó expuesto ante mí como una invitación imposible de rechazar. La piel, ligeramente más clara que el resto de su cuerpo bronceado, contrastaba con el vello oscuro que se espesaba entre sus nalgas.
—Joder, Emilio —murmuré, sintiendo cómo mi boca se secaba—. Tienes un culo que parece sacado de una revista.
—¿De una revista? —se burló, mirándome por encima del hombro—. ¿Qué pasa, que ahora te has vuelto fino? Dilo como es: tengo un culazo que tira pa' atrás. Y ahora mismo está pidiendo a gritos que le des un buen repaso.
Tragué saliva mientras desenrollaba el preservativo sobre mi miembro, que palpitaba con anticipación. Abrí el bote de lubricante y vertí una generosa cantidad sobre mis dedos.
—¿Sabes? —comenté mientras acercaba mi mano a su entrada—. En mis tiempos esto se hacía con saliva y mucha paciencia.
—En tus tiempos también se cazaban mamuts con lanzas de piedra —replicó, soltando otra carcajada—. Menos cháchara y más acción, que no estamos en una reunión de consejo de administración.
Acerqué un dedo a su ano y comencé a masajear suavemente el anillo de músculos, sintiendo cómo se tensaba inicialmente para luego relajarse bajo mi tacto.
—Relájate —susurré, introduciendo lentamente la punta del dedo—. No quiero hacerte daño.
—¿Hacerme daño tú a mí? —resopló con sorna—. Que he estado en la Legión, maño. He cagado piedras en el desierto y he follado con tíos que parecían caballos percherones. Tu 'minguilla' no me va a partir por la mitad.
A pesar de sus palabras desafiantes, noté cómo se estremecía cuando mi dedo se deslizó completamente en su interior. Su cuerpo entero se tensó por un momento, y luego exhaló lentamente, adaptándose a la intrusión.
—¿Minguilla? —protesté, introduciendo un segundo dedo y comenzando a moverlos en círculos—. Creo que estás siendo injusto con mi equipamiento.
Emilio gimió suavemente cuando mis dedos encontraron su próstata, su cuerpo arqueándose involuntariamente hacia mi mano.
—Vale, vale —concedió con voz entrecortada—. Retiro lo dicho. Tienes una herramienta... más que decente para un señor de tu edad.
Continué preparándolo, mis dedos entrando y saliendo con movimientos lentos y deliberados, girando y separándose para dilatarlo adecuadamente. El lubricante hacía que todo fuera más fluido, más resbaladizo, y pronto mis dedos se deslizaban sin resistencia.
—¿Un señor de mi edad? —repetí, inclinándome para morder suavemente una de sus nalgas, dejando una marca rojiza en la piel pálida—. Te recuerdo que este "señor" te va a dar una lección que no olvidarás fácilmente.
—Eso está por ver —me desafió, empujando su trasero contra mis dedos, buscando más profundidad—. De momento solo veo mucho calentamiento y poca faena.
Retiré mis dedos y me coloqué detrás de él, alineando mi miembro con su entrada lubricada. Apoyé una mano en la parte baja de su espalda, justo donde comenzaba el valle entre sus nalgas, y con la otra guié mi verga hacia su ano.
—¿Listo? —pregunté, presionando ligeramente.
Emilio giró la cabeza, y nuestras miradas se encontraron. A pesar de su postura vulnerable, había una fuerza indomable en sus ojos claros. Pero también, sorprendentemente, una dulzura que contrastaba con su apariencia ruda. Su miembro, completamente erecto, colgaba pesadamente entre sus muslos, con el glande hinchado y amoratado por la excitación.
—Más que listo —respondió con una sonrisa que suavizó sus facciones—. Venga, Roque, hazme tuyo. Como llevas soñando desde que me has visto en la sauna.
Empujé lentamente, sintiendo cómo la resistencia inicial cedía gradualmente. El calor y la presión alrededor de mi miembro eran casi insoportables, tan intensos que tuve que detenerme varias veces para no correrme inmediatamente.
—Joder, Emilio —jadeé, mis dedos clavándose en sus caderas—. Estás tan estrecho que voy a durar menos que un caramelo en la puerta de un colegio.
—Pues aguanta, coño —gruñó, su voz tensa por la mezcla de placer y dolor—. Que no has venido hasta Barcelona para dejarme luego a medias.
Continué avanzando hasta que estuve completamente dentro de él. Nos quedamos inmóviles por un momento, ambos adaptándonos a la sensación, nuestras respiraciones sincronizándose gradualmente.
Los muslos de Emilio, cubiertos de un vello oscuro y espeso, temblaban ligeramente por el esfuerzo de mantener la posición. Su espalda ancha se estrechaba hacia la cintura en una V perfecta, y las cicatrices que la cruzaban brillaban tenuemente bajo la luz difusa de la habitación.
—Muévete —ordenó finalmente, su voz grave reverberando en el silencio—. Y no te cortes. No soy de cristal.
Comencé a moverme, primero con embestidas lentas y medidas, estableciendo un ritmo constante. Pero pronto, alentado por los gemidos cada vez más intensos de Emilio, aumenté la velocidad y la fuerza.
—Así... así... —jadeaba Emilio, su voz entrecortada por el placer, mientras empujaba hacia atrás para encontrarse con cada una de mis embestidas—. Más... más fuerte, joder. Como si... quisieras... partirme en dos.
Sus palabras, pronunciadas entre gemidos y respiraciones entrecortadas, eran como brasas ardientes que avivaban mi deseo. Podía ver cómo su espalda ancha se arqueaba con cada movimiento, cómo los músculos bajo su piel tatuada se tensaban y relajaban en una danza hipnótica. Su nuca y sus hombros, normalmente de un tono bronceado, ahora estaban teñidos de un rojo intenso que se extendía hasta su cabeza rapada, brillante por el sudor.
—¿Así? —pregunté, aumentando la intensidad, fascinado por la visión de mis caderas chocando contra sus nalgas poderosas, que temblaban con cada impacto.
—Sí... joder, sí... —respondió con un gemido gutural—. Llevo... más de diez años... soñando con esto. Con sentirte... dentro... justo así.
El sonido húmedo de nuestros cuerpos encontrándose, el aroma almizclado que impregnaba el aire, la visión de mi miembro entrando y saliendo, envuelto en el preservativo brillante por el lubricante... todo se combinaba en una sinfonía sensorial que me transportaba a un estado de conciencia alterado, donde solo existíamos nosotros y este momento.
—Es... increíble —logré articular, sintiendo cómo cada nervio de mi cuerpo vibraba con una intensidad desconocida—. Nunca había sentido... algo así.
—Ni yo... —respondió, girando la cabeza para mirarme por encima del hombro, sus ojos claros nublados por el placer—. Es como si... mi cuerpo hubiera estado esperándote... toda la vida.
Podía sentir cómo su interior me abrazaba, cálido y acogedor, cómo cada pequeño movimiento desencadenaba oleadas de placer que recorrían mi columna vertebral. Las cicatrices en su espalda, testigos silenciosos de su pasado, parecían bailar bajo la tenue luz mientras su cuerpo entero se estremecía con cada embestida.
—No pares... —suplicó, su voz apenas un susurro ronco—. Por favor... no pares...
Sus palabras encendieron algo primitivo dentro de mí. Toda la contención, toda la civilización que había construido durante décadas de vida burguesa, se desvanecieron en un instante. Me convertí en puro instinto, en deseo animal, en fuerza bruta.
Mis caderas se movían como pistones, golpeando contra sus nalgas con un sonido húmedo y obsceno que llenaba la habitación. El lubricante que había usado generosamente hacía que cada penetración fuera más fluida que la anterior, permitiéndome llegar más profundo, más duro.
—Joder, Roque —gruñó Emilio, su voz apenas reconocible—. Si me hubieras follado así hace dieciocho años, nunca habría dejado el pueblo.
Esas palabras, junto con la visión de su cuerpo poderoso sometiéndose al mío, fueron demasiado para mi control. Sentí cómo el orgasmo se construía desde la base de mi columna, una ola de placer imparable que amenazaba con arrastrarlo todo a su paso.
—Me voy a correr —advertí, mis palabras entrecortadas por el esfuerzo—. No puedo... aguantar... más.
—Hazlo —respondió, su propia mano moviéndose frenéticamente sobre su miembro—. Córrete dentro. Quiero sentirte hasta el último espasmo.
Con una última embestida brutal, me hundí completamente en él y me dejé ir. El orgasmo me sacudió con una intensidad que me dejó ciego y sordo a todo excepto a la sensación de mi semen llenando el preservativo, de su cuerpo apretándose alrededor de mi miembro en espasmos rítmicos.
Sentí cómo Emilio se tensaba debajo de mí, su cuerpo entero convulsionándose mientras alcanzaba su propio clímax. Su semen salpicó las sábanas en chorros calientes y abundantes, mientras un gruñido animal escapaba de su garganta.
Nos derrumbamos juntos sobre la cama, exhaustos y jadeantes, nuestros cuerpos aún unidos, palpitando al unísono como si compartieran un solo corazón.
—Madre mía, maño —murmuró Emilio después de un largo silencio, su voz amortiguada contra la almohada—. Para ser un ejecutivo de corbata, follas como un camionero en su última parada antes de llegar a casa.
No pude evitar reírme, un sonido que salió más como un jadeo agotado que como una verdadera carcajada.
—Y tú —respondí, besando suavemente su hombro—, para ser un legionario curtido, gimes como una colegiala en su primera vez.
Se giró para mirarme, una sonrisa perezosa extendiéndose por su rostro.
—Será nuestro secreto —dijo, guiñándome un ojo—. Como tantos otros que compartimos.
Y así, entrelazados en aquella cama estrecha de una sauna gay en Barcelona, comenzamos a tejer los hilos de una relación que cambiaría nuestras vidas para siempre. Una relación que, días después, incluiría también a Amparo, completando el círculo que, sin saberlo, habíamos empezado a dibujar hace dieciocho años en un pueblo de Aragón
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