
Daniel cumplía 18 años. En la casa de al lado vivía Claudia, su vecina milf, de 34, separada, curvas de pecado y reputación peligrosa en el barrio. Daniel la veía cada mañana salir en leggins ajustados, con el pelo recogido y ese perfume dulce que lo dejaba mareado. Sabía lo que decían de ella: que se acostaba con tipos casados, que una vez la vieron entrar al motel con el marido de una amiga… A él no le importaba. Él la deseaba desde los 16.
Y ahora que era mayor de edad, no tenía miedo de pedírselo.
La encontró esa tarde regando las plantas en su jardín, con un shortcito diminuto y una musculosa sin sostén. Le temblaban las piernas.
—Hola, Claudia… hoy es mi cumple.
Ella le sonrió, con esos labios rojos que parecían siempre a punto de morder algo.
—¿18 ya? Qué grande estás… Felicidades, Dani.
Él tragó saliva, la miró fijo.
—¿Te puedo pedir algo?
Ella levantó una ceja, divertida.
—Decime.
—Quiero tener sexo contigo.
Claudia se rió. Creyó que era una broma.
—¿Estás loco? No digas boludeces…
—No estoy jodiendo —dijo él, con el corazón latiéndole como un tambor—. Te vi estar con tipos que tienen familia, hijos… Y a mí me venís esquivando. Cumplime este deseo de cumpleaños. Por favor.
La sonrisa de Claudia se fue borrando. Lo miró con seriedad. Daniel no era un pendejo cualquiera. Tenía el cuerpo trabajado, los ojos decididos y una erección apenas disimulada debajo del pantalón corto.
—¿Así que querés coger conmigo? ¿Ese es tu gran deseo de cumpleaños?
—El único.
Ella se acercó, bajó la manguera, lo miró de arriba abajo y le susurró:
—Andá a ducharte. En 20 minutos, tocá la puerta de casa. Si me arrepiento, no te abro. Si no… ya sabés lo que querías de regalo.
Daniel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Salio corriendo a bañarse.
Daniel llegó a la puerta puntual. Ni un minuto antes, ni uno después. Llevaba una remera limpia, el pelo húmedo y los nervios trepándole por la espalda como un ejército.
Tocó.
La puerta se abrió lentamente… y ahí estaba ella.
Claudia vestía una bata negra de seda que apenas le cubría las caderas. Iba maquillada como si saliera a una cita formal: labios rojo vino, ojos delineados con precisión. El escote mostraba sus pechos turgentes sin pudor. Olía a vainilla y peligro.
—Entrá, cumpleañero —dijo con voz ronca—. Cerrá la puerta.
Él obedeció.
—¿Estás segura? —preguntó, con un hilo de voz.
Ella lo miró como una loba hambrienta.
—Te prometí un regalo, ¿no? Y yo cumplo lo que prometo.
Claudia se acercó, lenta, pegando su cuerpo al de él. Le bajó la mirada al pantalón, donde ya se notaba la erección.
—Mmm… parece que el cumpleañero ya está listo.
Sin esperar respuesta, desató la bata. La dejó caer. Estaba completamente desnuda.

Daniel se quedó mudo. La mujer que había fantaseado mil veces estaba ahí, frente a él, sin una gota de ropa, con los pezones duros y las caderas llenas, deseosa, encendida.
Ella le sonrió.
—¿Querías tu regalo? Vení… —y se arrodilló frente a él.
Le bajó el pantalón, la ropa interior. Daniel temblaba. Claudia tomó su pene con una mano, lo acarició, lo saboreó con la lengua lentamente, como si lo estuviera descubriendo.
Lo mamó con ganas, con ritmo, mirándolo desde abajo, disfrutando de cada gemido que él soltaba. Daniel creía que iba a desmayarse del placer.
—Todavía no te vengas, bebé —le dijo—. Recién empieza la fiesta.
Lo llevó al sofá, lo empujó suavemente hasta que quedó sentado, y se subió sobre él, frotándose contra su pija ya húmeda y dura.
—Ahora me vas a dar todo, ¿sí? —susurró, llevándolo dentro de su concha—. Quiero sentir cada maldito centímetro.
Claudia lo cabalgaba con fuerza, con movimientos expertos, tomándolo del cuello, besándolo con hambre. Él la sujetaba de las tetas, de las caderas, perdido entre sus gemidos y el calor que los envolvía.
—¿Así querías tu regalo? —le jadeó en la oreja—. Decime que soy mejor que todas las chicas de tu edad.
—Sos mejor que todas juntas —le dijo él, con la voz quebrada.
Ella rió, sin dejar de moverse.
—Y todavía no viste nada.
Claudia gemía sobre él, húmeda, desbocada. Lo cabalgaba con ritmo firme, sus tetas rebotando frente a los ojos de Daniel, que no podía creer que aquella mujer fuera real. Su vecina, su fantasía más prohibida, ahora lo montaba con deseo salvaje.
Ella le dijo para cambiar de posición, sonrió, se apoyó sobre el sofá y levantó la cadera, ofreciéndose sin palabras.
Daniel se colocó detrás, guiándose entre sus muslos, y le metio la pija en la concha de nuevo, profundo.
Claudia soltó un gemido ronco, con la cabeza hacia atrás.
—¡Así… así, nene! —jadeó—. No pares…
Él la sujetó de las caderas y comenzó a embestir con más fuerza, con más hambre. El ritmo se volvía más frenético, más sucio, más real.
—¡Más duro! —gritó ella—. ¡Dame todo, Daniel!
Él se inclinó hacia adelante, la tomó del pelo, y le susurró:
—Desde los dieciséis soñaba con esto… No sabés cuánto te deseé.
—Y ahora me tenés. Toda para vos. Hoy soy tuya —le respondió, con la voz entrecortada.
Ella le pidio por él culo Daniel salió un momento, colocó la punta en su otro agujero. Claudia se estremeció, arqueó la espalda y lo guió con una mano.

—¿Querías todo de mí, no? Entonces tomá… tomame entera.
Con paciencia, con deseo contenido, él fue entrando, sintiéndola estrecha, caliente. Ella gemía contra el cojín, retorciéndose de placer.
Cuando sintió que no aguantaba más, la giró otra vez, la hizo recostarse sobre la alfombra, y se puso de rodillas frente a ella.
—Clau… no doy más…
—Dámelo —dijo ella, mirándolo a los ojos—. Terminá en mis tetas. Quiero sentirte ahí.
Daniel se corrió entre sus tetas, bombeando con fuerza hasta soltarlo todo sobre su piel suave y sudada. Claudia lo acarició mientras lo miraba con una sonrisa satisfecha.
—Feliz cumpleaños, Daniel —le dijo, jadeando—. ¿Fue el regalo que esperabas?

Él se dejó caer a su lado, sonriendo como un idiota.
—Fue mucho más.
Daniel aún jadeaba, tirado sobre la alfombra, con el cuerpo tembloroso y la mente flotando en algún lugar entre el cielo y el infierno. Claudia, desnuda a su lado, acariciaba sus propios pechos, todavía marcados por el calor de su regalo.
Él giró la cabeza hacia ella, con una mezcla de osadía y súplica en los ojos.
—Claudia… ¿podemos hacerlo otra vez?
Ella lo miró con una ceja alzada, cruzando las piernas como si estuviera a punto de dictar sentencia.
—¿Otra vez? Claro que no. Solo fue una vez, por tu cumpleaños. Eso era el trato, ¿no?
Daniel sintió cómo su sonrisa se desmoronaba. Parpadeó dos veces. Trató de decir algo, pero no pudo. Se quedó en silencio, como un cachorro abandonado.
Entonces Claudia soltó una carcajada deliciosa y le dio un golpecito en el pecho.
—¡Ay, no te pongas así! —rió—. Es broma, tontito. Se te notó todo en la cara.
Él la miró, sin saber si reír o suspirar.
—Sos mala…
—Y vos demasiado tierno. Pero sí, Daniel, se nota que te gustó… y a mí también.
Se inclinó sobre él, besándolo suavemente en los labios, y luego en el cuello, antes de susurrarle al oído:
—Podés venir cuando tengas ganas. Con o sin cumpleaños.
Daniel se quedó mirando el techo, sonriendo como si hubiera ganado la lotería.
Y tal vez la había ganado.
Habían pasado dos días desde aquel cumpleaños inolvidable. Daniel aún tenía en la piel el olor de Claudia, y en la cabeza, cada imagen de su cuerpo y cada gemido suyo. No podía dejar de pensar en ella.
Esa tarde, mientras estudiaba en su habitación, recibió un mensaje.
Claudia: ¿Estás ocupado? Vení, quiero hablar con vos un rato. Estoy sola.
Tardó menos de cinco minutos en tocar la puerta. Claudia lo recibió en bata, descalza, con el cabello suelto.
—Pasá. Quedate un rato.
Se sentaron en el sofá. Ella lo miraba como si pudiera leerle el alma.
—Estás todo nervioso —le dijo, divertida.
—Es que… desde la otra noche no puedo dejar de pensar en eso.
Claudia se acercó un poco, le tocó la pierna con sus dedos suaves, despacio.
—¿Y sabés qué, Daniel? Yo tampoco. Sos joven, pero me encantó lo que hicimos. Y me gustás.
Él se sonrojó, pero no apartó la mirada. Claudia lo tomó de la barbilla.
—Ahora decime… ¿tenés alguna fantasía?
—¿Eh?
—Sí, fantasías. Cosas que siempre quisiste probar con una mujer pero nunca te animaste a pedir.
Daniel tragó saliva.
—Sí… algunas. Pero son cosas raras.
Ella sonrió de lado.
—Contame.
—Bueno… siempre imaginé hacerlo con una mujer usando lencería negra… ligas, medias, tacones… Y también en lugares distintos, como en un auto, en un baño público… o que me dominen un poco, con los ojos vendados —se detuvo, un poco avergonzado—. Ya te dije que era raro…
Claudia no dejó de sonreír.
—No es raro. Es delicioso. Y te tengo noticias.
Se acercó al oído y le susurró:
—Voy a intentar cumplir cada una de tus fantasías. Una por una… Pero con una condición.
—¿Cuál?
Ella se separó y lo miró fijo.
—No te enamores, Daniel. Esto es deseo, es juego. Nada más. ¿Entendido?
Daniel la miró unos segundos, y aunque algo dentro suyo dolió un poco, no pensaba desaprovechar esa oportunidad.
—Entendido.
—Perfecto —dijo ella, de pie ahora, caminando hacia el dormitorio—. Empezamos mañana. Te espero con lencería negra. No llegues tarde.
Y cerró la puerta, dejándolo solo, con el corazón latiéndole en todo el cuerpo.
Daniel llegó puntual. Quizá incluso demasiado puntual.
Cruzó el patio de la casa de Claudia con el corazón latiéndole a mil. La noche estaba húmeda, y la ansiedad le recorría el cuerpo como electricidad. Cuando tocó la puerta, esta se abrió lentamente, como si ya lo estuvieran esperando.
La luz interior era tenue, rojiza. El ambiente olía a incienso y vino caro.
Claudia apareció desde el pasillo, caminando lentamente hacia él.
Y Daniel se quedó sin aire.
Ella llevaba un conjunto de lencería negra de encaje, tan fino que parecía pintado sobre su piel. Las medias llegaban hasta medio muslo, sostenidas por ligas que acentuaban sus caderas redondas. Tacones altos. Cabello suelto. Labios rojos. Ojos afilados.
—¿Te gusta tu regalo de hoy? —preguntó ella, girando lentamente, dejándole ver sus nalgas perfectas, casi desnudas.
Daniel apenas pudo asentir.
—No hablés —ordenó ella con voz baja pero firme—. Esta noche mando yo.
Le ató una bufanda negra sobre los ojos, cubriéndole la visión.
—Quiero que sientas todo sin saber qué viene después —susurró en su oído, mientras le quitaba la remera con lentitud—. Confía en mí, Daniel.
Él obedeció.
La sensación de tener los ojos cubiertos lo volvió más sensible a todo: el roce de su piel, el aroma de su perfume, el sonido de sus tacones caminando alrededor suyo.
Lo empujó suavemente al sillón. Luego le bajó el pantalón y se arrodilló entre sus piernas.
El primer contacto de su lengua en la base de su pija lo hizo temblar. Jugaba con él despacio, lamiendo, succionando, acariciando con sus labios hasta dejarlo a punto de estallar.
—Todavía no —susurró, separándose—. Todavía no te vas a venir.
Subió sobre él, metiendose su pija, en su concha, montándolo sin quitarle la venda. Su cuerpo cálido, húmedo, lo rodeó por completo.

—¿Sentís eso? —le dijo, mientras se movía lento, profunda, deliciosa—. Esta soy yo, tomándote como quiero.
Él gimió.
—¿Quién manda esta noche? —preguntó ella.
—Vos… vos, Claudia…
—Bien.
Los movimientos se aceleraron. Sus uñas se clavaban en los hombros de él. Su aliento se volvió errático, caliente.
Ella gemía sin miedo, sin pudor, sintiendo cada embestida, cada roce.
—Vas a correrte solo cuando yo te diga. ¿Entendiste?
—Sí…
—¿Querés venirte ahora?
—Sí… por favor…
—Entonces hacelo. Venite en mí, Daniel.
Él explotó dentro de ella, con un gemido contenido, profundo. Y Claudia lo besó mientras sentía cómo él se rendía bajo su control.
Lo soltó. Le sacó la venda. Lo miró con esa sonrisa suya, peligrosa y adictiva.
—Una fantasía menos, nene.
Se levantó, caminó hacia la cocina en tacones, dejando que él viera cómo se movía su cuerpo todavía temblando.
—¿Cuál es la próxima? —preguntó sin girarse—. Pensalo bien. Quiero que me sorprendas.

Esa noche, Daniel le envió un mensaje corto pero directo:
> "Fantasía nueva: quiero que me bañes como un niño malcriado."
Claudia no respondió. Solo le mandó una foto. Era de sus piernas mojadas en la ducha, con espuma cubriéndole apenas los muslos. Abajo, el mensaje:
> "Tenés diez minutos."
Él llegó en siete.
Apenas entró, ella lo esperaba en bata de baño, mojada, con el cabello recogido en un moño flojo y los pezones marcados bajo la tela.
—Sacate todo —ordenó sin sonreír.
Daniel obedeció. Se desnudó frente a ella, sin decir palabra.
Claudia lo tomó de la mano y lo llevó al baño. La ducha ya corría, humeante. El vapor cubría los azulejos, creando un ambiente denso y excitante.
Lo metió bajo el agua caliente y lo empujó suavemente contra la pared.
—Así que querés que te bañe como un malcriado… —susurró—. Bueno, bebé, te voy a dejar limpito.
Tomó el jabón líquido y lo vertió sobre su pecho. Luego lo frotó con las manos, masajeándolo, bajando por su abdomen, sus caderas, su trasero. Todo en círculos lentos, sensuales.
—Tenés un cuerpo hermoso, aunque no lo admitas todavía —le dijo, mientras se agachaba.
Ahora tenía el jabón en las manos y su pene erecto entre ellas. Lo lavaba como si fuera un objeto sagrado, lento, con cariño, apretando suavemente con los dedos.
Daniel gimió.
—Shhh, calladito —le advirtió—. Los nenes malcriados no se quejan.

Se lo metió en la boca de golpe. Sin aviso. Caliente, profunda, su lengua girando alrededor mientras él se apoyaba contra la pared para no caerse. El agua corría sobre su cuerpo, mezclándose con los jadeos.
Cuando estuvo a punto de venirse, ella se detuvo.
—Todavía no.
Se levantó, se dio vuelta y apoyó las manos en la pared. Echó la cabeza hacia atrás, dejando ver su cuello mojado.
—¿Querés meterlo ahora?
—Sí…
—Entonces hacelo. Pero suave. Como si fueras un nene obediente.
Daniel le metió la pija en su concha despacio. Sentía todo: el calor, la estrechez, el contraste con el agua tibia. Comenzó a moverse lentamente, empujando desde atrás mientras ella gemía con la frente apoyada en los azulejos.
—Más… —susurró Claudia—. Dame más…
La sujetó de las caderas y aceleró, chocando contra ella, el sonido de sus cuerpos mojados llenando el baño.
—Ahora sí —dijo Claudia, girando el rostro con una sonrisa satisfecha—. Sos un malcriado, pero sabés coger como hombre.
Unos minutos después, se corrieron juntos, jadeando, abrazados bajo el agua.
Claudia lo besó, le limpió el semen de los muslos con la mano y luego dijo:
—Listo. Bañado, corrido y satisfecho. ¿Qué más quiere el nene mimado?
Daniel se rió, medio temblando.
—Quiero quedarme a dormir con vos.
Ella lo miró, seria. Luego sonrió de lado.
—¿Seguro que estás listo para eso?
Era viernes a la noche. Daniel estaba tirado en la cama, en calzoncillos, esperando. Había recibido un mensaje de Claudia solo diez minutos antes:
> “Hoy me pediste que me desnude bailando para vos. Espero que estés listo para aguantar…”
Cuando golpearon la puerta, su corazón casi se le sale del pecho. Se levantó, abrió, y se quedó sin palabras.
Claudia estaba vestida con un trench negro que le llegaba a medio muslo, gafas oscuras y labios rojos como el pecado.
—¿Preparado para tu show, cumpleañero tardío? —dijo, empujándolo suavemente hacia adentro.
Entró, puso música desde su celular —un ritmo lento, cargado de graves— y se paró en el centro del cuarto, frente a él. Daniel se sentó, hipnotizado.
Claudia empezó a moverse. Primero, se desabrochó el abrigo lentamente, botón por botón, dejando entrever lo que había debajo: un conjunto de lencería negra con encaje, ligas que sujetaban sus medias altas, y tacos de aguja.
Giró, se inclinó hacia adelante, le mostró el trasero cubierto por una tanga diminuta y luego se lo restregó suavemente en las piernas mientras bajaba el ritmo de la música.
Se volvió de frente, con una mirada felina.
—¿Esto es lo que querías ver?
Daniel solo pudo asentir, con la boca entreabierta.
Claudia se soltó el cabello, sacudió la melena, y comenzó a bailar en serio. Sus manos recorrieron su propio cuerpo, apretando sus pechos por encima del encaje, deslizándolos con lentitud mientras la tela cedía. Los tirantes del sostén cayeron por sus hombros. Lo dejó caer al suelo.
—¿Querés tocar? —preguntó.
—No —jadeó Daniel—. Quiero mirar… todo.
Claudia sonrió. Se bajó la tanga con los pulgares, lentamente, dejando que se deslizara entre sus muslos y cayera al suelo. Luego se acercó, lo empujó hacia atrás y se sentó sobre él.

Desnuda. Ardiente. Dueña de la situación.
—Ahora sí, nene… me viste toda. Pero mirame bien. Porque vas a terminar esta noche con la imagen tatuada en la mente.
Y sin más aviso, se deslizó sobre su pija dura, lo tomó con fuerza por la nuca y comenzó a cabalgarlo al ritmo de la música. Sus pechos se sacudían en su cara, su piel sudada brillaba bajo la tenue luz del cuarto, y sus gemidos crecían a cada embestida.
El cuerpo de Daniel se estremecía, empapado de sudor. Claudia estaba encima de él, desnuda, montándolo con una sonrisa maliciosa. Su piel ardía, sus tetas bailaban frente a sus ojos, y el cuarto olía a sexo, a deseo cumplido, a una fantasía desatada.
—¿Te gusta mi show privado? —le decía ella mientras lo cabalgaba.
Él jadeaba, sin poder hablar.
—Entonces acabá mirándome. No cierres los ojos. Quiero verte cuando lo hagas…

Y justo cuando su cuerpo explotó de placer, justo cuando sintió que se venía con una intensidad que lo atravesaba todo…
📢 PI-PI-PI-PI-PI-PI!!!! 🔔🎼
El sonido cortante del despertador lo arrancó de golpe.
Daniel abrió los ojos. Estaba solo. En su cama. Con las sábanas mojadas y un temblor recorriéndole el cuerpo.
Miró el reloj. 07:00 a.m.
—No puede ser… —susurró, frotándose la cara, confundido.
Era el día de su cumpleaños. Cumplía 18. Todo lo vivido, todo lo sentido… no había pasado. Solo había sido un sueño húmedo, detallado, real, demasiado real.
Se duchó, se vistió con una mezcla de frustración y vergüenza, y salió al jardín con su café. Fue entonces cuando escuchó una voz detrás del cerco.
—¡Feliz cumpleaños, Daniel! —dijo Claudia, su vecina, apoyada en la reja con una taza en mano, sin maquillaje, con el pelo atado y una sonrisa dulce.
Él se le quedó mirando. Todavía no podía creerlo. Era ella. Igual a su sueño. O mejor.
—Gracias —respondió, tragando saliva—. Qué sorpresa…
Ella se acercó un poco más.
—¿Vas a hacer algo especial hoy?
—No sé —dijo él—. Por ahora, nada.
Claudia lo miró fijamente, con un brillo especial en los ojos.
—¿Y tenés algún regalo que quieras pedir…? Algo que realmente desees…
Daniel la observó. Su mente volvió a todo lo soñado: su boca, sus pechos, sus palabras, sus juegos. Todo lo vivido… o imaginado.
Sonrió.
—Sí —dijo en voz baja—. Uno. Pero… es un sueño.
Ella lo miró con una ceja levantada, enigmática.
—A veces los sueños... se cumplen. Solo hay que saber pedirlos bien.
Y le guiñó un ojo antes de entrar a su casa.
Daniel se quedó de pie, con el corazón latiendo como loco. Pensando...
¿Y si…se lo pido?
Tal vez el verdadero regalo recién estaba por empezar.



2 comentarios - El Regalo Que Quiero