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Once años después… (XIX)




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Compendio III


SOLO PARA ASEGURARME II

Once años después… (XIX)

El resto de la noche la pasamos tranquilos, acurrucándonos como si fuéramos un matrimonio de verdad. Sin embargo, por la mañana, empezó a manosear mis testículos otra vez.

•¡Mírate! ¡Eres tan guarro! – se burló mientras me masturbaba. – Anoche tuvimos el mejor sexo del mundo y esta cosa sigue dura y con ganas. ¿Qué puedes decir para disculparte?

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Me reí, incapaz de rebatirle.

•¡Es tu culpa! Te ves muy rica.

-¡Eres tan guarro! – me dijo, antes de inclinarse y darme una mamada.

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La boca de Pamela se sentía como el cielo. Sus dientes rozaban mi piel sensible mientras me iba tomando a fondo, sus ojos mirándome con malicia y lujuria. Era una rara mezcla de emociones, sabiendo que ella ya estaba embarazada con mi hijo y, aun así, estábamos teniendo sexo como si fuéramos pendejos que recién descubrieron el sexo.

En mi mente, si comparaba a Marisol con la diosa de la cosecha, Pamela era definitivamente la diosa de la guerra.

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Con Pamela, todo era impulsivo de partida, una de las principales razones que el sexo con ella era sorprendente. Aun así, podía ser tierna, como lo es mi esposa cuando hacemos el amor.

Su boca era un edén tibio y húmedo que me hacía olvidar todo el problema que habíamos armado. Podía sentir que me hinchaba más, lo cual era sorprendente considerando la cantidad de veces que le habíamos dado la noche anterior.

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La estaba empujando toda, ahogándola, pero a Pamela no le importaba. Me daba la impresión de que ella había estado célibe por un buen tiempo y ahogarse con mi pene estaba entre sus primeras prioridades.

Sus ojos lagrimeaban, pero no me retiré, sus manos masajeando mis testículos, instándome a meterla más profundo. La manera que me miraba me cautivaba. Parecía que intentaba controlarme con su boca y disfrutando cada centímetro de ella.

-¡Trágalo todo! – gruñí, sintiendo mi orgasmo llegar.

Pamela asintió, sus ojos mirándome en todo momento mientras me tragaba hasta el fondo, su garganta apretándose alrededor de mi glande. Cuando finalmente me corrí, pude notar la determinación en sus ojos mientras tomaba cada gota que le podía ofrecer. Lamió sus labios, una sonrisa satisfecha jugando en sus labios mientras me miraba.

Después de eso, le hice la cola mientras nos bañábamos. Se veía increíble, como la sexy amazona española que siempre visualicé: sus pechos morenos eran tibios y blandos; su trasero era supremo, sus nalgas redondas y sacudiéndose con cada embestida y sus gemidos salían con un gozo absoluto. Sus cabellos mojados solo amplificaban su cruda energía sexual.

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Su mirada se perdía con pasión mientras se doblaba, su espalda jabonosa doblegándose, suplicando por más. El agua caliente que caía entre nuestros cuerpos solo hacía que la experiencia se hiciera más intensa. Lo hacíamos como animales, nuestros cuerpos moviéndose en una danza de puro instinto.

La colita de Pamela parecía una segunda conchita para mí. Estaba apretada, pero había sido entrenada para aguantarme. Y a ella le encantaba. Ella echaba su cuerpo para atrás con cada embestida, sus gemidos haciendo eco en la ducha.

Su colita era un guante apretado y húmedo en torno a mi verga y el agua solo lo hacía más intenso. Se sentía que la estaba cogiendo de una manera que ella nunca había experimentado antes. El jabón hacía que su piel fuera jabonosa, y podía sentir cómo se mojaba con cada sacudida.

-Te encanta, ¿Cierto? – Le gruñí, afirmando su cintura y acercándola más.

•¡Carajos, sí! – exclamó, sus ojos cerrados en placer. -¡Me encanta cómo me llenas, Marco!

Sus palabras solo me pusieron más agresivo y empecé a darle más duro. El agua rebotaba sobre nuestra piel, haciendo que nuestros cuerpos brillaran mientras nos movíamos en perfecta armonía.

Once años después… (XIX)

Su cola era un torbellino de placer, y yo estaba perdido en sus profundidades. Con cada azote, su colita se apretaba en torno a mí, instándome a venirme pronto. Era intenso, casi una experiencia salvaje, algo que me hacía sentir vivo de una manera que no había sentido antes.

El vapor de la ducha empañaba los vidrios y nuestros cuerpos estaban pegajosos en una mezcla de agua y sudor. Sus gemidos eran impactantes, haciendo eco en las baldosas y sabía una vez más que estaba por venirse.

La manoseé lo suficiente para jugar con su botón, sintiendo su cuerpo estremecerse bajo mis dedos.

-¡Vente para mí, preciosa! – le susurré, y ella dejó escapar un gemido delicioso mientras se venía, su colita contrayéndose en torno a mi pene.

La visión de verla así, perdida en el placer, fue demasiado para mí y no pude evitar seguirle, llenando su culito con mi semen.

Una vez más, el agua se llevaba nuestros pecados, la evidencia de nuestra pasión mientras colapsábamos sobre las baldosas, agitados y riéndonos. Su colita todavía se estremecía en torno a mi miembro emblandecido y la sensación parecía no tener igual a todo lo que he experimentado.

Almorzamos. Cocinamos un poco de arroz con hamburguesas como si fuéramos pareja. Aun así, verla vestir solo un delantal fue excitante.

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Entonces, mientras comíamos, me preguntó de las otras. Pamela no era tonta. Ella sabía que tenía otras mujeres aparte y que a Marisol le encantaba que durmiera con ellas.

Sorpresivamente, mantuvo sus celos a raya. Creo que mi arrepentimiento le pareció genuino, puesto que Pamela sabe que originalmente soy monógamo. Aun así, las mujeres parecen tirarse encima de mí.

Pero entonces, nos movimos a un tema más delicado: cuándo empecé a tirarme a su hermana Violeta.

Me sentí incluso más avergonzado, explicando que fue ella la que me empezó a molestar. Violeta, que ahora lucía como una versión diez años más joven que Pamela, empezó a sentarse en mis faldas mientras veíamos la televisión. Tras eso, las cosas fueron escalando.

Sin embargo, Pamela no se veía enojada. De hecho, parecía comprenderlo todo.

Entendería más tarde que estaba almacenando esa ira para después.

Nos “comimos el postre” en su sofá otra vez. Me cabalgó como una valkiria. Sus generosos pechos marrones rebotando se veían maravillosos.

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Nunca paró de mirarme mientras me cabalgaba, sus pechos moviéndose a un ritmo hipnotizante que me tenía a puertas de alcanzar el éxtasis. El sonido de nuestros cuerpos azotándose mutuamente me recordaban el tamborileo que llevaba mi acelerado corazón.

A veces pienso que, si aprendí a hacer el amor con Marisol, Pamela me enseñó sobre el sexo salvaje. Su garbo español la hace exquisita.

Sus besos eran como una tormenta eléctrica. Su conchita estaba apretada y latía, como si la furia la hubiese hecho más estrecha.

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•¡Eres mío, pichón! – me susurró al oído mientras me cabalgaba, sus dientes amenazando con morderme.

En esos momentos, me habría encantado que fuese verdad. La idea de resolver sus problemas de ira con sexo furioso me parecía excelente. Sin mencionar que Pamela tiene el mismo impulso competitivo que mi esposa.

Fue en esos momentos que me di cuenta que ambas primas son más similares que lo que originalmente creía.

A medida que alcanzábamos el orgasmo, le agarré de los pechos y Pamela me dio una cachetada. Fue una mezcla extraña de dolor y placer.

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Sus uñas me dejaron arañazos de fuego sobre la piel. Pero en lugar de quejarme, solo gemí más fuerte.

Sus gemidos se hicieron también más intensos y se inclinó sobre mí, sus pechos presionando mi tórax. Nos vinimos juntos en una explosión de pasión tan potente que parecía remecer a la misma casa.

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Después de eso, nos quedamos en el sofá, nuestros cuerpos enredados, tratando de recuperar el aliento. Recuerdo que el olorcito a sexo se entremezclaba con el leve aroma a las hamburguesas que comimos antes y al sutil olor de las velas aromáticas de Pamela.

Cuando la pude sacar, Pamela se fue directo a mi pene. Su boca se sentía refrescante. Me la limpió como si bebiera de ella.

•¡Tienes buen sabor! – me dijo con una sonrisa. – Especialmente cuando te ves culpable.

No podía discutirle. Su boca parecía un santuario celestial y la forma que se tragaba mi corrida era intoxicante. Parecía incluso una especie de ritual secreto entre nosotros, una conexión que traspasaba las palabras.

Una vez que me limpió, nos besamos. Me sentí triste al pensar que tenía que volver con Marisol. Me habría encantado que las cosas fueran diferentes y pudiese estar con Pamela.

Pero no soy un desgraciado y Pamela lo sabe y me ama por ello.

Honestamente, me sentí arrepentido mientras me vestía. Ella también. Habían tantas cosas que teníamos que decirnos y hacer juntos.

Mientras me preparaba para salir, Pamela me detuvo en la puerta.

Once años después… (XIX)

•¡Marco! – me detuvo, poniendo una mano en mi pecho y susurrándome despacio. – Tienes que prometerme algo.

Noté que sus ojos se veían desesperados, mientras que ella buscaba en los míos calma.

-¿Qué necesitas? – pregunté, mi corazón estremeciéndose.

Dio un suspiro, como si una mujer como ella tuviese que darse valor…

•Prométeme… - suspiró con gran esfuerzo, su voz firme a pesar del temblor de sus manos. -que estarás aquí cuando nazca el bebé.

Estaba impactado. Aturdido. Emocionado.

Todo al mismo tiempo.

No sentía miedo.

Pamela podía leerme como un libro. Incluso, verme así le causó una sonrisa.

Me veía cavilando todo, planeando en cómo hacer el viaje de vuelta. Y lo más interesante: cómo hacer que Marisol me acompañara.

-¡No te preocupes! ¡Lo haré! – le prometí con la misma confianza que le di a mi prometida cuando le pedí solo tres meses para arreglar todos mis problemas universitarios antes de casarnos, sabiendo que, de alguna manera, lograría cumplir mi promesa.

•¡Qué bueno! – respondió con una voz más suave y tranquila.

Se inclinó hacia mí y plantó un maravilloso beso profundo, su lengua tanteando mi boca de una forma que no dejaba lugar a duda sobre sus sentimientos.

Y cuando nos separamos, tenía ese brillo cautivante en los ojos.

•Y a lo mejor… si vuelves antes… podemos “asegurarnos” un par de veces antes de que nazca el bebé. - me propuso, jugueteando coqueta con su pelo.

La idea que nos asegurásemos que quedó bien embarazada me parecía encantadora.


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