Reflexión de una mujer casada, madre y profundamente deseosa

Soy mujer.
Soy madre.
Soy esposa.
Y también soy deseo.
Un deseo que no siempre tiene nombre ni permiso, pero que arde igual, como una llama silenciosa que nunca se apaga del todo.
A veces me despierto en medio de la noche, desnuda bajo las sábanas, con el cuerpo temblando por un sueño que no incluye a mi marido.
A veces estoy en la cocina, revolviendo una olla, y una imagen me atraviesa: la de otro hombre, fuerte, viril, tomándome desde atrás, haciéndome suya sin pedir permiso.
Y no lo niego.
Me mojo. Me caliento. Me toco.
Sí.
Soy madre.
Y sé amar, cuidar, proteger.
Pero también sé abrir las piernas y pedir que me llenen.
Con fuerza, con furia, con esa verga que no es la que me espera cada noche, sino la que me acecha en mi mente, en mi imaginación, en esa parte mía que nadie conoce.
No me siento culpable.
Porque esto también soy.
Una mujer que no dejó de ser puta solo porque aprendió a ser mamá.
Una esposa que puede amar y aún así desear que otro hombre la haga gemir en secreto.
Una mujer que sabe que el valor no se mide en fidelidades forzadas, sino en verdades vividas.
Y mi verdad es esta: quiero verga.
Otra. Diferente.
Quiero sentirme tomada, deseada, usada.
Quiero que me digan que estoy rica, que soy suya, que me van a llenar toda.
Y que no importa que tenga hijos. Que tenga anillos. Que tenga responsabilidades.
Porque cuando estoy así, caliente, desesperada, mojada, soy solo yo.
Una mujer completa.
Una mujer con historia, pero también con cuerpo.
Con alma… y con hambre.
¿Eso me hace menos madre?
¿Menos digna?
¿Menos buena?
No.
Me hace real.
Y en esa realidad se esconde mi mayor poder: el poder de desear, de decidir, de abrirme… y gozar.