
Tomás tenía 21 años y acababa de mudarse solo por primera vez. El edificio era viejo, pero barato, y estaba lleno de inquilinos silenciosos… salvo por ella.
La había visto el primer día: piel dorada, curvas de escándalo, vestido ajustado al cuerpo como un guante. Tacones, labios rojos y una mirada que no perdonaba.
—Hola, vecino nuevo —le dijo con una sonrisa—. Soy Eva, del 7°B. Si necesitás azúcar, sal… o algo más caliente, ya sabés dónde tocar.
Tomás tragó saliva.
—Ehh… gracias. Encantado.
Las noches eran un suplicio. Desde su balcón, podía verla con bata de seda abierta, dejando ver parte de sus pechos redondos, firmes, que no parecían de una mujer de cuarenta y pico. A veces hablaba por teléfono, otras simplemente miraba al cielo, con una copa de vino. Siempre sensual. Siempre provocadora.
Hasta que un día, la excusa llegó sola.
Un corte de luz en su departamento.
Tocó la puerta del 7°B.
Ella abrió con una bata negra y nada más.
—¿Querés pasar, Tomás?
Él entró sin pensar.
—Se me cortó la luz… y bueno, me dio curiosidad.
—¿Curiosidad por mí?
—Por lo que sea que estás dispuesta a mostrar —respondió él, más valiente de lo que creía.
Ella lo miró de arriba abajo. Se acercó. Le apoyó las tetas en el pecho, le rozó los labios.
—Hace mucho que no juego con un chico nuevo…
Lo besó. Con lengua, con hambre. Y sin soltarlo, le bajó el pantalón.
—Mmm… sí. Esta pija no se puede desperdiciar.
Se arrodilló, le tomó el pene con las dos manos y empezó a chuparlo como una experta. Lento, profundo, mojado. Lo miraba desde abajo mientras lo tragaba completo.
Tomás se agarró del marco de la puerta.
—¡Eva… Dios!
—Callate y gozá —susurró ella, antes de volver a devorarlo y mamarlo más intenso.
Cuando él estuvo por acabar, ella lo frenó, se levantó, se dio vuelta, se agachó sobre el sillón y se abrió la bata.

—Dámelo todo. Haceme tuya.
Tomás penetró su concha de golpe, tomándola de la cintura. El sonido de las nalgas chocando con sus caderas llenó el departamento. Ella gemía sin pudor, pidiéndole más, gritándole.
—¡Así, pendejo! ¡Eso! ¡Dame esa pija rica!
Después de varios minutos, ella se montó sobre él, cabalgándolo de frente, con las tetas rebotando, el cuerpo sudado, y un orgasmo que la hizo gritar de placer.
Se acosto sobre la cama, de piernas abiertas, con Tomás clavandole la pija, duro por la concha, finalmente acabó en su vientre, temblando.
Eva se relamió los labios y dijo:
—Bienvenido al edificio, nene. Pero tené cuidado… porque acá la que manda soy yo.

Tomás bajaba seguido a la despensa de la esquina. No tanto por necesidad, sino porque la hija del dueño, Milagros, una chica de 19 con cara de ángel y cuerpo de tentación, siempre lo atendía con una sonrisa de más.
Esa tarde, mientras ella le alcanzaba un paquete de fideos desde el estante alto, sus cuerpos quedaron demasiado cerca.
—¿Querés algo más, Tomi? —preguntó ella, mordiéndose el labio.
—Depende... ¿qué más tenés para ofrecer?
Ambos rieron, con esa complicidad adolescente que huele a pecado. Lo que Tomás no sabía es que alguien los observaba desde el auto negro estacionado frente al negocio.
Eva.
Con lentes oscuros, los labios apretados y el corazón ardiendo en celos. Esa noche, cuando él volvió al edificio, la puerta del 7°B ya estaba entreabierta. Lo estaba esperando.
Entró. La luz tenue, el perfume de vainilla, y Eva de espaldas, en lencería de encaje rojo, con una copa de vino.
—¿Te atendieron bien en la despensa? —preguntó sin volverse.
Tomás se congeló.
—¿Cómo sabés…?
—No soy estúpida. Ni ciega. —Se giró lentamente—. Me parece encantadora la putita de Milagros. ¿Te gusta lo tierno, lo inocente? ¿Eso buscás?
—Eva, no es lo que pensás…
—¿Ah, no?
Dejó la copa en la mesa, caminó hacia él con pasos firmes, y lo empujó contra la pared. Le abrió el pantalón de golpe y lo tomó de los huevos con fuerza medida.
—A ver si esto le explicás a Milagros —le susurró al oído mientras lo apretaba más fuerte—. Estas bolas son mías, Tomás. Y si te vas con otra… las vas a pagar carísimo.
Él gimió entre dolor y excitación. Su pija se endureció igual.
—¿Te excita que te dominen, no? Que te usen. Que te pongan en tu lugar.
Ella se arrodilló y comenzó a chuparle el pene con furia. Succionaba fuerte, mojado, profundo, golpeándose la garganta sin parar. Lo pajeaba sobre sus tetas.
—¡Eva... por Dios!
—Callate —dijo ella levantándose de nuevo. Se dio vuelta, se apoyó contra la mesa, y se bajó la tanga.

—Ahora cogeme como si fuera la otra. Hacelo con rabia.
Tomás la penetró con fuerza, tomándola de las caderas. Eva gemía con rabia, con celos, con placer. Se masturbaba mientras él la embestía, hasta que ambos acabaron con un grito que retumbó en todo el departamento.
Luego, ella se acomodó el cabello, lo miró desde el sofá y dijo:
—A partir de ahora, Tomás, yo no comparto. Si querés a alguien más… andate. Pero si te quedás, vas a obedecer.
Él la miró, jadeando.
Y sonrió. —Sí, señora.
Era sábado al mediodía, y Tomás bajó a comprar algo para cocinar. La despensa estaba casi vacía, salvo por Milagros, con un shortcito de jean y una remera blanca. El aire acondicionado parecía no funcionar, y la transpiración dibujaba sus pezones con claridad bajo la tela.
—Qué casualidad… otra vez vos —dijo ella, sonriendo mientras lo miraba a los ojos.
—Vine a comprar algo rápido —respondió Tomás, queriendo sonar casual.
—¿Rápido o... rico?
Ella se acercó más de la cuenta, fingiendo que acomodaba unos productos.
—¿Tenés novia, Tomi?
—No… exactamente.
Justo cuando ella estaba por apoyarle la mano en el pecho, la campanita de la puerta sonó.
Eva.
Tacones negros, pantalón ajustado blanco, blusa abierta, anteojos oscuros, labios rojo fuego. Entró como una tormenta sensual. Lo vio a él, la vio a ella. Se quitó los lentes con calma, y sonrió con una calma peligrosa.
—Qué raro encontrarte acá otra vez, Tomás.
Milagros tragó saliva. Tomás se puso tenso.
—Vine por… fideos.
—Claro —dijo Eva, caminando hasta ellos. Luego miró a Milagros de arriba abajo—. Qué bueno que sigas atendiendo… tan entregada.
Se volvió a Tomás.
—¿Podemos hablar? —Y sin darle opción, lo tomó del brazo y lo llevó detrás del pasillo de limpieza, donde nadie los veía.
Allí, sin decir una palabra más, lo empujó contra la estantería, le bajó el cierre y sacó su pene erecto.
—No aprendés, ¿no?
—Eva, pará...
—¿Esto es lo que ella quería? ¿Esto es lo que ibas a darle?
Se arrodilló en plena despensa, entre los jabones y el papel higiénico, y empezó a chuparle la pija con bronca y maestría. La succión era intensa, rápida, desesperada. Tomás se mordía los labios, sabiendo que si gemía, alguien podría escucharlos.
—Esta pija es mía —dijo entre lengüetazos—. Y si tengo que marcártela en público, lo voy a hacer.
Luego se puso de pie, se bajó el pantalón blanco hasta las rodillas y se montó sobre él apoyada contra la pared. Tomás la sostuvo como pudo, mientras ella se clavaba sobre él, mojada, caliente, gimiendo bajito.
—¡Así, Eva! —jadeó él.
—Callate… no quiero que la otra escuche lo rico que me cogés.
Después de acabar, se acomodó la ropa con una sonrisa triunfal y lo miró.
—Ahora vas a subir a mi departamento. Vas a cocinarme esos fideos… y después me vas a comer a mí. Pero esta vez, por horas.
Y sin mirar atrás, caminó con sus tacones retumbando entre los pasillos de la despensa.
Tomás tardó dos minutos en poder moverse.
Milagros, desde la caja, solo lo miró con cara de: "No sé qué hiciste... pero me calienta igual."
Esa noche, después de la escena caliente en la despensa, Tomás subió al 7°B como un autómata. Eva lo devoró. Lo hizo cocinarle en calzoncillos, le comió la boca en la cocina, lo montó sobre el sofá fuerte salvaje, su concha devorándo toda su pija, al terminar el le acabó sobre las tetas.
Pero la calma no duró.
Al día siguiente, mientras él bajaba por pan, Milagros lo esperaba afuera del negocio. No estaba de uniforme. Llevaba un vestidito corto, sin sostén, con una actitud distinta.
—¿Podemos hablar? —le dijo, cruzándose de brazos—. No me trago la historia de los fideos.
—Mila, mirá…
—La escuché gemir desde el pasillo de limpieza —lo interrumpió—. ¿Te gusta que te dominen así? ¿O lo hacés por miedo?
Tomás quedó helado.
Ella se acercó.
—Yo no quiero que dejes de verla… solo quiero probar también.
—¿Qué?
—Sí, Tomás. Me calentó verte así. Me mojé escuchándolos. Me masturbé en el baño pensando en vos chupado por esa señora. Pero ahora quiero lo mío. Quiero que me hagas lo mismo… o mejor.
Él tragó saliva. La chica de cara dulce y sonrisa tímida le hablaba ahora como una puta en celo.
—Mila, no sé si Eva…
—No le digas nada. Esta noche, después de cerrar, te espero en el fondo del local.
Y se fue, sin esperar respuesta.
Esa noche.
Tomás llegó a la despensa a las 22:15. Todo cerrado, salvo la puertita lateral que daba al depósito.
Milagros lo esperaba con una bata blanca que al abrirla reveló un conjunto de encaje negro y transparencias. Lo empujó contra las cajas, se arrodilló, le bajó el pantalón, saco su pija y empezó a chuparlo con hambre.
—Quiero que acabes en mi boca primero, y después adentro mío. Pero suave… que no se note que estuve con vos.

Lo cabalgó sobre una silla de plástico, ahogando los gemidos contra su cuello. Después lo hizo apoyarse en una mesa de madera, se agachó, y lo miró entre las piernas:
—Ahora dámelo por atrás. Sin miedo.
Tomás no podía creer lo que vivía. Dos mujeres, opuestas y ardientes, lo deseaban como si fuera el último hombre en el mundo.
Cuando acabó en su espalda, ella se giró, lo besó en la boca y susurró:
—Ahora sí, somos cómplices.
Era pasada la medianoche. Tomás bajó del ascensor con la camisa abierta, el pelo revuelto y los músculos cansados. Eva lo había dejado sin aire, luego de mamarlo en la cocina, cabalgárlo en el sofá y finalmente sobre el balcón, con la ciudad entera a sus pies mientras lo cabalgaba como si fuera su último polvo.
Pensó que esa noche podría dormir en paz.
Pero al girar la llave de su puerta, alguien lo esperaba sentada en el suelo del pasillo, con una mochila pequeña y una sonrisa traviesa.
Milagros.
Vestía una campera ancha que apenas cubría su cuerpo. Debajo: nada.
—¿Te dejó seco la señora? —preguntó con picardía.
—Mila… ¿qué hacés acá?
—Esperarte. Tenía ganas de vos. Otra vez. Pero esta vez más salvaje… y con algo que ella no te da.
Se levantó, se acercó, le puso la mano en el pecho, y luego la bajó lentamente hasta su cintura.
—Sé que esa señora no te da el culo, Tomás. Pero yo sí.
Le mordió el cuello, y en segundos entraron al departamento. La cerradura ni siquiera hizo clic. Milagros lo empujó contra el respaldo del sofá, se quitó la campera y quedó completamente desnuda.

Tomás la miraba sin poder creerlo.
Ella subió sobre él, comenzó a besarlo, a chuparle el cuello, el pecho, y luego fue bajando hasta meterse su pija entera en la boca. La mamaba con hambre, mirándolo a los ojos, salivando, tosiendo incluso, pero sin detenerse.
—Te voy a volver loco esta noche —dijo entre jadeos.
Se puso de espaldas a él, se agachó sobre el sofá y se separó los glúteos con ambas manos.
—Tomás… tomame como nadie lo ha hecho.
Él, aún temblando de placer, se enfiló detrás de ella. Con algo de saliva y ansias, le penetró lentamente el culo. Milagros se arqueó de placer. Sus uñas se clavaron en el respaldo. Lo sentía todo. Se movía contra él. Más y más fuerte.

—¡Sí! ¡Así! ¡Cogeme el culo!
Tomás le daba duró, mientras ella se tocaba la concha. Hasta terminarle en las nalgas.
Terminaron desnudos en la cama, abrazados, sucios de sudor y gemidos, con la ventana abierta y la ciudad en silencio.
Ella le acariciaba el pecho y murmuró:
—No quiero que me elijas, Tomás. Solo quiero que me cojas... mejor que a ella.
Él sonrió sin responder.
Y se quedó dormido, entre el aroma a sexo y el cuerpo desnudo de una chica que, poco a poco… se estaba volviendo adicta a él.
Amanecía. Los primeros rayos del sol se colaban por la persiana mal cerrada del departamento. Tomás dormía boca arriba, con Milagros desnuda a su lado, pegada a su pecho, con una pierna sobre él, todavía húmeda por la noche intensa.
De pronto, la cerradura giró.
Tomás se sobresaltó.
Eva.
Con su bata de seda negra, y esa mirada de mujer que lo ha visto todo, lo miró desde el umbral. Lo miró… y no dijo una sola palabra.
Observó a Milagros, aún dormida, su culito descubierto, una marca roja en la nalga. Vio las sábanas arrugadas, el olor a sexo flotando en el aire.
Tomás se sentó, cubriéndose apenas.
—Eva… puedo explicar...
—No hace falta —dijo ella, caminando lentamente hacia la cama—. Lo escuché todo desde el pasillo. Los gritos, los gemidos... y lo que me sorprendió no fue que me engañaras. Lo que me excitó… fue cómo la cogías. Quiero lo mismo. Quiero lo de ella. Y quiero a ella.
Milagros despertó sobresaltada, tapándose las tetas.
—¿Qué… qué hacés acá?
Eva no respondió. Se quitó la bata. Estaba completamente desnuda. Pechos firmes, cintura marcada, tatuaje bajo el ombligo. Se acercó, se inclinó sobre la cama y le besó la boca a Milagros.
—Hace tiempo que te miro, nena. Siempre tan provocativa. ¿Querés jugar con mi juguete? Entonces juguemos juntas.
Milagros, sorprendida, se mordió el labio… y asintió.
Eva se giró a Tomás.
—Te portaste mal, pero te voy a perdonar… si aguantás esta noche.
Eva lo montó primero, cabalgándolo con su ritmo lento y dominante, mientras Milagros se sentaba en su cara, gimiendo con fuerza. Mientras él chupaba su concha.
Después, se besaron entre ellas. Eva bajó a lamerle la concha, mientras Milagros se retorcía entre gemidos. Luego, entre las dos, le dieron una mamada conjunta a Tomás: una chupaba la punta, la otra le lamía los huevos, se turnaban, se besaban con su sabor.
Era demasiado.

Tomás acabó en las bocas de ambas, mientras lo miraban con ojos brillantes. Después, ellas se abrazaron, se acariciaron, y lo arrastraron a la ducha.
Un trío inesperado.
Un nuevo pacto.
Eva, mientras lo abrazaba desde atrás bajo el agua, le susurró al oído:
—Desde ahora, somos tuyas y tú eres nuestro. Pero si alguna se enamora más que la otra… ahí sí, te vas a arrepentir.
Milagros se rió.
—Tranqui… por ahora, solo quiero seguir siendo la que te da la cola.
Los tres rieron. Y el agua caliente no alcanzaba para apagar tanto fuego.


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