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Gotas pura de deseo prohibido 6

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Gotas pura de deseo prohibido 6




Las palabras de mi madre, negando la existencia misma de mi morbo, solo avivaron la llama. Si para ella era impensable, para mí se volvía una obsesión más potente. La soledad de mi deseo se transformó en un desafío personal, una silenciosa afirmación de mi propia perversión.

La imagen del autobús volvió a mí, pero esta vez con una claridad renovada. Ya no era solo el impulso; era una estrategia. Necesitaba volver a sentirlo, sí, pero quería controlarlo, magnificar cada sensación.

Pasé horas frente al espejo, no buscando qué ponerme, sino cómo exponerme con precisión. La idea era ser una invitación andante, sutilmente provocativa, sin caer en lo vulgar. Algo que dijera "mira, pero también... atrévete".

Finalmente, la combinación perfecta tomó forma. Elegí un vestido corto de lino ligero, de un tono pastel que sugería inocencia, con una silueta que se ceñía suavemente a mi busto y cintura antes de caer libremente. La falda, que apenas llegaba a medio muslo, se movía con cada paso, revelando y ocultando mis piernas con un juego tentador. El escote era discreto, redondo, pero la tela fina insinuaba la forma de mis pezones al menor roce.

Y debajo, la clave de todo: una tanga de hilo de seda negra, tan fina que se perdía en la hendidura de mis nalgas, dejando mi trasero casi al desnudo bajo el vestido. Para asegurar el fácil acceso, no llevaría medias ni ningún otro tipo de lencería que pudiera interponerse. El tacto de la seda, combinada con la ligereza del lino del vestido, sería una caricia constante que me mantendría encendida. Y para quien se atreviera a extender una mano, el camino a mi conchita sería prácticamente directo, solo separado por la finísima tela del vestido, un velo que invitaba a ser corrido con un toque.

Me miré en el espejo, sintiendo una mezcla de nerviosismo y una excitación oscura. Mis pies, impecablemente cuidados, lucían las sandalias de tacón bajo, un toque de elegancia que contrastaba con la audacia de mi propósito. Las uñas, pintadas de un rojo carmesí profundo, combinaban a la perfección con la aparente inocencia de mi vestido de lino y el fuego que ahora ardía en mi interior.

Sobre mi piel, el perfume floral blanco y embriagador, con sus densas notas de jazmín y nardos, creaba una atmósfera sensual. Sabía que en la cercanía sofocante del autobús, esa fragancia no solo sería un aroma, sino una parte más de mi trampa, una invitación olfativa tan poderosa como mi atuendo. Estaba lista. Cada detalle, cada elección, era una pieza de mi propio juego perverso.

La tarde caía con un suave resplandor dorado mientras me aventuraba fuera de mi burbuja de lujo. Esta vez, elegí una estación de autobús diferente, lejos de mi rutina habitual. No quería ningún patrón, ninguna previsibilidad. El reloj marcaba las cinco de la tarde, la hora pico, el momento perfecto para mi experimento.

Llamé a un taxi. El conductor era un hombre de mediana edad con ojos inquietos. Desde el momento en que me senté en el asiento trasero, sentí su mirada en el retrovisor. Era una curiosidad sutil al principio, pero rápidamente se volvió morbosa, demorándose en mis piernas expuestas por el vestido de lino y las sandalias de tacón bajo.

"Buenas tardes, señorita. ¿A dónde la llevo con esa prisa?" su voz era demasiado suave, demasiado observadora.

"Buenas tardes," respondí, mi voz modulada para sonar casual, aunque mi corazón ya empezaba su habitual tamborileo. "A la estación de autobuses de la Avenida Principal, por favor."

Sus ojos volvieron al retrovisor, deteniéndose un segundo más en el reflejo de mis piernas. "Va muy elegante para el bus, señorita. ¿No le parece un poco... incómodo para una dama como usted?"

Una sonrisa apenas perceptible jugó en mis labios. Él no sabía la clase de "comodidad" que yo buscaba. "Quizás. Pero a veces, lo incómodo es lo más interesante, ¿no cree?" Mi voz era dulce, cargada de un doble sentido que solo él, si era tan atrevido como sospechaba, captaría.

Él resopló, una risa silenciosa que confirmaba mi suposición. "Depende de lo que uno busque, señorita. Hay muchas formas de 'interesante' en la calle, y una belleza como la suya... atrae mucha atención."

Decidí darle una pequeña muestra, una invitación casi imperceptible. Con un movimiento estudiado, como si buscara algo en mi bolso que dejé caer a mis pies, me incliné ligeramente hacia adelante, asegurándome de que el vestido de lino se subiera lo suficiente como para dejar al descubierto un poco más de mi muslo. No era una exhibición descarada, sino un pequeño descuido calculado. Y por un instante fugaz, justo antes de enderezarme, la tela ligera se movió lo suficiente como para que él pudiera vislumbrar el encaje fino de mi tanga de hilo de seda negra, apenas una sombra oscura en la base de mi muslo. Era una promesa velada de la lencería que llevaba, un secreto ofrecido a sus ojos.

Sabía que mi estrategia estaba funcionando. La tela ligera del vestido, el sutil destello de la lencería, y la pesadez dulce de mi perfume floral blanco y embriagador estaban surtiendo efecto. El taxista no apartaba la vista del retrovisor, y su siguiente pregunta confirmó su enredo en mi juego.

"¿Y a qué va a la estación tan arreglada, señorita?", inquirió, su voz ahora teñida con un tono más audaz, casi cómplice.

Mantuve mi expresión de serena inocencia. "Arreglada, ¿yo? Para mí, voy vestida de forma normal, señor. Así suelo ir." Mi respuesta buscaba avivar su curiosidad, su descaro.

Él sonrió, una mueca cómplice que apenas disimulaba el morbo en sus ojos. "Pues, señorita, con todo respeto, así de 'normalita'... se la van a comer." La frase, dicha con un matiz bromista, pero cargada de intención, hizo que un escalofrío de placer recorriera mi espalda.

Mis labios se curvaron en una sonrisa seductora, una invitación. "¿Usted cree? ¿Y por qué me dice eso, señor?" Mis ojos se fijaron en los suyos a través del espejo, desafiándolo a ser más explícito.

Él se aclaró la garganta, y la mirada en sus ojos se volvió aún más intensa. "Porque una belleza como usted, tan... fresca y apetitosa... en un lugar lleno de gente apretada y con el calor, es como poner un caramelo en la puerta de un colegio. La van a desear, la van a mirar, y si se descuidan, señorita, la van a saborear con la mirada. Hay hombres que no se aguantan las ganas, ¿sabe? Y usted, vestida así, es una tentación que grita por ser... explorada." La última palabra la pronunció con una lentitud que extendió su significado, su mirada perforándome, llena de un deseo que me encendía aún más.

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