La propuesta de mi marido no tardó en concretarse. A los pocos días de aquella cena en la que confirmé que Mariano era el famoso invitado anónimo, volvimos a vernos. Fue un domingo de marzo, lo tengo grabado.
La cena transcurrió con total normalidad, más allá de algunas miradas cruzadas que decían mucho sin decir nada. Cuando se hizo la hora de irse —serían eso de las once de la noche— mi marido se ofreció, como siempre, a llevarlos a su casa, que queda a unas pocas cuadras.
Apenas cerré la puerta, vi que Mariano se había olvidado la campera y el celular sobre el desayunador. Le mandé un mensaje a mi marido para avisarle, y él me respondió solo con un emoji: la carita pícara. Ahí entendí todo. No había sido un descuido... estos dos estaban tramando algo.
Pasaron unos diez minutos y ya estaban de vuelta. Cuando escuché la puerta, me encerré en el baño... la vergüenza me invadía. Ahí supongo que mi marido lo mandó a Mariano directo a la habitación, porque fue él solo el que vino a golpearme la puerta del baño.
—¿Estás lista? —me dijo con voz baja.
Por dentro me moría de ganas, pero el miedo me paralizaba. Lo único que me salió fue decirle que no. Me pidió que saliera, que solo quería hablar. Apenas abrí la puerta, le solté:
—No puedo... no voy a poder...
Me agarró fuerte de la mano, me miró fijo y me dijo:
—Tranquila, no tenés de qué preocuparte.
Me llevó de la mano hasta la puerta de la habitación, que estaba cerrada. En ese momento me volvió a agarrar otro ataque de pánico, quería salir corriendo. Hablábamos muy bajito para que Mariano no escuchara. No me acuerdo qué le decía, estaba tan nerviosa... y de repente, me distraje un segundo y él abrió la puerta de golpe y me dio un empujón.
Me acuerdo que me golpeé el brazo contra el marco, y casi cayéndome llegué hasta la cama, donde él ya estaba sentado, esperándome. Parecía más nervioso que yo. Se rió y dijo:
—Qué bruto este chabón... ¿estás bien?
—Sí... —le respondí, también riéndome mientras me frotaba el codo.
Nos tiramos los dos hacia atrás en la cama, frente a frente. En la oscuridad, empezamos a besarnos como adolescentes en su primera cita. Ese fue nuestro primer beso, porque la vez anterior no me había besado ni una sola vez.
Me acariciaba la cola por encima del pantalón, mientras yo lo tomaba del rostro y le besaba el cuello. Con mi otra mano, lo busqué entre las piernas. Apenas lo toqué por encima del pantalón, me di cuenta de la diferencia. Todos los chistes eran ciertos.
Nunca me importó el tamaño, y la verdad es que sigue sin ser determinante para mí. Pero seamos sinceras: a veces el morbo gana. No es lo que te pueda hacerte sentir físicamente, sino esa sensación mental de pensar: “¿todo eso me va a meter?”. Es algo más psicológico.
La cuestión es que apenas lo sentí, mi excitación —que ya era altísima— se multiplicó. Solo podía pensar en probarlo. Lo deseaba con todo mi cuerpo. Le bajé el pantalón y lo saqué. Empecé a pajearlo suavemente, sintiendo cómo se endurecía más y más.
Después bajé a chuparsela pero con calma, jugando primero con su glande, dejando que mi saliva lo lubrique. Él tenía su mano en mi nuca, como la primera vez. Me empujaba despacio, pero firme. Fui sintiendo cómo avanzaba, más y más. No logré que entrara todo, pero una buena parte sí.
Estuvimos así un rato, hasta que él quiso ponerse más cómodo. Se paró, se sacó el pantalón del todo y yo me senté en el borde de la cama, continuando con lo mío. Él se quedó parado, con una mano en la cintura y la otra en mi nuca.
No pasó mucho hasta que no aguantó más. Se me tiró encima y empezó a besarme de nuevo. Yo me asusté, pensé que iba a doler, así que lo empujé y lo hice acostarse boca arriba, a los pies de la cama. Ahí volví a metermela en la boca, esta vez con más ganas, más segura.
Quería que termine. No iba a dejarlo irse sin que acabe. Así que empecé con todas esas tácticas que sabemos usar: le acaricié suavemente las bolas mientras mi lengua jugaba con la punta. Él estaba a punto, lo sentía. Me empujó una vez más bien adentro y ahí fue.
Empezó a eyacular. No fue mucha cantidad, pero el sabor me pareció delicioso (para ser semen). Me lo tragué todo, y seguí un poco más hasta que sentí que se iba desinflando en mi boca. Lo solté, me acosté de nuevo y quedé con la cara hundida en las sábanas, igual que aquella vez.
Recuerdo que se vistió rápido, volvió, me dio un beso en la mejilla, me acarició el pelo, me pego un chirlo en la cola y me dijo:
—Chau, bonita.
Yo no podía mover ni un músculo. Me invadía la vergüenza. Me había tragado la leche de mi mejor amigo. Pero esta vez no hubo venda, ni engaños. Lo hice sabiendo todo. Lo decidí yo. Y mientras pensaba “no podés ser tan putita, Da… no podés”, el sabor todavía me recorría la boca… y sí, me volvía a mojar.
Cuando mi marido volvió, entró con esa sonrisa de pícaro y me dijo:
—Te quiero comer la boca así… toda sucia… sos bien putita, como me gustás a mí.
Cogimos como cuando teníamos 16 años. Como locos. Después, nos quedamos dormidos abrazados.
Esa noche fue apenas el principio de varios encuentros… que les voy a ir contando uno por uno.
La cena transcurrió con total normalidad, más allá de algunas miradas cruzadas que decían mucho sin decir nada. Cuando se hizo la hora de irse —serían eso de las once de la noche— mi marido se ofreció, como siempre, a llevarlos a su casa, que queda a unas pocas cuadras.
Apenas cerré la puerta, vi que Mariano se había olvidado la campera y el celular sobre el desayunador. Le mandé un mensaje a mi marido para avisarle, y él me respondió solo con un emoji: la carita pícara. Ahí entendí todo. No había sido un descuido... estos dos estaban tramando algo.
Pasaron unos diez minutos y ya estaban de vuelta. Cuando escuché la puerta, me encerré en el baño... la vergüenza me invadía. Ahí supongo que mi marido lo mandó a Mariano directo a la habitación, porque fue él solo el que vino a golpearme la puerta del baño.
—¿Estás lista? —me dijo con voz baja.
Por dentro me moría de ganas, pero el miedo me paralizaba. Lo único que me salió fue decirle que no. Me pidió que saliera, que solo quería hablar. Apenas abrí la puerta, le solté:
—No puedo... no voy a poder...
Me agarró fuerte de la mano, me miró fijo y me dijo:
—Tranquila, no tenés de qué preocuparte.
Me llevó de la mano hasta la puerta de la habitación, que estaba cerrada. En ese momento me volvió a agarrar otro ataque de pánico, quería salir corriendo. Hablábamos muy bajito para que Mariano no escuchara. No me acuerdo qué le decía, estaba tan nerviosa... y de repente, me distraje un segundo y él abrió la puerta de golpe y me dio un empujón.
Me acuerdo que me golpeé el brazo contra el marco, y casi cayéndome llegué hasta la cama, donde él ya estaba sentado, esperándome. Parecía más nervioso que yo. Se rió y dijo:
—Qué bruto este chabón... ¿estás bien?
—Sí... —le respondí, también riéndome mientras me frotaba el codo.
Nos tiramos los dos hacia atrás en la cama, frente a frente. En la oscuridad, empezamos a besarnos como adolescentes en su primera cita. Ese fue nuestro primer beso, porque la vez anterior no me había besado ni una sola vez.
Me acariciaba la cola por encima del pantalón, mientras yo lo tomaba del rostro y le besaba el cuello. Con mi otra mano, lo busqué entre las piernas. Apenas lo toqué por encima del pantalón, me di cuenta de la diferencia. Todos los chistes eran ciertos.
Nunca me importó el tamaño, y la verdad es que sigue sin ser determinante para mí. Pero seamos sinceras: a veces el morbo gana. No es lo que te pueda hacerte sentir físicamente, sino esa sensación mental de pensar: “¿todo eso me va a meter?”. Es algo más psicológico.
La cuestión es que apenas lo sentí, mi excitación —que ya era altísima— se multiplicó. Solo podía pensar en probarlo. Lo deseaba con todo mi cuerpo. Le bajé el pantalón y lo saqué. Empecé a pajearlo suavemente, sintiendo cómo se endurecía más y más.
Después bajé a chuparsela pero con calma, jugando primero con su glande, dejando que mi saliva lo lubrique. Él tenía su mano en mi nuca, como la primera vez. Me empujaba despacio, pero firme. Fui sintiendo cómo avanzaba, más y más. No logré que entrara todo, pero una buena parte sí.
Estuvimos así un rato, hasta que él quiso ponerse más cómodo. Se paró, se sacó el pantalón del todo y yo me senté en el borde de la cama, continuando con lo mío. Él se quedó parado, con una mano en la cintura y la otra en mi nuca.
No pasó mucho hasta que no aguantó más. Se me tiró encima y empezó a besarme de nuevo. Yo me asusté, pensé que iba a doler, así que lo empujé y lo hice acostarse boca arriba, a los pies de la cama. Ahí volví a metermela en la boca, esta vez con más ganas, más segura.
Quería que termine. No iba a dejarlo irse sin que acabe. Así que empecé con todas esas tácticas que sabemos usar: le acaricié suavemente las bolas mientras mi lengua jugaba con la punta. Él estaba a punto, lo sentía. Me empujó una vez más bien adentro y ahí fue.
Empezó a eyacular. No fue mucha cantidad, pero el sabor me pareció delicioso (para ser semen). Me lo tragué todo, y seguí un poco más hasta que sentí que se iba desinflando en mi boca. Lo solté, me acosté de nuevo y quedé con la cara hundida en las sábanas, igual que aquella vez.
Recuerdo que se vistió rápido, volvió, me dio un beso en la mejilla, me acarició el pelo, me pego un chirlo en la cola y me dijo:
—Chau, bonita.
Yo no podía mover ni un músculo. Me invadía la vergüenza. Me había tragado la leche de mi mejor amigo. Pero esta vez no hubo venda, ni engaños. Lo hice sabiendo todo. Lo decidí yo. Y mientras pensaba “no podés ser tan putita, Da… no podés”, el sabor todavía me recorría la boca… y sí, me volvía a mojar.
Cuando mi marido volvió, entró con esa sonrisa de pícaro y me dijo:
—Te quiero comer la boca así… toda sucia… sos bien putita, como me gustás a mí.
Cogimos como cuando teníamos 16 años. Como locos. Después, nos quedamos dormidos abrazados.
Esa noche fue apenas el principio de varios encuentros… que les voy a ir contando uno por uno.
12 comentarios - La primera vez que vi su pija!