Lo que había hecho con ese tipo, que había resultado ser un cura, me quedó en la cabeza por varios días. En esa época, a diferencia de hoy, no se sabían tanto las cosas. Pasó tanto tiempo, tantas décadas, y el tema de los curas así pedófilos fué saliendo a la luz y se supo. En aquella época, si, claro que siempre algo se decía, se sospechaba o se insinuaba, pero era eso y nada más.
Por eso me resultó muy raro y un poco chocante cuando Carlos me lo dijo. Yo ya estaba creciendo, madurando y entendiendo más cosas. Y esa fué una de las tantas que aprendí, de cómo las apariencias engañan y a veces las cosas no son como lo parecen, o como deberían ser. Por suerte nunca lo volví a ver a Miguel. O debería decir al Padre Miguel? No sé, pero nunca más lo vi. No hubiese sabido qué hacer si lo veía de nuevo y menos en una situación así. En una situación de sótano.
En cualquier caso, mi último año escolar por fin arrancó y regresé a la rutina. Me reencontré con mis compañeras, lo que era nada más un decir porque la mayoría éramos de La Cocha y nos veíamos todo el tiempo durante el verano. Ahora solamente era que estábamos de uniforme. Pero era nuestro último año. Para las chicas era una mezcla de excitación por ya estar tan cerca de terminar, y tristeza porque las vacaciones de verano se habían acabado. Para mí era casi todo felicidad, por motivos obvios.
Vuelta al colegio, vuelta a estar cerca de mi viejito.
Nuestro sistema seguía funcionando bien. Pronto luego de que las clases comenzaran, una o dos veces por semana, me encontraba con él en su cuartito o en algún baño. Y ahí su putita le adoraba la verga, bien y lindo, con su boca amorosa. También seguía visitándolo algún que otro sábado. De ser por mí y por él, hubiese sido genial hacerlo todos los sábados, pero yo seguía sin querer abusar de las excusas y jugar mucho con el riesgo de ser descubierta. Me la pasaba caliente, pensando, soñando y masturbándome cuando podía con ese pedazo hermoso de pija amarronada que tanto placer me daba. Y algún sábado lindo, por fin la disfrutaba en mi cuerpito.
Mi cuerpito que ya tan cuerpito no era. Ya estaba en los últimos tirones de mi adolescencia. Me había puesto un poco menos flaca, aunque todavía era bien delgada. Crecí unos centímetros, apenas, y la cola se me hizo un poco más grande y firme todavía. Me encantaba mi cola. Las tetitas… bueno, ellas también lo intentaron, pero en tetitas se quedaron. Igual me gustaban, y al viejo también.
Así fue pasando el año, sin muchos sobresaltos. A finales de Junio, Argentina salió campeón del mundo en el mundial, lo que causó un lindo revuelo y festejo en el pueblo. Me encantó verlo cubierto de banderas y ver a la gente tan feliz, celebrando. Aunque ese ambiente de alegría haya durado un par de semanas nada más, me puso muy feliz pese a que yo de fútbol no entendía mucho.
Ese año, ese último año escolar, fue cuando me hice grande casi de golpe.
Todo empezó a finales de ese Agosto. Empezó a hacer un calor tremendo, casi atípico para esa altura del año. Claro que esperábamos el calor, pero para más adelante. Creíamos que teníamos un par de meses más, pero no. Se adelantó un poco el verano. El noticiero hablaba de una ola tropical que venía de Brasil. Lo cierto es que andábamos todos como si fuera verano.
Yo, lo notaba, ya tenía humores y comportamientos de una chica más grande. Algunas cosas, algunos detalles. Hacía casi un año que me venía cogiendo al viejo Carlos. Nadie lo notaba de afuera, por suerte, pero por dentro yo sabía que mi cuerpito tenía más verga encima que quizás el resto de mis compañeras todas juntas. Y eso me hizo, de alguna manera, alejarme un poco de ellas. No de mala manera, no nos peleamos ni nada de eso, pero yo las veía todo el tiempo y me parecían… chiquitas. Todavía nenas. Hablando cosas de nenas, riéndose y preocupándose por melodramitas de nenas. Me había quedado con muy poco como para hablar y compartir con ellas.
También se sentía en mi casa. Mis papás… ya ellos mismos me veían más grande, un poco más madura, aunque no sabían (y nunca sabrían) el por qué. No me estaban tan encima y ya me trataban como una chica mayor, lo que me venía al pelo para hacer mis cosas y mis escapaditas de sábado.
Se venía un feriado largo, de tres días. Iba a tener viernes, sábado y domingo para mi. Me encantaba. El sábado de la semana anterior lo fuí a visitar a mi viejito al sótano. La pasamos muy bien, como siempre lo hacíamos, y yo ya me quedaba más tiempo. Prácticamente toda la tarde. A veces hasta le llevaba empanadas o algo para comer y almorzábamos ahí juntos. Los dos necesitábamos un poquito de energía y los mates a veces no alcanzaban.
Habíamos terminado de coger y había sido hermoso. Me quedé abrazada a él de costado en el colchón, acariciándole el pelo en ese pecho macizo, hablando nuestras cositas por lo bajo. Carlos se había querido hacer el romántico y había puesto un cassette de Sandro y todo, en el pasacassette nuevo que se había comprado. Charlando así salió el tema del feriado largo y me dijo que se iba a pasarlo a su casa en Robles. Le pregunté si se iba a ir solo y me dijo que no, que se juntaba con dos conocidos que iban a parar ahí en la casa y después seguían viaje. Me miró con esa mirada de guacho un ratito, pensando algo, y me dijo si no quería ir con él también.
Me incorporé un poquito y nos miramos a los ojos. Le pregunté si iba a ser como aquella vez con Miguel, si iban a terminar siendo curas. Carlos se rió y me besó, me hizo una cosquillita en el costado que me hizo reír también. Me dijo que no, que eran dos empleados de la zafra que conocía. Amigos de un amigo.
Me vió un poco dudando, pensando, y antes que yo pudiera preguntarle nada, me lo dijo directamente él.
“Mirá que si veni’, seguro te van a quere’ culia’...”, se rió mientras me acariciaba la espalda.
“Y a vos no te jode eso?”, le pregunté.
“A mi?”, se rió de nuevo, “Que me va a jode’, linda. Con lo que te gusta a vo’ la verga… yo te disfruto. Conmigo o con otro.”
Yo suspiré, “Ay, son tres días, Carlos…”
Me hizo un jueguito con sus cejas, “Sabe’ lo lindo que te vamo’ a da’ esos tre’ dia’? Ja!”
“Y si no quiero? Qué hacés?”, le pregunté, jugando todavía con su pelo en el pecho.
“Si no quere’ entonce’ no quere’, y te doy yo solito, Gringa”, me acarició, “Yo no me vua’ queja’”
Lo mire suave, “... dejame pensarlo, si?”
“Bueno, linda”
“Hay algo para hacer en Robles?”, le pregunté.
“Uh, si. Justo ‘ta la fiesta nacional del palo y de la leche…”, me palmeó el culo jugando. Yo no pude evitar reírme y le pegué un chirlito en el hombro.
“Que zonzo que sos, che.”
El viejo me tomó de la nuca suavemente y me hizo inclinarme para besarlo. Nos dimos un beso hermoso y profundo, “Venite, putita linda. Dale, Gringuita, la vamo’ a pasa’ bien.”
Yo le sonreí, “Bueno, dejame pensarlo.”
El tema no era ir. Robles no estaba tan lejos. Tampoco era con quien iba a ir. Sean quien sean esos dos tipos, sabía que Carlos me iba a cuidar. El tema era que corno le iba a decir a mis viejos, qué excusa iba a poner. Por suerte se me alinearon un poco los planetas, como se dice, y mi papá se fue de viaje de negocios con la empresa a Perú. Quedaba mi mamá en casa nada más para convencer, y la pobre la verdad que siempre fué bastante crédula.
Después de pensarlo bien un día, me inventé que en un pueblo de Catamarca que se llamaba La Piedad iba a haber una feria de artesanías regionales y productos del valle. Era una enorme gansada, pero en esa época sin internet y sin celulares, también era absolutamente incomprobable. Le dije a mi mamá que una de las chicas de mi curso hacía artesanías de barro y que iba a ir a exponer y a vender, que me dijo de ir con ella y la familia por el fin de semana largo. Y le rogué que por favor me dejara, que iba a estar bueno, una linda aventura sola. Que iba a estar bien cuidada, que no se preocupara.
Me dijo finalmente que sí, que me dejaba, pero que por favor le diera un número de teléfono de donde íbamos a estar, por cualquier cosa. Le dije que se lo iba a conseguir. Cuando le comenté todo a Carlos, me dió el número de teléfono de una vecina de él en Robles, que tenía teléfono. Y se alegró mucho de que yo iba a pasar ese fin de semana con él.
En esos pocos días, puse todos los patitos en fila, como se dice, arreglé todos los detalles de la gran excusa y el jueves a la noche me estaba armando el bolso, feliz en casa. Al otro día, a la hora indicada, me despedí de mi mamá y contenta me fui caminando con mi bolsito. El plan que me había dicho el viejo, para no despertar sospechas, era que yo me fuera caminando por la ruta como para el colegio y que si me bancaba un poquito de caminata, que pasara el predio y caminara un kilómetro más. Que lo esperara en una arboleda que había pegada a la ruta y a eso de las dos de la tarde, después de comer, él pasaba con la chata y me levantaba para ir a Robles. Era un buen plan, sobre todo considerando que como siempre en esa ruta no iba a pasar nadie.
Me había puesto una ropa cómoda porque sabía que iba a tener que patear lindo, pero como ya dije, saben que me encanta caminar y disfrutar los paisajes de mi querida provincia. Estaba de pantaloncito corto de jean, una blusita y zapatillas. Con un gorrito tipo de piluso para el sol. Sin quererlo me había quedado un look bastante hippie, me gustaba. Cuando por fin llegué al lugar, vi la arboleda y me salí de la ruta, sentándome en el pasto fuera de la vista para descansar y esperar, mientras me tomaba un poco de agua de mi cantimplora. Era toda una linda aventura.
Por suerte Carlos, si bien no fué super puntual, tampoco fué que tardó tanto. Vi venir la chata del viejo por la ruta y asegurándome que no viniera nadie que me viera, me acerqué a la ruta haciéndole señas. Cuando frenó y se acercó, ví que ya venía acompañado de los dos tipos. Carlos le dijo al que venía al lado de él que se bajara y se pasara atrás, para que yo fuera al lado de él. Subí y nos saludamos todos, yo sonriendo y muy amable con los otros dos tipos, y a mi viejito dándole un lindo besucón. La chata arrancó y emprendimos viaje.
El trayecto se hizo un poco largo porque la chata de Carlos, una F-100 bastante antigua, pobrecita cuando la querías poner a más de setenta empezaba a protestar y a vibrar feo. Así que íbamos despacio por necesidad. Por suerte era de esas de doble cabina y no íbamos los cuatro apretados. A mi me daba un poco de cosa ir adelante por si alguien me veía. Con las ventanillas bajas y mi pelo largo y colorado volándose para todos lados, cualquiera que me conociera y nos cruzáramos me iba a reconocer. Pero como estábamos ya cerquita del cruce a Catamarca, el viejo me dijo que no me preocupara mucho, que nadie me iba a conocer fuera de La Cocha, y tenía razón. Íbamos con las ventanillas bajas, por supuesto, porque ese era el aire acondicionado.
Igual el viaje, aunque lento, fue lindo. Nos pusimos a charlar los cuatro lo más bien. Los dos tipos que lo acompañaban a Carlos… no es por ser prejuiciosa, yo no soy nada de eso, pero eran exactamente lo que me imaginé cuando el viejo me dijo que eran de la zafra.
Los dos eran morochos, bien morochos de campo, cosecha y caña. Con la piel curtida y quemada por el sol. Se debían matar trabajando todos los días debajo de ese sol agobiante. Uno dentro de todo parecía bastante joven, cuando le pregunté me dijo que tenía treinta y nueve. Le decían Quique. El otro era más viejo, como de la edad de Carlos, me imaginé. Y tenía razón. Tenía sesenta y cuatro, se llamaba Rubén. Sin apodo. A los dos se los veía trabajadores, fortachones. Quique era el más flaco, pero más fibroso de músculos. El viejo Rubén era más macizo. Sin la panza linda de Carlos, pero también de brazos fuertes y peludos.
Y los dos, tanto Quique pero mucho más el viejo Rubén, tenían una pinta de ser “oriundos” que mataba, como decía mi papá a veces medio despectivamente. Los dos tenían rasgos bien de coya, de aymará. Indios del lugar que con los siglos se fueron mezclando, pero a ellos parece que mucha mezcla no les tocó. Pelo bien negro, piel curtida y marrón caoba, fuertes, morrudos y de nariz ancha, para tomar todo el aire del altiplano, por mas que ahora no estuvieran ahí.
Y por supuesto no pasaron ni cinco minutos que yo ya veía como ese par de lobos sentados atrás se estaban relamiendo de verme, la ovejita blanquita y pálida, de pelo colorado y largo, que les sonreía simpática y les daba charla. Los trataba como iguales, como trataba a todo el mundo. No voy a negar que un pinchazo de placer entre las piernas, un suave hormigueo, sentí un par de veces al imaginarme estar con esos dos. Y ahora, considerando la situación en la que estaba y a la que me dirigía, seguro que iba a pasar. Además, vaya a saber que les habría dicho Carlos de mí. Nunca supe que le había dicho al cura de mí aquella vez, y pasó lo que pasó. Ahora que les habría dicho?
Hasta Carlos notó que a veces me quedaba colgada pensando, mirando el paisaje pasar, en los momentos en los que no charlaba con los de atrás y los dejaba a ellos hablar. Yo estaba medio aburrida, perdida un poco en mis pensamientos, algunos santos y otros no tanto. Hacía casi una hora que estábamos de viaje y si mis cálculos eran correctos, faltaba como otra hora y media más hasta Robles.
Me despabiló la mano de Carlos en mi muslito expuesto, dándome una caricia mientras manejaba, “Venís bien, Gringuita?”
Le sonreí, “Si, papi. Miraba el paisaje. Es hermoso.”
“Bueno”, me dijo y me dejó la mano ahí acariciándome la pierna. Venía parejo y no tenía que meter ningún cambio de marcha.
“Papi, le dijo…”, se rió Rubén desde atrás.
Carlos lo miró por el espejo retrovisor, “Si, viste? Es una belleza la nena.”
“Parece que le gustan los viejo’...”, agregó Quique.
“Ja! Si… viejo suertudo”, se rió Carlos.
Yo me giré un poco para enfrentar al asiento de atrás y le sonreí a Quique, “Che… estoy acá, eh? Me podés preguntar directamente a mí, si querés.”
Quique se sonrió y me miró a los ojos, “Bue… te gustan los viejo’?”
“Mucho”, le sonreí dulcemente. Rubén se rió, sintiéndose gratamente afectado.
“Y que ma’ te gusta?”, me preguntó Quique.
“Uh.. un montón de cosas”
“Como qué?”, me preguntó y se acercó un poco a mí.
“Y… no sé. Preguntame y te digo”, le contesté sin alejarme de él.
“Mmm.. a ve’... “, me dijo y se puso a pensar un segundo.
Carlos creo que no se aguantó mucho el jueguito, “La pija de macho le gusta a la nena, che…”, dijo mirándolos a los de atrás por el espejo. Todos se empezaron a reír, menos yo.
“Ay, Carlos! Che pará…”, le protesté.
Carlos se rió y me acarició el muslo, “No te calente’, chiquita. Si sabe’ que es cierto…”
“Bueno, pero no es para decirlo así…”
“Uf… una cholita así de linda…”, me miró el viejo Rubén con una sonrisa. Le iba a contestar algo, dejarle una sonrisita al viejo de atrás, pero enseguida sentí que Quique me estaba acariciando el brazo. Lo miré.
“Te gustan los macho’?”, me preguntó con fueguito en los ojos. Yo lo miré con los míos y mi propio encanto.
“Me gustan los hombres bien hombres”, le dije. Todos nos reímos alegremente, nadie se esperaba oir eso de los labios de esa nena. Casi hasta que ni yo.
Hubo un momento de silencio hasta que Carlos habló, mirándolos de nuevo por el espejo, “E’ verda’, eh? No te ‘ta jodiendo. La Gringuita va al frente, che”, yo sólo me sonreí por el cumplido de mi viejito, “Hay que bancarsela, eh? Cuando va, va.”
“Que linda cholita!”, repitió el viejo Rubén, mirándome con hambre.
“Que, no me cree’? Quere’ ve’?”, les preguntó Carlos mirándolos en el espejo.
“Uh… dale, a ve’. Carlo’, vos habla’ y habla’...”, se rió Quique.
“Ah, si? Hablo y hablo?”, se rió Carlos y me palmeó el muslo, “Vení, chiquita… mostrale a lo’ giles esto’ que no te creen…”
Le iba a preguntar qué quería, pero no me dió tiempo. Vi que me sacó la mano del muslo y se la llevó a su pantalón, deslizando el cierre de su bragueta y con algo de dificultad tratando de pescarse la pija con la mano, para sacarla mientras manejaba. Yo me quedé un poquito dura.
“... Ay, Carlos… qué hacés? Acá?”
“Si. Dale, Gringuita, mostrale a lo’ muchacho’...”, me dijo y por fin se la pudo sacar. No la tenía dura, pero le costó sacarla por lo apretado que llevaba el pantalón en esa posición. Escuché unas risitas del asiento de atrás y medio que se inclinaron para ver. Me hizo una seña para que me acercara y cuando lo hice me puso la mano en la nuca, acariciándome ahí y empujándome suavemente hacia su verga.
Yo no dije nada porque no me salió decir nada. En un segundo pasé de un poco de vergüenza a algo de calentura al verle la verga a Carlos y saber lo que quería que le hiciera, a la vista de los otros dos. No había mucho lugar para hacerlo, entre la panza de Carlos y el volante de la chata, y el vaivén de la misma mucho no ayudaba, pero sin decir nada cerré los ojos, me acomodé como pude y me la llevé a la boca. Chupándola, lamiéndola y acariciándosela con la lengua para darle vida.
Los escuché a los de atrás reírse, pero bajito. Estaban más preocupados en mirar la escena que en reírse, aparentemente. Pronto escucharon mis gemidos de placer y sentí la manaza de Carlos acompañando el movimiento de arriba y abajo de mi cabeza de pelo colorado, “Mmm… ahí va, putita… aaaah…”.

Los otros no decían nada, los oía cuchichear, sin verlos, los sentía mirar todo. Como que no podían creer con las ganas que esa nena blanquita y divina se estaba chupando esa verga, ahí enfrente de ellos. Y yo tampoco lo podía creer mucho, pero me bastaba con disfrutar la sensación. La sensación hermosa en mi pecho de sentirme tan putita. Se la estaba chupando hermoso al viejo y pronto la sentí endurecerse en mi boca. Lo que me hizo querer amarla más.
Sentí la mano de alguno, seguramente la de Quique, que se habría estirado desde el asiento de atrás y sin poder aguantarse más me empezó a sentir mi culito firme por encima del short de jean. Yo gemí suavemente en la verga de Carlos al sentirlo. Esto me estaba gustando. Me estaba gustando mucho. Lo estaba disfrutando tanto cuando de pronto sentí la mano de Carlos que me levantaba la cabeza, sacándome de su pija cuando la estaba empezando a disfrutar en serio.
El viejo suspiró y me miró, sacando los ojos de la ruta por un momentito para limpiarme un poco de saliva de mi mentón, “Putita hermosa”, me sonrió. Yo le devolví la sonrisa. “Vieron?”, les dijo a los dos de atrás, girando un poco la cabeza.
“Si… hermosa…”, se rió Quique.
Rubén me miró y se sonrió amplio. Pobrecito, le faltaban un par de dientes de abajo, “Venite pa’tra un ratito, dale… quere’?”
Yo lo miré a Carlos y él me miró, me hizo un guiño de ojo picarón, “Pasate atra’ un ratito con lo’ muchacho’, dale. Entretenelo’ un ratito, que no tenemo’ radio…”
Yo me reí del chiste. Ya había quedado bastante caliente yo también. Me mandé con cuidado por encima del asiento, dejando mi bolso con mis cosas a los pies del asiento de adelante. Yo era flaquita y flexible, no tuve mucho problema. Los dos morochos me hicieron un poco de lugar, pegándose a las puertas de la chata. Costó un poquito, pero logré pasar atrás. Y ya estaba sentada entre los dos. Lugar para dos había atrás, para tres no tanto, pero nos las arreglamos.
No tardaron mucho en mandarse los dos. Apenas unos momentos después yo ya estaba a los besos con Quique, besos lindos y profundos, sintiendo su lengua jugar con la mía. Y sentía dos manos recorrerme el cuerpo de los dos lados. Mis muslos suaves, mis tetitas, a veces alguna mano la sentía frotarme entre las piernas por arriba de la tela apretada del jean. Me separaron las piernas los dos y les resultó más fácil seguir tocándome, mientras mis manitos también los recorrían a ellos. Alternaba los besos con uno y con otro. Pronto había dejado de besarme con Quique para darme vuelta y hacerlo con Rubén, sintiendo la lengua del viejo indio entrarme en la boca con tanta hambre. Y así íbamos cambiando, tocándonos, disfrutándonos. Al que yo no estaba besando en ese momento, aprovechaba para meterme mano por donde podía.
Luego de unos minutos así de dulce disfrute, los dos riendo se desabrocharon los pantalones y sacaron sus vergas al aire. Yo me sonreí gustosa y comencé a tocárselas, a masturbarlos despacito. Las quería sentir. Las dos eran lindas, duras y bien marrones. Bien oscuras, como ellos. La de Quique era larga y algo finita, pero tiesa y hermosa. La de Rubén, el más indio, era otra cosa más importante. El viejo coya tenía un vergón, largo y bien grueso, muy parecido al de Carlos. Me encantaron las dos.
Quique me tomó del pelo largo y colorado como había hecho Carlos antes y me inclinó sobre él. Yaciendo en el asiento sobre mi costado lo tomé en mi boca y lo escuché gemir fuerte de placer, mientras yo empezaba a chupársela lindo e intenso. Rubén, mientras, estaba luchando con mi shortcito de jean ajustado, hasta que logró desabrocharlo y deslizarlo un poco hacia abajo, no del todo, pero lo suficiente para que pudiera ver mi culo, pálido y firme, expuesto para él. Me lo empezó a masajear y disfrutar, hasta que no aguantó más y sentí uno de sus dedos ásperos en mi conchita. Si hubiese tenido lugar para montarme y cogerme, estaba seguro que lo hubiese hecho, pero tenía lugar sólo para hacer eso. Y yo, encantada. Encantada de estar chupando una linda verga de morocho y al mismo tiempo que otro me estuviese explorando la conchita con los dedos.
Luego de un rato de atenderlo a Quique me salí y me giré para hacer lo mismo con Rubén. Nada más sonriéndonos entre los tres, sin decir nada me moví sobre mi otro costado, tomando esa verga enorme que también quería disfrutar tanto. Abriendo bien la boca me la mandé adentro, sin más, de lo caliente que yo estaba. Ni por asomo me la pude meter mucho, pero mis labios y mi lengua la adoraron igual, haciendo que el viejo protestara de placer. Ahora era el turno de Quique de disfrutar de mi culito desnudo, orientado hacia él, y también el placer de sentir sus dedos explorándome.
A Carlos sólo lo oía lanzar una risita de vez en cuando. Abrí los ojos para pispear algo y lo vi, mirando la escena por el espejo, con una sonrisa de oreja a oreja. No pude verlo más porque sentí a Rubén putear algo, aferrarme la cabeza y hacerme volver sobre su vergón.
Los atendí así a mis dos nuevos amigos por unos minutos, unos hermosos minutos de tanto placer. Lo que me encantaba tener esas pijas en la boca era increíble. Sobre todo la del viejo Rubén. Tenía un gusto divino y un tamaño que disfrutaba un montón de sentir, llenándome completamente la boca.
En un momento escuché a Carlos reírse desde adelante, levantando un poco la voz, “Che… quieren que pare un rato pa’ estirar las pierna’?”
Todos se rieron, yo aproveché para sacarme la verga de Rubén que tenía en la boca por un momento y tomar aire. Lo escuché a Quique hablar detrás mío, “Si… y estirarle un poco la concha a ésta puta también…”
Rubén se anotó también en los comentarios, lo oí desde arriba mío mientras seguía disfrutando mis nalgas desnuda con su mano áspera, “... cómo te vamo’ a coge’, cholita linda…”
Yo no puedo explicar, no tengo palabras para describir la oleada de calentura que me subió por todo el cuerpo al escucharlos. Carlos largó una risita y desde mi posición hundida en el asiento de atrás sentí que empezaba a frenar la chata, y el ruido de las ruedas sobre el asfalto se transformó en uno de ruedas sobre ripio de banquina.
El viejo llevó la chata una buena distancia alejada de la ruta, hasta una arboleda que había. La estacionó ahí, de forma que el chasis tapara lo más posible la visión desde la ruta. Desde el asfalto, cualquiera que pasara con el auto vería nada más, un poco a la distancia, una camioneta vieja parada cerca de una arboleda. Pero de nuestro lado y cerca…
Nos bajamos de la camioneta todos. Quique me agarró de la mano y me llevó unos pasos más lejos, me ayudó a sacarme toda la ropa, él también lo hizo y me acostó ahí mismo. Ahí nomás sobre unos pastitos altos que había. Yo ya estaba totalmente desnuda y la verdad que la sensación de ese pasto no era ni cómoda ni agradable, pero ya volaba de calentura. Quique se me acercó y se me puso encima, terminando de sacarse su ropa y desnudarse también. Por un momento pensé que me iban a dar entre todos, por cómo venía la cosa en la camioneta, pero por suerte parecía que lo iban a hacer de a uno. Quique fue el primero, parece que era el que venía más caliente de todos, porque sin discutir y sin decir nada fue el que me agarró y me llevó, haciéndome yacer ahí.

Torciendo mi cuello los vi de reojo a Carlos y a Rubén que miraban desde la camioneta. El viejo Carlos, tan guacho siempre, ya se había sentado en el asiento de atrás, con la puerta abierta, haciéndose un mate de su termo mientras miraba. Rubén ya se estaba desvistiendo también. No tuve mucho tiempo de ver más. Quique se me puso encima, con su cuerpo morocho y fibroso, contrastando tanto con mi piel blanquita y pálida. Yo estaba de espaldas en el pasto, ya Quique me había abierto de piernas y se me apoyó encima, visiblemente pasado de calentura.
Sentí que me apoyó la verga, pero lo hizo feo y demasiado fuerte en mi ano, buscándolo con la punta. Me quería dar por ahí y yo no quería saber nada de eso. No sin estar lista y sin lubricación. Gemí fuerte y le agarré la verga, la tenía tan dura. La guié rápido sobre mi conchita y lo abracé, para que me empezara a dar ahí.
Y vaya si lo hizo.
Quique me entró a dar una cogida que casi me saca los ojos de la cabeza. Grité fuerte de dolor y placer y me aferré a él, a su espalda curtida, mientras me bombeaba rápido, fuerte y profundo. Se quería sacar la calentura con mi cuerpo a toda costa. Y yo estaba viendo estrellas de placer al sentirle la verga golpearme tan profundo. Pronto los dos estábamos gimiendo y gozando fuerte, mientras Carlos y Rubén seguro miraban. Los escuché, por encima de los jadeos y gemidos del macho que tenía encima cogiéndome.
“Daleeee… llenale la concha, che!”, le gritó Carlos.
“Jaja! Preñatelá, negro, dale!”, acompañó Rubén con otra risa.
Yo gritaba, gemía, gozaba. Quique me estaba cogiendo fuerte y en serio. Adoraba como mi cuerpito podía darle tanto placer a ese hombre. Cuando nuestro público sintió que Quique estaba tardando, siguieron.
“Dale, maricón, che!”, oí reír a Carlos, “Hacele un hijo macho! Mirá lo que goza la putita!”
“Daleeee negro!”, se rió también Rubén, “Dale que me toca a mi, guacho! Cómo te la llevaste!”
Quique pronto no aguantó más y me dejó su orgasmo, jadeándome en la oreja y aferrándose a mi piel. Su cuerpo se arqueaba al dejarme profundo su leche caliente con cada uno de sus espasmos. No entiendo como no acabé yo también de la sensación, pero cómo lo disfruté. Los otros lo aplaudieron y se reían. Quique se quedó un ratito ahí, dándome unos besos. Creo que se quería quedar más, seguramente, pero enseguida ví que se acercó Rubén por nuestro costado. Lo palmeó a Quique en el hombro y éste se salió de mí, dejándome vacía.
No pude ni cerrar las piernas. Ya tenía al viejo Rubén, desnudo, con su cuerpo fuerte y amarronado, entre mis muslos. También con una calentura en la cara que volaba. Se me apoyó encima y me aplastó un poco contra el pasto, era más pesado que Quique, pero no tanto como mi Carlos. Se ve que mucho no le importó que mi conchita tenía el semen de otro hombre, porque enseguida que me encontró la vagina, presionó y me la hizo entrar. Yo estaba tan lubricada que no le costó nada, pero igual ese grosor y ese largo me hizo ver las estrellas de placer.
Me aferré a ese nuevo cuerpo de hombre encima mío y sus embates me hicieron arquear la espalda de placer. El coya me entró a coger lindo también. No tan fuerte como Quique, pero tenía un ritmo profundo y parejo. Me estaba haciendo sentir toda esa verga, larga y gruesa, y gozaba él también con lo estrecha que debía sentirse mi conchita alrededor de ese pijón. Me agarré de esa espalda peluda de indio con ganas, dispuesta a disfrutar todo lo que me diera.
Las cosas que se me venían a la cabeza. Me sentía la cautiva de antaño, lo juro. La mujer blanca que tuvo la desgracia de ser capturada por el malón de la indiada. Y se la llevaban a las tolderías, para que les sirviera a los indios. Y yo lo adoraba. Volaba de placer de imaginarme así. El pijón grueso del coya me abría la conchita tanto y tan hermoso, tan dulce y fuerte. Rubén para colmo me ponía mas caliente. Sin cambiar el ritmo de su cogida, me besaba. Nos besabamos entre jadeos. Me aferraba el cuerpo con esos dedos ásperos como los de Carlos, hundiéndose en mi piel. Me lamía toda la cara, el cuello, como queriendo sentirme todo el gusto. Como si yo fuese el helado más delicioso de su vida. Y quizás, yo en ese momento lo era.
A Carlos y a Quique yo no los escuchaba. Por ahí no se animaban a decir nada y solamente se quedaron mirando la cogida hermosa que le estaba dando el coya a esa nena blanca.
“Putita linda… aaaah…. Putita linda….”, me jadeaba el viejo en el oído, “Vas a quere’ la leche, eh?”
“Sssiii… siiii ay! Ay… ssssiii…”, le gemía yo, ya prácticamente con la cabeza volando en otro lado.
“Te gustan lo’ viejo’, eh?’.... Aaaahhh… Queré la guasca del macho? Eh? La vas a quere’?”, me gruñía.
“Llename toda!”, me aferré a su espalda ancha, “Llename todaaaaa…”
A Rubén le debe haber volado la cabeza escuchar a la nena decirle eso, porque inmediatamente acabó. Me clavó los dedos en la piel y me clavó más aún esa verga marrón que se sentía enorme, bien al fondo de mi interior que ya lo esperaba ansioso. Sentí a su pija tocar fondo y chocarme fuerte la entrada al útero, haciéndome centellear de dolor y placer. La sentí endurecerse y eyacularme, mezclándose con el semen de Quique que ya me había dejado.
“Aaaah… sssiii.. Aaaahhhh”, lo escuché gemir con mis ojos cerrados, yo también estaba orgasmeando con él, “Bien preñadita vas a queda’, pendeja puta de mierda! … aaaahhh… ssssiii…”
Yo terminé de explotar al escucharlo, imaginándome el torrente de semen coya y aymará que ese indiazo me estaba dejando adentro. Tan caliente, tan dulce, tan hermoso. Y hasta vibraba de ganas de que fuera cierto lo que me decía. Quedar bien embarazada de un macho así, con una verga así.
El viejo Rubén terminó medio exhausto luego de vaciarse en mi. Y yo la verdad que también. Nos quedamos los dos ahí un momento, besándonos y acariciándonos. Hasta que se salió de mi y se incorporó de rodillas en el pasto. Yo sentí el semen que me brotaba de entre las piernas. Me incorporé un poco en mis codos para mirar y lo vi, saliendo de mi y esparciéndose despacito hacia abajo, bañandome para abajo sobre la raya de mi cola. Rubén se paró y suspirando feliz lo vi irse hacia la camioneta. Cuando me di vuelta para ver, estaba Quique ya vistiéndose, con una sonrisa en la cara después de la cogida que dió y la que luego presenció.
También estaba mi Carlos, todavía sentado en el asiento de atrás, con las piernas para afuera. Él tampoco había aguantado y había sacado su verga. Se habría estado masturbando también con la escena. Sonriendo me miró y me habló.
“Che, no te olvide’ de papi, chiquita eh? Vení, dale.”
Yo estaba exhausta y bien cogida. Pero igual le sonreí. Gateando despacito por el pasto me acerqué, me arrodillé frente a él y le empecé a chupar esa pija divina, que tanto deseaba y tan bien conocía, mientras los otros dos miraban y se sonreían. Seguramente pensando en el hermoso fin de semana que se les venía.
Y la verdad, yo también pensaba exactamente lo mismo que ellos.
Por eso me resultó muy raro y un poco chocante cuando Carlos me lo dijo. Yo ya estaba creciendo, madurando y entendiendo más cosas. Y esa fué una de las tantas que aprendí, de cómo las apariencias engañan y a veces las cosas no son como lo parecen, o como deberían ser. Por suerte nunca lo volví a ver a Miguel. O debería decir al Padre Miguel? No sé, pero nunca más lo vi. No hubiese sabido qué hacer si lo veía de nuevo y menos en una situación así. En una situación de sótano.
En cualquier caso, mi último año escolar por fin arrancó y regresé a la rutina. Me reencontré con mis compañeras, lo que era nada más un decir porque la mayoría éramos de La Cocha y nos veíamos todo el tiempo durante el verano. Ahora solamente era que estábamos de uniforme. Pero era nuestro último año. Para las chicas era una mezcla de excitación por ya estar tan cerca de terminar, y tristeza porque las vacaciones de verano se habían acabado. Para mí era casi todo felicidad, por motivos obvios.
Vuelta al colegio, vuelta a estar cerca de mi viejito.
Nuestro sistema seguía funcionando bien. Pronto luego de que las clases comenzaran, una o dos veces por semana, me encontraba con él en su cuartito o en algún baño. Y ahí su putita le adoraba la verga, bien y lindo, con su boca amorosa. También seguía visitándolo algún que otro sábado. De ser por mí y por él, hubiese sido genial hacerlo todos los sábados, pero yo seguía sin querer abusar de las excusas y jugar mucho con el riesgo de ser descubierta. Me la pasaba caliente, pensando, soñando y masturbándome cuando podía con ese pedazo hermoso de pija amarronada que tanto placer me daba. Y algún sábado lindo, por fin la disfrutaba en mi cuerpito.
Mi cuerpito que ya tan cuerpito no era. Ya estaba en los últimos tirones de mi adolescencia. Me había puesto un poco menos flaca, aunque todavía era bien delgada. Crecí unos centímetros, apenas, y la cola se me hizo un poco más grande y firme todavía. Me encantaba mi cola. Las tetitas… bueno, ellas también lo intentaron, pero en tetitas se quedaron. Igual me gustaban, y al viejo también.
Así fue pasando el año, sin muchos sobresaltos. A finales de Junio, Argentina salió campeón del mundo en el mundial, lo que causó un lindo revuelo y festejo en el pueblo. Me encantó verlo cubierto de banderas y ver a la gente tan feliz, celebrando. Aunque ese ambiente de alegría haya durado un par de semanas nada más, me puso muy feliz pese a que yo de fútbol no entendía mucho.
Ese año, ese último año escolar, fue cuando me hice grande casi de golpe.
Todo empezó a finales de ese Agosto. Empezó a hacer un calor tremendo, casi atípico para esa altura del año. Claro que esperábamos el calor, pero para más adelante. Creíamos que teníamos un par de meses más, pero no. Se adelantó un poco el verano. El noticiero hablaba de una ola tropical que venía de Brasil. Lo cierto es que andábamos todos como si fuera verano.
Yo, lo notaba, ya tenía humores y comportamientos de una chica más grande. Algunas cosas, algunos detalles. Hacía casi un año que me venía cogiendo al viejo Carlos. Nadie lo notaba de afuera, por suerte, pero por dentro yo sabía que mi cuerpito tenía más verga encima que quizás el resto de mis compañeras todas juntas. Y eso me hizo, de alguna manera, alejarme un poco de ellas. No de mala manera, no nos peleamos ni nada de eso, pero yo las veía todo el tiempo y me parecían… chiquitas. Todavía nenas. Hablando cosas de nenas, riéndose y preocupándose por melodramitas de nenas. Me había quedado con muy poco como para hablar y compartir con ellas.
También se sentía en mi casa. Mis papás… ya ellos mismos me veían más grande, un poco más madura, aunque no sabían (y nunca sabrían) el por qué. No me estaban tan encima y ya me trataban como una chica mayor, lo que me venía al pelo para hacer mis cosas y mis escapaditas de sábado.
Se venía un feriado largo, de tres días. Iba a tener viernes, sábado y domingo para mi. Me encantaba. El sábado de la semana anterior lo fuí a visitar a mi viejito al sótano. La pasamos muy bien, como siempre lo hacíamos, y yo ya me quedaba más tiempo. Prácticamente toda la tarde. A veces hasta le llevaba empanadas o algo para comer y almorzábamos ahí juntos. Los dos necesitábamos un poquito de energía y los mates a veces no alcanzaban.
Habíamos terminado de coger y había sido hermoso. Me quedé abrazada a él de costado en el colchón, acariciándole el pelo en ese pecho macizo, hablando nuestras cositas por lo bajo. Carlos se había querido hacer el romántico y había puesto un cassette de Sandro y todo, en el pasacassette nuevo que se había comprado. Charlando así salió el tema del feriado largo y me dijo que se iba a pasarlo a su casa en Robles. Le pregunté si se iba a ir solo y me dijo que no, que se juntaba con dos conocidos que iban a parar ahí en la casa y después seguían viaje. Me miró con esa mirada de guacho un ratito, pensando algo, y me dijo si no quería ir con él también.
Me incorporé un poquito y nos miramos a los ojos. Le pregunté si iba a ser como aquella vez con Miguel, si iban a terminar siendo curas. Carlos se rió y me besó, me hizo una cosquillita en el costado que me hizo reír también. Me dijo que no, que eran dos empleados de la zafra que conocía. Amigos de un amigo.
Me vió un poco dudando, pensando, y antes que yo pudiera preguntarle nada, me lo dijo directamente él.
“Mirá que si veni’, seguro te van a quere’ culia’...”, se rió mientras me acariciaba la espalda.
“Y a vos no te jode eso?”, le pregunté.
“A mi?”, se rió de nuevo, “Que me va a jode’, linda. Con lo que te gusta a vo’ la verga… yo te disfruto. Conmigo o con otro.”
Yo suspiré, “Ay, son tres días, Carlos…”
Me hizo un jueguito con sus cejas, “Sabe’ lo lindo que te vamo’ a da’ esos tre’ dia’? Ja!”
“Y si no quiero? Qué hacés?”, le pregunté, jugando todavía con su pelo en el pecho.
“Si no quere’ entonce’ no quere’, y te doy yo solito, Gringa”, me acarició, “Yo no me vua’ queja’”
Lo mire suave, “... dejame pensarlo, si?”
“Bueno, linda”
“Hay algo para hacer en Robles?”, le pregunté.
“Uh, si. Justo ‘ta la fiesta nacional del palo y de la leche…”, me palmeó el culo jugando. Yo no pude evitar reírme y le pegué un chirlito en el hombro.
“Que zonzo que sos, che.”
El viejo me tomó de la nuca suavemente y me hizo inclinarme para besarlo. Nos dimos un beso hermoso y profundo, “Venite, putita linda. Dale, Gringuita, la vamo’ a pasa’ bien.”
Yo le sonreí, “Bueno, dejame pensarlo.”
El tema no era ir. Robles no estaba tan lejos. Tampoco era con quien iba a ir. Sean quien sean esos dos tipos, sabía que Carlos me iba a cuidar. El tema era que corno le iba a decir a mis viejos, qué excusa iba a poner. Por suerte se me alinearon un poco los planetas, como se dice, y mi papá se fue de viaje de negocios con la empresa a Perú. Quedaba mi mamá en casa nada más para convencer, y la pobre la verdad que siempre fué bastante crédula.
Después de pensarlo bien un día, me inventé que en un pueblo de Catamarca que se llamaba La Piedad iba a haber una feria de artesanías regionales y productos del valle. Era una enorme gansada, pero en esa época sin internet y sin celulares, también era absolutamente incomprobable. Le dije a mi mamá que una de las chicas de mi curso hacía artesanías de barro y que iba a ir a exponer y a vender, que me dijo de ir con ella y la familia por el fin de semana largo. Y le rogué que por favor me dejara, que iba a estar bueno, una linda aventura sola. Que iba a estar bien cuidada, que no se preocupara.
Me dijo finalmente que sí, que me dejaba, pero que por favor le diera un número de teléfono de donde íbamos a estar, por cualquier cosa. Le dije que se lo iba a conseguir. Cuando le comenté todo a Carlos, me dió el número de teléfono de una vecina de él en Robles, que tenía teléfono. Y se alegró mucho de que yo iba a pasar ese fin de semana con él.
En esos pocos días, puse todos los patitos en fila, como se dice, arreglé todos los detalles de la gran excusa y el jueves a la noche me estaba armando el bolso, feliz en casa. Al otro día, a la hora indicada, me despedí de mi mamá y contenta me fui caminando con mi bolsito. El plan que me había dicho el viejo, para no despertar sospechas, era que yo me fuera caminando por la ruta como para el colegio y que si me bancaba un poquito de caminata, que pasara el predio y caminara un kilómetro más. Que lo esperara en una arboleda que había pegada a la ruta y a eso de las dos de la tarde, después de comer, él pasaba con la chata y me levantaba para ir a Robles. Era un buen plan, sobre todo considerando que como siempre en esa ruta no iba a pasar nadie.
Me había puesto una ropa cómoda porque sabía que iba a tener que patear lindo, pero como ya dije, saben que me encanta caminar y disfrutar los paisajes de mi querida provincia. Estaba de pantaloncito corto de jean, una blusita y zapatillas. Con un gorrito tipo de piluso para el sol. Sin quererlo me había quedado un look bastante hippie, me gustaba. Cuando por fin llegué al lugar, vi la arboleda y me salí de la ruta, sentándome en el pasto fuera de la vista para descansar y esperar, mientras me tomaba un poco de agua de mi cantimplora. Era toda una linda aventura.
Por suerte Carlos, si bien no fué super puntual, tampoco fué que tardó tanto. Vi venir la chata del viejo por la ruta y asegurándome que no viniera nadie que me viera, me acerqué a la ruta haciéndole señas. Cuando frenó y se acercó, ví que ya venía acompañado de los dos tipos. Carlos le dijo al que venía al lado de él que se bajara y se pasara atrás, para que yo fuera al lado de él. Subí y nos saludamos todos, yo sonriendo y muy amable con los otros dos tipos, y a mi viejito dándole un lindo besucón. La chata arrancó y emprendimos viaje.
El trayecto se hizo un poco largo porque la chata de Carlos, una F-100 bastante antigua, pobrecita cuando la querías poner a más de setenta empezaba a protestar y a vibrar feo. Así que íbamos despacio por necesidad. Por suerte era de esas de doble cabina y no íbamos los cuatro apretados. A mi me daba un poco de cosa ir adelante por si alguien me veía. Con las ventanillas bajas y mi pelo largo y colorado volándose para todos lados, cualquiera que me conociera y nos cruzáramos me iba a reconocer. Pero como estábamos ya cerquita del cruce a Catamarca, el viejo me dijo que no me preocupara mucho, que nadie me iba a conocer fuera de La Cocha, y tenía razón. Íbamos con las ventanillas bajas, por supuesto, porque ese era el aire acondicionado.
Igual el viaje, aunque lento, fue lindo. Nos pusimos a charlar los cuatro lo más bien. Los dos tipos que lo acompañaban a Carlos… no es por ser prejuiciosa, yo no soy nada de eso, pero eran exactamente lo que me imaginé cuando el viejo me dijo que eran de la zafra.
Los dos eran morochos, bien morochos de campo, cosecha y caña. Con la piel curtida y quemada por el sol. Se debían matar trabajando todos los días debajo de ese sol agobiante. Uno dentro de todo parecía bastante joven, cuando le pregunté me dijo que tenía treinta y nueve. Le decían Quique. El otro era más viejo, como de la edad de Carlos, me imaginé. Y tenía razón. Tenía sesenta y cuatro, se llamaba Rubén. Sin apodo. A los dos se los veía trabajadores, fortachones. Quique era el más flaco, pero más fibroso de músculos. El viejo Rubén era más macizo. Sin la panza linda de Carlos, pero también de brazos fuertes y peludos.
Y los dos, tanto Quique pero mucho más el viejo Rubén, tenían una pinta de ser “oriundos” que mataba, como decía mi papá a veces medio despectivamente. Los dos tenían rasgos bien de coya, de aymará. Indios del lugar que con los siglos se fueron mezclando, pero a ellos parece que mucha mezcla no les tocó. Pelo bien negro, piel curtida y marrón caoba, fuertes, morrudos y de nariz ancha, para tomar todo el aire del altiplano, por mas que ahora no estuvieran ahí.
Y por supuesto no pasaron ni cinco minutos que yo ya veía como ese par de lobos sentados atrás se estaban relamiendo de verme, la ovejita blanquita y pálida, de pelo colorado y largo, que les sonreía simpática y les daba charla. Los trataba como iguales, como trataba a todo el mundo. No voy a negar que un pinchazo de placer entre las piernas, un suave hormigueo, sentí un par de veces al imaginarme estar con esos dos. Y ahora, considerando la situación en la que estaba y a la que me dirigía, seguro que iba a pasar. Además, vaya a saber que les habría dicho Carlos de mí. Nunca supe que le había dicho al cura de mí aquella vez, y pasó lo que pasó. Ahora que les habría dicho?
Hasta Carlos notó que a veces me quedaba colgada pensando, mirando el paisaje pasar, en los momentos en los que no charlaba con los de atrás y los dejaba a ellos hablar. Yo estaba medio aburrida, perdida un poco en mis pensamientos, algunos santos y otros no tanto. Hacía casi una hora que estábamos de viaje y si mis cálculos eran correctos, faltaba como otra hora y media más hasta Robles.
Me despabiló la mano de Carlos en mi muslito expuesto, dándome una caricia mientras manejaba, “Venís bien, Gringuita?”
Le sonreí, “Si, papi. Miraba el paisaje. Es hermoso.”
“Bueno”, me dijo y me dejó la mano ahí acariciándome la pierna. Venía parejo y no tenía que meter ningún cambio de marcha.
“Papi, le dijo…”, se rió Rubén desde atrás.
Carlos lo miró por el espejo retrovisor, “Si, viste? Es una belleza la nena.”
“Parece que le gustan los viejo’...”, agregó Quique.
“Ja! Si… viejo suertudo”, se rió Carlos.
Yo me giré un poco para enfrentar al asiento de atrás y le sonreí a Quique, “Che… estoy acá, eh? Me podés preguntar directamente a mí, si querés.”
Quique se sonrió y me miró a los ojos, “Bue… te gustan los viejo’?”
“Mucho”, le sonreí dulcemente. Rubén se rió, sintiéndose gratamente afectado.
“Y que ma’ te gusta?”, me preguntó Quique.
“Uh.. un montón de cosas”
“Como qué?”, me preguntó y se acercó un poco a mí.
“Y… no sé. Preguntame y te digo”, le contesté sin alejarme de él.
“Mmm.. a ve’... “, me dijo y se puso a pensar un segundo.
Carlos creo que no se aguantó mucho el jueguito, “La pija de macho le gusta a la nena, che…”, dijo mirándolos a los de atrás por el espejo. Todos se empezaron a reír, menos yo.
“Ay, Carlos! Che pará…”, le protesté.
Carlos se rió y me acarició el muslo, “No te calente’, chiquita. Si sabe’ que es cierto…”
“Bueno, pero no es para decirlo así…”
“Uf… una cholita así de linda…”, me miró el viejo Rubén con una sonrisa. Le iba a contestar algo, dejarle una sonrisita al viejo de atrás, pero enseguida sentí que Quique me estaba acariciando el brazo. Lo miré.
“Te gustan los macho’?”, me preguntó con fueguito en los ojos. Yo lo miré con los míos y mi propio encanto.
“Me gustan los hombres bien hombres”, le dije. Todos nos reímos alegremente, nadie se esperaba oir eso de los labios de esa nena. Casi hasta que ni yo.
Hubo un momento de silencio hasta que Carlos habló, mirándolos de nuevo por el espejo, “E’ verda’, eh? No te ‘ta jodiendo. La Gringuita va al frente, che”, yo sólo me sonreí por el cumplido de mi viejito, “Hay que bancarsela, eh? Cuando va, va.”
“Que linda cholita!”, repitió el viejo Rubén, mirándome con hambre.
“Que, no me cree’? Quere’ ve’?”, les preguntó Carlos mirándolos en el espejo.
“Uh… dale, a ve’. Carlo’, vos habla’ y habla’...”, se rió Quique.
“Ah, si? Hablo y hablo?”, se rió Carlos y me palmeó el muslo, “Vení, chiquita… mostrale a lo’ giles esto’ que no te creen…”
Le iba a preguntar qué quería, pero no me dió tiempo. Vi que me sacó la mano del muslo y se la llevó a su pantalón, deslizando el cierre de su bragueta y con algo de dificultad tratando de pescarse la pija con la mano, para sacarla mientras manejaba. Yo me quedé un poquito dura.
“... Ay, Carlos… qué hacés? Acá?”
“Si. Dale, Gringuita, mostrale a lo’ muchacho’...”, me dijo y por fin se la pudo sacar. No la tenía dura, pero le costó sacarla por lo apretado que llevaba el pantalón en esa posición. Escuché unas risitas del asiento de atrás y medio que se inclinaron para ver. Me hizo una seña para que me acercara y cuando lo hice me puso la mano en la nuca, acariciándome ahí y empujándome suavemente hacia su verga.
Yo no dije nada porque no me salió decir nada. En un segundo pasé de un poco de vergüenza a algo de calentura al verle la verga a Carlos y saber lo que quería que le hiciera, a la vista de los otros dos. No había mucho lugar para hacerlo, entre la panza de Carlos y el volante de la chata, y el vaivén de la misma mucho no ayudaba, pero sin decir nada cerré los ojos, me acomodé como pude y me la llevé a la boca. Chupándola, lamiéndola y acariciándosela con la lengua para darle vida.
Los escuché a los de atrás reírse, pero bajito. Estaban más preocupados en mirar la escena que en reírse, aparentemente. Pronto escucharon mis gemidos de placer y sentí la manaza de Carlos acompañando el movimiento de arriba y abajo de mi cabeza de pelo colorado, “Mmm… ahí va, putita… aaaah…”.

Los otros no decían nada, los oía cuchichear, sin verlos, los sentía mirar todo. Como que no podían creer con las ganas que esa nena blanquita y divina se estaba chupando esa verga, ahí enfrente de ellos. Y yo tampoco lo podía creer mucho, pero me bastaba con disfrutar la sensación. La sensación hermosa en mi pecho de sentirme tan putita. Se la estaba chupando hermoso al viejo y pronto la sentí endurecerse en mi boca. Lo que me hizo querer amarla más.
Sentí la mano de alguno, seguramente la de Quique, que se habría estirado desde el asiento de atrás y sin poder aguantarse más me empezó a sentir mi culito firme por encima del short de jean. Yo gemí suavemente en la verga de Carlos al sentirlo. Esto me estaba gustando. Me estaba gustando mucho. Lo estaba disfrutando tanto cuando de pronto sentí la mano de Carlos que me levantaba la cabeza, sacándome de su pija cuando la estaba empezando a disfrutar en serio.
El viejo suspiró y me miró, sacando los ojos de la ruta por un momentito para limpiarme un poco de saliva de mi mentón, “Putita hermosa”, me sonrió. Yo le devolví la sonrisa. “Vieron?”, les dijo a los dos de atrás, girando un poco la cabeza.
“Si… hermosa…”, se rió Quique.
Rubén me miró y se sonrió amplio. Pobrecito, le faltaban un par de dientes de abajo, “Venite pa’tra un ratito, dale… quere’?”
Yo lo miré a Carlos y él me miró, me hizo un guiño de ojo picarón, “Pasate atra’ un ratito con lo’ muchacho’, dale. Entretenelo’ un ratito, que no tenemo’ radio…”
Yo me reí del chiste. Ya había quedado bastante caliente yo también. Me mandé con cuidado por encima del asiento, dejando mi bolso con mis cosas a los pies del asiento de adelante. Yo era flaquita y flexible, no tuve mucho problema. Los dos morochos me hicieron un poco de lugar, pegándose a las puertas de la chata. Costó un poquito, pero logré pasar atrás. Y ya estaba sentada entre los dos. Lugar para dos había atrás, para tres no tanto, pero nos las arreglamos.
No tardaron mucho en mandarse los dos. Apenas unos momentos después yo ya estaba a los besos con Quique, besos lindos y profundos, sintiendo su lengua jugar con la mía. Y sentía dos manos recorrerme el cuerpo de los dos lados. Mis muslos suaves, mis tetitas, a veces alguna mano la sentía frotarme entre las piernas por arriba de la tela apretada del jean. Me separaron las piernas los dos y les resultó más fácil seguir tocándome, mientras mis manitos también los recorrían a ellos. Alternaba los besos con uno y con otro. Pronto había dejado de besarme con Quique para darme vuelta y hacerlo con Rubén, sintiendo la lengua del viejo indio entrarme en la boca con tanta hambre. Y así íbamos cambiando, tocándonos, disfrutándonos. Al que yo no estaba besando en ese momento, aprovechaba para meterme mano por donde podía.
Luego de unos minutos así de dulce disfrute, los dos riendo se desabrocharon los pantalones y sacaron sus vergas al aire. Yo me sonreí gustosa y comencé a tocárselas, a masturbarlos despacito. Las quería sentir. Las dos eran lindas, duras y bien marrones. Bien oscuras, como ellos. La de Quique era larga y algo finita, pero tiesa y hermosa. La de Rubén, el más indio, era otra cosa más importante. El viejo coya tenía un vergón, largo y bien grueso, muy parecido al de Carlos. Me encantaron las dos.
Quique me tomó del pelo largo y colorado como había hecho Carlos antes y me inclinó sobre él. Yaciendo en el asiento sobre mi costado lo tomé en mi boca y lo escuché gemir fuerte de placer, mientras yo empezaba a chupársela lindo e intenso. Rubén, mientras, estaba luchando con mi shortcito de jean ajustado, hasta que logró desabrocharlo y deslizarlo un poco hacia abajo, no del todo, pero lo suficiente para que pudiera ver mi culo, pálido y firme, expuesto para él. Me lo empezó a masajear y disfrutar, hasta que no aguantó más y sentí uno de sus dedos ásperos en mi conchita. Si hubiese tenido lugar para montarme y cogerme, estaba seguro que lo hubiese hecho, pero tenía lugar sólo para hacer eso. Y yo, encantada. Encantada de estar chupando una linda verga de morocho y al mismo tiempo que otro me estuviese explorando la conchita con los dedos.
Luego de un rato de atenderlo a Quique me salí y me giré para hacer lo mismo con Rubén. Nada más sonriéndonos entre los tres, sin decir nada me moví sobre mi otro costado, tomando esa verga enorme que también quería disfrutar tanto. Abriendo bien la boca me la mandé adentro, sin más, de lo caliente que yo estaba. Ni por asomo me la pude meter mucho, pero mis labios y mi lengua la adoraron igual, haciendo que el viejo protestara de placer. Ahora era el turno de Quique de disfrutar de mi culito desnudo, orientado hacia él, y también el placer de sentir sus dedos explorándome.
A Carlos sólo lo oía lanzar una risita de vez en cuando. Abrí los ojos para pispear algo y lo vi, mirando la escena por el espejo, con una sonrisa de oreja a oreja. No pude verlo más porque sentí a Rubén putear algo, aferrarme la cabeza y hacerme volver sobre su vergón.
Los atendí así a mis dos nuevos amigos por unos minutos, unos hermosos minutos de tanto placer. Lo que me encantaba tener esas pijas en la boca era increíble. Sobre todo la del viejo Rubén. Tenía un gusto divino y un tamaño que disfrutaba un montón de sentir, llenándome completamente la boca.
En un momento escuché a Carlos reírse desde adelante, levantando un poco la voz, “Che… quieren que pare un rato pa’ estirar las pierna’?”
Todos se rieron, yo aproveché para sacarme la verga de Rubén que tenía en la boca por un momento y tomar aire. Lo escuché a Quique hablar detrás mío, “Si… y estirarle un poco la concha a ésta puta también…”
Rubén se anotó también en los comentarios, lo oí desde arriba mío mientras seguía disfrutando mis nalgas desnuda con su mano áspera, “... cómo te vamo’ a coge’, cholita linda…”
Yo no puedo explicar, no tengo palabras para describir la oleada de calentura que me subió por todo el cuerpo al escucharlos. Carlos largó una risita y desde mi posición hundida en el asiento de atrás sentí que empezaba a frenar la chata, y el ruido de las ruedas sobre el asfalto se transformó en uno de ruedas sobre ripio de banquina.
El viejo llevó la chata una buena distancia alejada de la ruta, hasta una arboleda que había. La estacionó ahí, de forma que el chasis tapara lo más posible la visión desde la ruta. Desde el asfalto, cualquiera que pasara con el auto vería nada más, un poco a la distancia, una camioneta vieja parada cerca de una arboleda. Pero de nuestro lado y cerca…
Nos bajamos de la camioneta todos. Quique me agarró de la mano y me llevó unos pasos más lejos, me ayudó a sacarme toda la ropa, él también lo hizo y me acostó ahí mismo. Ahí nomás sobre unos pastitos altos que había. Yo ya estaba totalmente desnuda y la verdad que la sensación de ese pasto no era ni cómoda ni agradable, pero ya volaba de calentura. Quique se me acercó y se me puso encima, terminando de sacarse su ropa y desnudarse también. Por un momento pensé que me iban a dar entre todos, por cómo venía la cosa en la camioneta, pero por suerte parecía que lo iban a hacer de a uno. Quique fue el primero, parece que era el que venía más caliente de todos, porque sin discutir y sin decir nada fue el que me agarró y me llevó, haciéndome yacer ahí.

Torciendo mi cuello los vi de reojo a Carlos y a Rubén que miraban desde la camioneta. El viejo Carlos, tan guacho siempre, ya se había sentado en el asiento de atrás, con la puerta abierta, haciéndose un mate de su termo mientras miraba. Rubén ya se estaba desvistiendo también. No tuve mucho tiempo de ver más. Quique se me puso encima, con su cuerpo morocho y fibroso, contrastando tanto con mi piel blanquita y pálida. Yo estaba de espaldas en el pasto, ya Quique me había abierto de piernas y se me apoyó encima, visiblemente pasado de calentura.
Sentí que me apoyó la verga, pero lo hizo feo y demasiado fuerte en mi ano, buscándolo con la punta. Me quería dar por ahí y yo no quería saber nada de eso. No sin estar lista y sin lubricación. Gemí fuerte y le agarré la verga, la tenía tan dura. La guié rápido sobre mi conchita y lo abracé, para que me empezara a dar ahí.
Y vaya si lo hizo.
Quique me entró a dar una cogida que casi me saca los ojos de la cabeza. Grité fuerte de dolor y placer y me aferré a él, a su espalda curtida, mientras me bombeaba rápido, fuerte y profundo. Se quería sacar la calentura con mi cuerpo a toda costa. Y yo estaba viendo estrellas de placer al sentirle la verga golpearme tan profundo. Pronto los dos estábamos gimiendo y gozando fuerte, mientras Carlos y Rubén seguro miraban. Los escuché, por encima de los jadeos y gemidos del macho que tenía encima cogiéndome.
“Daleeee… llenale la concha, che!”, le gritó Carlos.
“Jaja! Preñatelá, negro, dale!”, acompañó Rubén con otra risa.
Yo gritaba, gemía, gozaba. Quique me estaba cogiendo fuerte y en serio. Adoraba como mi cuerpito podía darle tanto placer a ese hombre. Cuando nuestro público sintió que Quique estaba tardando, siguieron.
“Dale, maricón, che!”, oí reír a Carlos, “Hacele un hijo macho! Mirá lo que goza la putita!”
“Daleeee negro!”, se rió también Rubén, “Dale que me toca a mi, guacho! Cómo te la llevaste!”
Quique pronto no aguantó más y me dejó su orgasmo, jadeándome en la oreja y aferrándose a mi piel. Su cuerpo se arqueaba al dejarme profundo su leche caliente con cada uno de sus espasmos. No entiendo como no acabé yo también de la sensación, pero cómo lo disfruté. Los otros lo aplaudieron y se reían. Quique se quedó un ratito ahí, dándome unos besos. Creo que se quería quedar más, seguramente, pero enseguida ví que se acercó Rubén por nuestro costado. Lo palmeó a Quique en el hombro y éste se salió de mí, dejándome vacía.
No pude ni cerrar las piernas. Ya tenía al viejo Rubén, desnudo, con su cuerpo fuerte y amarronado, entre mis muslos. También con una calentura en la cara que volaba. Se me apoyó encima y me aplastó un poco contra el pasto, era más pesado que Quique, pero no tanto como mi Carlos. Se ve que mucho no le importó que mi conchita tenía el semen de otro hombre, porque enseguida que me encontró la vagina, presionó y me la hizo entrar. Yo estaba tan lubricada que no le costó nada, pero igual ese grosor y ese largo me hizo ver las estrellas de placer.
Me aferré a ese nuevo cuerpo de hombre encima mío y sus embates me hicieron arquear la espalda de placer. El coya me entró a coger lindo también. No tan fuerte como Quique, pero tenía un ritmo profundo y parejo. Me estaba haciendo sentir toda esa verga, larga y gruesa, y gozaba él también con lo estrecha que debía sentirse mi conchita alrededor de ese pijón. Me agarré de esa espalda peluda de indio con ganas, dispuesta a disfrutar todo lo que me diera.
Las cosas que se me venían a la cabeza. Me sentía la cautiva de antaño, lo juro. La mujer blanca que tuvo la desgracia de ser capturada por el malón de la indiada. Y se la llevaban a las tolderías, para que les sirviera a los indios. Y yo lo adoraba. Volaba de placer de imaginarme así. El pijón grueso del coya me abría la conchita tanto y tan hermoso, tan dulce y fuerte. Rubén para colmo me ponía mas caliente. Sin cambiar el ritmo de su cogida, me besaba. Nos besabamos entre jadeos. Me aferraba el cuerpo con esos dedos ásperos como los de Carlos, hundiéndose en mi piel. Me lamía toda la cara, el cuello, como queriendo sentirme todo el gusto. Como si yo fuese el helado más delicioso de su vida. Y quizás, yo en ese momento lo era.
A Carlos y a Quique yo no los escuchaba. Por ahí no se animaban a decir nada y solamente se quedaron mirando la cogida hermosa que le estaba dando el coya a esa nena blanca.
“Putita linda… aaaah…. Putita linda….”, me jadeaba el viejo en el oído, “Vas a quere’ la leche, eh?”
“Sssiii… siiii ay! Ay… ssssiii…”, le gemía yo, ya prácticamente con la cabeza volando en otro lado.
“Te gustan lo’ viejo’, eh?’.... Aaaahhh… Queré la guasca del macho? Eh? La vas a quere’?”, me gruñía.
“Llename toda!”, me aferré a su espalda ancha, “Llename todaaaaa…”
A Rubén le debe haber volado la cabeza escuchar a la nena decirle eso, porque inmediatamente acabó. Me clavó los dedos en la piel y me clavó más aún esa verga marrón que se sentía enorme, bien al fondo de mi interior que ya lo esperaba ansioso. Sentí a su pija tocar fondo y chocarme fuerte la entrada al útero, haciéndome centellear de dolor y placer. La sentí endurecerse y eyacularme, mezclándose con el semen de Quique que ya me había dejado.
“Aaaah… sssiii.. Aaaahhhh”, lo escuché gemir con mis ojos cerrados, yo también estaba orgasmeando con él, “Bien preñadita vas a queda’, pendeja puta de mierda! … aaaahhh… ssssiii…”
Yo terminé de explotar al escucharlo, imaginándome el torrente de semen coya y aymará que ese indiazo me estaba dejando adentro. Tan caliente, tan dulce, tan hermoso. Y hasta vibraba de ganas de que fuera cierto lo que me decía. Quedar bien embarazada de un macho así, con una verga así.
El viejo Rubén terminó medio exhausto luego de vaciarse en mi. Y yo la verdad que también. Nos quedamos los dos ahí un momento, besándonos y acariciándonos. Hasta que se salió de mi y se incorporó de rodillas en el pasto. Yo sentí el semen que me brotaba de entre las piernas. Me incorporé un poco en mis codos para mirar y lo vi, saliendo de mi y esparciéndose despacito hacia abajo, bañandome para abajo sobre la raya de mi cola. Rubén se paró y suspirando feliz lo vi irse hacia la camioneta. Cuando me di vuelta para ver, estaba Quique ya vistiéndose, con una sonrisa en la cara después de la cogida que dió y la que luego presenció.
También estaba mi Carlos, todavía sentado en el asiento de atrás, con las piernas para afuera. Él tampoco había aguantado y había sacado su verga. Se habría estado masturbando también con la escena. Sonriendo me miró y me habló.
“Che, no te olvide’ de papi, chiquita eh? Vení, dale.”
Yo estaba exhausta y bien cogida. Pero igual le sonreí. Gateando despacito por el pasto me acerqué, me arrodillé frente a él y le empecé a chupar esa pija divina, que tanto deseaba y tan bien conocía, mientras los otros dos miraban y se sonreían. Seguramente pensando en el hermoso fin de semana que se les venía.
Y la verdad, yo también pensaba exactamente lo mismo que ellos.
0 comentarios - El Despertar de La Gringa - Parte 5