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Capítulo 10 - Bajo el agua sobre la piel

El sol de la tarde descendía lentamente entre los árboles, dejando destellos dorados sobre la superficie del río. Las piedras pulidas brillaban como espejos entre la corriente, y la brisa traía el olor a tierra mojada y hojas. No había cobertura, no había reloj. Solo él y yo.

Me deslicé entre los arbustos, descalza, dejando atrás la ropa ligera que me cubría. Sentí el frescor del aire en mi piel desnuda y la caricia libre de la naturaleza sobre mis muslos. La humedad del ambiente parecía colarse entre mis poros como un susurro antiguo que despertaba algo más que deseo: una entrega distinta, orgánica, silenciosa.

Mi Amo ya estaba allí, sumergido hasta la cintura, con los brazos cruzados y los ojos puestos en mí. Me observaba sin palabras, como si supiera exactamente cómo latía mi cuerpo por dentro. La mirada que me dedicó no era una orden… era una promesa.

Bajé un pie en el agua. Un escalofrío me recorrió entera. El frío del río me hizo temblar al principio, pero el calor creciente entre mis piernas no tardó en equilibrarlo todo. Me hundí poco a poco, con los pezones endureciéndose por la mezcla de temperatura y deseo. El agua rodeaba mi piel como una segunda amante: juguetona, impredecible, natural.

—¿Sientes cómo se despierta tu cuerpo sin que nadie lo toque? —me preguntó él, acercándose despacio.

Asentí, sin palabras, temblando no de frío sino de algo más profundo. Mi vulva latía sumergida, sensiblemente abierta al roce de la corriente. Me sentí vulnerable, como si el río supiera lo que escondía entre mis muslos.

—Abre los ojos —me dijo, tomando mi rostro con ambas manos—. Este momento es solo nuestro. Solo tú y yo. Nada más importa.

Su boca rozó la mía con calma, y en ese roce suave sentí la fuerza de todo lo no dicho. Mis dedos se aferraron a sus hombros. Lo necesitaba dentro de mí, pero no con urgencia… sino con devoción.

Me giró, colocándome de espaldas contra él. Sus manos tomaron mis pechos bajo el agua, los acarició con lentitud, rodeándolos mientras sus labios bajaban por mi cuello. Sentí cómo la corriente pasaba entre mis piernas justo cuando uno de sus dedos, firme y paciente, se coló entre mis pliegues húmedos y vibrantes.

—¿Te gusta que sea la naturaleza quien nos proteja? —susurró—. ¿Saber que nadie puede vernos… y aún así sentirte más expuesta que nunca?

Gemí. No podía contenerlo. Su voz, su toque, el entorno… todo me hacía sentir como si mi cuerpo ya no me perteneciera. Como si fuese parte del río, parte de él.

Mis caderas se movieron lentamente, buscando el ritmo de sus caricias. No era un juego de exhibición. Era más profundo. Más íntimo. Me estaba abriendo de otra forma. Le estaba mostrando no solo mi cuerpo… sino también mi alma.

Giré el rostro hacia él.

—Tómame —le pedí, con la voz entrecortada—. Aquí. Así. Donde solo tú puedes tocarme.

Y lo hizo.

Sus movimientos dentro de mí fueron lentos, profundos, como si cada empuje grabara una promesa bajo mi piel. No había ruido, solo el sonido del agua entre nuestros cuerpos y mi respiración cada vez más entrecortada.

Cuando alcancé el orgasmo, lo sentí como una ola que me nacía desde el fondo, mezclándose con la corriente. Me dejé ir, colapsando contra su pecho. Él me sostuvo, acariciando mi cabello, murmurando que era suya. Siempre suya.

Nos quedamos allí, abrazados, flotando. Sin ropa. Sin reglas. Solo piel sobre piel y esa certeza muda de que nuestro vínculo era más fuerte que nunca.

Todavía temblaba, flotando entre sus brazos, cuando sentí que él me soltaba lentamente. Su gesto no fue una despedida, sino un permiso. Me miró con esa calma firme que sólo él tiene, y con voz grave dijo:

—Ve más allá… deja que el río te toque. No hay reglas aquí. Solo tú… y lo que sientes.

Me giré hacia la parte más honda del cauce. A unos pasos, la corriente se intensificaba, formaba remolinos suaves que acariciaban las piedras. El murmullo del agua se volvió más agudo, más urgente, como si el río también me deseara.

Avancé, sintiendo cada centímetro de agua rozar mi cuerpo con una intención distinta. Mis pezones estaban tensos, duros, rozando la superficie a ratos cuando flotaba. La sensación era tan íntima que cerré los ojos y me dejé llevar, como si ese río fuera un amante invisible con miles de dedos líquidos.

Cuando alcancé el centro del remolino, me coloqué de espaldas y abrí las piernas apenas, con naturalidad, sin pudor, como si el mundo me mirara y me diera su bendición. El agua se deslizó entre mis muslos, acariciando mi vulva con una osadía inesperada. La corriente se colaba entre mis pliegues, y cada roce era una caricia distinta, como si el río conociera mi mapa secreto.

Grité, suave, contenida… no por pudor, sino por reverencia.

El agua me invadía sin penetrar. Me rodeaba, me empujaba, me hacía vibrar. Una ola suave golpeó justo donde la piel es más sensible, y entonces arqueé la espalda, con el cuerpo entero flotando mientras sentía una oleada de placer que nacía no de sus manos… sino de la naturaleza misma.

—¿Qué sientes? —preguntó mi Amo, desde la orilla, con la voz ronca, contemplándome como si viera un milagro.

Abrí los ojos y lo miré, con los labios entreabiertos.

—Siento que soy parte de todo, Amo… y que todo me desea. Siento mi piel viva, la corriente entrando por cada poro. Me tocan. Me tocan por dentro… sin dedos.

Él sonrió. No de orgullo. De devoción.

Me giré hacia él, dejando que el agua recorriera mi espalda. La corriente me empujó suavemente, haciendo que mi cuerpo se meciera como una hoja flotante. Mi cabello mojado caía sobre mis hombros, mis pezones se endurecieron aún más y la humedad entre mis piernas no era solo del río.

—¿Te excita que te vea así? —preguntó.

—Sí —susurré—. Porque no soy una mujer desnuda. Soy un cuerpo entregado. Un alma abierta. Y tú eres quien lo ha permitido.

Su mirada me quemó. Era deseo, sí… pero también orgullo. Había algo primitivo en nuestra conexión en ese momento, como si estuviéramos reviviendo un ritual antiguo, de cuando el deseo no tenía palabras, solo gestos, suspiros y agua.

Me acerqué nadando lentamente, sintiendo cómo mis muslos rozaban la corriente con cada movimiento, cómo mi vulva aún latía, sensible, palpitante. Cuando estuve frente a él, salí del agua de rodillas, con el cuerpo goteando. Lo miré con reverencia, con amor.

—¿Quieres tomarme ahora, Amo? ¿Aquí? ¿Donde ya el río ha abierto el camino?

Él se acercó. No respondió. Solo tomó mi rostro entre sus manos mojadas y me besó, profundo, con una ternura salvaje que me hizo estremecer.

Ese beso fue la promesa de que el río solo había empezado a desatar lo que vendría después.

Aquel beso no fue una pregunta.

Fue un permiso.

Un consentimiento entre cuerpos que ya no necesitaban palabras. Mi piel seguía empapada, el agua goteaba de mis pechos, resbalando por mis costillas hasta perderse entre mis piernas. Sentía el calor de su cuerpo irradiar a través de su ropa mojada, y su aliento, más denso, chocaba con mi cuello.

Mi espalda rozó una roca lisa, templada por el sol. Él me empujó con suavidad contra ella, colocándose entre mis piernas abiertas con naturalidad. Yo me aferré a sus hombros, clavando las uñas como si en su piel pudiera sostenerme ante el oleaje que mi propio cuerpo despertaba.

—¿Te ha gustado cómo el río te tocó, sumisa mía?

Asentí, apenas audible.

—Entonces ahora te toca sentir cómo lo hago yo. Tu verdadero dueño.

Mis labios se abrieron, no para hablar, sino para respirar… para dejar escapar un gemido bajo que nació en mi vientre. Sus manos, firmes, descendieron por mis costados hasta tomar mis caderas. Me alzó apenas, como si no pesara nada, y me apoyó mejor sobre la roca. El agua aún me lamía los tobillos, tibia y traviesa.

Su boca se cerró sobre uno de mis pechos, chupando con intensidad. El contraste entre su lengua caliente y el aire fresco me hizo gemir más fuerte. Luego descendió, besando mi vientre, dejando un rastro de saliva que competía con el agua.

—Estás tan mojada que ni siquiera sabría decir dónde empieza el río y dónde tú —murmuró.

—Yo tampoco lo sé, Amo… pero lo deseo todo.

Sus dedos se deslizaron entre mis labios hinchados, húmedos de placer, de deseo contenido. Grité en silencio, mordiéndome el labio. Entonces, sin esperar más, me penetró con lentitud, con la reverencia de quien ofrece un sacrificio a la naturaleza.

Mi cuerpo se abrió para recibirlo.

Lo sentí adentro, profundo. No solo su sexo… su mirada clavada en mí, sus jadeos, el peso de su cuerpo, su voluntad.

Y me moví con él. Cada embestida era una ola. Cada vaivén, un eco del río que aún nos tocaba los pies.

Mis muslos le rodeaban. Mis manos enredadas en su nuca. No había vergüenza, no había humanidad… solo una hembra siendo poseída por el único hombre que sabía tomarla como ella necesitaba.

—Tu cuerpo es mío —gruñó junto a mi oído—. Pero tu placer… es nuestro.

Y fue entonces cuando me dejé ir, cuando mi orgasmo me golpeó con la fuerza de una corriente desbordada. Grité su nombre. Lloré entre gemidos. Y él no se detuvo… hasta vaciarse dentro de mí con un rugido contenido, como un animal sagrado que reclamaba su altar.

Nos quedamos así, abrazados, temblando. El río acariciando nuestros tobillos. El cielo como único testigo.

El agua lavó nuestros cuerpos… pero no lo vivido.

Ni lo que vendría.

1 comentarios - Capítulo 10 - Bajo el agua sobre la piel

nukissy3920
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