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Compendio III
BUENO CON SUS MANOS Y LA HERRAMIENTA II
Durante la cena, Amelia intentó de verse normal: una vez más, Ramiro volvió exhausto de su trabajo y sus hijos conversaban alegres de sus aventuras en la piscina municipal.

Pero por la noche, Amelia se puso tensa. Había cambiado las sabanas y ventilado el dormitorio. Ramiro solo quería acostarse y dormir, sin sospechar lo que había ocurrido horas antes en su dormitorio.
Los recuerdos de aquella tarde la mantuvieron parte de la noche despierta: Yo la había tomado de una manera que su esposo no podía imaginar. Su cuerpo entero latía ante la idea que la volviera a hacer mía de nuevo y el pensamiento de que solo unas horas nos separaban la llenaban de ansiedad.

A la mañana siguiente, me esperaba ansiosa. Se había puesto una blusa blanca transparente y una falda corta que apenas le cubría la cola. Dudo que hubiese vestido así fuera de la casa con un look como ese.
No necesité tocar el timbre dos veces. Se apresuró a abrir con las piernas temblorosas de los nervios.
Me quedé unos segundos en el marco de la puerta, estudiándola de pies a cabeza, mi pene endureciéndose ante la visión.

La tensión entre nosotros era palpable y no nos molestábamos en fingir que yo haría reparaciones.
-Estaba pensando en revisar los enchufes. – alcancé a decir antes de que Amelia me besara apasionadamente.
La abracé y mis manos empezaron a recorrer su tentador cuerpo, sintiendo la suave tela de su blusa y el calor de su piel debajo. Su busto empujaba mi pecho con ansiedad y yo podía sentir la dureza de sus pezones a través del endeble material. Sentí mi pene ponerse más rígido, tensándose bajo el espacio de mis pantalones.
Nos fuimos desnudando, dejando un rastro de ropa desparramada. Cuando llegamos al dormitorio matrimonial, me quedaban solo calzoncillos y a ella, sus calzones.
Me bajé los calzoncillos, mostrándole mi erección. Las esmeraldas de Amelia brillaron encantadas y no desperdició un segundo para ponerse de rodillas, chupándome una vez más.
Podía notar cuánto me había extrañado, la forma que le rellenaba la boca y mi sabor en su lengua.

La miré con una mezcla de asombro y ganas. Sus ojos verdes brillaban con malicia a medida que me iba tragando, sus mejillas contrayéndose mientras me chupaba más profundo.
Reconozco que había mejorado con el paso de los años. Acaricié su cabello mientras me iba trabajando, mis caderas meneándose a razón que el placer se volvía más intenso. Podía darme cuenta de que no aguantaría mucho, así que la retiré y la llevé hasta la cama.
-Quiero probarte. – le dije, hambriento por ella.
Amelia se sorprendió. A pesar que había tenido algunos amantes, ninguno de ellos se había tomado la molestia de probar su sexo.
De hecho, solamente yo le había mostrado los placeres del sexo oral. Por lo que mientras se acostaba de espaldas sobre la cama, su sexo goteaba a borbotones de la excitación.
Le abrí las piernas, deleitándome de la visión de su conchita depilada. Lamí sus labios antes de empezar, mi lengua deslizándose a través de su hendidura y rozando su clítoris. La sensación fue eléctrica, enviándole ondas de placer a través de su cuerpo.

Su sabor era exquisito. Supongo que como un vino mejora su sabor (soy abstemio), volviéndose más exquisito con el paso de los años. Lamí sus pliegues, mi lengua explorando cada centímetro de ella.
Las piernas de Amelia temblaban mientras mi lengua bailaba alrededor de su clítoris, provocándola. Podía sentir cómo la tensión en su cuerpo se incrementaba, las suplicas de su cuerpo pidiendo liberación.
Alcanzó mis cabellos y me enterró las uñas, empujándome más cerca de ella, incitándome a que la lamiera más.
Nuestros ojos se encontraron, viendo un hambre en ella que no había visto en años. Le metí dos dedos, metiéndolos y sacándolos mientras seguía lamiéndole y chupando su clítoris.
Amelia estaba tan húmeda, tan sensible y me encantaba el poder que tenía sobre ella.
•¡Marco! – gimoteó con una suplica desesperada, sus ojos poniéndose en blanco a medida que aumentaba el placer.
Para entonces, yo sabía exactamente lo que Amelia necesitaba y se lo concedí: una profunda y prolongada succión de su clítoris que la hizo arquear su espalda sobre la cama.
El orgasmo la azotó como un maremoto arrasando por todo su cuerpo. Amelia agitó las caderas y su conchita se contrajo en torno a mis dedos mientras dejaba que su cuerpo la llevara por las olas del éxtasis.

La vi acabar y mi propia excitación se volvió inaguantable. Saqué mis dedos, resbaladizos por sus jugos y me los llevé a la boca, saboreándolos con la lengua, sus ojos encantados por mi acto.
Entonces, le hice rodar tranquilamente, dejando su espalda descubierta. La sujeté por la cintura suavemente, levantando su trasero para recibirme. Y después de esto, empecé a intrusear en su ano, estirándolo con los dedos.
Todo el cuerpo de Amelia se sacudía de anticipación: por fin la iba a coger por el culo.
Para mi cuñada, era un vaso de agua tras caminar en el desierto; la llave maestra para escapar la prisión; una bocanada de aire tras ahogarse en silencio…
Simplemente, no había manera de decirle a Ramiro lo mucho que le gusta el sexo anal. Irónicamente, Amelia podía compartir sus pensamientos e inquietudes con mi ruiseñor, a quien culeo constantemente.
Me incliné sobre ella, mi verga reluciente con liquido preseminal. No me tomé la molestia de lubricarla, sabiendo que ella estaba los suficientemente mojada para manejarlo. Con un movimiento rápido, le metí la verga por el culo.

Amelia abrió los ojos de golpe y se mordió el labio para contener un grito. El dolor era intenso al principio, pero pronto dio paso al placer cuando empecé a moverme y mi verga la estiró de una manera estremecedora y excitante a la vez.
Mis embestidas empezaron despacio, agarrando sus caderas con mayor fuerza a medida que iba agarrando más terreno. Podía sentir mi glande rozando su interior y pude sentir cómo me iba absorbiendo por completo.
La sensación para ella era formidable, una mezcla de dolor y placer que la hacía ver estrellas.
El culo de Amelia se apretó deliciosamente, su cuerpo adaptándose a mi tamaño. Yo sabía que estaba apretada, pero ella se había preparado para este momento. Empujó su cuerpo, pidiéndome que la penetrase aun más, que la llenara por completo.

Nuestros gemidos se volvieron más fuertes, nuestro placer aumentando a medida que ella me iba estrujando. Volví a buscar su clítoris y empecé a frotarlo al ritmo de mis embestidas.
El cóctel de placer fue demasiado para ella, notando cómo alcanzaba el clímax una vez más, su cuerpo sacudiéndose y su sexo inundándose con sus jugos.
Pude ver cómo su cara se contorsionaba de éxtasis. Cómo disfrutaba de algo que Ramiro nunca le había dado.

Mis caderas la azotaron con violencia y el sonido de nuestros cuerpos impactándose resonaron por el dormitorio. Podía notar que me faltaba poco y mis testículos se iban tensando con cada embestida.
El dormitorio se volvió una sinfonía de gemidos y jadeos, una orquesta de placer y carnalidad condensada. El aroma de nuestra calentura se mezclaba con el aire. Amelia mantenía sus ojos cerrados y su cuerpo entero se sacudía sudoroso mientras la culeaba sin descanso. Para ella, era todo lo que había deseado e incluso más.

Atendí su clítoris con mi pulgar, trazando círculos, mientras que con la otra mano la agarraba de la cintura meneándome de dentro hacia fuera de forma interminable. La sensación era excepcional, una mezcla deliciosa de dolor y placer que ella ansiaba por años.
Parecía que cada choque le daba en el punto exacto, su orgasmo creciendo con la intención de consumirla.
La cama crujía protestando con cada embestida y Amelia no podía evitar pensar en la ironía: esto había sido lo más vivo que la cama marital se había sentido en años y era con la verga de su cuñado.
Mis movimientos se volvieron más rápidos, nuestra respiración agitada. Podía sentir cómo me iba faltando poco, la presión y estrechez de su culo atrapándome como una mordaza hermética.
No pude aguantar más y me vine en su culo, llenándola con ardiente y espeso esperma.
Para Amelia, sentir semen en su culo fue más satisfactorio que cualquier orgasmo. Fue como si la hubiese vuelto a recuperar y hacerla mía de nuevo. Se desplomó en la cama, su cuerpo temblando y sudoroso por la intensidad de todo.
Me eché para atrás y me tumbé a su lado, el pecho agitado por el esfuerzo. Quedamos tumbados en la cama, nuestros cuerpos pegajosos de transpiración y calentura.

Recuperamos el aliento. Amelia estaba destrozada físicamente, con su trasero adolorido y palpitando. Pero rompí el silencio, dejándola atónita.
-¿Es posible que nos prepares algo para comer?
Para su sorpresa, me puse de pie, volví a la sala de estar y recogí las herramientas de mi papá.
-Estos enchufes me están volviendo loco… – Le dije mientras los desatornillaba de la pared, completamente desnudo.
El almuerzo fue raro, por decir lo menos. Amelia se las arregló para preparar un poco de arroz con hamburguesas y hasta una ensalada… con los dos sentados a la mesa estando completamente desnudos.

-No se trata de que no quiera seguir cogiéndote. – le expliqué mientras comía sus tomates. – Es en caso de que Ramiro pregunte, tengamos una coartada.
Eso le trajo una extraña calma y calentura a la vez. A diferencia de los otros amantes que conoció tras nuestra partida, yo seguía siendo el pensador. A sus ojos, siempre fui el tipo con un as bajo la manga, mientras que la mayoría solamente buscaba placer físico.
Pero también, a causa de eso, yo siempre estaba forzando los límites cada vez que teníamos sexo, haciendo que cada encuentro fuera especial por si solo. En su mente, no había dudas sobre por qué Marisol y yo permanecemos firmemente casados y felices. Con una pizca de lamento, Amelia se quejó con que si Ramiro fuera solamente un poco más curioso sobre las necesidades de su esposa, ella probablemente sería igual de fiel que Marisol.
Pero una vez que terminé de reparar los enchufes, me puse caliente casi al instante. Con una compañera tan sexy, no podía evitarlo.
-Pensaba que esta vez, podríamos hacerlo en el baño… - le dije mirando sus gelatinosos pechos rebotar.
Al igual que mi ruiseñor, las mejillas de mi cuñada enrojecieron de la emoción, asintiendo. El hambre entre sus piernas era más fuerte que cualquier otro apetito.
Apenas nos las arreglamos de apartar las manos el uno del otro. Mientras nos íbamos besando y bailando un silencioso baile hacia el baño, mis manos estrujaban sus pechos y su culo, mientras que las suyas masajeaban mi verga de forma furiosa.
Una vez que entramos, su boca gravitó inmediatamente hacia mi verga, tragándosela lentamente de una manera que me cortaba la respiración.

-Sigues siendo bastante buena en esto como siempre. – le dije impresionado por su devoción.
Amelia sonrió con los ojos en respuesta, su boca y su lengua ocupadas en su trabajo.
No pude resistir las ganas. La levanté con facilidad y la senté en el borde de la tina, sus piernas abiertas para mostrarme el tesoro que buscaba. Esta vez, la iba a tomar de pie y esta vez, la iba a hacer mía viendo su rostro mientras hacíamos el amor.
Enterré mi pene con fiereza, haciendo que Amelia quedase con la boca abierta en un grito silencioso. El ángulo ante ella era perfecto, dejándome palpar los puntos precisos. Su sexo todavía estaba sensible del día anterior, pero no le importaba. Amelia lo necesitaba. Lo deseaba.

No quería admitirlo abiertamente porque a pesar de todo, Amelia ama a su esposo. Pero para ella, yo era superior a Ramiro.
Amelia me revelaría días después que, si yo se lo pidiera, se volvería en mi puta al instante. Mientras que si Ramiro hiciera lo mismo… tendría que pensarlo… bastante.
La fui penetrando de a poco y Amelia fue sintiendo cómo otro orgasmo iba tomando terreno. Me envolvió las piernas con las suyas, clavando sus talones por encima de mis tendones mientras la presionaba contra la pared. Estaba tan adentro de ella, como si fuéramos uno solo.
Las cerámicas del baño refrescaban su espalda, pero Amelia apenas podía notarlo por el calor emanando de mi cuerpo. Me incliné hacia ella, mordiendo su clavícula de una forma parecida a la que hago con su hermana, susurrándole perversiones al oído, haciéndole que se mojara más y se volviera desesperada.

Su sexo se sentía ardiente y resbaladizo, sus jugos mezclándose con el chorro de agua. El roce entre nuestros cuerpos era melodioso, con un ritmo que la estremecía hasta los dedos de sus pies.
Amelia me miró con esmeraldas vidriosas en lujuria.
•¡Marco, voy a correrme de nuevo! – Jadeó suplicante.
Entonces, aceleré el ritmo, penetrándola con mayor fuerza. Podía sentir que también me quedaba poco, la tensión en mis testículos volviéndose intolerable.
Y con una poderosa embestida final, que hizo a Amelia gritar mi nombre mientras se corría, su sexo contrayéndose sobre mi pene. Me incliné hacia ella y la besé. Un beso gentil y tranquilo que hablaba más que solo lujuria. Era una promesa de lo que vendría, un nexo secreto que nos conectaba de una manera que nadie más le podría borrar.
A “regañadientes” nos bañamos juntos. No porque no lo quisiéramos, pero porque no podíamos quitarnos las manos de encima.
•¡Vamos, Marco! ¡Mis pechos ya están limpios! – Se reía mientras se los estrujaba desde atrás, untándolas con jabón.
-¡Solo me estoy asegurando! – bromeé de vuelta, manoseándola todavía más. – Además, ya me dejaste el pene limpio.
Se rió coqueta, suspirando.
•Bueno, yo también me estoy asegurando. – me reprendió mordiéndose el labio, ya que apenas podía envolvérmela con ambas manos.
Una vez que nos duchamos, Amelia se arrodilló y empezó a chuparme de nuevo.
•Solo te estoy ayudando a secarte…- me aclaró sorbiendo mis jugos con entusiasmo.
Me reí, sintiendo cómo se hinchaba en su boca.
-Eres una mala influencia ahora. ¿Lo sabes?
Amelia me miró, sus ojitos brillando de picardía y travesura.
•Bueno, alguien tiene que hacer que las cosas sigan siendo interesantes. – me respondió, antes de volver a tragarme, haciéndome una garganta profunda que me dejó sin aliento.
Los ojos se me cerraban del gozo y tenía que sujetarme de la cortina de la ducha para no caerme. Los dos llevábamos esta escaramuza por un rato, intentando superarnos mutuamente en nuestra busca del placer.

Amelia no tenía intención de detenerse. Su cabeza se movía hacia arriba y debajo de forma voraz, buscando sentir mi semen rellenando su boca. De nuevo, mi respiración se volvió agitada, mi cuñada habiéndose vuelto una puta mamadora literal.
-¡Ay, Amelia! – me quejé, sintiendo la tensión acostumbrada antes de mi orgasmo. - ¡Me vas a hacer acabar de nuevo!
Pero Amelia no necesitaba mayor motivación. Chupó más fuerte, sus mejillas contrayéndose mientras me tragaba completo. Ella podía sentir cómo mi verga latía en su boca y sabía que me faltaba poco.
Y con un gemido agotador de mi parte, me vine en su boca, llenándola con semen ardiente y denso. Se lo tragó ansiosa, sintiéndose victoriosa y satisfecha.
Nos lavamos en silencio, el único ruido era el de agua caliente cayendo sobre nuestra piel. La tensión entre nosotros era palpable, nuestros ojos fijos en el agua limpiando la evidencia de nuestra traición.
Salimos de la ducha y recogimos nuestra ropa. Aproveché también de recoger las herramientas de mi papá luego que los dos nos vistiéramos.
-¿Misma hora mañana? – le pregunté antes de irme.
•¡Por supuesto! – me respondió entusiasmada, antes de besarme una última vez.
Y durante los siguientes tres días, seguí visitando y cogiendo a Amelia. A pesar de que todos los arreglos terminaron al día siguiente, ya después iba solo a tirármela.
Nuestros encuentros se volvieron más atrevidos y descarados: en la cocina, con el olor a pan caliente para la once, coloqué a Amelia sobre la encimera, dándole por detrás mientras sus pechos se amasaban sobre la superficie.

En el garaje de Ramiro, donde el sonido del taladro era sustituidos por sus gemidos de placer mientras la martilleaba por detrás.

Y en la sala de estar, con el televisor encendido en el canal del futbol (el favorito de Ramiro) tuvimos una sesión salvaje en el sofá, con sus jugosos pechos rebotando mientras ella me cabalgaba alocada.

Cada vez que nos veíamos, volvíamos a ser los mismos viciosos antes de nuestra partida, descubriendo los placeres del sexo por primera vez. La calentura, la emoción de lo prohibido, todo se volvía irresistible.
Solamente el viernes Ramiro se dio cuenta que visité a su mujer durante toda la semana.
>¡Vaya! Si que te ha tenido ocupado toda la semana. – me dijo abrazando cariñosamente a su esposa, luego de volver agotado del trabajo. - ¡Pobre gallo! Me encantaría poder pagarte por tu tiempo.
Amelia le sonrió coqueta…

•¡Ay, chancho! ¡No te preocupes! ¡Ya se lo agradecí! – respondió coqueta.
“Varias veces…” pensé en silencio, manteniendo la compostura.
>¿Y qué tal es? ¿Fue bueno? – preguntó Ramiro con cornuda inocencia, curioso por la encantadora sonrisa de su esposa.
La sonrisa de Amelia simplemente resplandeció…
•¡Es simplemente el mejor! – respondió Amelia sin siquiera dudarlo. – Tiene una herramienta enorme e increíble y es bastante bueno con sus manos.
>¡Ah, qué bueno! Me alegra que haya podido ayudarte. – dijo Ramiro, abrazándola con ternura antes de irse al dormitorio para cambiarse de ropa.
•¡Sí, me ayudó mucho! – contestó Amelia mirándome con un suspiro, antes de despedirme con un último y candente beso.
En efecto, estuve bien ocupado, llenando el vacío en su esposa que Ramiro desconocía su existencia. La semana había sido un torbellino de pasión y calentura, donde nuestros cuerpos enredados nunca quisieron terminar el ritmo lujurioso que llevábamos.
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