Volví a casa un viernes a la tarde, con el cansancio del trabajo pegado en los hombros y el calor de enero quemándome la nuca. Había sido una semana infernal en la oficina, y lo único que quería era una cerveza fría y tirarme en el sillón. Entré por la cocina, dejé las llaves en la mesada y escuché la voz de mi mujer desde el living, hablando con alguien. “Juan, vení, quiero que conozcas a la niñera nueva”, gritó. Suspiré, me ajusté la camisa y fui. Ahí estaba ella, sentada en el sillón, con una sonrisa que me hizo olvidar el cansancio por un segundo. Se llamaba Lucía, y era un problema con patas.
No tendría más de veinte años, con el pelo negro cayéndole en ondas por los hombros y unos ojos verdes que te atrapaban como si te estuvieran escaneando. Tenia puesta una remera ajustada que marcaba unas tetas firmes, redondas, y un short de jean que dejaba ver unas piernas de tenista, bronceadas, torneadas, como si hubiera nacido para caminar en verano. “Encantada, Juan”, dijo, extendiendo la mano. Su piel era suave, cálida, y el roce me dejó un cosquilleo que no debería haber sentido. “Igual”, murmuré, y me fui rápido a la cocina con la excusa de buscar agua, aunque lo que necesitaba era calmar el calor que me subía por el pecho.
Esa noche, mi mujer y yo salimos a una cena con amigos, y Lucía se quedó cuidando a los chicos. Cuando volvimos, ella estaba en el living, recogiendo juguetes. Se agachó frente a mí para levantar un autito, y el short se le subió, dejando ver el borde de una bombacha blanca de algodón. Me quedé duro al instante, imaginándola sin nada, esas piernas abiertas, su piel brillante por el calor, gimiendo mientras yo le metía la pija hasta el fondo. La imagen me pegó como un rayo, y tuve que darme vuelta para que no se notara la carpa en el pantalón. Ya me empezaba a dar sed su concha que todavia no conocia, y no era una buena señal. “Gracias por todo, Lucía”, dije, con la voz medio rota, y ella me miró con una sonrisita que no supe descifrar.
Los días siguientes fueron un infierno. Lucía venía casi todas las tardes, y cada vez que la veía, mi cabeza se llenaba de imágenes prohibidas. Una vez, mientras jugaba con los chicos en la pileta, la vi salir del agua con un bikini azul que le apretaba las tetas, marcándole los pezones. Se agachó para ponerle flotadores a mi hija, y la tela del bikini se corrió un poco, mostrando un pedacito de piel rosada, húmeda. Me quedé paralizado, con la pija apretando contra el pantalón, y tuve que sentarme rápido en una reposera, fingiendo leer el celular. Pero ella me miró, y juro que sus ojos decían “sé que me estás mirando, degenerado”.
Una noche, mi mujer tuvo que quedarse hasta tarde en el trabajo, y yo llegué antes. Lucía estaba en la cocina, preparando algo para los chicos. Se habia puesto un vestido rojo fuergo y corto, liviano, que se le pegaba al cuerpo con el calor. “¿Querés un café, Juan?”, me dijo, inclinándose para sacar una taza del estante. El vestido se le levantó, y vi su culo, redondo, perfecto, apenas cubierto por una tanga negra. Mi pija se puso dura al instante, y me quedé mirándola como un idiota. “Eh, sí, gracias”, balbuceé, sentándome para disimular. Ella se dio vuelta, con esa sonrisa suya, y se acercó a la mesa. Al pasarme la taza, su mano rozó la mía, y juro que lo hizo a propósito. Sus dedos se quedaron un segundo más de lo necesario, y cuando levantó la vista, me dio un beso en la comisura de los labios, tan cerca que sentí su aliento. “Ups, perdón”, dijo, riéndose, pero no se apartó. Sus tetas estaban a centímetros de mi cara, y mi cabeza era un quilombo de imágenes: ella encima mío, yo chupándole los pezones, el olor de su concha mientras la lamía.
No pude más. Esa misma noche, después de que mi señora se fue, subí al baño del primer piso. La puerta estaba entreabierta, y la vi. Se estaba cambiando, quitándose el vestido. Quedó en bombacha, la tanga negra que había visto antes, metida entre los cachetes de su culo. Mi mano fue sola a mi pija, que estaba dura como piedra. Empecé a pajearme, despacito, mirando cómo se miraba en el espejo, cómo se pasaba las manos por el pelo, por la cintura. En un momento, se tocó el culo, acomodándose la tanga, y juro que sus dedos rozaron más de lo necesario, como si supiera que yo estaba ahí. Acabé en silencio, con la imagen de su cuerpo grabada en la cabeza, pero justo cuando pensé que no me había visto, ella se dio vuelta y me miró fijo. “¿Disfrutaste el show, Juan?”, dijo, con una risa baja que me hizo temblar. Cerré la puerta de un golpe, con el corazón en la garganta.
Al día siguiente, actuó como si nada. Pero algo había cambiado. Mientras los chicos jugaban en el patio, me pidió ayuda para mover unas cajas al garaje. El lugar estaba oscuro, lleno de cosas viejas, y el aire olía a nafta y madera. Ella se apoyó contra una mesa, y el vestido se le subió un poco, dejando ver la curva de su culo. “Sos un tipo serio, Juan, pero te vi mirándome”, dijo, con esa voz suave y provocadora. Se acercó, y su cuerpo rozó el mío, sus tetas apretándose contra mi pecho por un segundo. “No hagas cosas que no puedas explicar después”, susurró, y me dio otro beso en la comisura, tan cerca que casi sentí su lengua. Luego se apartó, riéndose, y salió del garaje como si nada.
Esa noche, cuando se fue, encontré un papelito en la mesada de la cocina. “Cuidado con lo que mirás, jefe”, decía, con un guiño dibujado. Mi pija se puso dura otra vez, pero también sentí un nudo en el estómago. ¿Qué carajo estaba haciendo Lucía? ¿Me estaba jodiendo o quería algo más? No lo sabía, pero algo me decía que esto iba a complicarse.
5 comentarios - putita la niñera