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Once años después… (XV)




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Compendio III


LA PROMESA V

A la mañana siguiente, el dormitorio de Pamela estaba lleno del suave resplandor de la mañana.

Me llamaba la atención que a pesar de que Lucía, su madre, había emprendido vuelo un par de años, Pamela seguía usando su antiguo dormitorio. Lo destacable era su simpleza. Su dormitorio, bañado con limpios tonos blancos, se sentían pacíficos y discretos, gran contraste con la Pamela que conocí en sus años góticos. Mientras que, en esos tiempos, se vestía en rebeldía, durante la noche volvía a reposar en este plácido y discreto lugar.

Su cama sencilla tenía unos cuantos cojines suaves y acogedores, que parecían un nido tranquilo esperando el final del día. Las paredes estaban casi descubiertas, salvo algunas fotos antiguas, incluyendo una conmigo y Marisol, que me hizo sonreír. Nunca me di cuenta de la presencia que marcamos en su vida o qué tanto se aferraba Pamela a esos recuerdos.

Sobre la cajonera había un modesto joyero, más simbólico que funcional. A Pamela nunca le interesaron las joyas, su belleza siendo la más hermosa. Pero un grupo de botellas de perfume decían otra cosa. Sus formas elegantes y esencias refinadas le hacían juego ahora: sutiles, seguras, con un encanto discreto. Pamela había desarrollado un tipo de gracia que ya no gritaba para hacerse notar, sino que simplemente lo demostraba.

Pero quizás, mi mayor sorpresa fue al divisar su closet. Recordaba cómo en otros tiempos estaba lleno de prendas osadas y reveladoras, como fuertes afirmaciones de su juventud y rebeldía. Pero ahora, su vestimenta se veía más madura: blusas de cuello alto, cortes estilizados, telas suaves que demostraban su clase. Sin lugar a duda mostraban menos piel, pero mayor intención. Pero, aun así, con una figura como la de Pamela, la elegancia no la hacía más indistinguible. Al contrario, la volvía más magnética.

Pamela se revolvió entre sueños, abrazándome como un peluche. Al sentir mi pecho subir y bajar, soltó un suspiro y abrió sus lindos ojos, notando mi calor con el suyo.

•¡Ostias, cariño! ¡Qué tío tan guarro! – comentó en ese tono español coqueto y desdeñoso que tanto me gusta, sintiendo cómo la punteaba sobre el muslo. - ¿Cómo lo hace mi pobre prima para tenerte bajo control, eh, pichón?

Once años después… (XV)

Bajo las sábanas, empezó a masajear mi erección. Pude notar una mezcla de emociones: deseo, agradecimiento y también, una pizca de tristeza, probablemente creyendo que sería una sola vez…

Le sonreí, tratando de animarla, besándola con la ternura con la que generalmente despertamos con Marisol. Y aunque mis besos eran dulces y suaves, mi hombría pugnaba por ella.

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Marisol sintió cierto orgullo cuando le dije que ahora, ambas primas se parecían mucho. Le conté que si bien, en sus años jóvenes, Pamela era más liberal con respecto a los términos de fidelidad y respeto, ese capitulo de su vida había evidentemente terminado. Le expliqué que al igual que mi ruiseñor, Pamela había madurado en una mujer que buscaba una conexión más profunda y duradera: ahora era capaz de amar apasionadamente y esperaba ser amada de la misma manera.

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También le dije a Marisol que Pamela había cambiado de una manera que me recordaba a ella: que al igual que mi esposa, podía actuar devota y deliciosamente celosa, no por sentirse insegura, pero porque ama demasiado. Y que, al igual que mi ruiseñor, si bien repudiaba las actitudes lujuriosas en público, le encantaba satisfacerlas en privado.

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Pero, por otro lado, Marisol también había cambiado para mejor. A diferencia de la tímida amiga que conocí, mi ruiseñor se ha vuelto más confiada con respecto a su propio cuerpo. Hoy en día, no se viste para impresionar al resto, sino que a mí y no muestra temor al mostrar lo mucho que disfruta cuando me la como con los ojos. Mi esposa ha desarrollado una confianza discreta y coqueta, que no se amilana de actuar como puta en privado, pero que actúa digna y reservada en público.

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Pamela soltó un suspiro, frunciendo los ojos imaginando cómo su prima se las arreglaba con un marido tan irrespetuoso. No que precisamente lo odiara. Al contrario, lo que intrigaba a Pamela es saber cómo nos la arreglamos para criar a nuestras hijas saliendo de la cama.

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Empezamos a hacer el amor dulce y suavemente. Aunque Pamela no se daba cuenta, pero nuestro amor se asemejaba a un noviazgo, algo que irónicamente, dado el atractivo sexual de Pamela, nunca logró experimentar.

Mi erección matinal estaba dura como piedra, punzando su muslo. Lo tomó con su mano y empezó a sacudirla, sintiendo la calidez y los restos pegajosos de nuestro encuentro previo.

No pudo aguantar las ganas por más tiempo. Había ansiado mi amor por casi una década y mi dureza y mis ganas la tenían mojada. La empujé suavemente y Pamela sintió un poco de alivio. Ella me sentía enorme.

Once años después… (XV)

-¡Estás tan mojada! – le susurré con una voz cariñosa.

Pamela se mordió el labio. No quería contarme que no había estado con nadie más durante años. No quería decirme que sus parejas después de mí apestaban. No quería revelarme que todavía estaba locamente enamorada de mí.

Deslicé mis manos hacia sus pechos, mis pulgares acariciando sus tiernos pezones con forma de bolita. Se hizo para atrás, entrecerrando sus ojos de nuevo al sentir el golpe de placer cruzando su cuerpo. Conocía su cuerpo como la palma de su mano, cada curva, cada punto secreto que la hacía estremecer de deseo.

Pero cuando la empecé a penetrar, me di cuenta de que Pamela se sentía bastante apretada. Su sexo se sentía tibio y desesperado. Empecé a mecerme lentamente, notando cómo la iba estirando. De hecho, la respiración de Pamela se agitó, como si se estuviera acostumbrando a mi tamaño de nuevo. Nos besamos tiernamente, con suavidad. Nuestra atracción mutua era evidente por la forma en que nos tocábamos.

En esos momentos, tuve una extraña sensación de nostalgia a medida que le iba haciendo el amor. En mi mente, era como si hubiese un deseo secreto que estuve esperando durante años. Sabía que mi amor por ella no iba a llevar a nada, pero esa mañana se sintió diferente. Era vivo, carnalmente hermoso.

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Las paredes de Pamela se apretaron nuevamente como si finalmente sintiera la acostumbrada molestia que había extrañado tanto. La sensación era maravillosa para ella. Empecé a subir el ritmo, moviendo mis caderas de una forma que le hacía retorcer las piernas.

Pero, aun así, me daba cuenta de la testarudez de Pamela. No quería reconocer que hacíamos el amor. Al igual que con Emma, Pamela porfiadamente creía que solo era el mejor sexo que habíamos tenido.

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Ahora que lo pienso, puedo comprenderla. Porque de haberlo admitido, tendría que reconocer que estaba enamorada del marido de su prima y la arrogancia de Pamela no la habría dejado.

Quizás, era eso lo que frustraba a Marisol cuando tuvimos tríos con Pamela: mi ruiseñor quería vernos amándonos, olvidándonos de su existencia. Pero la verdad era que los dos queremos tanto a Marisol que no habría sido difícil contener nuestros impulsos, solo para no entristecerla. Por lo que instantes como esos, mezquinos por lo demás, podían darse simplemente porque Marisol no estaba cerca para remordernos la conciencia.

A medida que nuestra pasión crecía, mis toques se volvieron más osados. Le agarraba el trasero como si fuese el mío. A Pamela no le importaba. Se la estaba metiendo bien profundo, haciéndola gemir enloquecida. Sus senos se enterraban en mi pecho como si siempre me hubieran pertenecido. Mis besos iban llenos de pasión y mi lengua en su boca hacía estremecer todo su cuerpo.

• ¡Cariño, estás tan adentro! – susurró ella, en ese tono español que mata a los valientes, con los ojos a medio cerrar de placer.

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Empecé a embestirla más fuerte, moviendo mi cuerpo al ritmo perfecto que ella extrañaba. Cada sacudida era una dulce agonía, empujándola al límite que ella tanto ansiaba.

Pamela sentía una vez más cómo el tren de orgasmos la empezaba a bombardear, su respiración volviéndose acelerada y agitada. Me envolvió con sus piernas, como si me suplicara que la metiera más adentro, sintiéndome cómo la llenaba por completo.

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Por mi parte, mordisqueaba su cuello, causándole escalofríos. Le susurraba cariñitos al oído, palabras de pasión y deseo que ella tanto ansiaba escuchar de mí.

La respiración de Pamela perdió el compás a medida que los orgasmos la asediaban. La manera en cómo la tocaba y llenaba era algo que no había sentido en mucho tiempo. La volvía a tomar como mía, como mi propiedad, tras años de separación, aunque fuese solamente por un día.

Yo podía sentir su cuerpo tensándose, suplicando porque me viniera. Sabía que la tenía, que había vuelto a ser mía de nuevo. Pero me contuve, disfrutando el momento, queriendo hacerlo durar. Besé su cuello, la clavícula, sus pechos, con cada roce enviándole olas de placer a través de su cuerpo.

• ¡Marco, por favor! – ronroneó en ese sonsonete español que me mata.

Gruñí en respuesta, no bajando el paso. El respaldo de su cama rebotaba con su pared, reflejando el ritmo frenético de nuestro amor, el golpeteo constante que reflejaba nuestro deseo mutuo.

Mi pulgar encontró su botón de nuevo, rozándolo lento y suave en círculos, haciéndola desvariar. La sensación era exquisita, llevándola al filo del éxtasis.

• ¡Carajos, me voy a venir otra vez! – replicó, su voz desesperada al perder el control.

Abrí mis ojos, mis pupilas dilatadas de lujuria y orgullo. Conocía las facciones deliciosas de su orgasmo inminente y aceleré mi paso, sabiendo que solo un puñado había podido contemplar a Pamela tan maravillosa, ansioso de volver a sentir cómo se quebraba por mí una vez más.

- ¡Sí, mi vida, vente para mí! ¡Vente para nuestro hijo! – le azucé con la voz agitada, dándole el golpe de gracia.

Con una embestida final, le di mi todo, haciéndola gritar de gozo. Su cuerpo convulsionó de placer, sus paredes apretando mi pene satisfechas de recibir mi semilla. Para Pamela, la sensación fue tan inmensa que por poco se lo olvida respirar, un orgasmo tan profundo que la resquebrajaba como si fuese una tormenta.

El sexo de Pamela se contrajo de tal manera que no pude aguantar más. Exploté en su interior, mis caderas impactándola como un tren descarrilándose a medida que me vaciaba en sus profundidades cálidas y acogedoras.

Once años después… (XV)

Nuestros cuerpos permanecieron enredados, ambos sudando y agitados. Perdimos el paso del tiempo, nuestro mundo reduciéndose solo al ruido de nuestros jadeos y el contacto de nuestra piel.

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Aunque a pesar de sentirse plena, Pamela se también se sentía pegajosa y asquerosa. La había llenado hasta el borde, al punto que mi semen escapaba de su interior entre sus piernas. Por lo que con mucha lastima y una sonrisa traviesa, se envolvió en una bata y marchó a ducharse. Claro está, olvidó el hecho que tengo una “picha brava” …

A medida que le daba por detrás, el agua se sentía maravillosa sobre su cuerpo. Pamela empezaba a comprender cómo su prima acabó teniendo tantos hijos conmigo.

• ¡Cariño, eres tan rico en esto! – susurró, su voz cantarina rebotando en las baldosas.

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Me reí de nuevo, agarrando su cintura con firmeza mientras le seguía dando duro. El agua tibia que caía sobre nosotros solo servía para incrementar la sensación de nuestros cuerpos azotándose mutuamente.

- He tenido mucha práctica. – le respondí orgulloso, sintiendo cómo su cuerpo se tensaba de los celos.

Pamela tuvo un escalofrío al escucharme. Para ella, no había dudas que estuve con otras mujeres aparte de Marisol. Porque para Pamela, si el sexo fuese un oficio, entonces yo sería un artista talentoso.

• ¡La práctica hace la perfección! – comentó ella con una risa, sacándome de su interior y volteándose para encararme. Mi pene seguía duro, brillando por nuestros jugos.

La tomé en brazos, sus piernas envolviéndome por la cintura y presionando su espalda sobre las baldosas frías y mojadas. El contraste le hizo suspirar al volver a entrar en su interior, el chorro caliente de la ducha impactando su costado a medida que le daba con todo.

Nuestros ojos se prendaron, el vapor empañándolo todo a nuestro alrededor. Estábamos perdidos el uno en el otro, el mundo exterior completamente olvidado. Cada movimiento, cada toque, era una declaración de amor que nunca pudimos concretar.

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• ¡Cariño… yo te amo! – confesó finalmente en un suspiro, sus ojos brillando con lágrimas que no quería derramar.

Me detuve unos segundos, mi pene enterrado todavía en su interior.

- Sabes que no puedo amarte de la misma manera, Pamela. – le dije, mirándola con compasión.

Su corazón se rompió, pero asintió, enterrando su rostro en mi pecho.

• ¡Lo sé, cariño! – respondió, con una voz como si quisiera estrujar cada segundo. – Pero es algo que quise decirte por tanto tiempo y nunca lo pude hacer.

Tomé su rostro y la besé suavemente en los labios.

- Yo también te amo, Pamela. Pero no es la misma manera ni intensidad que siento por Marisol. Es distinto. – le expliqué.

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Pamela asintió, comprendiendo. Pero, aun así, no pudo apartar la tristeza que sentía. A pesar de que los dos sabíamos que estaba mal, simplemente no podíamos suprimir la manera que sentíamos el uno por el otro.

• ¡Lo sé, cariño! – susurró suplicante. – pero podríamos… solo por hoy… ¿Pretender que me amas de la misma manera?

No pude contener mi risa. No de una manera despectiva, sino que de una forma paternal y tierna. La besé de nuevo, al notar su confusión.

- Pamela, Marisol y yo nos pusimos de acuerdo. - le remarqué con dulzura. – Por hoy, soy completamente tuyo. Podemos hacer lo que quieras.

Su rostro se iluminó con felicidad. Reiniciamos nuestros movimientos lentamente, con cariño. Nuestra atracción sexual había disminuido y solo el amor prevalecía. Mis embestidas eran profundas y sus gemidos eran suaves y tiernos. El agua tibia nos envolvía como una manta amorosa, calentando nuestros cuerpos y suavizándonos mutuamente.

Once años después… (XV)

Pamela me sintió llenándola de una manera que pocos lo habían logrado. Era un sentimiento que, al igual que a Marisol, nunca le terminaría de cansar. Mis brazos la envolvían, sujetándola fuertemente sobre mi pecho mientras besaba su cuello.

El agua tibia caía en torno a nosotros, mezclando el sudor y lavando la tensión de la noche anterior. En esos momentos, parecía que nuestros cuerpos hablaran un idioma que solo ellos pudieran entender: un lenguaje de amor, pasión y anhelo.

Mis manos exploraban su cuerpo, aliviándola mientras mi pene entraba y salía. Besaba su cuello, sus pechos, sus labios, dejando un rastro de mordidas amorosas y besos gentiles que la hacían estremecer. Cada forma que la tocaba, cada manera que la sujetaba, era todo lo que había soñado durante años.

Pamela sintió sus orgasmos formarse nuevamente, su cuerpo respondiendo a mis toques. Sus gemidos se hicieron más intensos, haciendo eco en el baño a medida que le impactaba su punto g una y otra vez. Envolvió sus brazos alrededor de mi cuello, sus uñas enterrándose en mi piel mientras me sujetaba con firmeza.

Empecé a sentir cómo su cuerpo se apretaba, sabiendo que ya faltaba poco. Aceleré el ritmo, mis embestidas volviéndose más urgentes al irla penetrando. Podía sentir sus paredes estremecerse, su sexo suplicando por mi corrida.

• ¡Vente dentro, cariño! – susurró en mi oído, su voz agitada y sensual.

Sentí mi cuerpo estremecerse en respuesta, mi orgasmo tomándome de una manera tempestuosa. Pamela echó su cabeza hacia atrás, gimiendo mi nombre de forma apasionada mientras cerraba firmemente los ojos. El placer parecía tan intenso que parecía sentirlo en cada célula de su cuerpo, una sinfonía de sensaciones que le dejaba las rodillas débiles.

Podía sentir mi pene latiendo en su interior mientras la iba llenando con mi semen caliente. La afirmé apretada a mi cuerpo, sus piernas todavía envolviendo mi cintura mientras los dos temblábamos tras las réplicas de nuestro orgasmo compartido.

Nos quedamos así por unos momentos, nuestra respiración relajándose y nuestros corazones regresando al ritmo normal. Finalmente, la dejé en el piso, el agua todavía bañándonos, limpiando la evidencia de nuestra pasión.

Pamela apenas pudo salir de la ducha, sonriendo borracha con satisfacción. A duras penas podía ponerse de pie y caminar, su conchita todavía latiendo tras la contienda. Se envolvió en una toalla y se fijó en mi sonrisa libidinosa.

• ¡Eres tan guarro! – comentó con una sonrisa jocosa mientras se sentaba en el excusado.

Me acerqué a ella, mi pene todavía duro y venoso, todavía buscando atención.

Pamela no pudo resistirse. Al igual que mi ruiseñor, Pamela empezó a chupar mi incansable pene. El sabor le parecía delicioso y me miraba a los ojos satisfecha que lo estaba haciendo fenomenal.

Lo sujetó en sus manos y lo sacudió en sus labios, jugando conmigo.

• ¿Sabes qué, zoquete? – comentó en ese tono español que me vuelve loco. - Que, a mi culito, hacen años que no le dan una buena polla… y la tuya es la que le encaja mejor…

Yo prácticamente babeaba cuando Pamela se volteó, ofreciéndome un premio mejor que el dinero.

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Pero a pesar de la tentación, le había dado mi palabra…

- Pamela, créeme que me encantaría. – le dije, mirándola radiante y pateándome mentalmente por lo que iba a decirle. – Pero acordamos que lo haríamos para embarazarte.

Pamela enrojeció al instante, reconociendo que lo hacía más por ella que por mí. Y estallando en risa, me miró radiante.

• ¡Por eso me gustas tanto, pichón! – me dijo, dándome un beso arrollador en los labios. – Eres el único tío que me dice que no.

Y posteriormente, se arrodilló. Al igual que mi ruiseñor, Pamela empezó a chuparme el pene. También le gustaba mi sabor y me miraba satisfecha al saber que hacía un buen trabajo.

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Le empecé a sujetar la cabeza, guiando sus movimientos para que pudiera meterla más profundo dentro de su boca. Podía darme cuenta del orgullo que sentía al ponerme de rodillas con placer.

Pamela nunca me paró de mirar. A pesar de lo incomodidad de la situación, nos resultaba increíblemente natural la compatibilidad de nuestros cuerpos, como si calzaran a la perfección.

Llegado un punto, Pamela se sorprendió al empezar a ahogarse levemente. El grosor de mi pene distendía sus labios y el largo alcanzaba a rozar su úvula. Por lo que tuvo que bajar el ritmo y relajar la mandíbula, para que pudiera tragarme como lo hacía años atrás.

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Yo me sentía en otro mundo, sujetando sus cabellos. Pamela sabía que me faltaba poco. Con una mano, empezó a masajear los testículos, mientras que la otra envolvió la base de mi pene, bombeando acorde a su boca.

Sus ojos lagrimeaban, pero no le importaba. Lo único que ella buscaba era agradarme. Hacerme sentir bien. Y cuando finalmente me vine, mi semen caliente llenando sus labios, Pamela tragó hasta la última gota, sintiéndose extrañamente orgullosa.

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Luego me lamió el pene hasta dejarlo limpio. Mi semen le parecía sabroso y mi pene permaneció durmiente por un rato. Se puso de pie y me besó amorosamente. Claro está que, sin perder la oportunidad, le agarré el trasero haciéndola que se tensara y me mirase enfurecida por unos segundos, pero luego siguió besándome y agarrándome el trasero también.

Era alrededor del mediodía y los dos estábamos físicamente hambrientos. Ordenamos comida china y mientras esperábamos, nos sentamos en el living a ver televisión. Por supuesto, la que más vio fue Pamela, ya que yo estaba más interesado en chupar sus pezones y dedearla durante el proceso.

Para cuando la persona de las entregas llegó, a Pamela le faltaba poco para venirse otra vez. Se las arregló para envolverse de nuevo en una bata y dio las gracias que la persona que traía la comida fuera una mujer. Aun así, la joven, unos cuantos años menor que Pamela, fue sorprendida al instante por su belleza, fijándose en sus pezones hinchados y endurecidos bajo la bata. Aunque no parecía ser lesbiana, la chica de las entregas estaba intrigada por la belleza de Pamela, estudiando su cuerpo minuciosamente mientras pagaba por la comida. De hecho, una vez que Pamela pagó, la joven permaneció inerme por unos segundos, no muy segura de lo que había presenciado.

Once años después… (XV)

Mientras comíamos, fue la misma Pamela que sacó a la luz el tema de su madre.

Para esas alturas, su relación había sanado completamente. Años atrás, reñían constantemente: Pamela, rebelde por no tener a nadie que se detuviera a escucharla; Lucía, estricta, tratando de recuperar el orden y control que le había arrebatado Diego.

Sin embargo, luego que Pamela ingresara a la universidad, Lucía se dio cuenta que su hija ya no era la joven impulsiva que tomaba malas decisiones. Se había convertido en una mujer destacable: independiente, considerada y muy responsable. Por lo que un día durante la once, Lucía le entregó las llaves de la casa y le dijo que la manejara a sus anchas.

Pamela recordaba que no fue un gesto tan dramático. No hubo ni lágrimas ni discursos. Sino que una conversación cotidiana acompañada de té. Lucía se justificó con que varios diseñadores la habían contactado durante años, ansiosos de incorporar su talento y estilo en las telas de sus colecciones, aunque siempre se rehusó. No por falta de ambición, pero por el hecho que alguien debía velar por Pamela, sin importar que las luchas fueran constantes. Sin embargo, Lucía se daba cuenta que Pamela había madurado y que al igual que ella misma, su hija necesitaba su propio espacio.

Aun así, había algo en ese gesto que llenó la mirada perdida de Pamela en una sonrisa cargada con nostalgia. A pesar de todo, ella todavía consideraba el dormitorio matrimonial como el de su madre. No le importaba tener la libertad de redecorar a su antojo toda la casa. Ese dormitorio permanecía siendo de Lucía. Un símbolo. Un espacio que ella estaba guardando, en caso de que se decidiera a volver y visitar. De cualquier manera, a Pamela le gustaba más su antiguo dormitorio, diciendo que le hacía sentir más como si misma.

Luego de comer, nos sentamos en el sofá para proseguir haciendo el amor. La tomé en brazos y la deposité en el sofá, explorando su cuerpo con mis manos como si fuese la primera vez. Besé su cuello y su pecho, haciéndola sentir divina y viva una vez más. Pamela sintió un chispazo de algo que no había sentido antes. Su cuerpo parecía reaccionar a todos esos años de separación, como si recordase mis caricias y deseara un poco más.

Estaba entusiasmada conmigo. Pamela siempre supo que el novio y posteriormente, esposo de su prima era un calentón de mierda. Y el hecho que Marisol tenga 4 hijos lo confirma. Pero, aun así, al principio, le era leal a mi esposa. Nunca le miré el escote o le rocé el trasero. No obstante, ahí estaba yo, todavía teniéndole ganas.

Empezó a desvariar cuando mordí su cuello. Mis manos agarrando sus pechos le daban tanto cosquillas como la calentaban a la vez. Y, además, estaba mi pene. Aunque la idea original era embarazarse, en esos momentos sentía un placer que no podía ya controlar.

Descubrí su bata, exponiendo su hermoso cuerpo desnudo al aire de su hogar. Me tomé mi tiempo de apreciarla, de saborear su belleza indomable. Notó mis ojos estudiándola y se estremeció brevemente avergonzada, pero también sintiéndose excitada. Besé su estómago, bajé por su vientre y encontré su botón.

Pamela se estremeció al sentir mi lengua, ondas de placer embargándola sin control. Se aferraba a los bordes del sofá, su cuerpo tensándose con cada movimiento de mi boca. Mi experiencia no tenía rival para ella. Yo sabía perfectamente cómo estremecerla, cómo hacerla pedir por más.

Ante sus ojos, era un experto. No tenía dudas que yo era un maestro con mi lengua. Y su cuerpo entero se estremecía, sus pensamientos derritiéndose con el movimiento de mi lengua y el chupar de sus labios.

Mi lengua bailaba sobre su botón, hostigándola sin misericordia. Las piernas de Pamela estaban completamente abiertas, dándome acceso a su conchita mojada. Sus caderas empezaron a mecerse sobre mi cara, obligándome a ir más profundo, más rápido, más duro.

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El sonido de sus gemidos se hizo más intenso a medida que subía el ritmo. Mi lengua giraba alrededor de su clítoris, ocasionando golpes de placer que estremecían su cuerpo. Sentía los orgasmos conformarse lentamente, su conchita volviéndose más húmeda con cada segundo.

Devolviéndole el favor, le miré a los ojos.

- ¡Tienes un sabor tan rico! – le dije, antes de volver a probarla, mi lengua moviéndose con mayor insistencia.

Pamela no podía aguantar más. Su cuerpo entero se sacudió cuando se vino, sus jugos empapando mi rostro. Al igual que ella, la lamí hasta dejarla limpia, luego la besé en los labios, compartiendo el sabor de sus jugos con mi lengua.

Y mientras Pamela reposaba satisfecha, me eché brevemente para atrás, mi pene hinchado, listo para la acción. Pamela se estremeció al verme, ansiosa y temerosa del placer que estaba sintiendo, acelerando su corazón al saber que la estiraría y la machacaría hasta que no pudiera más.

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Le tomé de los tobillos, abriendo sus piernas incluso más. Ubiqué mi pene en la entrada y sin advertencia, la metí de golpe con una ferocidad que le sacó el aliento. Pamela gimió, sus uñas enterrándose en el sofá mientras estiraba su conchita hasta el límite.

La sensación de ser llenada de esa manera la sobreseía. Era como si la hiciera mía, marcándola como mi propiedad, aunque fuera por unos minutos. Sus ojos se pusieron en blanco a medida que me empezaba a mover, mis caderas pistoneando hacia adentro y fuera de ella.

Mis embestidas se hicieron profundas e intensas, dándole golpes de placer que estremecían su cuerpo. Sus orgasmos comenzaron a llegar nuevamente, la presión entre nosotros creciendo como un volcán a punto de entrar en erupción.

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Sus gemidos llenaban toda la sala mientras le hacía el amor, nuestros cuerpos moviéndose en perfecta sincronización. Parecía que podríamos hacer esto para siempre. Como si fuésemos dos piezas de un rompecabezas que finalmente encajaban.

Sujeté sus tobillos con mayor fuerza a medida que incrementaba la velocidad, mi pene golpeando en su interior con tal fuerza que hacía el sofá chillar bajo nuestro. Podía sentir la tensión creciendo hasta la medula, sus músculos tensándose en torno a mí.

La mirada de Pamela estaba fija en mí, la intensidad del momento imposibilitando apartar la mirada. Podía sentir el deseo en sus ojos, la cruda hambre carnal que equiparaba la mía. Era un deseo intenso, sabiendo que ella me prendía de tal manera para sí.

Sus caderas empezaron a seguirme el paso, cada encuentro recibido con creciente entusiasmo. La fricción entre nosotros creaba una melodía de sonidos húmedos que lo único que hacían era ponernos incluso más calientes.

Las propias manos de Pamela se posaron en sus pechos, como si quisiera darme un espectáculo, pellizcándose los pezones al verme bombear con tanto fervor. La vista era terrible, al notar cómo sus pechos se estremecían con cada estocada, la forma que mi pene parecía estirarla hasta el borde del dolor y del placer.

• ¡Cariño, me voy a correr! – gimoteó despacio, su voz apenas audible sobre el sonido de nuestros cuerpos azotándose.

Pero no quería quitarle los ojos de encima, concentrándome con darle duro con todo lo que tenía.

- ¡Pamela, aguanta un poco! - le imploré, mi propio orgasmo a punto, pero no todavía listo.

Pamela trató de aguantarlo, su cuerpo entero gritando por alivio, pero no fue suficiente. Con una sola embestida, Pamela explotó, su sexo convulsionando alrededor de mi pene mientras gritaba mi nombre. La sensación fue tan intensa que Pamela llegó a ver estrellas, los dedos de sus pies encorvándose del gozo.

A esas alturas, yo gruñía al sentir cómo se apretaba y sabiendo que no podría aguantar más tampoco. Le embestí con fuerza un par de veces, sus gemidos instándome a seguir, hasta que finalmente no pude más, mi cuerpo entero resquebrajándose con la corrida. Me vacié entero dentro de ella, mi semen caliente rellenándola.

Nuestros cuerpos permanecieron conectados, los dos jadeando por aire y por descanso, nunca parando de mirarnos. La realidad de lo que habíamos hecho nos impactó de lleno, pero el placer era demasiado intenso como para sentirnos culpables.

Me incliné sobre ella para besarla, saboreándome a mi mismo en sus labios y Pamela ansiosamente se inclinó para responderme, su lengua maravillosa bailando con la mía en un duelo apasionado. Fue un beso culpable lleno de remordimientos y deseos. Como si fuera una silenciosa promesa que aquello no se volvería a repetir, más, aun así, con los dos deseando que volviera a ocurrir.

Permanecimos enredados en el sofá, el aroma a sexo entremezclándose con la comida china. Reposamos ahí, disfrutando el momento, nuestros corazones sincronizados. Pero la realidad no tardó mucho en hacerse presente.

Nos separamos silenciosos. Satisfechos. Pamela me volvió a mirar una vez más. Nuestra fantasía había terminado. Era hora de volver a la realidad. Al hecho que soy el marido de Marisol.

Se notaba… físicamente deshecha, pero feliz a la vez. Mientras yo me duchaba, notaba cómo me miraba desde la puerta, tal vez preguntándose si en realidad la había embarazado.

Tal vez, deseando que no lo hubiera hecho. La idea de volverlo a hacer resultándole tentadora.

prima tetona

Pasé a su lado, su cuerpo a medio cubrir por la bata. Aun así, la miré a los ojos, su cuerpo no seduciéndome. La besé una vez más. Suave. Tierno. Pamela soltó un suspiro, su respiración acelerada. Sé que le encantaría que las cosas fueran diferentes. Que fuera ella la que se casó conmigo. Pero sabe que no es posible.

Para Marisol, yo soy su sol. La razón de su felicidad. E imagino que cuando me fui, Pamela se sintió triste, ya deseando que volviera a ella pronto…

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No pasa más allá de una semana, su voz destemplada y salerosa por el altavoz del teléfono.

Mi “Amazona española”, en su impulsividad, no consideró la “ley cero” de la fecundación: que hay días seguros…

Once años después… (XV)

Nos bombardea a gritos, que parecen más dirigidos hacia mí, porque le “han llegado los días carmesí”.

Que nuestro encuentro no vale. No cuenta.

Marisol me miró sonriente y traviesa, mordiéndose el labio.

Yo me resigné con una sonrisa tan cómplice como la suya, sabiendo que mi esposa me volvería a prestar a su prima, y que ya habría tiempo para concretar su promesa.

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