Parte 1
https://m.poringa.net/posts/relatos/5965109/Con-mi-alumna-de-la-facu.html
Parte 2
http://m.poringa.net/posts/relatos/5966370/Con-mi-alumna-de-la-facu-2.html
Parte 3
http://m.poringa.net/posts/relatos/5966878/Con-mi-alumna-de-la-facu-3.html
Parte 4
http://m.poringa.net/posts/relatos/5968214/Con-la-alumna-de-la-facu-4.html
Parte 5
http://m.poringa.net/posts/relatos/5969447/Con-la-alumna-de-la-facu-5.html


“La grieta”
El aeropuerto olía a café tibio y desodorante de ambiente. Marcos caminaba con la valija de su hija, mientras ella y Luciana iban unos pasos adelante, conversando. Riendo.
—Te voy a extrañar, ma —dijo, abrazándola fuerte—. Pero no se preocupen, en cinco semanas ya vuelvo.
Luciana le sostuvo la cara entre las manos como si tuviera cinco años. Marcos, detrás, observaba. Se sentía viejo. Extraño. Despegado. Cuando la abrazó, su hija lo apretó con fuerza.
—Gracias por la fiesta —dijo ella.
—Gracias a vos por volver —respondió él, y le acarició el pelo.
—Y gracias por no haberla cagado… —bromeó.
Él rió, con la incomodidad de quien siente que no lo dicen tan en chiste. La despidieron en la puerta del preembarque. Cuando se alejó, con la mochila a cuestas, Luciana se acomodó el abrigo y se frotó los brazos.
—Bueno… volvamos.
—Sí.
Nada más. Ni un beso. Ni una mirada.
Volvieron en silencio. Y ahí empezó todo.
La siguiente reunión con Josefina fue en su despacho. Intentaron mantener la distancia. Él había impreso un par de papers, ella traía nuevas ideas sobre la noción de goce en Lacan. Todo fue prolijo. Académico. Pero el aire estaba espeso.
—No sé si estoy desarrollando bien esta parte —dijo ella, con la voz ligeramente baja, sentándose más cerca de lo habitual.
—Sí, está bien —respondió Marcos, sin mirarla.
Silencio.
—¿Vos estás bien? —preguntó Josefina.
Él tardó en responder.
—Estoy intentando estarlo.
—¿Te pesa?
—Sí. Pero eso no cambia nada.
Ella lo miró. Le acarició la mano. Él la apartó.
—Tenemos que seguir trabajando.
—Sí, claro —dijo ella, sonriendo. Pero los ojos decían otra cosa.
Desde entonces, se vieron tres, cuatro veces más. Primero en la facultad. Luego en un café. Finalmente en la casa de ella.
La tesis quedó en segundo plano.
Marcos ya no corregía borradores. La leía a ella.
Josefina le abría la puerta con una sonrisa cómplice, vestida con ropa holgada o con nada debajo. Marcos llegaba con una excusa. Con una mochila. Con una bolsa de medialunas para disimular.
Se besaban sin hablar.
Cogían como si el tiempo se fuera a acabar.
Él la amaba en silencio. Con el cuerpo. Con la culpa. Con cada centímetro de su lengua.
Ella lo guiaba, lo dejaba hacer, lo devolvía a su juventud. Lo encendía hasta que perdía noción de lo permitido.
A veces, después del sexo, hablaban.
De libros. De padres. De secretos.
Ella le contaba que su novio insistía en volver. Que la seguía llamando. Que no lo atendía.
—No puedo volver a eso después de vos —le dijo una vez.
Y él no supo qué contestar.
En casa, Luciana se iba apagando.
No de golpe. No con drama.
Pequeños gestos. Mensajes sin contestar. Silencios en la cena. Miradas que no llegaban.
Marcos comenzó a revisarle el celular otra vez.
No había mucho. Pero tampoco poco.
Gonzalo seguía apareciendo.
Una historia respondida con fueguitos. Una frase elogiosa. Un comentario que a otros les parecería inocente: “Te extraño en la oficina, los lunes son aburridos sin vos.”
Él no se atrevía a confrontarla.
Porque en el fondo… quería que fuera verdad. Que lo engañara. Que le diera permiso.
En la facultad, empezaron los susurros.
Un alumno de otra cátedra dijo haberlos visto a él y a Josefina salir del mismo edificio. Una secretaria murmuró algo en la sala de profesores. El rector comentó una vez que los vínculos entre docentes y alumnas debían manejarse “con responsabilidad”.
Marcos empezó a dormir mal.
Sudaba de noche. Tomaba más café del que debía. Volvió a fumar a escondidas.
Y, sin embargo, no podía dejarla.
Josefina era el único espacio donde no dudaba.
En la piel, todo era certeza.
Ese día se encontraron en su departamentito de estudiantes, como ya era habitual.

Ella abrió la puerta con un vestido azul, corto, sin corpiño.
—Te estuve esperando —dijo.
Él la besó sin decir nada.
Se sacaron la ropa en el pasillo.
Ella lo llevó a la cama. Lo besó despacio.
No era un beso apurado, ni siquiera era el principio de algo. Era el centro. Una tregua en medio del fuego. Josefina lo tomó del rostro con ambas manos, con fuerza, como si lo necesitara cerca, como si besarle la boca fuera tan urgente como respirar. Marcos la sostuvo de la cintura, sintiendo el temblor apenas perceptible que le nacía en la piel. La besaba con la lengua, con los dientes, con el cuerpo entero. La deseaba desde antes de tocarla. Y ahora la tenía, húmeda, rendida sobre su cama.
Él la besó una vez más con ternura. Pero no fue una ternura casta. Fue una ternura sucia. Cargada. De esas que nacen no por amor, sino por el deseo de hacer durar lo inevitable. Josefina lo besó de vuelta con los labios entreabiertos, los ojos húmedos, la piel en llamas. Acariciaba su nuca mientras sus cuerpos ya desnudos se rozaban como fuego lento.
Josefina se sentó sobre él, a horcajadas, con el cabello revuelto y los pezones erguidos, encendidos. Su piel era una superficie de calor, sucia de deseo. Se rozó la concha con la punta de la pija de él, que estaba completamente dura, pulsando. Lo provocó sin apuro, con ritmo, frotando lentamente su clítoris por la base del tronco. Un vaivén suave que la hacía gemir con los labios cerrados.
—Estás a punto de volverme loca —murmuró, sin dejar de moverse.
Marcos la agarró fuerte de las caderas, pero no para dominarla: para contenerse. Era perfecta. Joven, ardiente, maestra en el arte de disfrutar.
Josefina se la metió. Lento. Con la cabeza gacha y los ojos entrecerrados. Sentía cada centímetro, lo recibía con devoción, con placer, con necesidad. Apoyó las manos en su pecho y comenzó a cabalgarlo con movimientos ondulantes, circulares. No buscaba acabar: buscaba derretirse. Hacerlo durar. Hacerlo eterno.
—Me llenás toda —jadeó—. Qué pija hermosa que tenes.
Marcos no dijo nada. Le acarició las tetas con ambas manos. Las lamió. Le chupó los pezones como si fueran una fruta deliciosa. Josefina se inclinó hacia él, lo besó de nuevo, le mordió el labio inferior.
—Quiero decirte algo —susurró, con la voz entrecortada—. Pero tenés que prometerme que lo vas a hacer bien.
—Decime.
—Quiero que me cojas por el culo.
Marcos parpadeó. El pulso se le disparó.
—¿Estás segura?
——Nunca nadie entró ahí. Nunca. Me da miedo… pero con vos no. Con vos quiero. Quiero que seas el primero.
Se detuvo, apoyó la frente en la de él.
—Quiero que vos me lo estrenes. Y que me lo hagas como sabés hacerlo.
La frase le partió el estómago. No por lo explícito, sino por lo íntimo. Lo dijo como un regalo. Como un secreto.
Marcos se incorporó. La besó de nuevo. Bajó por el cuello. Por el pecho. Por el vientre. La besó en la pelvis, la lamió en la concha, con hambre, con técnica, con deseo. Josefina se arqueaba, se abría, le temblaban los muslos. Ella respiraba con fuerza, las piernas entreabiertas, las caderas ya moviéndose en busca de algo más.
Luego, él sin dejar de mirarla, agarró el pomo de lubricante del cajón de la mesa de luz. Ella se giró de espaldas, temblando, con el culo en alto, expuesta, vulnerable y poderosa al mismo tiempo. El cuerpo era una escultura viva. La espalda arqueada, la cintura delgada, las nalgas altas, suaves, perfectas.
—Despacio —le pidió.
Marcos le besó las nalgas, las abrió con suavidad. Le escupió suavemente el centro. Esparció los fluidos en el agujero con la lengua. El ano tenso. Cerrado. Virginal. Josefina jadeó, no de placer. De vértigo. Cerró los ojos. Se dejó hacer. Él usó el dedo, primero uno, con cuidado. Lo giró, lo masajeó, la preparó con una dedicación paciente. Josefina respiraba con fuerza. No gemía: respiraba como si se purgara.
—¿Está bien?
—Sí —dijo—. Vamos bien.
Le metió el dedo completo.
Ella se estremeció.
Luego dos.
Y entonces, cuando sintió que su cuerpo se había rendido, apoyó la punta caliente de su pija, ya bañada en lubricante, justo donde empezaba lo prohibido.
Empujó suave. Ella apretó los dientes.
La cabeza entró.
Lenta.
Precisa.
Josefina soltó un grito breve. Se aferró a las sábanas.
—Pará… —jadeó—. Esperá.
Marcos se detuvo.
La acarició.
—Respirá.
Ella lo hizo. Profundo. Lento.
—Ahora sí —dijo. Y empujó ella misma hacia atrás.
El glande entró. La rodeó. La abrió.
Ella gimió. No de dolor. De impresión. De entrega.
Marcos se mordió el labio. Era un calor nuevo. Una presión distinta. Apretada. Deliciosa.
Fue metiéndose de a poco. Centímetro por centímetro. Josefina temblaba.
—Ahí… ahí… ay dios… sí, sí, seguí.
Cuando estuvo entero adentro, se detuvo. No se movió.
Le acarició la espalda.
Le besó el hombro.
—Así, así —jadeó— toda adentro está.
Y entonces comenzó a cogerla.
Despacito.
Con precisión.
Con un ritmo pausado, sensual, casi reverente.
Ella gemía. Se retorcía. Se entregaba.
—Nunca sentí esto… —dijo con la voz quebrada—. Me estás rompiendo el culo, hijo de puta.
Él seguía cogiendo ese culo despacio, con pausas, con ritmo. Josefina se convertía en otra con cada embestida. Gritaba su nombre, le pedía más, lo llamaba “profe” con una perversidad hermosa. Marcos tenía la respiración descompuesta, el cuerpo tenso, los dedos marcándole las caderas.
—¿Te duele?
—Me encanta. Más. Abrímelo todo.
Él obedeció.
Más profundo.
Más firme.
Más sucio.
La llenaba. La abría. La volvía suya.
Él aceleró apenas. La embestía sin violencia, pero con poder. Josefina apoyaba la frente en el colchón. Mordía la almohada. Se derretía.
—¡Me vengo! —gritó de pronto—. ¡Ay, me acabo toda! ¡Ahhh!
Se corrió con espasmos dulces. Con lágrimas en los ojos.
Y no pidió que se detuviera.
—Seguí.
Marcos obedeció. Le clavaba la mirada en la nuca. El cuerpo entero en tensión. El olor de ella lo enloquecía. Su transpiración joven. El temblor de sus piernas.
Josefina había acabado sin tocarse. Se corrió solo por el culo, por la intensidad, por el deseo desatado. Por el morbo. Por el paso dado. Por el culo hecho.
Marcos sintió que no podía más.
Acabó adentro.
Con un gemido grave.
Largo.
Roto.
Adentro. Con un espasmo furioso. Con una descarga que lo dejó vacío. Ella lo sintió. Lo recibió. Le sonrió por encima del hombro, con lágrimas en los ojos.
—Nadie me cogió así en la vida.Te deseo como nunca imaginé.
—Y vos sos todo lo que no debo desear —respondió él.
Ella sonrió.
—¿Y?
—Y no puedo dejar de hacerlo.
Marcos la abrazó desde atrás, con la pija todavía dentro. Los dos empapados de sudor. De leche. De algo que no se puede nombrar.
Se quedaron así.
Respirando.
Viviendo lo que no se enseña.
Lo que se siente.
Y cuando finalmente se separaron, con la piel todavía vibrando, fue Marcos quien miró el celular.
Un mensaje.
De Luciana.
“Tenemos que hablar.”
Parte final
http://m.poringa.net/posts/relatos/5974543/Con-la-alumna-de-la-facu-final.html
BUENO. SI CON ESTE CAPÍTULO NO LLEGAMOS AL PUESTO UNO EN EL TOP ME DEDICO A OTRA COSA.
DISFRUTEN , PUNTEEN, COMENTEN.
https://m.poringa.net/posts/relatos/5965109/Con-mi-alumna-de-la-facu.html
Parte 2
http://m.poringa.net/posts/relatos/5966370/Con-mi-alumna-de-la-facu-2.html
Parte 3
http://m.poringa.net/posts/relatos/5966878/Con-mi-alumna-de-la-facu-3.html
Parte 4
http://m.poringa.net/posts/relatos/5968214/Con-la-alumna-de-la-facu-4.html
Parte 5
http://m.poringa.net/posts/relatos/5969447/Con-la-alumna-de-la-facu-5.html


“La grieta”
El aeropuerto olía a café tibio y desodorante de ambiente. Marcos caminaba con la valija de su hija, mientras ella y Luciana iban unos pasos adelante, conversando. Riendo.
—Te voy a extrañar, ma —dijo, abrazándola fuerte—. Pero no se preocupen, en cinco semanas ya vuelvo.
Luciana le sostuvo la cara entre las manos como si tuviera cinco años. Marcos, detrás, observaba. Se sentía viejo. Extraño. Despegado. Cuando la abrazó, su hija lo apretó con fuerza.
—Gracias por la fiesta —dijo ella.
—Gracias a vos por volver —respondió él, y le acarició el pelo.
—Y gracias por no haberla cagado… —bromeó.
Él rió, con la incomodidad de quien siente que no lo dicen tan en chiste. La despidieron en la puerta del preembarque. Cuando se alejó, con la mochila a cuestas, Luciana se acomodó el abrigo y se frotó los brazos.
—Bueno… volvamos.
—Sí.
Nada más. Ni un beso. Ni una mirada.
Volvieron en silencio. Y ahí empezó todo.
La siguiente reunión con Josefina fue en su despacho. Intentaron mantener la distancia. Él había impreso un par de papers, ella traía nuevas ideas sobre la noción de goce en Lacan. Todo fue prolijo. Académico. Pero el aire estaba espeso.
—No sé si estoy desarrollando bien esta parte —dijo ella, con la voz ligeramente baja, sentándose más cerca de lo habitual.
—Sí, está bien —respondió Marcos, sin mirarla.
Silencio.
—¿Vos estás bien? —preguntó Josefina.
Él tardó en responder.
—Estoy intentando estarlo.
—¿Te pesa?
—Sí. Pero eso no cambia nada.
Ella lo miró. Le acarició la mano. Él la apartó.
—Tenemos que seguir trabajando.
—Sí, claro —dijo ella, sonriendo. Pero los ojos decían otra cosa.
Desde entonces, se vieron tres, cuatro veces más. Primero en la facultad. Luego en un café. Finalmente en la casa de ella.
La tesis quedó en segundo plano.
Marcos ya no corregía borradores. La leía a ella.
Josefina le abría la puerta con una sonrisa cómplice, vestida con ropa holgada o con nada debajo. Marcos llegaba con una excusa. Con una mochila. Con una bolsa de medialunas para disimular.
Se besaban sin hablar.
Cogían como si el tiempo se fuera a acabar.
Él la amaba en silencio. Con el cuerpo. Con la culpa. Con cada centímetro de su lengua.
Ella lo guiaba, lo dejaba hacer, lo devolvía a su juventud. Lo encendía hasta que perdía noción de lo permitido.
A veces, después del sexo, hablaban.
De libros. De padres. De secretos.
Ella le contaba que su novio insistía en volver. Que la seguía llamando. Que no lo atendía.
—No puedo volver a eso después de vos —le dijo una vez.
Y él no supo qué contestar.
En casa, Luciana se iba apagando.
No de golpe. No con drama.
Pequeños gestos. Mensajes sin contestar. Silencios en la cena. Miradas que no llegaban.
Marcos comenzó a revisarle el celular otra vez.
No había mucho. Pero tampoco poco.
Gonzalo seguía apareciendo.
Una historia respondida con fueguitos. Una frase elogiosa. Un comentario que a otros les parecería inocente: “Te extraño en la oficina, los lunes son aburridos sin vos.”
Él no se atrevía a confrontarla.
Porque en el fondo… quería que fuera verdad. Que lo engañara. Que le diera permiso.
En la facultad, empezaron los susurros.
Un alumno de otra cátedra dijo haberlos visto a él y a Josefina salir del mismo edificio. Una secretaria murmuró algo en la sala de profesores. El rector comentó una vez que los vínculos entre docentes y alumnas debían manejarse “con responsabilidad”.
Marcos empezó a dormir mal.
Sudaba de noche. Tomaba más café del que debía. Volvió a fumar a escondidas.
Y, sin embargo, no podía dejarla.
Josefina era el único espacio donde no dudaba.
En la piel, todo era certeza.
Ese día se encontraron en su departamentito de estudiantes, como ya era habitual.

Ella abrió la puerta con un vestido azul, corto, sin corpiño.
—Te estuve esperando —dijo.
Él la besó sin decir nada.
Se sacaron la ropa en el pasillo.
Ella lo llevó a la cama. Lo besó despacio.
No era un beso apurado, ni siquiera era el principio de algo. Era el centro. Una tregua en medio del fuego. Josefina lo tomó del rostro con ambas manos, con fuerza, como si lo necesitara cerca, como si besarle la boca fuera tan urgente como respirar. Marcos la sostuvo de la cintura, sintiendo el temblor apenas perceptible que le nacía en la piel. La besaba con la lengua, con los dientes, con el cuerpo entero. La deseaba desde antes de tocarla. Y ahora la tenía, húmeda, rendida sobre su cama.
Él la besó una vez más con ternura. Pero no fue una ternura casta. Fue una ternura sucia. Cargada. De esas que nacen no por amor, sino por el deseo de hacer durar lo inevitable. Josefina lo besó de vuelta con los labios entreabiertos, los ojos húmedos, la piel en llamas. Acariciaba su nuca mientras sus cuerpos ya desnudos se rozaban como fuego lento.
Josefina se sentó sobre él, a horcajadas, con el cabello revuelto y los pezones erguidos, encendidos. Su piel era una superficie de calor, sucia de deseo. Se rozó la concha con la punta de la pija de él, que estaba completamente dura, pulsando. Lo provocó sin apuro, con ritmo, frotando lentamente su clítoris por la base del tronco. Un vaivén suave que la hacía gemir con los labios cerrados.
—Estás a punto de volverme loca —murmuró, sin dejar de moverse.
Marcos la agarró fuerte de las caderas, pero no para dominarla: para contenerse. Era perfecta. Joven, ardiente, maestra en el arte de disfrutar.
Josefina se la metió. Lento. Con la cabeza gacha y los ojos entrecerrados. Sentía cada centímetro, lo recibía con devoción, con placer, con necesidad. Apoyó las manos en su pecho y comenzó a cabalgarlo con movimientos ondulantes, circulares. No buscaba acabar: buscaba derretirse. Hacerlo durar. Hacerlo eterno.
—Me llenás toda —jadeó—. Qué pija hermosa que tenes.
Marcos no dijo nada. Le acarició las tetas con ambas manos. Las lamió. Le chupó los pezones como si fueran una fruta deliciosa. Josefina se inclinó hacia él, lo besó de nuevo, le mordió el labio inferior.
—Quiero decirte algo —susurró, con la voz entrecortada—. Pero tenés que prometerme que lo vas a hacer bien.
—Decime.
—Quiero que me cojas por el culo.
Marcos parpadeó. El pulso se le disparó.
—¿Estás segura?
——Nunca nadie entró ahí. Nunca. Me da miedo… pero con vos no. Con vos quiero. Quiero que seas el primero.
Se detuvo, apoyó la frente en la de él.
—Quiero que vos me lo estrenes. Y que me lo hagas como sabés hacerlo.
La frase le partió el estómago. No por lo explícito, sino por lo íntimo. Lo dijo como un regalo. Como un secreto.
Marcos se incorporó. La besó de nuevo. Bajó por el cuello. Por el pecho. Por el vientre. La besó en la pelvis, la lamió en la concha, con hambre, con técnica, con deseo. Josefina se arqueaba, se abría, le temblaban los muslos. Ella respiraba con fuerza, las piernas entreabiertas, las caderas ya moviéndose en busca de algo más.
Luego, él sin dejar de mirarla, agarró el pomo de lubricante del cajón de la mesa de luz. Ella se giró de espaldas, temblando, con el culo en alto, expuesta, vulnerable y poderosa al mismo tiempo. El cuerpo era una escultura viva. La espalda arqueada, la cintura delgada, las nalgas altas, suaves, perfectas.
—Despacio —le pidió.
Marcos le besó las nalgas, las abrió con suavidad. Le escupió suavemente el centro. Esparció los fluidos en el agujero con la lengua. El ano tenso. Cerrado. Virginal. Josefina jadeó, no de placer. De vértigo. Cerró los ojos. Se dejó hacer. Él usó el dedo, primero uno, con cuidado. Lo giró, lo masajeó, la preparó con una dedicación paciente. Josefina respiraba con fuerza. No gemía: respiraba como si se purgara.
—¿Está bien?
—Sí —dijo—. Vamos bien.
Le metió el dedo completo.
Ella se estremeció.
Luego dos.
Y entonces, cuando sintió que su cuerpo se había rendido, apoyó la punta caliente de su pija, ya bañada en lubricante, justo donde empezaba lo prohibido.
Empujó suave. Ella apretó los dientes.
La cabeza entró.
Lenta.
Precisa.
Josefina soltó un grito breve. Se aferró a las sábanas.
—Pará… —jadeó—. Esperá.
Marcos se detuvo.
La acarició.
—Respirá.
Ella lo hizo. Profundo. Lento.
—Ahora sí —dijo. Y empujó ella misma hacia atrás.
El glande entró. La rodeó. La abrió.
Ella gimió. No de dolor. De impresión. De entrega.
Marcos se mordió el labio. Era un calor nuevo. Una presión distinta. Apretada. Deliciosa.
Fue metiéndose de a poco. Centímetro por centímetro. Josefina temblaba.
—Ahí… ahí… ay dios… sí, sí, seguí.
Cuando estuvo entero adentro, se detuvo. No se movió.
Le acarició la espalda.
Le besó el hombro.
—Así, así —jadeó— toda adentro está.
Y entonces comenzó a cogerla.
Despacito.
Con precisión.
Con un ritmo pausado, sensual, casi reverente.
Ella gemía. Se retorcía. Se entregaba.
—Nunca sentí esto… —dijo con la voz quebrada—. Me estás rompiendo el culo, hijo de puta.
Él seguía cogiendo ese culo despacio, con pausas, con ritmo. Josefina se convertía en otra con cada embestida. Gritaba su nombre, le pedía más, lo llamaba “profe” con una perversidad hermosa. Marcos tenía la respiración descompuesta, el cuerpo tenso, los dedos marcándole las caderas.
—¿Te duele?
—Me encanta. Más. Abrímelo todo.
Él obedeció.
Más profundo.
Más firme.
Más sucio.
La llenaba. La abría. La volvía suya.
Él aceleró apenas. La embestía sin violencia, pero con poder. Josefina apoyaba la frente en el colchón. Mordía la almohada. Se derretía.
—¡Me vengo! —gritó de pronto—. ¡Ay, me acabo toda! ¡Ahhh!
Se corrió con espasmos dulces. Con lágrimas en los ojos.
Y no pidió que se detuviera.
—Seguí.
Marcos obedeció. Le clavaba la mirada en la nuca. El cuerpo entero en tensión. El olor de ella lo enloquecía. Su transpiración joven. El temblor de sus piernas.
Josefina había acabado sin tocarse. Se corrió solo por el culo, por la intensidad, por el deseo desatado. Por el morbo. Por el paso dado. Por el culo hecho.
Marcos sintió que no podía más.
Acabó adentro.
Con un gemido grave.
Largo.
Roto.
Adentro. Con un espasmo furioso. Con una descarga que lo dejó vacío. Ella lo sintió. Lo recibió. Le sonrió por encima del hombro, con lágrimas en los ojos.
—Nadie me cogió así en la vida.Te deseo como nunca imaginé.
—Y vos sos todo lo que no debo desear —respondió él.
Ella sonrió.
—¿Y?
—Y no puedo dejar de hacerlo.
Marcos la abrazó desde atrás, con la pija todavía dentro. Los dos empapados de sudor. De leche. De algo que no se puede nombrar.
Se quedaron así.
Respirando.
Viviendo lo que no se enseña.
Lo que se siente.
Y cuando finalmente se separaron, con la piel todavía vibrando, fue Marcos quien miró el celular.
Un mensaje.
De Luciana.
“Tenemos que hablar.”
Parte final
http://m.poringa.net/posts/relatos/5974543/Con-la-alumna-de-la-facu-final.html
BUENO. SI CON ESTE CAPÍTULO NO LLEGAMOS AL PUESTO UNO EN EL TOP ME DEDICO A OTRA COSA.
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