
Mi reflejo en el espejo de la barra me devolvía una imagen que a ratos no reconocía, una figura atractiva, deseable, pero ajena. La música vibraba en mis huesos, y yo solo podía ver a Javiera reír y disfrutar, sintiéndome más sola y fuera de lugar que nunca. Hasta que de la nada, una presencia conocida, me sacó de la soledad.
Juan apareció entre la gente, elegante y seguro, con esa sonrisa confiada que siempre me incomodaba. Su camisa blanca resaltaba aún más sus hombros anchos, y los ojos se le posaron en mis piernas apenas se detuvo a mi lado en la barra.
—Vaya, Josefina… qué coincidencia encontrarte aquí —dijo, inclinándose para que pudiera escucharlo entre la música. Su voz era baja, casi ronca, pero sentí que tenía un doble filo, como todo lo que decía.
Me tensé de inmediato, recordando las miradas y comentarios en el restaurante, la forma en que no perdía oportunidad para insinuarse. Por dentro me preguntaba cuántos minutos llevaba en el local antes de venir directo hacia mí. Sabía que no era casualidad; seguro me había seguido la pista, tal vez incluso escuchó cuando Javiera y yo planeamos la salida mientras él fingía trabajar en la oficina.
Forcé una sonrisa, tratando de mantener la compostura.
—Sí, qué casualidad, Juan… —respondí, con la guardia en alto, aunque mis palabras sonaban más suaves de lo que hubiese querido.
Él pidió un trago con total familiaridad, y noté cómo el barman lo miraba con respeto. Se giró hacia mí, apoyando el codo cerca de mi mano, su proximidad intencional.
—Te ves increíble —susurró, con la mirada fija en mi escote. Todo en su lenguaje corporal me dejaba claro: no estaba ahí solo para charlar.
No quería parecer grosera, pero sentía una presión en el pecho. Sabía que Juan sólo tenía un objetivo conmigo, y ahora, lejos del restaurante, con música y alcohol, parecía decidido a lograrlo.
Juan le hizo una seña rápida al barman, que asintió de inmediato, y en cuestión de segundos tenía un mojito fresco frente a mí. Levanté el vaso, dándole las gracias con una sonrisa tímida, mientras él se acomodaba en la barra, acercándose un poco más, como si quisiera aislarme del bullicio del local.
—Tienes un aura distinta hoy, Josefina. Ese vestido… —bajó la voz, casi murmurando cerca de mi oído—. No es justo que estés aquí sola, cuando podrías estar robándote todas las miradas en la pista —dijo, deslizando su mirada lentamente desde mi rostro hasta mis piernas cruzadas.
Sentí un leve rubor, más por la incomodidad que por el halago. Bebí un sorbo, fingiendo interesarme en el hielo que giraba en el vaso, mientras mis ojos buscaban a Javiera entre la multitud. La vi riendo, rodeada de chicos, completamente a gusto, mientras yo estaba ahí, atrapada entre la insistencia de Juan y la certeza de que esa noche no sería lo que yo esperaba.
Él no dejó que el silencio se apoderara.
—¿Te gusta venir a estos lugares? —preguntó, con una sonrisa ladeada, como si supiera de antemano la respuesta. Su tono era suave, pero sentía la presión, ese juego de seducción que nunca abandonaba. Me hablaba despacio, cada frase cargada de segundas intenciones.
—Siempre me pregunté cómo te veías fuera del uniforme… y la verdad, superaste todas mis expectativas.
No podía negar que su presencia era dominante, me rodeaba con su voz y su mirada, como si intentara envolverme en su mundo por completo.
—Gracias, Juan. Solo quería pasar un rato con mi amiga, despejarme un poco —respondí, intentando marcar distancia, aunque notaba cómo él se alimentaba de mi nerviosismo.
—Las mejores noches empiezan así, sin planearse demasiado —añadió, acercándose todavía más, hasta sentir su perfume, ese aroma masculino y fuerte. Su mano rozó suavemente la mía sobre la barra, un gesto que pretendía ser casual pero que me hizo tensar los dedos alrededor del vaso.
Mientras intentaba mantener la compostura, mi atención se dividía entre los comentarios sutiles de Juan y las carcajadas de Javiera, bailando despreocupada. En ese instante, me sentí sola y deseada, confundida y vulnerable, sabiendo que el peligro real de la noche no estaba en la pista, sino sentado justo a mi lado, con una sonrisa de cazador y toda la paciencia del mundo.
No sé en qué momento la conversación con Juan se volvió más ligera. El primer mojito se evaporó rápido entre comentarios y frases ingeniosas, y casi sin darme cuenta, apareció otro vaso frío y lleno frente a mí. Juan se movía con soltura, riendo y hablando con esa seguridad que le era tan natural. Su cercanía comenzó a sentirse más cómoda, casi agradable, a medida que el alcohol deslizaba por mi garganta y deshacía poco a poco mis barreras.
El local estaba cada vez más lleno, la música subía de volumen, y entre el bullicio y el calor del ambiente, empecé a notar que me reía más alto de lo normal, que cada cosa que decía Juan me parecía graciosa, incluso sus piropos descarados. Sentía mi piel más sensible, el vestido se ceñía a mis formas y su mirada no se despegaba de mí ni un segundo.
En algún punto, me sorprendí inclinándome hacia él para escuchar mejor, y noté cómo mi mano, torpemente, tocó la suya sobre la barra. Juan lo aprovechó, deslizó sus dedos entre los míos con total naturalidad, y me sostuvo la mirada. Por un momento, el bar se volvió más pequeño; todo era el sonido de la música y la vibración suave de los mojitos en mi sangre.
—¿Te estás divirtiendo, Josefina? —me preguntó, con una sonrisa cómplice, su voz acariciando mi oído. Yo asentí, un poco mareada, sintiéndome risueña y, para mi sorpresa, cada vez más receptiva a su juego.
Notaba cómo mis respuestas se volvían más coquetas, cómo mis sonrisas eran cada vez menos forzadas. Me sentía ligera, desenfadada, como si por fin me estuviera permitiendo disfrutar sin tantas ataduras. Él reía conmigo, celebrando cada gesto, cada mirada prolongada.
La barrera que juré mantener comenzó a desmoronarse, empujada por el sabor dulce y fuerte de los mojitos y la sensación de ser deseada. Ya no era la Josefina contenida ni la que estaba ahí solo para ver a Javiera. Era una chica hermosa, vestida para matar, bailando al borde del peligro, dejándose envolver por la noche y por la atención del hombre más insistente y dominante del lugar.
En ese instante, todo me parecía divertido y excitante. Me recosté en la barra, jugando con el vaso entre los dedos, sintiendo que la tentación de Juan y el calor de los tragos me transformaban, aunque solo fuera por esa noche.
Juan no perdió el tiempo. Apenas vio que yo estaba lo suficientemente animada y sonriente, tomó mi mano con firmeza, entrelazando sus dedos en los míos, y me condujo directo a la pista. Me dejé llevar sin resistencia, aún flotando entre la música, el calor y el efecto dulce del alcohol.
En medio de la multitud, me atrajo hacia él, sin soltarme, hasta que nuestros cuerpos casi se rozaban. Su mano libre bajó directo a mi cintura, y desde ahí, con toda naturalidad, se deslizó hasta posarse sobre mi trasero, apretando con esa mezcla de descaro y seguridad que lo caracterizaba. Me estremecí al sentir su palma grande sujetándome, su pulgar acariciando lentamente el nacimiento de mi cadera a través del vestido.
Me hizo girar para quedar de espaldas a él, pegándome a su pecho. Sus manos se acomodaron sin vergüenza, una en mi cintura y la otra bien firme sobre mi nalga. Me guiaba al ritmo de la música, acercando su boca a mi oído. Podía sentir el calor de su aliento cuando me hablaba, tan bajo que era como un susurro sólo para mí.
—Tienes un culo de escándalo, Josefina —me murmuró, su voz ronca, cargada de deseo—. Así cualquiera se vuelve loco contigo, ¿lo sabes?
Apretó un poco más, como para asegurarse de que yo sentía bien su presencia y su dominio. Yo, mareada, entre la música y el alcohol, no protesté. Mi cuerpo se dejaba llevar, moviéndose al ritmo de la música, mientras mi mente intentaba convencerse de que todo era un juego.
—Nunca te había visto así, tan... entregada. Ese vestido fue la mejor idea de tu amiga —continuó, apretando mi trasero entre cada frase, como si lo reclamara solo para él.
Yo me movía de manera casi automática, siguiendo el compás, pero consciente de cómo el contacto de sus manos encendía zonas de mi cuerpo que luchaba por ignorar. Juan me hablaba cerca, palabras cada vez más calientes, describiéndome lo bien que me veía, cómo el vestido marcaba cada curva, cómo le daban ganas de llevarme a cualquier rincón oscuro y hacerme suya ahí mismo.
—No sabes las ganas que tengo de arrancarte ese vestido, Josefina —soltó, su voz ronca y su mano ahora subiendo apenas por la parte baja de mi espalda, presionándome más contra él.
Me sentía vulnerable y deseada, atrapada entre su cuerpo y la música, mientras el mundo alrededor se desdibujaba. Entre susurros calientes, caricias atrevidas y ese control total que él tenía sobre la situación, me sentí completamente en sus manos, flotando entre el vértigo del deseo y la confusión. Todo el esfuerzo que hice por mantenerme distante, se diluía poco a poco, cada vez que Juan reafirmaba su dominio sobre mi cuerpo en la pista de baile.
Mientras Juan me tenía atrapada entre sus manos, sentí de pronto su bulto firme presionando contra mis nalgas. Era imposible no notarlo. Cada vez que se movía conmigo al ritmo de la música, ese roce se hacía más evidente, más descarado, como una promesa peligrosa. Al principio intenté ignorarlo, pero el calor subía por mi cuello y me era imposible disimular el temblor que sentía en las piernas.
Mi vestido se pegaba aún más a mi cuerpo por el sudor y la agitación, y cada vez que Juan me apretaba por la cintura, su pelvis se pegaba más fuerte, frotándose a conciencia. Era como si quisiera dejarme claro, sin palabras, todo lo que pretendía hacerme cuando estuviera a solas conmigo. Su respiración también se hacía más pesada, y podía sentir sus latidos, fuertes, detrás de mí.
Yo me dejaba llevar, sin protestar, mordiéndome el labio, entrecerrando los ojos. Por dentro me hervía la vergüenza, pero también una excitación cada vez más intensa. El alcohol y el ambiente me habían soltado completamente; reía sin razón, me sentía liviana, hasta audaz.
Me sorprendía a mí misma moviendo las caderas un poco más lento, más provocador, buscando que su bulto se encajara mejor entre mis nalgas. Él lo notaba, claro, y respondía con un apretón más fuerte, una caricia más descarada. Me susurraba al oído frases que yo apenas alcanzaba a oír, pero el tono era inequívoco: estaba rendido ante mi cuerpo, y yo, sin quererlo, estaba cayendo en su juego.
Cada vez que la música se volvía más lenta o más sensual, yo respiraba hondo, casi temblando, y me aferraba a sus brazos, dejando que él marcara el ritmo. Mi risa salía sola, nerviosa y suave, mientras sentía cómo su erección palpitaba cada vez más firme, enterrada entre mis nalgas, empapando la tela fina de mi vestido.
Por un momento olvidé el propósito de la noche, olvidé la frustración y el plan original. Sólo quedaba yo, girando en la pista, sintiendo ese bulto ardiente contra mi trasero y los susurros de Juan, que poco a poco me iban arrastrando al mismo precipicio de deseo del que tantas veces juré mantenerme lejos.
En medio del bullicio y las luces tenues del local, Juan me sujetó por la cintura y, con una firmeza calculada, me hizo girar suavemente sobre mi eje. Sentí cómo la tela del vestido se pegaba aún más a mis curvas mientras él recorría mi figura con la mirada, sin ningún disimulo. Sus ojos subían y bajaban, deteniéndose con deleite en mi trasero, mis caderas, mis piernas largas por los tacones prestados, y finalmente en mis pechos, que se marcaban bajo la blusa ajustada. Su sonrisa era de pura satisfacción, como quien sabe que va a conseguir exactamente lo que quiere.
—Mírate, Josefina... —me susurró, con esa voz grave y segura que parecía acariciar mi piel—. Tu cuerpo está hecho para gozar. Cada centímetro hecho para el placer.
Me mordí el labio, bajando la mirada de puro pudor, pero por dentro sentía el corazón galopando, un escalofrío que me recorría la espalda. Sabía perfectamente lo que pensaba mientras sus manos, con dedos largos y cálidos, volvieron a posarse en mis caderas y me acercaron de nuevo a su cuerpo. Me sentí expuesta, admirada, como si de verdad fuera un trofeo esperando a ser reclamado. Y lo peor era que, por más que quisiera resistirme, ese deseo ajeno que provocaba me estremecía hasta los huesos.
—¿Ves cómo te miran todos? —dijo al oído, pegando sus labios a mi mejilla—. Eres la reina del lugar, pero yo soy el único que te va a devorar esta noche. Nadie más va a saborear este culo, estas tetas, este cuerpo de diosa...
Sus palabras me atravesaron, directas al centro de mi feminidad. Cada vez que me hablaba así, mi cuerpo reaccionaba solo: las piernas me temblaban, los pezones se endurecían bajo la tela, y sentía una humedad traicionera entre las piernas. Me tenía completamente dominada y lo sabía.
Sin soltarme, Juan deslizó una mano por mi espalda, bajando hasta mis nalgas. Me las apretó con descaro, haciendo que me mordiera los labios para no soltar un suspiro audible. Con la otra mano tomó mi barbilla y me obligó a mirarlo a los ojos.
—Hoy te vas conmigo, no te me escapas. Quiero verte rendida, con esas piernas temblando sólo por mí.
Sentí un vértigo delicioso, una mezcla de miedo y excitación imposible de negar. Me estremecí, cerrando los ojos apenas un instante, entregada a ese momento en que él me reclamaba como suya frente a todos, sin pudor ni permiso.
En esa vuelta, mientras sus ojos recorrían y su boca susurraba, supe que, a pesar de todo lo que me había prometido, esa noche estaba perdida. No había resistencia capaz de enfrentar la seguridad dominante de Juan ni mi propio cuerpo, que se entregaba con cada roce, cada palabra y cada mirada devoradora.
Juan me sujetó firme de la cintura, marcando el rumbo sin dejarme opción. Caminábamos entre risas, el sonido de la música cada vez más lejano, mientras sentía su mano apretando mi cadera, guiándome con esa seguridad que me derrumbaba todas las barreras. Al pasar junto a la pista, mis ojos se fueron inevitablemente hacia Javiera: ella se reía entre caricias con uno de los chicos, besándolo apasionadamente, totalmente entregada a su momento. Era la prueba cruel de que mi plan había sido un fracaso absoluto; yo jamás recuperaría mi hombría por ese camino.
El aire fresco del estacionamiento me golpeó la cara, devolviéndome algo de lucidez, pero el calor y el alcohol seguían adueñándose de mi voluntad. Recordé las palabras de Perla, la médium, que me advirtió sobre la joya y la necesidad de evitar el sexo, pero en ese instante, mi cuerpo insatisfecho y ebrio parecía burlarse de todas las advertencias. Mis piernas se aflojaban, el deseo pulsaba bajo la piel y la voz de la sensatez apenas era un murmullo ahogado por la lujuria.
Juan me arrinconó contra su auto, su cuerpo imponente pegado al mío. Sus manos acariciaban mi cintura y bajaban sin pudor, mientras me susurraba promesas indecentes al oído. Me sentía atrapada, vulnerable y, para mi propia vergüenza, completamente excitada, como si ese destino estuviera sellado desde el momento en que me transformé. Cada roce, cada caricia, cada palabra, me empujaba más allá de cualquier intención de resistirme. Era como si mi cuerpo ya hubiese decidido, ignorando todas las advertencias y apelando sólo al placer más primitivo y humillante.
Juan me levantó la pierna con facilidad, enganchándola en su cadera mientras me presionaba contra la carrocería tibia del deportivo. Sentía su mano fuerte sosteniendo mi muslo, marcando posesión, y su cuerpo pegado al mío sin dejarme espacio ni para dudar. Mi trasero, comprimido contra el auto, era presa de sus movimientos seguros, mientras su otra mano recorría mi cintura y la curva de mi cadera como si ya le perteneciera.
No hubo más palabras, sólo el deseo tangible en el aire. Me besó con una intensidad que me dejó sin aliento, su lengua abriéndose paso en mi boca y sometiéndome a su ritmo, robándome la voluntad a cada roce. Yo, incapaz de resistirme, gemí bajito, sintiendo cómo su bulto presionaba justo en mi entrepierna, recordándome lo vulnerable y expuesta que estaba, lo inevitable de lo que venía.
Su mano ascendió por mi costado, deteniéndose apenas para apretar mi pecho por encima de la blusa. Cada caricia era descarada, como si supiera perfectamente hasta dónde podía llegar. Yo me sentía mareada, entre el calor del alcohol, la adrenalina y el deseo. Mientras me devoraba con la boca, sus dedos jugaban con los botones de mi blusa, y yo sólo podía cerrar los ojos, dejarme llevar y admitir que, a pesar de mi frustración, mi cuerpo lo pedía todo con desesperación.
Afuera, el mundo seguía girando, la música seguía sonando a lo lejos, pero en ese rincón oscuro del estacionamiento, sólo existíamos él, su hambre de mí y mi absoluta rendición a esa maldición que ya había devorado mi voluntad.
Juan se detuvo de golpe, soltando un suspiro caliente contra mi mejilla, con sus labios apenas rozando mi oreja. Sentí cómo su respiración acelerada chocaba con mi piel, haciéndome estremecer hasta la raíz. Sostenía mi pierna levantada con una firmeza posesiva, sus dedos clavados en mi muslo como si quisiera asegurarse de que no me escapara. Aún temblaba de la intensidad de su beso, el pulso me latía fuerte entre las piernas y mi mente flotaba entre la bruma del deseo y el alcohol.
Con voz baja, grave, casi ronca de las ganas, me susurró:
—En el departamento sí que te voy a comer enterita, Josefina. Quiero saborear cada centímetro de este cuerpazo, hasta que no puedas más. Hoy eres solo mía.
No pude evitar soltar una risa tonta, medio ahogada, como respuesta. Me sentía ligera, entre avergonzada y traviesa, arrastrada por ese vértigo dulce que sentía cada vez que un macho dominante me reclamaba como suya. Me apoyé en su pecho, aún medio sostenida en el aire, la cabeza un poco inclinada y el cabello cayéndome sobre los hombros, mientras le miraba con ojos brillantes, algo desenfocada.
—¿Ah sí? —balbuceé, casi desafiando, pero mi sonrisa temblorosa me delataba—. Pues... tendrás que llevarme, jefe.
Juan rió bajo, satisfecho con mi reacción, y sin perder tiempo bajó mi pierna con suavidad. Se aseguró de mantenerme bien cerca, sus manos en mi cintura como si ya supiera que no tenía escape. La calle se sentía distante, ajena, y hasta la música se había vuelto un murmullo.
—Vas a ver lo que es bueno —remató, mirándome de arriba abajo, lamiéndose los labios con descaro.
Me dejé guiar, temblando de nervios y excitación. A esa altura, ya no era la Josefina racional que intentó recuperar su hombría, sino esa hembra marcada por la joya, atrapada en un cuerpo que sólo sabía responder al deseo y al dominio de hombres como Juan. El destino estaba sellado y, aun sabiendo que jugaba con fuego, solo podía reírme torpemente, entregada al vértigo de la noche.
Juan abrió la puerta del deportivo y me ayudó a sentarme, siempre atento a que mis piernas largas y apretadas por el vestido subieran con gracia. Apenas cerró la puerta, sentí su mirada ardiente sobre mí, recorriéndome con descaro mientras ponía el motor en marcha. El ronroneo del auto era grave, vibraba bajo mis muslos, y me hacía sentir aún más consciente de mi cuerpo y de su cercanía.
En cuanto salimos del estacionamiento, su mano se deslizó sobre mi muslo, acariciando la piel expuesta por el vestido ajustado. Sentí su palma grande y cálida avanzar lentamente hacia arriba, como midiendo y reclamando cada centímetro. Yo intentaba disimular mi respiración agitada, pero era imposible no estremecerme ante el contacto firme de ese hombre decidido a tomarme.
—Hoy sí que vas a conocer lo que es placer, Josefina —me decía, su voz baja y cargada de deseo—. Te voy a devorar enterita…
Su mano subía y bajaba, a veces deteniéndose a apretar suavemente, otras veces recorriendo el borde interior de mi muslo. Cada roce hacía que mi respiración se entrecortara y que el calor en mi vientre creciera sin control. No podía evitar morderme el labio, mirar de reojo cómo manejaba con una sola mano y cómo no apartaba la otra de mi cuerpo, como si quisiera grabar mi silueta en la memoria de sus dedos.
—Tienes un cuerpo que provoca locuras, nena. Mira esas piernas… Están hechas para que un hombre como yo te las abra y te haga perder la cabeza.
Mi corazón latía al ritmo del motor, la cabeza me daba vueltas entre el alcohol y la expectación. Miraba por la ventanilla, pero en realidad todo mi mundo era esa mano subiendo y bajando, sus palabras susurradas y ese deseo animal que parecía flotar en el aire.
Intenté contestar, pero sólo me salió una risa nerviosa, un pequeño suspiro. Sabía perfectamente a lo que iba. Por más que mi cabeza luchara por aferrarse a algo de dignidad, mi cuerpo ya era sólo deseo, y el contacto de Juan encendía cada fibra de mi piel.
El camino se hizo corto, entre sus caricias y promesas sucias, mis piernas cedían cada vez más, abriéndose involuntariamente ante su toque, ya resignadas a que lo inevitable sucedería apenas llegáramos a su departamento.
Bajamos, el sosteniendo mi cintura, me dirigio hacia el edificio. Entramos a un ascensor y el digitó una clave. Se cerró y subimos.
El ascensor se abrió directo al piso más alto del edificio. El penthouse de Juan era de esos que sólo se ven en revistas: enorme, con ventanales de pared a pared que dejaban ver la ciudad entera iluminada, como un mar de luces extendiéndose hasta el horizonte.
El suelo era de madera pulida, brillando bajo una suave luz cálida. Había sofás modernos, de cuero claro, y una mesa baja de cristal con algunas botellas de licor importado y copas dispuestas con esmero. A un costado, una cocina americana, minimalista, con encimeras de mármol y electrodomésticos de acero inoxidable. En las paredes, algunos cuadros grandes, todos abstractos y caros.
Juan no me dejó ni un segundo de espacio: me llevaba bien sujeta de la cintura, como quien muestra un trofeo recién ganado. Sus dedos apretaban con firmeza, guiándome por el lugar, marcando cada paso.
—¿Te gusta? —me preguntó, con una sonrisa orgullosa, paseándome por el salón mientras me estudiaba de arriba abajo—. Este lugar está hecho para noches como la de hoy, nena.
Al fondo, una enorme cama king size, perfectamente tendida, dominaba la habitación. El ventanal junto a la cama mostraba la ciudad como un escenario privado para lo que estaba a punto de suceder. Las cortinas, gruesas y lujosas, colgaban a los lados, dispuestas a cerrarse para ocultar cualquier secreto.
Me sentía completamente suya: en ese espacio tan masculino, moderno y frío, yo era la joya que él presumía y que no pensaba dejar escapar.
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