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De hombre simplón a hembrón de fantasía (Quinta parte)

De hombre simplón a hembrón de fantasía (Quinta parte)
Desperté con el primer rayo de sol entrando por la ventana. Parpadeé varias veces, aún somnolienta, hasta que un pensamiento nítido me sacudió por dentro: la cita con la médium. Me quedé un instante inmóvil, sintiendo el peso de mis decisiones recientes, y de todo lo que se había desatado desde que ese brazalete maldito se pegó a mi muñeca.

Me senté al borde de la cama, todavía algo entumecida. El aire matutino acariciaba mi piel desnuda, haciendo que mis pezones se erizaran. Me envolví en una bata y fui directo al baño. No podía verme al espejo sin recordar. Y ahí estaba... la misma imagen de siempre.

Esa figura femenina en el reflejo ya no me resultaba tan ajena, pero aún me causaba un conflicto desgarrador. Me quité la bata lentamente, dejándola caer sobre el suelo del baño, y me observé detenidamente.

Tenía una silueta de infarto. Mi cintura estrecha daba paso a unas caderas anchas, perfectamente curvadas, y un trasero tan voluminoso como redondeado, tan firme que parecía hecho para ser agarrado. Ese maldito culo ya había sido dominado por las manos de dos hombres muy distintos: uno joven, fuerte y salvaje; otro viejo, flaco y experto. Ambos me tomaron como si siempre hubiese sido suya.

Y mis pechos… altos, redondos, naturales. Esas enormes tetas rebotaban incluso con el más leve movimiento, como si tuvieran vida propia. Un regalo maldito de ese brazalete, que había hecho de mí una mujer deseada por todos los hombres que cruzaban su mirada conmigo. Un cuerpo de vicio. Un cuerpo que no era el mío… o que yo me negaba a aceptar como tal.

Sacudí la cabeza, suspirando hondo. No podía darme el lujo de pensar en eso ahora. Tenía que ir con la médium. Tal vez —solo tal vez— encontraría una salida a esta pesadilla.

Me duché con rapidez, procurando no excitarme con cada roce del agua resbalando entre mis muslos o entre mis pechos. Luego me sequé con firmeza, y regresé al cuarto para vestirme.

Elegí unos pantalones de mezclilla ajustados, de tiro alto. Tuve que moverme con cuidado para colocármelos, levantando mis nalgas con ambas manos para que entraran bien. Una vez subidos, moldeaban mi trasero a la perfección, marcando la curva de mis caderas, haciendo que pareciera aún más pronunciado. Me sentí expuesta… como si llevara una prenda que gritaba al mundo que estaba hecha para ser admirada.

La blusa que escogí era blanca, de botones, ligeramente entallada. Me la abroché hasta arriba, pero era imposible disimular el volumen de mis pechos. El sostén de encaje burdeos que llevaba debajo apenas contenía el rebote natural de mis tetas, que amenazaban con abrir los botones del centro en cada respiración profunda.

Por último, me calcé unas zapatillas blancas sencillas, cómodas para caminar. Nada de tacones esta vez. No quería parecer una puta frente a esa mujer espiritual que, en teoría, podría ayudarme.

Me senté frente al espejo para peinarme. Me hice una coleta alta y bien firme. Desde ahí, observé nuevamente mi rostro y mi figura. La coleta hacía que mi cara luciera más estilizada, resaltando mis labios carnosos y mis ojos brillantes. Me veía perfecta, demasiado perfecta. El tipo de mujer que cualquier hombre querría follarse apenas la viera.

Pero debajo de toda esa perfección... seguía siendo yo. El yo de antes, atrapado en esta piel ardiente, que ya había sido saboreada, chupada y dominada por dos machos distintos. No pude evitarlo: sentí una mezcla entre repulsión y deseo, una punzada de culpa, de necesidad.

Me puse de pie. Ya era hora de irme. Tenía que concentrarme. La médium era mi única esperanza.

Bajé con rapidez las escaleras, aferrando mi bolso contra el pecho. Cada paso resonaba en el edificio como una campanada, y ya afuera, el sol de la mañana golpeó con fuerza mi rostro. Caminé con apuro hacia el paradero, intentando ignorar las miradas que comenzaban a posarse sobre mí.

Y como siempre… no pasé desapercibida.

Los hombres en la calle me seguían con los ojos, algunos sin disimulo. Desde el vendedor ambulante hasta el tipo en moto que se detuvo en plena esquina para observar cómo mis caderas se movían al andar.

“Mamacita…”, “Qué culazo reina”, “Diosa, ¿pa’ dónde vas tan apurada?”

Me mordí el labio con vergüenza, bajando la mirada mientras caminaba más rápido. Sentía cómo mis mejillas se encendían. Ese pantalón de mezclilla abrazaba demasiado bien mi trasero, y la blusa —aunque cerrada hasta el cuello— no podía ocultar el constante rebote de mis pechos cada vez que daba un paso apresurado.

Tomé el autobús. En su interior, los ojos también me buscaron. Me senté en la parte trasera, sintiendo el peso de cada mirada recorrerme la espalda, como si mis curvas provocaran a todo aquel que me viera. Crucé los brazos por sobre el pecho para tratar de cubrirme un poco, pero sabía que era inútil. Mi cuerpo era un faro para el deseo masculino.

Al llegar al centro, el bullicio de la ciudad me recibió. Bocinazos, pasos rápidos, murmullos y vendedores ofreciendo sus productos. Pero yo solo tenía una misión: encontrar a la médium. Caminé por las veredas angostas, siguiendo la dirección que me había enviado por mensaje. Tras varios minutos de búsqueda, llegué a un estrecho callejón, oculto entre locales comerciales y una peluquería deslucida.

La entrada era modesta, apenas un cartel de madera con letras doradas que decían “Consultas espirituales – Lectura de energías – Perla”. Tragué saliva y avancé con paso lento, sintiendo cómo el bullicio quedaba atrás.

Empujé la puerta. Una campanilla colgante sonó con suavidad, y entré a una pequeña recepción de luces tenues y olor a incienso. El ambiente era cálido, con velas encendidas en las esquinas y tapices colgando de las paredes. En el centro del lugar, sentada detrás de un escritorio adornado con piedras y cartas de tarot, había una mujer que me miró fijamente apenas crucé el umbral.

Era una mujer de unos treinta y tantos, piel canela, ojos muy oscuros y penetrantes, con un lunar junto al labio superior. Tenía una belleza mística, envolvente. Su cabello negro caía en ondas sobre sus hombros, y vestía una túnica violeta con bordados dorados que centelleaban apenas con la luz de las velas.

Me acerqué con algo de timidez.

—Eh… disculpa. Busco a la médium. Tengo una cita para hoy —dije, acomodando un mechón suelto de mi coleta.

La mujer sonrió apenas, como si ya supiera que iba a decir eso.

—Soy yo. Me llamo Perla. Y tú… —dijo mirándome de pies a cabeza, con una intensidad que me incomodó—. Tú traes algo muy extraño encima. Pasa. Te estaba esperando.

Me aclaré la garganta, algo nerviosa, mientras tomaba asiento frente a ella. El lugar estaba impregnado de un aroma denso, mezcla de mirra e incienso, y la poca luz le daba un aire casi irreal a todo. Crucé las piernas, manteniendo mi bolso en el regazo, y extendí la mano para mostrarle lo que, desde hace días, había cambiado mi vida por completo.

—Mi nombre… era José. Ahora… me llaman Josefina —dije, bajando la voz al final.

Perla alzó una ceja, sin sorpresa alguna. Más bien, parecía confirmar una sospecha que ya tenía. Observó mi rostro unos segundos más, como si intentara ver más allá de mi piel, más allá de esta nueva identidad.

Entonces deslicé la manga de mi blusa y mostré el brazalete. Esa joya maldita, de metal antiguo y reluciente, aún firmemente sujeta a mi muñeca como si fuese parte de mi cuerpo. Perla lo miró con atención, y apenas lo hizo, un estremecimiento recorrió su rostro.

—La joya de Afrodita —murmuró con voz baja, como un secreto pronunciado al oído del universo.

Sus ojos se agrandaron levemente. Su rostro se tensó, pero no por miedo, sino por reconocimiento. Inclinó su cuerpo hacia adelante y tomó con cuidado mi mano, sus dedos fríos y largos tocando el borde del brazalete. Cerró los ojos unos segundos, susurrando palabras en un idioma que no reconocí, como un mantra antiguo.

—¿Qué es? ¿Lo conoces? —pregunté con urgencia, notando cómo mi corazón latía con fuerza.

—No se trata solo de un artefacto mágico. Esto es un relicario de poder. Un objeto sagrado… o profano, según cómo se use —dijo sin soltar mi muñeca—. La Joya de Afrodita. Antigua, olvidada por siglos. Vinculada a ritos de fertilidad, de deseo, de entrega. Nadie la lleva sin pagar un precio.

Tragué saliva, inquieta. Perla abrió los ojos y los posó en mí, esta vez con una seriedad implacable.

—Y tú… ya comenzaste a pagar.

Perla mantenía mis manos entre las suyas, su mirada fija en el brazalete mientras hablaba con una voz baja pero firme, como si cada palabra que pronunciaba tuviera un peso antiguo.

—Hace siglos… —comenzó, su tono casi hipnótico— una reina de un reino lejano, de belleza imponente pero corazón roto, clamó desesperadamente por un hijo. Era estéril, y su linaje peligraba. A escondidas, acudió a una bruja errante… una mujer temida por todos, maestra de los encantamientos prohibidos. La bruja aceptó ayudarla… pero no sin advertencias.

Me incliné hacia ella, sintiendo cómo la piel de mi nuca se erizaba al escuchar la historia.

—La joya fue forjada bajo la luna roja, bañada en sangre de cabra negra, e invocando a los espíritus del deseo… —continuó Perla—. No era una simple bendición. Era una transformación. La Joya de Afrodita dotó a la reina de un cuerpo irresistible, una fertilidad desbordante… y un apetito carnal insaciable. La magia la convirtió en una criatura guiada por instinto, sumisa a los deseos de cualquier macho que la reclamara.

Tragué saliva, sintiendo un escalofrío recorrerme la espalda.

—¿Y… qué le ocurrió? —pregunté, sabiendo la respuesta pero necesitando oírla.

—Perdió su juicio. Perdió su trono. Perdió su voluntad. Su cuerpo la traicionaba una y otra vez. No podía resistirse. Su deseo la dominaba. Se entregaba sin importar quién fuese: nobles, soldados, sirvientes. La joya maldita se alimentaba de cada encuentro, de cada gemido, de cada semen derramado en ella. Era insaciable. Y sigue siéndolo —dijo, soltando mi mano finalmente.

Me miró directo a los ojos.

—Si la llevas contigo, te irá consumiendo. Tu cuerpo ya está cambiando, pero no es lo único. Tu mente… también. El deseo no es tuyo. Es de ella. La joya te transforma, por dentro y por fuera. Hasta que no quede nada de José… y todo sea Josefina.

Me quedé en silencio, sintiendo mi corazón latir desbocado en el pecho. La maldición era real. Y ya había empezado a hacerme suya.

Perla asintió lentamente, como si ya esperara que hiciera esa pregunta. Su expresión se volvió aún más sombría, y su voz descendió a un susurro cargado de significado:

—La reina… terminó siendo arrastrada fuera de su castillo. Su propio pueblo la repudió por las orgías públicas, por las veces que la vieron arrastrarse detrás de cualquier hombre con olor a sudor y violencia. Pero la joya no la dejó morir como una simple exiliada…

Se inclinó hacia mí, sus ojos oscuros brillando con una intensidad escalofriante.

—Durante uno de sus vagabundeos, fue hallada por una banda de saqueadores del norte. Hombres crueles, bestiales, sin ley. Ella… la reina, no luchó. Al ver al líder —un hombre enorme, con cicatrices en el rostro y olor a hierro y tierra—, la joya la hizo rendirse. Su cuerpo se humedeció al instante. Cayó de rodillas y se ofreció. No con palabras… sino con su mirada, con su aroma, con su carne.

Sentí un calor vergonzoso en mis mejillas, como si una parte de mí conociera esa humillación.

—El jefe la tomó esa misma noche. Frente a sus hombres. Ella gritaba de placer, como si fuese la gloria. Desde entonces, fue suya. Lo seguía como una perra fiel. Dormía a sus pies, esperaba ser montada cuando él lo deseara. No era una reina, no era una mujer… era su hembra.

Perla cerró los ojos un momento.

—Y la joya… se alimentaba. Cada noche. Cada orgasmo la hacía más poderosa. Hasta que el cuerpo de la reina fue sólo un canal para su voluntad. No se sabe cómo murió. Algunos dicen que su alma se fundió con la joya, y que ahora busca nuevas anfitrionas.

Me llevé una mano al pecho. Sentía mi respiración agitada. La joya… estaba sedienta. Y yo… ya había empezado a ceder.

Perla me miraba con seriedad, sus manos aún sujetaban las mías con firmeza, como si intentara transmitirme algo más que simples palabras.

—Esa joya… no sólo te transforma por fuera, Josefina. Está rehaciendo tu cuerpo desde adentro. Eres una mujer completamente fértil, en todo momento. Por eso no menstruas. Tu útero no descansa, está en constante ovulación, listo para concebir —dijo con una mezcla de compasión y preocupación—. Esa es parte del hechizo. Tu cuerpo siempre está llamando al macho, siempre… deseando ser llenado.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Era como si todo tuviera sentido de pronto: la humedad constante entre mis piernas, las oleadas de deseo, lo difícil que era pensar con claridad cuando me encontraba cerca de un hombre dominante.

—Menos mal que usaron condón… —musité, más para mí que para ella.

Perla asintió.

—Sí… aún estás a tiempo. Aún puedes evitar que la joya te consuma del todo. Pero debes parar ahora mismo. Nada de sexo, ni caricias, ni toques. La joya se alimenta de eso. Cada orgasmo, cada gemido de placer, la hace más fuerte, y a ti… más esclava de tu cuerpo.

Me estremecí.

—¿Y si lo logro… si dejo de ceder?

—Si logras abstenerte lo suficiente, si tu voluntad logra resistir el llamado de la carne, la joya empezará a debilitarse. Se volverá inestable… y cuando llegue el momento justo, podré ayudarte a extraerla.

—¿Y cuánto tiempo tomará?

Perla no respondió de inmediato. Su rostro se volvió sombrío.

—Depende. De ti. De cuánto te hayas entregado ya. De cuán fuerte sea tu deseo. Esta no será una batalla contra una joya, Josefina… será una batalla contra ti misma. Contra la mujer que ahora habita tu carne.

Yo bajé la mirada. Lo peor… es que no sabía si podía ganarla.

Ella dijo que me ayudaría con un poco de relajación y meditación. Me condujo hasta un cuarto aledaño.

El cuarto estaba tibio y perfumado por un incienso suave y un difusor humeante de hojas de romero y salvia. Las paredes, forradas con telas verdes y ocre, desprendían un aire de santuario antiguo. En el centro, una camilla acolchada con lino crudo parecía invitar a dejar caer todas las barreras.

Perla tomó mis manos y, con voz suave pero firme, ordenó:

—Quítate la ropa. —Su tono no admitía dudas.

El corazón me latía acelerado mientras me despojaba de la blusa abotonada, despacio, sintiendo cómo mis pezones se endurecían al deslizar la tela. Dejé caer el pantalón sobre mis zapatillas, y luego el sostén, liberando mis pechos altos y redondos al aire. Un escalofrío me recorrió al quitarme la tanga; era como renunciar a mi última defensa. Allí, completamente desnuda, mi piel se erizaba ante la atención de Perla.

—Sube a la camilla —me indicó—. Túmbate boca arriba.

Seguí sus palabras y me acosté, notando el tacto fresco del lino contra mis muslos y mi vientre. Extendí los brazos a los lados, despidiendo tensión, y cerré los ojos por un instante. El olor a hierbas inundaba mis fosas nasales, como si quisieran purificar cada célula.

Perla encendió unas varillas de palo santo, y el humo comenzó a bailar sobre mi torso. Con un pincel de cerdas suaves, impregnadas en un aceite dorado de lavanda y manzanilla, me trazó líneas desde mis tobillos hasta mis rodillas, del pubis al ombligo, y luego recorrió mis costados hasta el cuello. Cada brochazo dejaba un calor sutil bajo la piel, como un dedo que dibujara caricias.

Esto ayudará a conectar tu cuerpo con tu alma, había dicho. Y, mientras el aceite se absorbía, sentía cómo mis poros se abrían, recibiendo esa medicina herbal.

Perla colocó una mano sobre mi pecho izquierdo, presionando con firmeza. Cerré los ojos, dejando que su energía fluyera. Pude sentir un latido—no solo el de mi corazón, sino uno más profundo, como un tambor que resonaba en el vientre. Su otra mano rozó mi frente, bajó por mi mejilla, y luego pausó justos centímetros sobre mi clítoris, sin tocar, pero con un calor tan intenso que mi entrepierna se humedeció al instante.

—Respira lenta y profundamente —susurró—. Deja que el humo y el aceite limpien tu mente...

Obedecí, inhalando el aroma terroso, exhalando mis miedos y mi culpa. Con cada respiración, notaba una ligereza inusual: mis hombros cedían, mi abdomen dejaba de apretarse, y en su lugar, brotaba una calma nítida.

El pincel volvió a aparecer, esta vez con agua de rosas, salpicando gotas diminutas sobre mi pecho. Cada gota era un pequeño choque fresco que me recordaba mi vulnerabilidad. Mi piel bebía cada esencia; mi mente, absorta en las corrientes de placer latente.

Perla se inclinó y, con voz tenue, me preguntó:

—¿Sientes tu cuerpo pidiendo más… o ya te escuchas a ti misma?

Mi respuesta fue un suspiro largo, casi inaudible, pero lleno de aceptación: sabía que, por primera vez desde la llegada de aquella joya, era yo quien respiraba, no solo mi carne. Me sentía extrañamente dueña de mis sentidos, aun cuando mi cuerpo ardiera con vida nueva.

Me dijo que me quedara ahí recostada, hasta que sintiera que mi cuerpo se conectara con mi mente.

El aire en la sala se volvió espeso, como si todo se hubiese detenido. Aunque estaba recostada sobre la camilla, en ese instante me vi de pie, rodeada de oscuridad, envuelta en una niebla cálida y silenciosa.

Frente a mí, apareció una figura que me hizo retroceder un paso. Era... yo. Mi cuerpo. Pero no del todo. Sus ojos brillaban con un fulgor carmesí tenue, su sonrisa era burlona, casi lasciva. Sus gestos, arrogantes. Desnuda, con esa misma sensualidad que parecía haberse vuelto natural desde que me transformé. Pero había algo más. Algo antinatural. La piel le brillaba, los movimientos eran felinos, provocativos. No era un espejo: era el espíritu de la joya. Encarnado en mi cuerpo.

—Hola, preciosa —dijo mi reflejo con voz aterciopelada, sensual, burlona—. Qué gusto verte... al fin, cara a cara.

Tragué saliva. Sentía que el aire quemaba en los pulmones.

—¿Quién... eres tú?

La figura rió con una musicalidad perversa. Su risa resonaba por todo ese vacío, como si retumbara dentro de mí.

—Soy tú, cariño. O mejor dicho... soy lo que siempre llevaste dentro. Solo que gracias a esta maravillosa joya —alzó la mano, la misma con el brazalete maldito—, ahora puedo expresarme sin restricciones.

Dio un paso hacia mí, moviéndose con una sensualidad descarada.

—Te ves tan deliciosa cuando te entregas, Josefina. Tan vulnerable, tan ardiente. Tus gemidos, tus temblores, tus orgasmos... son manjares para mí. Me alimentas cada vez que un macho se impone sobre ti. ¿Lo sientes, verdad? ¿Cómo vibra tu cuerpo? ¿Cómo suplica?

Intenté retroceder, pero mis piernas estaban rígidas. Mis labios temblaban.

—No... no quiero esto. Yo no soy así. Solo quiero... recuperar mi cuerpo. Volver a ser normal.

Ella soltó una carcajada más cruel.

—¿Normal? ¿Volver a ser ese pobre inútil frustrado que ni las miradas recibía? No, mi amor. Tú me despertaste. Tú me llamaste. Y yo... yo he gozado contigo como nunca. Julián, Jean... ¿a quién engañas? No fue sólo placer físico, fue éxtasis. Y cada vez que te estremeces por dentro, yo me hago más fuerte. Esta joya me pertenece, pero tu cuerpo... ya casi también.

La figura comenzó a rodearme como un depredador a su presa. Podía sentir el calor que irradiaba, el mismo que invadía mi vientre cuando perdía el control.

—¿Sabes por qué no puedes resistirte? Porque te gusta. Porque tu alma ya ha probado lo que es ser deseada, poseída... y ya no quiere dejarlo.

Se detuvo delante de mí, sus ojos brillando intensamente.

—Podrás luchar, si quieres. Puedes correr, llorar... buscar médiums y rezar a dioses olvidados. Pero mientras sigas mojándote por un hombre dominante... mientras sigas rogando por más en el fondo de tu ser... yo seguiré aquí. Y muy pronto...

Me acarició la mejilla con la punta de los dedos, como si quisiera reconfortarme con perversidad.

—...muy pronto, ya no tendrás que preocuparte más. Porque yo seré tú. Por completo.

Y en ese momento, la oscuridad se cerró como una ola sobre mí. Un zumbido intenso me perforó los oídos, y todo se desvaneció en un torbellino rojo. Mi piel ardía.

Entonces, desperté.

Estaba de nuevo en la camilla. Sudada. El aceite en mi piel parecía haberse evaporado. Mi respiración era rápida, mis muslos húmedos.

La puerta se abrió lentamente. Perla volvió a entrar, con una mirada seria, como si supiera lo que había pasado.

—La sentiste, ¿cierto?

Asentí, temblando.

Ella me observó, grave.

—La joya no quiere soltarte. Pero aún no es tarde. Necesitarás fuerza. Mucha. Porque desde hoy... comienza la verdadera guerra. Y es dentro de ti.

Me puse de pie de inmediato.

Perla me observó con una mezcla de compasión y gravedad mientras me incorporaba con lentitud. Sentía el aceite aún tibio sobre mi piel, y cada movimiento hacía que mis pechos se agitaran visiblemente, recordándome esa maldita sensibilidad que nunca se apagaba. Instintivamente, los cubrí con mis manos, avergonzada.

—Lo vi… lo vi todo —dije, temblando. Mi voz apenas era un susurro. Evitaba mirarla a los ojos—. Era yo… o algo con mi cara… pero más fuerte, más segura, más… perversa. Me habló como si siempre hubiese estado ahí.

Perla asintió, sin sorprenderse.

—Es el espíritu del deseo, la voluntad antigua que vive en esa joya. Pero se alimenta de lo que ya existe en ti… no te confundas.

La miré con lágrimas en los ojos, tragando saliva.

—Lo peor de todo… es que tenía razón. Disfruté. Disfruté que me montaran. Que me tomaran como a una hembra. Sentí placer… y no era fingido. No puedo dejar de pensar en eso… ni aunque me duela.

Perla se acercó lentamente, tomó una sábana limpia y me cubrió los hombros con delicadeza, como una madre lo haría con una hija herida.

—Aceptar el placer no te hace débil —dijo con voz firme—. Pero la diferencia está en quién lo controla. ¿Tú… o esa fuerza? Porque mientras sea ella quien te guíe hacia el deseo, cada orgasmo será una cadena más.

Yo asentí, sollozando apenas. Me sentía desnuda en cuerpo y alma.

—Entonces... ¿ya no hay forma? ¿Estoy perdida?

—No —respondió con firmeza—. Pero será la lucha más difícil que hayas tenido. Tendrás que aprender a separar el deseo que es tuyo del deseo que ella impone. Tendrás que conocer tu nuevo cuerpo... pero en tus propios términos.

Hizo una pausa, mirándome con una expresión intensa.

—Y hasta entonces, Josefina… deberás mantenerte lejos de cualquier hombre que despierte tu debilidad. Porque no solo te juega en contra la joya… te juega en contra tu historia. Y ellos... lo sabrán.


Asentí con decisión, secándome las lágrimas con el dorso de la mano.

—Seré fuerte, Perla… voy a luchar contra esto —dije con voz temblorosa, pero firme.

Ella no respondió con palabras, solo me miró con una leve sonrisa de respeto. Luego me entregó un pequeño frasco con hierbas secas.

—Prepara esto en infusión antes de dormir. Ayudará a calmar tus impulsos. Pero recuerda, no hay cura mágica. Solo voluntad.

Asentí de nuevo, me vestí en silencio y me acerqué al mostrador. Al ver el monto que me cobraba, tragué saliva. Era una cantidad elevada… demasiado para una simple consulta, pero sabía que no estaba pagando solo por el tiempo. Estaba pagando por una oportunidad.

Entregué el dinero sin decir nada más, y salí del pequeño local.

El aire del callejón era denso, húmedo. Caminé sin mirar atrás, con la bolsa de hierbas en una mano y la otra apretando con fuerza la tela de mis pantalones. Cada paso recordaba que seguía llevando ese maldito cuerpo. Que seguía teniendo ese trasero provocador que robaba miradas. Que seguía sintiendo esa electricidad entre las piernas si algún macho me cruzaba de reojo.

Pero esta vez era distinto. Esta vez sabía que no podía seguir cayendo.

No lo permitiría.

Pasé por una tienda y compré prendas mas holgadas, mi cuerpo provocaba demasiado a los machos y no podía resistirme cuando se me acercaban. Así que lo mejor era camuflarme un poco.

Subí rápido las escaleras, esquivando la mirada lasciva de Jean que, desde la puerta de su departamento, intentó cruzar palabra conmigo.

Esta vez no le di oportunidad. Apreté el paso, sosteniendo la bolsa con las nuevas prendas que acababa de comprar. Apenas crucé el umbral de mi puerta, cerré tras de mí y apoyé la espalda, dejando escapar un suspiro de alivio.

Saqué la ropa del bolso. Por primera vez desde mi transformación, elegí prendas que ocultaran mi figura: pantalones amplios, poleras sin escote, un abrigo largo. Me miré en el espejo; mi silueta seguía llamando la atención, pero al menos ahora no se marcaba cada curva.

Sabía que no podía esconderme para siempre, pero hoy necesitaba protegerme de todo estímulo. Guardé las bolsas, me desvestí y me puse una de las nuevas poleras anchas. El algodón fresco me dio una extraña sensación de seguridad, como si me abrazara.

Me prometí no caer de nuevo. No hoy. No mañana. Ni nunca más.

Apenas apoyé la cabeza en la almohada, me invadió un cansancio tremendo, casi como si la sesión con la médium me hubiese dejado drenada, pero también liviana. El aroma de las hierbas aún flotaba en mi cabello. Cerré los ojos, buscando refugio en el sueño, ansiando unas horas de paz lejos de tentaciones y deseos.

Pero mi subconsciente no me dio tregua.

Me encontré en un espacio extraño, envuelto en una neblina suave, donde todo parecía flotante y distorsionado. Frente a mí apareció una figura—mi reflejo, pero no igual: era mi cuerpo femenino, desnudo y esplendoroso, los cabellos sueltos y las curvas provocativas, los labios carnosos curvados en una sonrisa burlona. Sus ojos brillaban con una malicia juguetona y peligrosa.

—¿Así que ahora quieres ser fuerte? —me dijo, con voz aterciopelada, casi un susurro en mi propio oído—. Mira cómo intentas ocultar lo que eres. ¿De verdad crees que puedes engañarte?

La imagen se paseaba alrededor de mí, moviendo las caderas con ese vaivén imposible de reprimir. Se detuvo, acercó su rostro al mío, tan cerca que pude sentir su aliento—idéntico al mío, pero cargado de deseo y de un poder indomable.

—Te vi con Jean, con Julián… ¿Recuerdas cómo suplicabas más? ¿Cómo te entregabas sin resistencia? No es sólo la joya… es lo que eres ahora. Y te encanta. Me alimento de tus placeres, de tus humillaciones, de cada gemido que sale de tu boca. ¿De verdad piensas que podrás resistirlo?

Intenté gritarle que no era así, que todo era culpa de la joya, que yo quería recuperar mi vida, pero mi voz apenas salía, ahogada por la vergüenza y la culpa.

Ella se echó a reír. Una carcajada suave, cruel, que vibró en mis oídos.

—Sigue intentándolo, Josefina. Al final, volverás a lo que eres: una hembra hecha para el placer. Yo estaré aquí, esperando, riéndome de tus intentos. Y cuando caigas de nuevo, lo sabré primero que tú.

Sentí que la atmósfera se hacía densa, la figura de mi otro yo comenzó a brillar con una luz rojiza, casi hipnótica, como si la joya latiera dentro de su pecho.

Desperté de golpe, el corazón a mil, bañada en sudor frío. Mi respiración era entrecortada y sentía las piernas temblorosas. Miré el reloj: ya debia irme a trabahar.

Me senté en la cama, abrazándome las rodillas, aterrada por la fuerza de mi otro yo y temblando ante la idea de que, quizás, tenía razón.

Me levanté despacio, con la sensación persistente del sueño pesando en mi cabeza y el eco de esa risa burlona todavía retumbando en mis oídos. Me dirigí al baño, me miré unos segundos al espejo y evité detenerme en los detalles de ese cuerpo tentador que, ahora, sentía casi como un disfraz peligroso.

Abrí el closet y, por primera vez desde mi transformación, busqué ropa que ocultara mis curvas en vez de resaltarlas. Elegí unos pantalones holgados de tela gruesa, color azul marino, que caían rectos y no se ceñían a mis caderas ni a mi trasero. Busqué entre las camisas y escogí una blusa blanca, de manga larga, botones pequeños y cuello alto. Me la abotoné hasta arriba, acomodando la tela para que disimulara el volumen de mi pecho lo mejor posible.

Tomé unos zapatos bajos, de cuero sencillo, que no hacían ruido ni resaltaban en absoluto. Me até el cabello en una trenza ajustada, nada de coletas ni cabello suelto. Apliqué sólo un poco de crema en el rostro, evitando el maquillaje; ni rastro de labial, ni brillo en los pómulos. Quería lucir discreta, casi invisible.

Al terminar, me miré de nuevo en el espejo. Mi figura seguía siendo llamativa, las curvas no desaparecían, pero al menos la ropa daba la sensación de modestia, de alguien que no busca atraer miradas ni provocar deseos. Por dentro, el cuerpo seguía vibrando con una energía inquieta, pero mi mente se aferraba a la idea de autocontrol y prudencia.

Tomé un bolso sencillo, guardé mis llaves y el teléfono, y respiré hondo. Sabía que sería difícil pasar inadvertida, que por mucho que intentara esconderme bajo capas de tela y costuras, seguía siendo la misma Josefina. Pero al menos, esa mañana, sentí que era yo quien elegía cómo mostrarse al mundo—y no la joya.

Al cruzar la puerta del restaurante, sentí el aroma familiar del café recién hecho y la mezcla de detergente con pan tostado. El lugar estaba en silencio, a excepción del zumbido leve del refrigerador y el murmullo de los primeros autos afuera. Javiera ya estaba ahí, como siempre. Vestía su uniforme, el cabello recogido en una coleta sencilla, el delantal limpio, y sus movimientos tenían esa soltura alegre que la hacía tan accesible y encantadora.

Al verme entrar, me saludó con una sonrisa amplia, de esas que iluminan la mañana y derriten cualquier amargura.
—¡Buenos días, Josefina! ¿Dormiste bien? —preguntó, mientras alineaba unas tazas en la barra.
—Más o menos, pero aquí estamos —le respondí, esforzándome por mantener un tono normal, aunque por dentro me sentía como si hubiera atravesado una tormenta.

Ella rió suavemente, con esa voz clara y cálida que hacía que todos los clientes le dejaran propina extra.


—Hoy te ves diferente… ¿Te sientes bien? —insistió, acercándose un poco, con esa mirada curiosa y genuina que siempre me desarmaba.

Mientras la observaba, algo se revolvió en mi interior. Era bonita, sencilla, con esa frescura que no necesitaba esfuerzo. Me di cuenta de que, por un momento, mis pensamientos se alejaban de todo el descontrol, del tormento de la joya y el deseo desbordado. Pensé que, si pudiera tener algo con ella, tal vez podría recuperar mi esencia, reconectar con la parte de mí que aún quería sentir algo más puro y familiar. ¿Y si acostarme con una mujer—volver a sentir esa química, ese deseo antiguo y seguro—me ayudaba a recuperar mi hombría, o al menos a luchar contra el hechizo?

La idea fue creciendo dentro de mí, hasta volverse una tentación. Imaginé por un instante cómo sería besarla, sentir su suavidad, dejarme envolver por su aroma dulce y su risa contagiosa. Quizás su compañía podría ser un refugio, un cable a tierra que me ayudara a recordar quién era en realidad, a pesar de este cuerpo, de este deseo que me arrastraba siempre hacia lo prohibido y lo desconocido.

Me acerqué a la barra, ayudándola con los platos. Noté cómo ella, sin malicia, se inclinaba cerca de mí, cómo el roce casual de sus brazos me hacía sentir una calidez distinta—tierna, no brutal ni invasiva.
Por un momento, casi olvido mis miedos. Me animé a bromear con ella, a sonreír de verdad, como si, al menos por esa mañana, el mundo entero se redujera a esa cocina tibia, a los gestos amables y las risas compartidas.
Y sentí que, tal vez, podía ser posible. Que no todo estaba perdido.

Aun así, la duda persistía: ¿de verdad podía desafiar el hechizo, o la joya encontraría la forma de torcer incluso este deseo, de manchar lo que quedaba de mi antiguo yo? Mientras barría el suelo junto a ella, supe que debía intentarlo. Porque aferrarme a lo que era, o a lo que fui, era todo lo que me quedaba.

La idea fue creciendo dentro de mí durante toda la jornada, como una semilla plantada en el pecho que no dejaba de echar raíces. Cada vez que cruzaba la mirada con Javiera, sentía una mezcla de nerviosismo y esperanza, como si la posibilidad de acercarme a ella fuese la última cuerda que me mantenía a salvo de caer en el abismo de la nueva vida que la joya me imponía.

Mientras atendía las mesas, la observaba con disimulo: la manera en que saludaba a los clientes, su sonrisa fácil, la energía ligera con la que se movía de un lado a otro, siempre eficiente, siempre amable. Noté detalles en ella que antes me pasaban desapercibidos—cómo se acomodaba un mechón suelto tras la oreja, la suavidad de sus manos, la sinceridad de su risa.
Me sorprendía a mí misma imaginando escenas en las que le tomaba la mano, le contaba mis secretos, y por un instante, podía sentirme normal, como cualquier chica emocionada ante la expectativa de una cita.

El turno terminó y, mientras guardaba la bandeja, mi corazón latía como si fuera a salirse del pecho. Sabía que tenía que hacerlo, que no podía dejar pasar la oportunidad. Así que, mientras Javiera revisaba las comandas detrás de la barra, respiré hondo, tratando de juntar el coraje suficiente para hablarle.

—Javiera… ¿Tienes planes esta noche? —pregunté, fingiendo una naturalidad que no sentía.
Ella alzó la vista, sorprendida pero sonriente. —No, nada especial, ¿por qué?

Me obligué a mantener la voz firme, aunque por dentro sentía mariposas.
—Pensé… bueno, si quieres podríamos salir. No sé, tomar algo, dar una vuelta… Lo que tú quieras.

Por un instante, el silencio se hizo pesado, pero sus ojos brillaron con un destello juguetón.
—¿En serio? ¡Me encantaría! —respondió con una alegría que me dejó desarmada—. Hace tiempo que no salgo con alguien. ¿A dónde me vas a llevar?

Reí, un poco nerviosa pero aliviada.
—Eso podemos decidirlo juntas —dije, contagiada por su entusiasmo.
—Entonces es una cita —concluyó ella, y me guiñó un ojo de manera coqueta antes de ir a colgar su delantal.

En ese momento, sentí una oleada de emoción infantil mezclada con una felicidad genuina que hacía tiempo no experimentaba. La expectativa de la noche iluminó el resto del día, y hasta los comentarios pesados de los clientes o las miradas insistentes al cuerpo que ahora habitaba, pasaron a un segundo plano.
Por primera vez desde mi transformación, sentí que tenía una posibilidad real de recuperar algo de mi antiguo yo. Tal vez, solo tal vez, estar con Javiera podría traerme de vuelta la paz y el control que tanto ansiaba.

Pasé el resto de la tarde con una sonrisa boba en el rostro, planificando mentalmente mil detalles, pensando en qué ponerme, cómo hablarle, si debía contarle la verdad algún día… Pero, sobre todo, me dejé llevar por la ilusión, esa chispa que ninguna maldición había logrado apagar.

Luego de acabar la jornada, fui a casa.Yo me arregle con pantalones negros, una blusa abotonada y cola de caballo. Fui por ella a su departamento que quedaba cerca del restaurante.

Ella estaba con una falda corta y blusa escotada, su culo firme y redondo se hacía muy apetecible. Ya me imaginaba agarrandolo sin parar.

Me saludó contenta. Pero me dijo que no podia salir así, me agarró de la mano y me llevo dentro.

Sentí un rubor subiendo por mis mejillas cuando me tomó de la mano y me arrastró, con esa alegría despreocupada, hacia el interior de su departamento. El lugar era pequeño, pero acogedor, con paredes de colores cálidos y algunas plantas que daban vida al espacio. Javiera parecía completamente en su elemento, rebuscando en el pequeño clóset mientras yo la observaba, de pie y algo nerviosa junto a la cama.

—¡Nada de ropa holgada para la cita! —exclamó mientras sacaba varios vestidos y los lanzaba sobre la colcha—. Tienes un cuerpo increíble, Josefina. No lo escondas, ¡presúmelo!

Me reí, aunque en el fondo me sentía un poco expuesta, no tenía planeado aquello, pero quizas si le hacia caso, se fijaría más en mí. Aún no lograba acostumbrarme a que otras mujeres vieran mi cuerpo como una fuente de envidia o admiración, y mucho menos a que insistieran en resaltarlo. Ella me acercó un vestido rojo de tirantes, de tela ajustada, que a simple vista supe que marcaría cada una de mis curvas.

—Pruébatelo, anda —insistió, sonriendo de oreja a oreja—. Yo te ayudo con la cremallera.

Me rendí ante su entusiasmo. Me quité la blusa y los pantalones con algo de vergüenza, mientras ella hacía comentarios cómplices sobre lo sexy que me vería. Cuando me ayudó a cerrar el vestido, sentí cómo la tela abrazaba mi figura, marcando mi cintura, levantando el pecho y delineando mis caderas. Me miré en el espejo y apenas me reconocía, pero no podía negar que el resultado era espectacular.

Javiera, feliz, me giró frente a ella y me elogió sin tapujos.

—Te ves divina, Josefina. Esta noche vas a romper corazones —afirmó, dándome una vuelta—. ¿Lista?

Asentí, todavía un poco cohibida, pero contagiada por su energía y complicidad. Esperando que el corazon que rompiera fuera el suyo.

Me senté en la cama mientras Javiera rebuscaba en una caja bajo el clóset y sacaba un par de tacones altísimos, color nude, con tiras delicadas. Me los tendió y yo, sin mucha destreza, me los puse torpemente. Ella soltó una risa dulce y se arrodilló para ayudarme a ajustar las correas, sus dedos cálidos y decididos, como si lo hubiese hecho mil veces. Sentí que mis piernas se alargaban aún más, el vestido rojo ahora parecía aún más ajustado, pegándose a mi piel, marcando sin pudor cada curva exagerada de ese cuerpo nuevo y prestado.

Javiera, con naturalidad, se acercó por detrás y desató mi coleta, dejando caer mi melena rubia sobre los hombros. Me peinó con las manos, jugueteando con los mechones, y luego me hizo girar para mirarme bien de frente. Sus ojos brillaron con picardía y orgullo, como si yo fuera su obra maestra.

—Mira esa cinturita, ese escote, ¡ese culazo! —decía con entusiasmo, rodeandome—. No sé cómo te aguantas usando ropa ancha, si así deberías salir siempre.

Me observé en el espejo, sintiendo una mezcla rara de incomodidad y vanidad. El vestido, tan ceñido, parecía pintado sobre mi piel; las costuras tensas sobre mis caderas y el pecho, marcando cada forma, el escote generoso y la espalda media al aire. Ni una arruga, ni un respiro de holgura: mi cuerpo de hembra, atrapado y enaltecido por esa tela fina y roja. Me sentí una diosa… o una prisionera de mi propio deseo de agradar.

Ella, ajena a mis dilemas, sacó un labial de su bolso y me pintó los labios de un rojo brillante. Luego rió y se miró al espejo conmigo, abrazándome por detrás, tan natural y espontánea que casi sentí envidia.

relato

 —Esta noche nadie va a mirar otra cosa que no seas tú —bromeó, guiñándome el ojo.

Yo intentaba mentalizarme: esto era una cita. Quería conquistarla, besarla, recordar lo que era sentirse deseado por una mujer, como antes. Pero mientras ella saltaba y reía, hablando de chismes, de chicos guapos y de cosas banales, me di cuenta de que, para ella, esto era solo una salida de amigas. Nada más.

Mi corazón se encogió un poco. Todo su cariño era genuino, sí, pero inocente. Me sentía tan expuesta, tan femenina, tan fuera de mi antiguo mundo, y el contraste con mi expectativa de una cita romántica era abismal.

Mientras ella buscaba un perfume y me rociaba sin preguntar, comprendí que yo, atrapada en ese cuerpo perfecto y maldito, no tenía el control de nada: ni de las miradas que robaba, ni del destino de esa noche. Las cosas simplemente fluían, y lo único que podía hacer era seguir el ritmo de esta nueva vida—y de mi nueva mejor amiga.

Acepté con una sonrisa algo forzada cuando Javiera propuso ir a aquel local de moda donde, según ella, tocaba el mejor reggaetón de la ciudad y “se llenaba de papacitos”. La vi brillar de emoción mientras revisaba su bolso, asegurándose de llevar su cédula, brillo labial y un espejito compacto. Yo, resignada, me acomodé el vestido una vez más, sintiendo la presión de la tela sobre mis caderas y la tirantez de los tacones que me prestó. Sabía que aquella noche no sería como la había imaginado, pero ya no podía echarme atrás.

Salimos del departamento tomadas del brazo, riendo y bromeando para distraer los nervios. El aire fresco de la noche me erizó la piel expuesta y noté, mientras caminábamos hacia la avenida, que más de un par de autos bajaban la velocidad para mirarnos, e incluso uno que otro hombre asomaba la cabeza con descaro por la ventana para lanzarnos algún piropo. Javiera respondía con risas y gestos divertidos, como si estuviera en su elemento, y yo solo podía sonreír nerviosa y sonrojarme ante tanta atención.

Al llegar al club, la fila era larguísima, decenas de chicas arregladas y chicos ansiosos esperaban su turno para entrar. Las luces del letrero brillaban sobre nuestras cabezas, iluminando la acera atestada de gente, el sonido grave de la música vibraba en el aire, y el aroma a perfume y alcohol se mezclaba con la brisa.

Javiera, siempre segura de sí misma, tomó la iniciativa y me jaló de la mano. Caminó directo hasta el cadenero, un hombre enorme de brazos tatuados, que apenas vio a Javiera sonrió ampliamente.

—¡Mi niña! ¿Viniste hoy? —le dijo con familiaridad, y ella, coqueta, le lanzó un beso en el aire.

—Y hoy traigo a mi amiga nueva —anunció, mostrándome con un gesto teatral.

El cadenero me lanzó una mirada de arriba abajo, deteniéndose un segundo de más en mi escote y mis piernas, para después guiñarle un ojo a Javiera.

—Ustedes pasan siempre —sentenció, corriéndose a un lado y soltando la cinta que delimitaba la entrada.

Las chicas en la fila nos miraron con una mezcla de envidia y admiración. Algunos tipos soltaron algún comentario, y hasta escuché a una chica murmurar lo injusto que era que las “trolas” nunca esperaran su turno.

Yo solo quería atravesar la entrada rápido. Sentía el corazón a mil, el aire cargado de expectativas, los tacones haciendo clic sobre el piso. Caminamos erguidas, como si fuésemos celebridades, y cruzamos la puerta entre el destello de las luces violetas y el golpe sordo de la música, que retumbaba en las paredes y en mi pecho.

Adentro, todo era movimiento y ruido: luces girando, barras llenas, la pista repleta de cuerpos que bailaban pegados. El perfume dulce, el sudor, el calor… todo me hacía sentir más viva, más nerviosa, más mujer que nunca. Javiera me sonrió, dándome un pequeño codazo, como si me estuviera presentando oficialmente a ese mundo nuevo.

—Esta noche va a estar brutal —me gritó al oído por encima de la música—. ¡Relájate y disfruta!

Sonreí, tragando saliva y tratando de convencerme a mí misma de que podía hacerlo. Aunque por dentro sentía que todo, absolutamente todo, se me estaba escapando de las manos.

La noche recién comenzaba y ya el local vibraba con el ritmo frenético del reggaetón y la euforia de los asistentes. Apenas habíamos llegado a la barra cuando dos chicos, bastante entonados y vestidos con camisas abiertas y cadenas, se acercaron sin perder tiempo. Uno de ellos, más alto y seguro, levantó la mano para llamar la atención del barman y pidió dos mojitos dobles, “bien fríos, para las más guapas de la pista”, dijo mirándonos con descaro.

Javiera soltó una carcajada y le siguió la corriente de inmediato, lanzándome una mirada traviesa, cómplice, como si estuviera en su salsa y disfrutando cada segundo de ser el centro de atención. Yo, entre la música y el alcohol, empecé a soltarme también, tomando el vaso frío entre las manos y sintiendo cómo el trago dulce y refrescante me quemaba la garganta. Me reí junto a ella, me sentí ligera, como si nada pudiera salir mal.

Poco después, Javiera me jaló otra vez, animada, y nos llevó directo a la pista. Las luces estroboscópicas hacían brillar nuestras pieles sudorosas, la música era una corriente eléctrica que me recorría la columna y hacía vibrar mis caderas. Ella se movía como pez en el agua, su falda corta girando, el cabello suelto enmarcando su rostro. Me animé a seguirle el ritmo, sacudiendo mis caderas, sonriendo, sintiendo por un instante que bailábamos solo las dos, conectadas y riendo en complicidad, como si todo lo demás se hubiera borrado.

Por un segundo, creí que era mi momento. Le puse las manos en la cintura, ambas bailando juntas, pegadas, con la multitud a nuestro alrededor. Mi corazón latía rápido, mi respiración se mezclaba con los beats de la canción y la adrenalina de atreverme a acercarme a ella. El vestido ceñido me hacía sentir expuesta, se sentía bien apegar mis pechos a los suyos. Nos mirabamos fijamente.

Pero esa ilusión se rompió de golpe cuando uno de los chicos, el alto, se acercó con decisión y empezó a perrear con Javiera, que lo recibió riendo y bailando aún más provocativamente. Ella parecía disfrutar la atención, moviéndose de espaldas a él, entre risas y miradas coquetas. Casi de inmediato, otro chico se puso detrás de mí. Sentí su presencia demasiado cerca, otra vez se me escapaba Javiera. Bo pude evitar sentirme incómoda y un poco triste. No era lo que quería.

Me aparté con una sonrisa forzada, haciendo un gesto como de “voy al baño”, y atravesé la pista entre los cuerpos apretados y los destellos de las luces. Caminé hacia la barra, todavía sintiendo la presión del chico detrás de mí y la risa de Javiera mezclándose con la música.

Me senté en un taburete vacío, crucé las piernas y solté un suspiro largo, frustrado, mirando mi reflejo en el espejo tras la barra. El maquillaje impecable, el vestido ajustado, la figura escandalosamente atractiva… pero por dentro me sentía fuera de lugar, desplazada, como si estuviera viviendo la vida de otra persona.

Miré mi vaso medio vacío y lo apuré de un trago, dejando que el frío y el alcohol me calmaran un poco. Veía a Javiera en la pista, rodeada de chicos, riendo, bailando y disfrutando como si nada. Por más que lo intentara, yo no era lo que ella quería, mo era un macho. Ni siquiera estaba segura de quién era realmente. Me pasé una mano por el cabello, soltando un suspiro y sintiéndome perdida, deseando, por un momento, poder volver a mi antigua vida, aunque solo fuera por una noche.

Apoyé los codos en la barra, apretando el vaso frío entre mis manos, sintiendo cómo el hielo comenzaba a derretirse. De reojo, la observaba moverse con soltura, la falda girando, las carcajadas y miradas que regalaba a esos tipos, como si fueran viejos conocidos. Sentía un nudo en el estómago: quería que esa energía, esa alegría, esa atención que les daba a ellos, fuera para mí.

Me quedé allí, dando pequeños sorbos al mojito, notando el dulzor artificial y el ardor del ron bajando por mi garganta. Desde mi rincón, me costaba aceptar la realidad: ya no era el amigo, el compañero; ahora era una chica más en el local, atrapada en un cuerpo que desbordaba feminidad y llamaba la atención de todos menos de quien yo más deseaba.

1 comentarios - De hombre simplón a hembrón de fantasía (Quinta parte)

Peti00 -1
Jajajajajaa que ganas de subir idioteces