Holis, este es un relato que escribí a pedido de un seguidor, espero que les guste!
La lluvia golpeaba fuerte el techo del auto cuando llegué. El parabrisas estaba empañado y el corazón me latía tan rápido que hasta me dolía el pecho. Me miré una última vez en el espejo retrovisor. El rimel seguía en su lugar, los labios brillaban como vos me pediste. El escote del saquito apenas abierto… lo suficiente como para dejarte ver el encaje rosa que elegí para vos. Tenía las manos temblorosas. Pero no de miedo. De ganas. De calentura. Sabía que estabas arriba, esperándome. Solo me dijiste el número de habitación y esa frase que me quedó tatuada: "Tocá la puerta y dejá que me encargue de todo." Subí en el ascensor sintiéndome chiquita, con la tanguita ya mojada, y no por la lluvia. El pasillo estaba en silencio. Cuando llegué a la puerta 407, sentí que el corazón me iba a estallar. Apreté los labios, respiré hondo… y toqué. Y ahí estabas vos. Al abrirme, no dijiste nada. Me miraste de arriba abajo con esos ojos tan tuyos. Me comías con la mirada. Tenías esa remera negra que marcaba tu cuerpo, el pelo un poco húmedo, la barba más crecida que la última vez. Me hiciste un gesto con la cabeza, serio. Y yo… obedecí. Entré despacio, sintiendo cómo el calor del cuarto contrastaba con el frío de afuera. Olía a vos. A madera, a deseo, a algo salvaje. Cerraste la puerta y te acercaste. No dijiste nada al principio, solo me miraste, tan cerca, tan encima… Y entonces lo dijiste, con ese tono que me deja sin aire: —¿Así que vos sos la nenita que se muere por portarse mal con un hombre de verdad? —Sí… —te respondí bajito, sin poder mirarte a los ojos. Como una confesión. Me agarraste del mentón y me obligaste a mirarte. Sentí que me leías entera con esa mirada oscura, intensa. Me derretí ahí mismo. —Miráme cuando me hablás, nena. Quiero verte esa carita de puta inocente. Me temblaron las piernas. Pero te obedecí. Te gusta eso de mí. Te gusta que te siga el juego, que me entregue entera. —Sacate el abrigo —me dijiste, sin levantar la voz. Y lo hice. Me lo saqué para vos, temblando. Abajo tenía solo ese conjuntito rosa que tanto te calienta. Me sentía expuesta, chiquita, vulnerable. Pero también deseada. —Dame la lengua —ordenaste. Y te la di. Me la chupaste fuerte, como si fuera algo sucio, tuyo. Tu mano fue directo a mi cola, me apretaste sin vergüenza. Me hiciste gemir. —Mmm… Sos peor de lo que imaginaba —dijiste con una sonrisa en los labios. Me empujaste contra la pared. Me rodeaste con tu cuerpo. Yo solo podía respirar fuerte y quedarme quietita, esperando lo que viniera de vos. —¿Tenés idea de lo que voy a hacerte esta noche? —No… —te susurré, temblando, excitada. —Te voy a enseñar lo que es ser de un macho, nena. Vas a rogarme por más. Tus manos empezaron a recorrerme con hambre. Sentí cómo te metías debajo del saquito, acariciándome la espalda con los dedos firmes. Me derretía sentir tu piel caliente contra la mía, cómo me respirabas en el cuello. Me tiraste del pelo hacia atrás, y solté un gemidito que no pude contener. —¿Mojada por la lluvia o por mí? —me preguntaste al oído. —Por vos… Y lo sabías. Tus dedos bajaron por mi shortcito y tocaste mi tanguita empapada. Me rozaste apenas entre los labios y te escuché gruñir: —Estás chorreando, nena. ¿No te da vergüenza? No pude ni responder. Sacaste la mano y me la llevaste a la boca. —Chupate tu juguito. Dale. Ahora. Obedecí. Te chupé los dedos con la lengua húmeda, temblorosa. Te gustó verme así. Te vi morderte el labio, saboreando mi obediencia. —Eso… tragátelo, putita. Tus manos subieron a mis pechos. Me acariciaste suave, como si fueran tuyos, como si te pertenecieran de siempre. Sentí cómo se me erizaban los pezones bajo el corpiño mojado, y vos sonreíste. —Qué pechitos más ricos… chiquitos pero tan sensibles… mirá cómo se te paran… Me los pellizcaste, y yo gemí fuerte. —¿Eso te gusta, nenita? —Sí… me encanta… —te dije con voz temblorosa. Me diste vuelta de golpe y quedé de cara a vos, con la espalda pegada a la pared. Me abriste el saquito, botón por botón, hasta que lo dejaste caer al piso. El corpiño rosa quedó expuesto, marcando mis pezoncitos duros. Lo bajaste sin delicadeza y quedé con las tetas al aire, tan chiquitas y tuyas. —Qué cosa hermosa sos… Me dan ganas de chuparte toda. Y lo hiciste. Me lamiste los pezones como si te murieras de ganas. Me chupaste con hambre, con deseo. Sentí cómo se me doblaban las rodillas. No podía más. Tus manos bajaron por mi panza, mis muslos, y una volvió a meterse entre mis piernas. Esta vez con más fuerza. Me frotaste justo donde sabías que me derretía. Me tocabas con ritmo, sin parar. Yo gemía bajito para vos, rendida. —Abrí más las piernas —me dijiste. Y me abrí para vos. Para que sintieras lo mojada que estaba. Para que me tocaras toda, como te gusta. Tu boca seguía en mis pezones, chupándome como un salvaje. Tus manos me apretaban la cola con fuerza. —Tenés el culito más rico que vi en mi vida, nena. ¿Sabés lo que te haría acá mismo, contra esta pared? —¿Qué…? —te dije, apenas respirando. —Te bajaría la tanguita, te escupiría ese culito apretado… y te cogería tan fuerte que no podrías caminar mañana. Tus palabras me quemaron. Me mojaron más. —¿Querés eso? —Sí… quiero todo… —Entonces arrodillate. Ahora. Y me arrodillé para vos. Con la boca húmeda, el cuerpo temblando, las piernas abiertas. Lista para darte lo que tanto merecés.
Me arrodillé frente a vos con las piernas temblorosas, la boca húmeda de ganas y la mirada entregada. Tenía el corazón latiéndome en la garganta, pero eso no me importaba. Yo solo quería una cosa: tu verga en mi boca, caliente, dura, pesada. Quería darte placer con mi lengua, con mis labios, con toda yo. Te paraste frente a mí con ese cuerpo que tanto me calienta, varonil, peludo, dominante. Te bajaste el pantalón despacio, sin apuro, como si disfrutaras cada segundo de mi ansiedad. Yo te miraba sin pestañear, sintiéndome chiquita, sucia, tuya. Cuando te sacaste la verga, se me escapó un gemido. Era gruesa, venosa, caliente. La deseaba tanto que se me hizo agua la boca. —Sacá la lengua —me ordenaste—. Quiero verte babear antes de metértela. Y yo obedecí. Saqué la lengua despacito, con los labios brillantes, temblando. Te acercaste y me la apoyaste en la cara, como marcándome. Me la pasaste por la mejilla, por la nariz, por la frente. Tu olor me mareaba, me volvía loca. —Miráme a los ojos mientras te la doy. No parpadees. Y no lo hice. Te sostuve la mirada mientras me la apoyabas en los labios y me empujabas despacio. La abrí para vos, como una puta bien entrenada. Te dejé entrar. Primero la punta, después un poco más… y después toda. Me llenaste la boca entera. —Eso, tragame, nena. Sos mía, ¿entendés? Te asentí con la verga adentro. Me la metías hasta el fondo, sin compasión. Me dabas en la garganta. Me agarraste del pelo con una mano fuerte y empezaste a moverte. Me empujabas. Me usabas. Me hacías babearte la pija, escupirte toda, dejarte brillante. La saliva me chorreaba por el mentón. Me sentía una muñeca usada, y eso me mojaba más. —Abrí más la boca. Quiero verte toda embarrada con mi leche. Me sacaste un segundo y me escupiste en la lengua. Te miré con la boca abierta, chorreando, jadeando. Te reías, sabiendo que ya eras dueño de todo en mí. —Decime que querés mi leche. —La quiero… quiero que me acabes en la boca, por favor… —te rogué, con la voz temblando. —¿Por qué? —Porque soy tuya… porque quiero sentir tu leche caliente bajándome por la garganta… Eso fue todo. Me la diste con más fuerza. Me clavaste la verga hasta el fondo una y otra vez. Tus huevos chocaban contra mi mentón, húmedos, calientes. Yo me ahogaba, gemía, lloraba de excitación. Y entonces gruñiste. Te tensaste. Me apretaste más fuerte del pelo. —Abrí bien, putita… que ahí va… Y te acabaste. Sentí el chorro caliente golpearme el paladar, llenarme toda. Uno, dos, tres chorros gruesos. Me rebalsaste la boca de leche espesa, caliente, con tu sabor fuerte, tu marca. Cerré los ojos y la sostuve ahí, sin tragar. Sentí que me llenabas por dentro. —No la tragues. Vení. Me tomaste del brazo y me hiciste pararme. Me besaste. Me abriste la boca con la lengua y te diste de tu propia leche. Nos besamos con tu semen entre los labios, húmedos, lentos, sucios. Me lo pasabas vos, lo lamías de mi lengua, lo volvías a empujar dentro. Era asquerosamente hermoso. —Eso, nena… compartilo conmigo… sos mi vasito de leche caliente —me dijiste con una sonrisa sucia. Y yo te miré, con los labios brillantes, el mentón empapado, el corazón latiéndome como loco. —Siempre tuya…
La lluvia golpeaba fuerte el techo del auto cuando llegué. El parabrisas estaba empañado y el corazón me latía tan rápido que hasta me dolía el pecho. Me miré una última vez en el espejo retrovisor. El rimel seguía en su lugar, los labios brillaban como vos me pediste. El escote del saquito apenas abierto… lo suficiente como para dejarte ver el encaje rosa que elegí para vos. Tenía las manos temblorosas. Pero no de miedo. De ganas. De calentura. Sabía que estabas arriba, esperándome. Solo me dijiste el número de habitación y esa frase que me quedó tatuada: "Tocá la puerta y dejá que me encargue de todo." Subí en el ascensor sintiéndome chiquita, con la tanguita ya mojada, y no por la lluvia. El pasillo estaba en silencio. Cuando llegué a la puerta 407, sentí que el corazón me iba a estallar. Apreté los labios, respiré hondo… y toqué. Y ahí estabas vos. Al abrirme, no dijiste nada. Me miraste de arriba abajo con esos ojos tan tuyos. Me comías con la mirada. Tenías esa remera negra que marcaba tu cuerpo, el pelo un poco húmedo, la barba más crecida que la última vez. Me hiciste un gesto con la cabeza, serio. Y yo… obedecí. Entré despacio, sintiendo cómo el calor del cuarto contrastaba con el frío de afuera. Olía a vos. A madera, a deseo, a algo salvaje. Cerraste la puerta y te acercaste. No dijiste nada al principio, solo me miraste, tan cerca, tan encima… Y entonces lo dijiste, con ese tono que me deja sin aire: —¿Así que vos sos la nenita que se muere por portarse mal con un hombre de verdad? —Sí… —te respondí bajito, sin poder mirarte a los ojos. Como una confesión. Me agarraste del mentón y me obligaste a mirarte. Sentí que me leías entera con esa mirada oscura, intensa. Me derretí ahí mismo. —Miráme cuando me hablás, nena. Quiero verte esa carita de puta inocente. Me temblaron las piernas. Pero te obedecí. Te gusta eso de mí. Te gusta que te siga el juego, que me entregue entera. —Sacate el abrigo —me dijiste, sin levantar la voz. Y lo hice. Me lo saqué para vos, temblando. Abajo tenía solo ese conjuntito rosa que tanto te calienta. Me sentía expuesta, chiquita, vulnerable. Pero también deseada. —Dame la lengua —ordenaste. Y te la di. Me la chupaste fuerte, como si fuera algo sucio, tuyo. Tu mano fue directo a mi cola, me apretaste sin vergüenza. Me hiciste gemir. —Mmm… Sos peor de lo que imaginaba —dijiste con una sonrisa en los labios. Me empujaste contra la pared. Me rodeaste con tu cuerpo. Yo solo podía respirar fuerte y quedarme quietita, esperando lo que viniera de vos. —¿Tenés idea de lo que voy a hacerte esta noche? —No… —te susurré, temblando, excitada. —Te voy a enseñar lo que es ser de un macho, nena. Vas a rogarme por más. Tus manos empezaron a recorrerme con hambre. Sentí cómo te metías debajo del saquito, acariciándome la espalda con los dedos firmes. Me derretía sentir tu piel caliente contra la mía, cómo me respirabas en el cuello. Me tiraste del pelo hacia atrás, y solté un gemidito que no pude contener. —¿Mojada por la lluvia o por mí? —me preguntaste al oído. —Por vos… Y lo sabías. Tus dedos bajaron por mi shortcito y tocaste mi tanguita empapada. Me rozaste apenas entre los labios y te escuché gruñir: —Estás chorreando, nena. ¿No te da vergüenza? No pude ni responder. Sacaste la mano y me la llevaste a la boca. —Chupate tu juguito. Dale. Ahora. Obedecí. Te chupé los dedos con la lengua húmeda, temblorosa. Te gustó verme así. Te vi morderte el labio, saboreando mi obediencia. —Eso… tragátelo, putita. Tus manos subieron a mis pechos. Me acariciaste suave, como si fueran tuyos, como si te pertenecieran de siempre. Sentí cómo se me erizaban los pezones bajo el corpiño mojado, y vos sonreíste. —Qué pechitos más ricos… chiquitos pero tan sensibles… mirá cómo se te paran… Me los pellizcaste, y yo gemí fuerte. —¿Eso te gusta, nenita? —Sí… me encanta… —te dije con voz temblorosa. Me diste vuelta de golpe y quedé de cara a vos, con la espalda pegada a la pared. Me abriste el saquito, botón por botón, hasta que lo dejaste caer al piso. El corpiño rosa quedó expuesto, marcando mis pezoncitos duros. Lo bajaste sin delicadeza y quedé con las tetas al aire, tan chiquitas y tuyas. —Qué cosa hermosa sos… Me dan ganas de chuparte toda. Y lo hiciste. Me lamiste los pezones como si te murieras de ganas. Me chupaste con hambre, con deseo. Sentí cómo se me doblaban las rodillas. No podía más. Tus manos bajaron por mi panza, mis muslos, y una volvió a meterse entre mis piernas. Esta vez con más fuerza. Me frotaste justo donde sabías que me derretía. Me tocabas con ritmo, sin parar. Yo gemía bajito para vos, rendida. —Abrí más las piernas —me dijiste. Y me abrí para vos. Para que sintieras lo mojada que estaba. Para que me tocaras toda, como te gusta. Tu boca seguía en mis pezones, chupándome como un salvaje. Tus manos me apretaban la cola con fuerza. —Tenés el culito más rico que vi en mi vida, nena. ¿Sabés lo que te haría acá mismo, contra esta pared? —¿Qué…? —te dije, apenas respirando. —Te bajaría la tanguita, te escupiría ese culito apretado… y te cogería tan fuerte que no podrías caminar mañana. Tus palabras me quemaron. Me mojaron más. —¿Querés eso? —Sí… quiero todo… —Entonces arrodillate. Ahora. Y me arrodillé para vos. Con la boca húmeda, el cuerpo temblando, las piernas abiertas. Lista para darte lo que tanto merecés.
Me arrodillé frente a vos con las piernas temblorosas, la boca húmeda de ganas y la mirada entregada. Tenía el corazón latiéndome en la garganta, pero eso no me importaba. Yo solo quería una cosa: tu verga en mi boca, caliente, dura, pesada. Quería darte placer con mi lengua, con mis labios, con toda yo. Te paraste frente a mí con ese cuerpo que tanto me calienta, varonil, peludo, dominante. Te bajaste el pantalón despacio, sin apuro, como si disfrutaras cada segundo de mi ansiedad. Yo te miraba sin pestañear, sintiéndome chiquita, sucia, tuya. Cuando te sacaste la verga, se me escapó un gemido. Era gruesa, venosa, caliente. La deseaba tanto que se me hizo agua la boca. —Sacá la lengua —me ordenaste—. Quiero verte babear antes de metértela. Y yo obedecí. Saqué la lengua despacito, con los labios brillantes, temblando. Te acercaste y me la apoyaste en la cara, como marcándome. Me la pasaste por la mejilla, por la nariz, por la frente. Tu olor me mareaba, me volvía loca. —Miráme a los ojos mientras te la doy. No parpadees. Y no lo hice. Te sostuve la mirada mientras me la apoyabas en los labios y me empujabas despacio. La abrí para vos, como una puta bien entrenada. Te dejé entrar. Primero la punta, después un poco más… y después toda. Me llenaste la boca entera. —Eso, tragame, nena. Sos mía, ¿entendés? Te asentí con la verga adentro. Me la metías hasta el fondo, sin compasión. Me dabas en la garganta. Me agarraste del pelo con una mano fuerte y empezaste a moverte. Me empujabas. Me usabas. Me hacías babearte la pija, escupirte toda, dejarte brillante. La saliva me chorreaba por el mentón. Me sentía una muñeca usada, y eso me mojaba más. —Abrí más la boca. Quiero verte toda embarrada con mi leche. Me sacaste un segundo y me escupiste en la lengua. Te miré con la boca abierta, chorreando, jadeando. Te reías, sabiendo que ya eras dueño de todo en mí. —Decime que querés mi leche. —La quiero… quiero que me acabes en la boca, por favor… —te rogué, con la voz temblando. —¿Por qué? —Porque soy tuya… porque quiero sentir tu leche caliente bajándome por la garganta… Eso fue todo. Me la diste con más fuerza. Me clavaste la verga hasta el fondo una y otra vez. Tus huevos chocaban contra mi mentón, húmedos, calientes. Yo me ahogaba, gemía, lloraba de excitación. Y entonces gruñiste. Te tensaste. Me apretaste más fuerte del pelo. —Abrí bien, putita… que ahí va… Y te acabaste. Sentí el chorro caliente golpearme el paladar, llenarme toda. Uno, dos, tres chorros gruesos. Me rebalsaste la boca de leche espesa, caliente, con tu sabor fuerte, tu marca. Cerré los ojos y la sostuve ahí, sin tragar. Sentí que me llenabas por dentro. —No la tragues. Vení. Me tomaste del brazo y me hiciste pararme. Me besaste. Me abriste la boca con la lengua y te diste de tu propia leche. Nos besamos con tu semen entre los labios, húmedos, lentos, sucios. Me lo pasabas vos, lo lamías de mi lengua, lo volvías a empujar dentro. Era asquerosamente hermoso. —Eso, nena… compartilo conmigo… sos mi vasito de leche caliente —me dijiste con una sonrisa sucia. Y yo te miré, con los labios brillantes, el mentón empapado, el corazón latiéndome como loco. —Siempre tuya…
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