Bajo el VeloBlanco
Pedro y Ofelia habían consentido,no sin cierta inquietud, que su única hija, Karlita —a quien todosllamaban Lita de cariño—, contrajera nupcias con Pablo. Apenas habíacumplido dieciocho años, pero desde aquel día en el parque, cuando el joven deveintidós se acercó con una sonrisa desafiante a preguntarle su nombre, sudestino pareció sellarse. Pablo, con su porte de galán de telenovela y suprometedor futuro como portero profesional —o al menos eso decía él, que porentonces apenas sobrevivía en las fuerzas básicas—, había conquistado no soloel corazón de Lita, sino también la complicidad silenciosa de Ofelia.
Pedro, sin embargo, no podíaevitar sentir un nudo en el estómago cada vez que llegaba a casa y encontraba aPablo devorando a su hija contra la pared, como si quisiera tragárselaentera. Y quién la culparía, pensaba a veces, observando disimuladamentela figura de Lita. Morena clara, con esa piel dorada que heredó de sus raícessinaloenses, cintura de avispa y unas nalgas que parecían esculpidas a mano,redondas, firmes, un auténtico campeonato como decían los muchachosdel barrio. Era imposible no mirarla, no desearla, incluso para un padre.
Cuando Pablo comenzó a quedarse adormir en casa —con reglas estrictas, por supuesto—, Pedro supo que el anunciooficial era inevitable. Los dos tortolitos apenas podían contenerse, susmiradas ardientes, sus manos que se buscaban en cada oportunidad, los gemidosahogados que Pedro juró haber escuchado una noche tras la puerta entreabierta…
Preocupado, decidió hablar conOfelia.
—Oye, ¿no crees que deberíamostener una conversación con Lita? —preguntó una noche, mientras se acomodaban enla cama—. Pablo se queda casi todas las semanas, y aunque confío en ellos…bueno, ya sabes cómo son los jóvenes.
Ofelia suspiró, pero asintió. Aldía siguiente, llamaron a Lita a su habitación. La joven entró con una sonrisainocente, aunque el brillo en sus ojos delataba que ya sospechaba de quétrataría la plática.
—Mira, mija —comenzó Pedro,cruzando los brazos con seriedad—, tu madre y yo queremos hablar contigo sobre…bueno, sobre lo que pasa entre tú y Pablo.
—¿Qué pasa, papá? —respondióLita, jugueteando con el fleco de su blusa, como si no supiera exactamente aqué se referían.
—No te hagas. Sabemos que sequieren, y no nos oponemos a que se casen, pero hay cosas que deben esperar—intervino Ofelia, su voz dulce pero firme—. Queremos que entiendas laimportancia de… guardarse para el matrimonio.
Lita bajó la mirada, sus mejillassonrojándose apenas.
—Ya lo sé, mamá. No se preocupen,Pablo y yo hemos hablado de eso.
—¿Y qué han decidido? —preguntóPedro, observándola con atención.
—Que… que vamos a esperar—murmuró ella, aunque el titubeo en su voz hacía dudar de su convicción—. Essolo que a veces es difícil, ¿saben?
Pedro se acercó y le tomó la manocon cariño.
—Mira, hija, entiendo que el amores fuerte, pero una mujer que sabe respetarse es una mujer que vale más. Nodejes que el momento nuble lo que realmente quieres.
Lita asintió lentamente, sus ojosbrillando con una mezcla de vergüenza y determinación.
—Lo prometo, papá. Vamos aesperar.
Ofelia sonrió, satisfecha, y laabrazó.
—Esa es mi niña.
Pero esa noche, cuando Pedro pasópor el pasillo y vio a Pablo arrinconando a Lita contra la pared, sus labiospegados a su cuello mientras sus manos bajaban con avidez hacia sus curvas, nopudo evitar preguntarse cuánto duraría esa promesa…
Y entonces, una mañana, Pablo seplantó frente a ellos, serio, decidido.
—Vengo a pedir la mano de Lita.
Pedro contuvo un suspiro. Sabíaque el muchacho no tenía futuro en el fútbol —era pésimo, lo había visto patearbalones como si fueran piedras—, pero ahí estaba, con esa sonrisa segura quetanto volvía loca a su hija.
—¿Y dónde vivirán? ¿De quévivirán? —preguntó, cruzando los brazos.
—A Pablo le han prometido uncontrato en segunda división —saltó Lita, ansiosa, sus labios brillantes por elgloss que siempre llevaba—. Y pues… queríamos ver si podíamos quedarnos en micuarto, al menos al principio…
Ofelia permanecía en silencio,pero Pedro conocía esa mirada. Le encanta la idea. Desde el principio, suesposa había visto en Pablo al yerno perfecto, aunque fuera más caliente quejugador profesional.
Pedro respiró hondo. Solo pusouna condición.
—La boda será en seis meses.
Para entonces, pensó, yahabré pensado en algo.
Pero en el fondo, sabía que esosseis meses serían largos… y peligrosos.
El día clave llegó. El visorprofesional asistió al partido donde Pablo debía demostrar su talento comoportero. Pedro, con una sonrisa fría y un fajo de billetes en el bolsillo, sehabía encargado de que ese día fuera una pesadilla para el joven.
—Hagan que sufra —les susurró alos jugadores rivales antes del encuentro, repartiendo el dinero bajo la mesa—.Quiero que ese muchacho no ataje ni una pelota de papel.
Y así fue. El marcador final:7-1. Pablo, humillado, sudoroso y con los ojos vidriosos, apenas podía creer loque había pasado. Cada gol había sido una puñalada a su orgullo, y ahora,frente a los ojos del visor, su sueño de ser futbolista profesional sedesvanecía como humo.
Al regresar a casa, Lita lorecibió con los brazos abiertos, sus curvas cálidas y reconfortantes pegadas aél mientras le secaba las lágrimas con sus suaves manos.
—No importa, mi amor —murmuróella, acariciándole el cabello—. Podemos con todo.
Pero Pedro, desde la puerta,observaba la escena con satisfacción. La primera parte de mi plan hafuncionado.
Sin embargo, para su frustración,la derrota no desanimó a los enamorados. Al contrario, esa misma noche,mientras cenaban, Pablo tomó la mano de Lita y anunció con determinación:
—Aunque el fútbol no funcione,encontraré otro trabajo. No vamos a cancelar la boda.
Pedro casi se atragantó con sucomida. ¿En serio? ¿Tan ciegos están de amor?
Al día siguiente, con urgencia,fue a la farmacia donde trabajaba un viejo amigo suyo, Raúl.
—Necesito que me recetes algo —ledijo en voz baja, mirando a ambos lados para asegurarse de que nadie losescuchara—. Algo que… bueno, que mate el libido. Que deje a un hombre impotente.
Raúl levantó una ceja, intrigado.
—¿Es para ti?
—¡Desde luego que no, tonto!—bufó Pedro—. Es para… un problema que tengo que resolver. Después te explico.
Raúl, aunque escéptico, conocía aPedro desde la infancia y sabía que cuando se le metía algo en la cabeza, nohabía quien lo detuviera. Con un suspiro, le entregó un pequeño frasco depastillas.
—Tómalas con cuidado. Y no mehagas meter en líos.
Pedro sonrió, guardando el frascocomo si fuera un tesoro. La segunda parte del plan está en marcha.
Mientras tanto, en casa, Lita yPablo, ajenos a todo, se fundían en un apasionado beso en el sofá, sus cuerposansiosos por lo que vendría después… sin saber que Pedro ya tenía preparada supróxima jugada.
Pedro no perdió tiempo. Esa mismanoche, mientras Ofelia preparaba la cena, aprovechó un descuido para moler dospastillas hasta convertirlas en un polvo fino, casi imperceptible. Con dedostemblorosos —no por nervios, sino por la emoción de su maquiavélico plan—,espolvoreó el contenido sobre el vaso de horchata que Pablo siempre tomaba conla comida.
—Aquí tienes, muchacho —dijo confalsa cordialidad, colocando la bebida frente a él—. Te ves cansado, esto teayudará.
—Gracias, señor —respondió Pablo,sin sospechar nada, y tomó un largo sorbo.
Lita, sentada a su lado, lesonrió cariñosamente mientras sus pies se entrelazaban bajo la mesa. Pedroobservó la escena con una mueca de satisfacción. Todo saldrá como loplaneé.
Las pastillas comenzaron a hacerefecto más rápido de lo esperado. Tres días después, Pablo notó algo extrañocuando besaba a Lita en el sofá, como de costumbre. Sus labios se encontraban,pero el fuego de antes se había apagado. Ya no había esa urgencia, esaelectricidad que los hacía perderse en el momento.
Lita lo notó primero.
—Amor… ¿estás bien? —preguntó,separándose un poco y mirándolo con esos ojos grandes que siempre loderretían—. Siento que… no estás igual.
Pablo tragó saliva, confundido.
—Sí, claro que sí —mintió, aunquealgo en su cuerpo no respondía como antes.
Antes, cuando la abrazaba, cuandola besaba con esa pasión que los consumía, su cuerpo reaccionaba de inmediato.Ahora, aunque su corazón latía fuerte por ella, su entrepierna permanecíainerte, como si algo dentro de él se hubiera apagado.
Lita, aunque virgen y decidida acumplir su promesa, no era ingenua. Había notado la diferencia en sus caricias,en la manera en que ya no la presionaba contra la pared con ese desesperadodeseo de siempre.
—¿Es por el estrés? —volvió apreguntar, pasando sus dedos por su mejilla—. O… ¿ya no te gusto igual?
—¡No! —respondió Pablo quizádemasiado rápido—. Para nada, Lita. Es solo que… no sé, me siento raro.
Pedro, que pasaba por el pasilloen ese momento, escuchó el intercambio y no pudo evitar sonreír. Funciona.
Los días siguientes fueronpeores. Pablo, cada vez más frustrado, comenzó a evitar los momentos a solascon Lita. Ya no la besaba con la misma intensidad, ya no la atraía hacia él conese hambre que antes los consumía.
Una tarde, mientras veían unapelícula en el sofá, Lita se acurrucó contra su pecho, como siempre hacía. Susmanos, casi por instinto, buscaron las de él para entrelazarlas, pero cuandointentó guiarlas hacia su cintura, como solía hacerlo antes, Pablo las retirósuavemente.
—Perdón —murmuró, incómodo—. Esque… no estoy bien.
Lita lo miró, herida.
—¿Qué te pasa, Pablo? —preguntó,su voz temblando apenas—. Ya casi no me tocas.
Él no supo qué responder. ¿Cómoexplicarle que, por más que la deseaba, su cuerpo ya no respondía?
Pedro, desde la cocina, observabala escena con satisfacción. Todo está saliendo a la perfección.
Pese a todo, Pablo y Litacontinuaron con los planes de boda. Pedro, ahora más tranquilo —convencido deque ni en la luna de miel funcionaría aquello—, incluso ayudó con lospreparativos. Escogió el salón, probó el menú y hasta brindó con Pablo,fingiendo una complicidad que no sentía.
Pero lo más astuto fue cómocomenzó a acercarse a Lita cada vez que la veía cabizbaja.
—¿Qué te pasa, mija? —preguntabacon voz dulce, como si no supiera la respuesta—. Te noto triste.
—Es Pablo, papi… —susurraba ella,evitando su mirada—. Ya no es como antes. Algo está cambiando.
Pedro asentía con falsacomprensión, acariciándole el hombro.
—El amor no es solo pasión, hija.Es compromiso.
Ella lo miró, confundida.
—Pero… ¿y si nunca vuelve aquererme así?
Fue entonces cuando Pedro soltósu primera trampa.
—¿Realmente lo amas?
—Demasiado —respondió ella sindudar.
—Entonces, una vez casada, nopodrías mostrarte con nadie más —dijo, su voz grave, casi hipnótica—. Elmatrimonio es para toda la vida, hija.
Lita asintió, tragando saliva.Pedro sonrió. Todo marcha perfecto.
A dos semanas de la boda, Pedrocorrió de nuevo a la farmacia de Raúl.
—Necesito que me vendas algo—exigió, sudoroso—. Pastillas para aumentar el líbido de una mujer almáximo.
Raúl lo miró como si estuvieraloco.
—¿Otra vez? ¿Ahora para quédiablos es esto?
—¡No preguntes! —bufó Pedro—.Solo dame lo que pido.
Mientras tanto, en casa, Litaluchaba contra sus pensamientos. Cada vez que Pablo la besaba sin pasión, cadavez que sus manos ya no recorrían su cuerpo con ese fuego de antes, algo dentrode ella se quebraba.
Pedro, al regresar, la encontróllorando en la cocina.
—Quizás debas aprender más artesde la seducción, hija —susurró, colocando una mano sobre la suya—. Yopodría… ayudarte.
Lita lo miró, horrorizada.
—¿Qué… qué estás diciendo, papá?
Pedro se acercó más, su alientocaliente en su oído.
—Solo digo que un hombre necesitaestímulos. Y si Pablo ya no reacciona… tal vez tú no estés haciendolo correcto.
Ella se apartó de golpe, como silo hubiera quemado.
—¡Estás loco!
Pero esa noche, mientras Pablodormía en el cuarto de invitados —como había estado haciendo últimamente—, Litase miró al espejo y se preguntó: ¿Y si tiene razón?
A la mañana siguiente, Pedrocomenzó a suministrarle las pastillas a Lita, disimuladamente. Un poco en sujugo de naranja, otra dosis en su té de la tarde. Los efectos no se hicieronesperar.
En cuestión de horas, Lita setransformó. Sus pupilas se dilataban con solo rozar a Pablo, sus labios nopodían evitar morderse cada vez que él pasaba cerca, y sus manos —antestímidas— ahora buscaban cualquier excusa para acariciarlo con descaro. Pero Pabloseguía igual, inerte, frustrado, sin entender por qué su cuerpo no respondía aldeseo ardiente de su prometida.
La tensión era insoportable.
Tres días antes de la boda, Litaentró al cuarto de su padre con los ojos brillantes, las mejillas encendidas yun temblor en las piernas que no podía controlar.
—Papá… tenemos que hablar—susurró, cerrando la puerta tras de sí—. Acepto la ayuda que me prometiste.Estoy… desesperada.
Pedro, sentado en su sillón,esbozó una sonrisa casi paternal.
—¿Ahora entiendes lo que tedecía, mija? A veces, una mujer necesita guiar a su hombre.
Ella asintió, avergonzada peroincapaz de negar la verdad: su cuerpo ardía, y Pablo no podía apagar ese fuego.
—Pero… ¿cómo? —preguntó,mordiendo su labio inferior—. No puedo… no debo hacerlo con otro.
Pedro se levantó y se acercó,pasando un dedo por su mejilla.
—Hay formas, hija. Yo podríaenseñarte.
Lita contuvo el aliento. Porprimera vez, algo en la mirada de su padre la hizo retroceder.
—¿Enseñarme… qué exactamente?
Él no respondió con palabras. Enlugar de eso, deslizó una mano por su cintura, demasiado cerca, demasiadolento.
Ella dio un paso atrás,horrorizada.
—¡No! ¡No es eso lo que quisedecir!
Pedro frunció el ceño, como si surechazo fuera una grosería.
—Entonces, ¿qué esperabas? ¿QuePablo mágicamente se curaría?
—¡No sé! —gritó Lita, laslágrimas brotando—. ¡Pero esto está mal!
—¿Que está mal? —Pedro soltó unarisa baja, calculadora—. Nada está mal si nadie se entera, mija. Solo está malsi nos cachan. Solo está mal si no nos cuidamos. —Se acercó, su voz un susurrocargado de intención—. ¿O prefieres llegar virgen al matrimonio sin saber cómohacer que tu hombre vuelva a desearte? Todo esto... es por el bien de tufuturo.
Lita tragó saliva, sus lágrimasresbalando. Algo en las palabras de su padre resonó con el fuego artificial quelas pastillas le habían inyectado en la sangre.
—Yo... yo solo quiero que Pablome mire como antes...
—Entonces confía en mí. —Pedro leacarició el pelo con una ternura perversa—. Tu viejo sabe lo que hace.
Esa noche, acostada en su cama,Lita retorció las sábanas. Las pastillas hacían que cada roce de la tela contrasu piel la volviera loca. Cerraba los ojos y veía a Pablo... pero luego laimagen se difuminaba, transformándose en manos más grandes, en una sombrafamiliar que la observaba desde la puerta.
A las 5:47 AM, el celular dePedro vibró:
"Esta bien papá... confío enti. Ayúdame a recuperar al Pablo de antes."
Pedro sonrió. El plan estabaservido.
—Agarra tus cosas —dijo él,jinglando las llaves de su camioneta—. Vamos a dar una vuelta.
El departamento amueblado —usadoaños atrás para sus infidelidades— olía a polvo y a mentiras viejas. Pedrocerró la cortina y se sentó en el sofá.
—Quiero que me muestres cómo esque lo besas —ordenó, deslizando un dedo sobre su propio labio inferior—.Quizás eso está fallando.
Lita sintió el pisoinclinarse. ¿En serio iba a hacer esto? Su corazón latía como untambor de guerra, pero entre las pastillas y la desesperación, algo en ella...cedió.
—Para eso estamos aquí, ¿no?—recordó la voz de su padre, justo cuando ella dio un paso atrás, instintopuro.
Pedro no la dejó huir. Con unmovimiento rápido, la atrajo hacia sí y le robó un beso. Corto, pero eléctrico.El sabor a café y a manzana de los labios de Lita lo enloqueció.
—Mierda... —murmuró contra suboca, sus manos apretándole las caderas—. Así no besas a Pablo, ¿verdad?
Antes de que ella pudieraresponder, Pedro la devoró. Un beso profundo, húmedo, con lengua y dientes.Lita gimió, sintiendo cómo algo en su estómago se derretía. Esto no estábien, esto no está bien, gritaba su conciencia, pero su cuerpo arqueado contrael de él decía lo contrario.
Y entonces... lo sintió.
La enorme erección de Pedro, duracomo piedra bajo la mezclilla, presionándose contra su vientre. Dios, quégrande... El pensamiento llegó sin permiso, seguido de un calor vergonzosoentre sus piernas.
Pedro rompió el beso, jadeante.
—Bueno... —susurró, guiando sumano hacia su entrepierna para que palpara el bulto—. Todo parece indicar quelos besos no son el problema.
Lita retiró la mano como si lahubiera quemado, pero ya era tarde. La semilla estaba plantada.
El regreso a casa fue untormento. Cada paso que daba, Lita sentía el peso de la culpa aplastándole elpecho. Las pastillas seguían ardiendo en su sangre, pero ahora mezcladas convergüenza. ¿Qué había hecho?
Al entrar, Pablo estaba en lasala, viendo televisión. La miró con esos ojos cansados que ya no brillabancomo antes.
—¿Dónde estuviste? —preguntó, sinmucho interés.
—Con mi papá… fuimos a… a verunos lugares para la boda —mintió, sintiendo cómo el rubor le quemaba lasmejillas.
Pablo asintió distraído y volvióa mirar la pantalla. Antes, la habría abrazado, le habría preguntado detalles,le habría susurrado cosas que la harían reír. Ahora solo había silencio.
Esa noche, acostada sola, Lita nopudo evitar comparar: el beso tibio de Pablo esa tarde versus el de su padre,que la había dejado sin aliento. No, no debo pensar en eso. Pero sucuerpo, traicionero, recordaba cada detalle.
A la mañana siguiente, Pedro noesperó.
—Vamos —le dijo al oído mientrasella desayunaba, como si nada—. Hoy trabajaremos en… otras técnicas.
Lita quiso negarse, pero laspastillas hablaron por ella. Un "sí" casi inaudible escapó de suslabios.
En el departamento, esta vez todofue más rápido. Pedro la empujó contra la pared nada más entrar.
—Ayer fue solo un avance —murmuróantes de sellar su boca contra la de ella.
Y Lita… respondió. Sin dudar, sinresistirse. Sus labios se movieron contra los de él con una urgencia que laasustó. Esto está mal, esto está mal, pero su cuerpo no escuchaba.
Pedro, sintiendo su rendición,sonrió contra sus labios. Con un movimiento brusco, la levantó y la sentó sobresus piernas en el sofá.
—Así… mi buena niña —susurrómientras sus manos, grandes y ásperas, recorrían su cuerpo como un hombrehambriento.
Una palma se cerró sobre supecho, apretando con fuerza. La otra bajó por su vientre, deteniéndose justodonde ella más ardía. Lita gimió, avergonzada pero electrificada.
—Papi… no deberíamos…
—Calladita —cortó Pedro,mordiendo su cuello—. Solo estoy enseñándote cómo reactivar a tufuturo marido. ¿O ya no quieres que te desee?
La mención de Pablo la hizoestremecer. ¿En serio estaba haciendo esto por él? Pero cuando losdedos de Pedro encontraron el calor entre sus piernas a través del jeans, todoslos pensamientos se borraron.
Por primera vez en semanas, sesintió deseada. No como la novia compadecida, sino como una mujer. Y laspastillas multiplicaban cada sensación hasta el delirio.
De vuelta en casa, Lita evitómirar a Pablo. Cada risa de él le sonaba a burla, cada gesto de cariño le sabíaa mentira. Él no me quiere así… pero papá sí.
Pedro, mientras tanto, servía lacena como si nada hubiera pasado. Pero sus ojos… sus ojos la devoraban cada vezque nadie miraba.
Esa noche, el mensaje llegó a las2:17 AM:
"Mañana volvemos. Quieroterminar lo que empezamos."
Lita leyó el texto una, dos, diezveces. Sabía lo que pedía. Sabía lo que perdería.
Pero cuando tocó entre suspiernas y encontró humedad, supo que ya no había vuelta atrás.
El departamento olía a lujuria ymentira. Pedro no perdió tiempo—desabotonó la blusa de Lita con dedos expertos,revelando sus pechos firmes, los pezones ya erectos por el deseo.
—Dios mío, mija… qué par de tetaste cargas—gruñó, bajando la cabeza para devorarlos como un hombre hambriento.
Lita arqueó la espalda, gimiendo,sus manos aferrándose a sus hombros mientras sentía la lengua caliente de supadre trazando círculos alrededor de sus pezones.
—Papi… así no…—protestódébilmente, pero sus dedos traicioneros ya buscaban el bulto enorme en elpantalón de Pedro, acariciándolo con presión a través de la tela—. Ay, quévergota tienes… Pablo nunca… nunca se pone así por mí…
Pedro levantó la vista, loslabios brillantes de saliva, y le clavó una mirada obscena:
—Porque ese pendejo no sabe loque vale mi hija… Pero yo sí. Te enseñaré lo que es un hombre de verdad… perono hoy.
Se separó bruscamente, dejándolajadeando.
—Hoy solo fue un recordatorio…Mañana, cuando camines hacia el altar conmigo, sabrás que ese vestido blanco esuna mentira… y que bajo él, llevas mi saliva en tus tetas.
Lita tragó saliva, sintiendo elvacío entre sus piernas. Sabía que estaba mal. Pero el fuego que Pedro habíaencendido en ella era imposible de apagar.
La iglesia estaba llena. Losacordes del órgano sonaban solemnes cuando Lita apareció en el pasillo, delbrazo de Pedro.

Iba radiante—vestido de encajeblanco ceñido a su cintura de avispa, escote de corazón que insinuaba lo quesolo su padre había saboreado, velo de tul que ocultaba sus ojos bajos. Unavirgen, pensaban todos.
Pero Pedro conocía la verdad.Mientras caminaban lentamente, su mano "accidentalmente" rozó sucostado, recordándole lo ocurrido. Lita contuvo un gemido, sintiendo cómo suspezones se endurecían bajo el vestido.
—Recuerda…—le susurró Pedro aloído, disimulando el movimiento de sus labios—…esta noche él intentará tocarte.Pero serás mía en cuanto se duerma.
Al llegar al altar,Pablo—ignorante, esperanzado—extendió la mano. Pedro se la entregó con unasonrisa que solo Lita entendió:
La boda es hoy… pero el adulterioya empezó.
La recepción bullía con música,risas y brindis. Pedro, con su sonrisa de lobo, pasó desapercibido entre losinvitados mientras servía personalmente la copa de Pablo.
—¡Para el novio!—dijo,entregándole un trago cargado de whisky y algo más—. Tienes que estarfuerte para tu noche especial, ¿no?
Pablo, ya con el rostro sonrojadopor los tragos anteriores, bebió sin sospechar.
—Gracias, suegro…—balbuceó,sintiendo cómo la mezcla de alcohol y pastillas empezaba a nublarle la mente.
Lita, bajo los efectos desus propias pastillas, observó la escena con las mejillas encendidas.Su vestido blanco le pesaba como una mentira.
Una hora después, Pablotambaleaba.
—No… no me siento bien…—murmuró,apoyándose en una mesa mientras su mirada se perdía.
Pedro apareció de inmediato,fingiendo preocupación:
—¡Pobrecito! Demasiado estrés…—dijo,rodeándolo con un brazo falsamente protector—. Yo lo llevo a lahabitación. Lita, espera aquí… que descanse un poco.
Los invitados aplaudieronel gesto noble del suegro. Nadie vio cómo Pedro le pellizcó elcostado a Lita al pasar, ni cómo ella contuvo un gemido.
Pedro arrastró a Pablo hasta lasuite nupcial—rosas en la cama, luces tenues—y lo dejó caer sobre las sábanas,donde el novio se desplomó como un saco, roncando al instante.
—Patético…—escupió Pedro,desabrochándose el cuello de la camisa.
La puerta se abrió. Lita entró,mordiéndose el labio.
—¿Está…?
—Inconsciente—confirmó Pedro,cerrando la puerta con llave—. Ni un huracán lo despertaría.
Se acercó a ella, arrinconándolacontra la pared. Su aliento olía a alcohol y a poder.
—Ahora…—susurró, deslizando unamano por el escote de su vestido—…veamos qué tan pura es mi hija…
Lita gimió cuando sus dedosencontraron sus pezones ya duros:
—Papi… no… es nuestro día…
Pedro rió bajito, hundiendo losdientes en su cuello:
—Exacto. Y quiero querecuerdes para siempre que tu primera noche de casada… fueconmigo.
Con un tirón, el vestido blancocayó al suelo.
Pedro no desperdició tiempo. Conun movimiento brusco, arrancó las bragas de encaje de Lita, dejando aldescubierto su virginidad intacta.

—Mírame, hija —ordenó,desabrochando su cinturón con manos temblorosas de lujuria—. Quiero queveas al hombre que realmente te poseerá por primera vez.
Su verga, gruesa y palpitante,emergió con fiereza. Lita tragó saliva al verla, más grande que cualquier cosaque hubiera imaginado.
La empujó contra el colchón,separando sus piernas con rudeza.
—Esto dolerá… pero pronto loolvidarás —susurró antes de hundirse de una sola embestida, rasgando suhimen.
Lita gritó, las lágrimasbrotando, pero Pedro selló su boca con un beso voraz. "Soy tu padre…y ahora tu primer hombre", le recordó entre jadeos.
Luego la giró bruscamente,obligándola a mirar su reflejo.
—Mira cómo tu papi te destroza… ycómo te gusta —gruñó, agarrándole las nalgas para clavar cada centímetro.
Ella veía su propio rostro entreel dolor y el éxtasis, las pastillas haciendo que su cuerpo respondiera a pesarde la traición. "Dios, qué rico… esto es pecado… pero no quiero quepare", pensó, sintiéndose más puta que novia.
Pedro se recostó y la hizocabalgar.
—Así… usa a tu papi como juguete —laprovocó, manos manoseando sus tetas mientras ella gemía, descubriendo el placerde moverse.
Lita cerró los ojos, imaginandopor un segundo que era Pablo… hasta que Pedro la pellizcó. "Aquí soloimporto YO".
Finalmente la levantó en brazos,mostrándole la luna llena.
—Mira bien… porque esta noche estu verdadera boda —rugió, penetrándola contra el cristal mientras ellaarañaba el marco.
Fue entonces cuando Pedro,sintiendo su climax, la volteó y la miró a los ojos:
—Casada con él… pero puta de tupapá. Y algún día… —una mano se posó en su vientre— …me darás un hijoque heredará todo.
Con un gruñido animal, vació susemen dentro de ella, marcándola como su propiedad.
Al día siguiente, Pablo despertócon la cabeza embotada.
—¿Qué pasó anoche? —preguntó,confundido.
Lita, astuta, le mostró lassábanas manchadas de sangre.
—Fuiste… increíble —mintió,besándolo con labios que aún sabían a su padre.
Pablo, ingenuo, sonrió orgulloso.
En el resort, Pedro se escondióen su misma suite. Cada noche, drogaba el vino de Pablo y, cuando el novio caíainconsciente, entraba sigiloso.
—Mi turno —susurraba,desnudando a Lita frente al espejo mientras Pablo roncaba a dos metros.
Nadie sospechó del suegroque "casualmente" viajó al mismo destino. Nadie vio cómoLita, entre sollozos de placer, le rogaba a su padre que la preñara en la camamatrimonial.
Y cuando meses después el test deembarazo dio positivo, Pablo lloró de felicidad… ignorando que el hijo llevaríalos ojos de Pedro.
Fin.
Pedro y Ofelia habían consentido,no sin cierta inquietud, que su única hija, Karlita —a quien todosllamaban Lita de cariño—, contrajera nupcias con Pablo. Apenas habíacumplido dieciocho años, pero desde aquel día en el parque, cuando el joven deveintidós se acercó con una sonrisa desafiante a preguntarle su nombre, sudestino pareció sellarse. Pablo, con su porte de galán de telenovela y suprometedor futuro como portero profesional —o al menos eso decía él, que porentonces apenas sobrevivía en las fuerzas básicas—, había conquistado no soloel corazón de Lita, sino también la complicidad silenciosa de Ofelia.
Pedro, sin embargo, no podíaevitar sentir un nudo en el estómago cada vez que llegaba a casa y encontraba aPablo devorando a su hija contra la pared, como si quisiera tragárselaentera. Y quién la culparía, pensaba a veces, observando disimuladamentela figura de Lita. Morena clara, con esa piel dorada que heredó de sus raícessinaloenses, cintura de avispa y unas nalgas que parecían esculpidas a mano,redondas, firmes, un auténtico campeonato como decían los muchachosdel barrio. Era imposible no mirarla, no desearla, incluso para un padre.
Cuando Pablo comenzó a quedarse adormir en casa —con reglas estrictas, por supuesto—, Pedro supo que el anunciooficial era inevitable. Los dos tortolitos apenas podían contenerse, susmiradas ardientes, sus manos que se buscaban en cada oportunidad, los gemidosahogados que Pedro juró haber escuchado una noche tras la puerta entreabierta…
Preocupado, decidió hablar conOfelia.
—Oye, ¿no crees que deberíamostener una conversación con Lita? —preguntó una noche, mientras se acomodaban enla cama—. Pablo se queda casi todas las semanas, y aunque confío en ellos…bueno, ya sabes cómo son los jóvenes.
Ofelia suspiró, pero asintió. Aldía siguiente, llamaron a Lita a su habitación. La joven entró con una sonrisainocente, aunque el brillo en sus ojos delataba que ya sospechaba de quétrataría la plática.
—Mira, mija —comenzó Pedro,cruzando los brazos con seriedad—, tu madre y yo queremos hablar contigo sobre…bueno, sobre lo que pasa entre tú y Pablo.
—¿Qué pasa, papá? —respondióLita, jugueteando con el fleco de su blusa, como si no supiera exactamente aqué se referían.
—No te hagas. Sabemos que sequieren, y no nos oponemos a que se casen, pero hay cosas que deben esperar—intervino Ofelia, su voz dulce pero firme—. Queremos que entiendas laimportancia de… guardarse para el matrimonio.
Lita bajó la mirada, sus mejillassonrojándose apenas.
—Ya lo sé, mamá. No se preocupen,Pablo y yo hemos hablado de eso.
—¿Y qué han decidido? —preguntóPedro, observándola con atención.
—Que… que vamos a esperar—murmuró ella, aunque el titubeo en su voz hacía dudar de su convicción—. Essolo que a veces es difícil, ¿saben?
Pedro se acercó y le tomó la manocon cariño.
—Mira, hija, entiendo que el amores fuerte, pero una mujer que sabe respetarse es una mujer que vale más. Nodejes que el momento nuble lo que realmente quieres.
Lita asintió lentamente, sus ojosbrillando con una mezcla de vergüenza y determinación.
—Lo prometo, papá. Vamos aesperar.
Ofelia sonrió, satisfecha, y laabrazó.
—Esa es mi niña.
Pero esa noche, cuando Pedro pasópor el pasillo y vio a Pablo arrinconando a Lita contra la pared, sus labiospegados a su cuello mientras sus manos bajaban con avidez hacia sus curvas, nopudo evitar preguntarse cuánto duraría esa promesa…
Y entonces, una mañana, Pablo seplantó frente a ellos, serio, decidido.
—Vengo a pedir la mano de Lita.
Pedro contuvo un suspiro. Sabíaque el muchacho no tenía futuro en el fútbol —era pésimo, lo había visto patearbalones como si fueran piedras—, pero ahí estaba, con esa sonrisa segura quetanto volvía loca a su hija.
—¿Y dónde vivirán? ¿De quévivirán? —preguntó, cruzando los brazos.
—A Pablo le han prometido uncontrato en segunda división —saltó Lita, ansiosa, sus labios brillantes por elgloss que siempre llevaba—. Y pues… queríamos ver si podíamos quedarnos en micuarto, al menos al principio…
Ofelia permanecía en silencio,pero Pedro conocía esa mirada. Le encanta la idea. Desde el principio, suesposa había visto en Pablo al yerno perfecto, aunque fuera más caliente quejugador profesional.
Pedro respiró hondo. Solo pusouna condición.
—La boda será en seis meses.
Para entonces, pensó, yahabré pensado en algo.
Pero en el fondo, sabía que esosseis meses serían largos… y peligrosos.
El día clave llegó. El visorprofesional asistió al partido donde Pablo debía demostrar su talento comoportero. Pedro, con una sonrisa fría y un fajo de billetes en el bolsillo, sehabía encargado de que ese día fuera una pesadilla para el joven.
—Hagan que sufra —les susurró alos jugadores rivales antes del encuentro, repartiendo el dinero bajo la mesa—.Quiero que ese muchacho no ataje ni una pelota de papel.
Y así fue. El marcador final:7-1. Pablo, humillado, sudoroso y con los ojos vidriosos, apenas podía creer loque había pasado. Cada gol había sido una puñalada a su orgullo, y ahora,frente a los ojos del visor, su sueño de ser futbolista profesional sedesvanecía como humo.
Al regresar a casa, Lita lorecibió con los brazos abiertos, sus curvas cálidas y reconfortantes pegadas aél mientras le secaba las lágrimas con sus suaves manos.
—No importa, mi amor —murmuróella, acariciándole el cabello—. Podemos con todo.
Pero Pedro, desde la puerta,observaba la escena con satisfacción. La primera parte de mi plan hafuncionado.
Sin embargo, para su frustración,la derrota no desanimó a los enamorados. Al contrario, esa misma noche,mientras cenaban, Pablo tomó la mano de Lita y anunció con determinación:
—Aunque el fútbol no funcione,encontraré otro trabajo. No vamos a cancelar la boda.
Pedro casi se atragantó con sucomida. ¿En serio? ¿Tan ciegos están de amor?
Al día siguiente, con urgencia,fue a la farmacia donde trabajaba un viejo amigo suyo, Raúl.
—Necesito que me recetes algo —ledijo en voz baja, mirando a ambos lados para asegurarse de que nadie losescuchara—. Algo que… bueno, que mate el libido. Que deje a un hombre impotente.
Raúl levantó una ceja, intrigado.
—¿Es para ti?
—¡Desde luego que no, tonto!—bufó Pedro—. Es para… un problema que tengo que resolver. Después te explico.
Raúl, aunque escéptico, conocía aPedro desde la infancia y sabía que cuando se le metía algo en la cabeza, nohabía quien lo detuviera. Con un suspiro, le entregó un pequeño frasco depastillas.
—Tómalas con cuidado. Y no mehagas meter en líos.
Pedro sonrió, guardando el frascocomo si fuera un tesoro. La segunda parte del plan está en marcha.
Mientras tanto, en casa, Lita yPablo, ajenos a todo, se fundían en un apasionado beso en el sofá, sus cuerposansiosos por lo que vendría después… sin saber que Pedro ya tenía preparada supróxima jugada.
Pedro no perdió tiempo. Esa mismanoche, mientras Ofelia preparaba la cena, aprovechó un descuido para moler dospastillas hasta convertirlas en un polvo fino, casi imperceptible. Con dedostemblorosos —no por nervios, sino por la emoción de su maquiavélico plan—,espolvoreó el contenido sobre el vaso de horchata que Pablo siempre tomaba conla comida.
—Aquí tienes, muchacho —dijo confalsa cordialidad, colocando la bebida frente a él—. Te ves cansado, esto teayudará.
—Gracias, señor —respondió Pablo,sin sospechar nada, y tomó un largo sorbo.
Lita, sentada a su lado, lesonrió cariñosamente mientras sus pies se entrelazaban bajo la mesa. Pedroobservó la escena con una mueca de satisfacción. Todo saldrá como loplaneé.
Las pastillas comenzaron a hacerefecto más rápido de lo esperado. Tres días después, Pablo notó algo extrañocuando besaba a Lita en el sofá, como de costumbre. Sus labios se encontraban,pero el fuego de antes se había apagado. Ya no había esa urgencia, esaelectricidad que los hacía perderse en el momento.
Lita lo notó primero.
—Amor… ¿estás bien? —preguntó,separándose un poco y mirándolo con esos ojos grandes que siempre loderretían—. Siento que… no estás igual.
Pablo tragó saliva, confundido.
—Sí, claro que sí —mintió, aunquealgo en su cuerpo no respondía como antes.
Antes, cuando la abrazaba, cuandola besaba con esa pasión que los consumía, su cuerpo reaccionaba de inmediato.Ahora, aunque su corazón latía fuerte por ella, su entrepierna permanecíainerte, como si algo dentro de él se hubiera apagado.
Lita, aunque virgen y decidida acumplir su promesa, no era ingenua. Había notado la diferencia en sus caricias,en la manera en que ya no la presionaba contra la pared con ese desesperadodeseo de siempre.
—¿Es por el estrés? —volvió apreguntar, pasando sus dedos por su mejilla—. O… ¿ya no te gusto igual?
—¡No! —respondió Pablo quizádemasiado rápido—. Para nada, Lita. Es solo que… no sé, me siento raro.
Pedro, que pasaba por el pasilloen ese momento, escuchó el intercambio y no pudo evitar sonreír. Funciona.
Los días siguientes fueronpeores. Pablo, cada vez más frustrado, comenzó a evitar los momentos a solascon Lita. Ya no la besaba con la misma intensidad, ya no la atraía hacia él conese hambre que antes los consumía.
Una tarde, mientras veían unapelícula en el sofá, Lita se acurrucó contra su pecho, como siempre hacía. Susmanos, casi por instinto, buscaron las de él para entrelazarlas, pero cuandointentó guiarlas hacia su cintura, como solía hacerlo antes, Pablo las retirósuavemente.
—Perdón —murmuró, incómodo—. Esque… no estoy bien.
Lita lo miró, herida.
—¿Qué te pasa, Pablo? —preguntó,su voz temblando apenas—. Ya casi no me tocas.
Él no supo qué responder. ¿Cómoexplicarle que, por más que la deseaba, su cuerpo ya no respondía?
Pedro, desde la cocina, observabala escena con satisfacción. Todo está saliendo a la perfección.
Pese a todo, Pablo y Litacontinuaron con los planes de boda. Pedro, ahora más tranquilo —convencido deque ni en la luna de miel funcionaría aquello—, incluso ayudó con lospreparativos. Escogió el salón, probó el menú y hasta brindó con Pablo,fingiendo una complicidad que no sentía.
Pero lo más astuto fue cómocomenzó a acercarse a Lita cada vez que la veía cabizbaja.
—¿Qué te pasa, mija? —preguntabacon voz dulce, como si no supiera la respuesta—. Te noto triste.
—Es Pablo, papi… —susurraba ella,evitando su mirada—. Ya no es como antes. Algo está cambiando.
Pedro asentía con falsacomprensión, acariciándole el hombro.
—El amor no es solo pasión, hija.Es compromiso.
Ella lo miró, confundida.
—Pero… ¿y si nunca vuelve aquererme así?
Fue entonces cuando Pedro soltósu primera trampa.
—¿Realmente lo amas?
—Demasiado —respondió ella sindudar.
—Entonces, una vez casada, nopodrías mostrarte con nadie más —dijo, su voz grave, casi hipnótica—. Elmatrimonio es para toda la vida, hija.
Lita asintió, tragando saliva.Pedro sonrió. Todo marcha perfecto.
A dos semanas de la boda, Pedrocorrió de nuevo a la farmacia de Raúl.
—Necesito que me vendas algo—exigió, sudoroso—. Pastillas para aumentar el líbido de una mujer almáximo.
Raúl lo miró como si estuvieraloco.
—¿Otra vez? ¿Ahora para quédiablos es esto?
—¡No preguntes! —bufó Pedro—.Solo dame lo que pido.
Mientras tanto, en casa, Litaluchaba contra sus pensamientos. Cada vez que Pablo la besaba sin pasión, cadavez que sus manos ya no recorrían su cuerpo con ese fuego de antes, algo dentrode ella se quebraba.
Pedro, al regresar, la encontróllorando en la cocina.
—Quizás debas aprender más artesde la seducción, hija —susurró, colocando una mano sobre la suya—. Yopodría… ayudarte.
Lita lo miró, horrorizada.
—¿Qué… qué estás diciendo, papá?
Pedro se acercó más, su alientocaliente en su oído.
—Solo digo que un hombre necesitaestímulos. Y si Pablo ya no reacciona… tal vez tú no estés haciendolo correcto.
Ella se apartó de golpe, como silo hubiera quemado.
—¡Estás loco!
Pero esa noche, mientras Pablodormía en el cuarto de invitados —como había estado haciendo últimamente—, Litase miró al espejo y se preguntó: ¿Y si tiene razón?
A la mañana siguiente, Pedrocomenzó a suministrarle las pastillas a Lita, disimuladamente. Un poco en sujugo de naranja, otra dosis en su té de la tarde. Los efectos no se hicieronesperar.
En cuestión de horas, Lita setransformó. Sus pupilas se dilataban con solo rozar a Pablo, sus labios nopodían evitar morderse cada vez que él pasaba cerca, y sus manos —antestímidas— ahora buscaban cualquier excusa para acariciarlo con descaro. Pero Pabloseguía igual, inerte, frustrado, sin entender por qué su cuerpo no respondía aldeseo ardiente de su prometida.
La tensión era insoportable.
Tres días antes de la boda, Litaentró al cuarto de su padre con los ojos brillantes, las mejillas encendidas yun temblor en las piernas que no podía controlar.
—Papá… tenemos que hablar—susurró, cerrando la puerta tras de sí—. Acepto la ayuda que me prometiste.Estoy… desesperada.
Pedro, sentado en su sillón,esbozó una sonrisa casi paternal.
—¿Ahora entiendes lo que tedecía, mija? A veces, una mujer necesita guiar a su hombre.
Ella asintió, avergonzada peroincapaz de negar la verdad: su cuerpo ardía, y Pablo no podía apagar ese fuego.
—Pero… ¿cómo? —preguntó,mordiendo su labio inferior—. No puedo… no debo hacerlo con otro.
Pedro se levantó y se acercó,pasando un dedo por su mejilla.
—Hay formas, hija. Yo podríaenseñarte.
Lita contuvo el aliento. Porprimera vez, algo en la mirada de su padre la hizo retroceder.
—¿Enseñarme… qué exactamente?
Él no respondió con palabras. Enlugar de eso, deslizó una mano por su cintura, demasiado cerca, demasiadolento.
Ella dio un paso atrás,horrorizada.
—¡No! ¡No es eso lo que quisedecir!
Pedro frunció el ceño, como si surechazo fuera una grosería.
—Entonces, ¿qué esperabas? ¿QuePablo mágicamente se curaría?
—¡No sé! —gritó Lita, laslágrimas brotando—. ¡Pero esto está mal!
—¿Que está mal? —Pedro soltó unarisa baja, calculadora—. Nada está mal si nadie se entera, mija. Solo está malsi nos cachan. Solo está mal si no nos cuidamos. —Se acercó, su voz un susurrocargado de intención—. ¿O prefieres llegar virgen al matrimonio sin saber cómohacer que tu hombre vuelva a desearte? Todo esto... es por el bien de tufuturo.
Lita tragó saliva, sus lágrimasresbalando. Algo en las palabras de su padre resonó con el fuego artificial quelas pastillas le habían inyectado en la sangre.
—Yo... yo solo quiero que Pablome mire como antes...
—Entonces confía en mí. —Pedro leacarició el pelo con una ternura perversa—. Tu viejo sabe lo que hace.
Esa noche, acostada en su cama,Lita retorció las sábanas. Las pastillas hacían que cada roce de la tela contrasu piel la volviera loca. Cerraba los ojos y veía a Pablo... pero luego laimagen se difuminaba, transformándose en manos más grandes, en una sombrafamiliar que la observaba desde la puerta.
A las 5:47 AM, el celular dePedro vibró:
"Esta bien papá... confío enti. Ayúdame a recuperar al Pablo de antes."
Pedro sonrió. El plan estabaservido.
—Agarra tus cosas —dijo él,jinglando las llaves de su camioneta—. Vamos a dar una vuelta.
El departamento amueblado —usadoaños atrás para sus infidelidades— olía a polvo y a mentiras viejas. Pedrocerró la cortina y se sentó en el sofá.
—Quiero que me muestres cómo esque lo besas —ordenó, deslizando un dedo sobre su propio labio inferior—.Quizás eso está fallando.
Lita sintió el pisoinclinarse. ¿En serio iba a hacer esto? Su corazón latía como untambor de guerra, pero entre las pastillas y la desesperación, algo en ella...cedió.
—Para eso estamos aquí, ¿no?—recordó la voz de su padre, justo cuando ella dio un paso atrás, instintopuro.
Pedro no la dejó huir. Con unmovimiento rápido, la atrajo hacia sí y le robó un beso. Corto, pero eléctrico.El sabor a café y a manzana de los labios de Lita lo enloqueció.
—Mierda... —murmuró contra suboca, sus manos apretándole las caderas—. Así no besas a Pablo, ¿verdad?
Antes de que ella pudieraresponder, Pedro la devoró. Un beso profundo, húmedo, con lengua y dientes.Lita gimió, sintiendo cómo algo en su estómago se derretía. Esto no estábien, esto no está bien, gritaba su conciencia, pero su cuerpo arqueado contrael de él decía lo contrario.
Y entonces... lo sintió.
La enorme erección de Pedro, duracomo piedra bajo la mezclilla, presionándose contra su vientre. Dios, quégrande... El pensamiento llegó sin permiso, seguido de un calor vergonzosoentre sus piernas.
Pedro rompió el beso, jadeante.
—Bueno... —susurró, guiando sumano hacia su entrepierna para que palpara el bulto—. Todo parece indicar quelos besos no son el problema.
Lita retiró la mano como si lahubiera quemado, pero ya era tarde. La semilla estaba plantada.
El regreso a casa fue untormento. Cada paso que daba, Lita sentía el peso de la culpa aplastándole elpecho. Las pastillas seguían ardiendo en su sangre, pero ahora mezcladas convergüenza. ¿Qué había hecho?
Al entrar, Pablo estaba en lasala, viendo televisión. La miró con esos ojos cansados que ya no brillabancomo antes.
—¿Dónde estuviste? —preguntó, sinmucho interés.
—Con mi papá… fuimos a… a verunos lugares para la boda —mintió, sintiendo cómo el rubor le quemaba lasmejillas.
Pablo asintió distraído y volvióa mirar la pantalla. Antes, la habría abrazado, le habría preguntado detalles,le habría susurrado cosas que la harían reír. Ahora solo había silencio.
Esa noche, acostada sola, Lita nopudo evitar comparar: el beso tibio de Pablo esa tarde versus el de su padre,que la había dejado sin aliento. No, no debo pensar en eso. Pero sucuerpo, traicionero, recordaba cada detalle.
A la mañana siguiente, Pedro noesperó.
—Vamos —le dijo al oído mientrasella desayunaba, como si nada—. Hoy trabajaremos en… otras técnicas.
Lita quiso negarse, pero laspastillas hablaron por ella. Un "sí" casi inaudible escapó de suslabios.
En el departamento, esta vez todofue más rápido. Pedro la empujó contra la pared nada más entrar.
—Ayer fue solo un avance —murmuróantes de sellar su boca contra la de ella.
Y Lita… respondió. Sin dudar, sinresistirse. Sus labios se movieron contra los de él con una urgencia que laasustó. Esto está mal, esto está mal, pero su cuerpo no escuchaba.
Pedro, sintiendo su rendición,sonrió contra sus labios. Con un movimiento brusco, la levantó y la sentó sobresus piernas en el sofá.
—Así… mi buena niña —susurrómientras sus manos, grandes y ásperas, recorrían su cuerpo como un hombrehambriento.
Una palma se cerró sobre supecho, apretando con fuerza. La otra bajó por su vientre, deteniéndose justodonde ella más ardía. Lita gimió, avergonzada pero electrificada.
—Papi… no deberíamos…
—Calladita —cortó Pedro,mordiendo su cuello—. Solo estoy enseñándote cómo reactivar a tufuturo marido. ¿O ya no quieres que te desee?
La mención de Pablo la hizoestremecer. ¿En serio estaba haciendo esto por él? Pero cuando losdedos de Pedro encontraron el calor entre sus piernas a través del jeans, todoslos pensamientos se borraron.
Por primera vez en semanas, sesintió deseada. No como la novia compadecida, sino como una mujer. Y laspastillas multiplicaban cada sensación hasta el delirio.
De vuelta en casa, Lita evitómirar a Pablo. Cada risa de él le sonaba a burla, cada gesto de cariño le sabíaa mentira. Él no me quiere así… pero papá sí.
Pedro, mientras tanto, servía lacena como si nada hubiera pasado. Pero sus ojos… sus ojos la devoraban cada vezque nadie miraba.
Esa noche, el mensaje llegó a las2:17 AM:
"Mañana volvemos. Quieroterminar lo que empezamos."
Lita leyó el texto una, dos, diezveces. Sabía lo que pedía. Sabía lo que perdería.
Pero cuando tocó entre suspiernas y encontró humedad, supo que ya no había vuelta atrás.
El departamento olía a lujuria ymentira. Pedro no perdió tiempo—desabotonó la blusa de Lita con dedos expertos,revelando sus pechos firmes, los pezones ya erectos por el deseo.
—Dios mío, mija… qué par de tetaste cargas—gruñó, bajando la cabeza para devorarlos como un hombre hambriento.
Lita arqueó la espalda, gimiendo,sus manos aferrándose a sus hombros mientras sentía la lengua caliente de supadre trazando círculos alrededor de sus pezones.
—Papi… así no…—protestódébilmente, pero sus dedos traicioneros ya buscaban el bulto enorme en elpantalón de Pedro, acariciándolo con presión a través de la tela—. Ay, quévergota tienes… Pablo nunca… nunca se pone así por mí…
Pedro levantó la vista, loslabios brillantes de saliva, y le clavó una mirada obscena:
—Porque ese pendejo no sabe loque vale mi hija… Pero yo sí. Te enseñaré lo que es un hombre de verdad… perono hoy.
Se separó bruscamente, dejándolajadeando.
—Hoy solo fue un recordatorio…Mañana, cuando camines hacia el altar conmigo, sabrás que ese vestido blanco esuna mentira… y que bajo él, llevas mi saliva en tus tetas.
Lita tragó saliva, sintiendo elvacío entre sus piernas. Sabía que estaba mal. Pero el fuego que Pedro habíaencendido en ella era imposible de apagar.
La iglesia estaba llena. Losacordes del órgano sonaban solemnes cuando Lita apareció en el pasillo, delbrazo de Pedro.

Iba radiante—vestido de encajeblanco ceñido a su cintura de avispa, escote de corazón que insinuaba lo quesolo su padre había saboreado, velo de tul que ocultaba sus ojos bajos. Unavirgen, pensaban todos.
Pero Pedro conocía la verdad.Mientras caminaban lentamente, su mano "accidentalmente" rozó sucostado, recordándole lo ocurrido. Lita contuvo un gemido, sintiendo cómo suspezones se endurecían bajo el vestido.
—Recuerda…—le susurró Pedro aloído, disimulando el movimiento de sus labios—…esta noche él intentará tocarte.Pero serás mía en cuanto se duerma.
Al llegar al altar,Pablo—ignorante, esperanzado—extendió la mano. Pedro se la entregó con unasonrisa que solo Lita entendió:
La boda es hoy… pero el adulterioya empezó.
La recepción bullía con música,risas y brindis. Pedro, con su sonrisa de lobo, pasó desapercibido entre losinvitados mientras servía personalmente la copa de Pablo.
—¡Para el novio!—dijo,entregándole un trago cargado de whisky y algo más—. Tienes que estarfuerte para tu noche especial, ¿no?
Pablo, ya con el rostro sonrojadopor los tragos anteriores, bebió sin sospechar.
—Gracias, suegro…—balbuceó,sintiendo cómo la mezcla de alcohol y pastillas empezaba a nublarle la mente.
Lita, bajo los efectos desus propias pastillas, observó la escena con las mejillas encendidas.Su vestido blanco le pesaba como una mentira.
Una hora después, Pablotambaleaba.
—No… no me siento bien…—murmuró,apoyándose en una mesa mientras su mirada se perdía.
Pedro apareció de inmediato,fingiendo preocupación:
—¡Pobrecito! Demasiado estrés…—dijo,rodeándolo con un brazo falsamente protector—. Yo lo llevo a lahabitación. Lita, espera aquí… que descanse un poco.
Los invitados aplaudieronel gesto noble del suegro. Nadie vio cómo Pedro le pellizcó elcostado a Lita al pasar, ni cómo ella contuvo un gemido.
Pedro arrastró a Pablo hasta lasuite nupcial—rosas en la cama, luces tenues—y lo dejó caer sobre las sábanas,donde el novio se desplomó como un saco, roncando al instante.
—Patético…—escupió Pedro,desabrochándose el cuello de la camisa.
La puerta se abrió. Lita entró,mordiéndose el labio.
—¿Está…?
—Inconsciente—confirmó Pedro,cerrando la puerta con llave—. Ni un huracán lo despertaría.
Se acercó a ella, arrinconándolacontra la pared. Su aliento olía a alcohol y a poder.
—Ahora…—susurró, deslizando unamano por el escote de su vestido—…veamos qué tan pura es mi hija…
Lita gimió cuando sus dedosencontraron sus pezones ya duros:
—Papi… no… es nuestro día…
Pedro rió bajito, hundiendo losdientes en su cuello:
—Exacto. Y quiero querecuerdes para siempre que tu primera noche de casada… fueconmigo.
Con un tirón, el vestido blancocayó al suelo.
Pedro no desperdició tiempo. Conun movimiento brusco, arrancó las bragas de encaje de Lita, dejando aldescubierto su virginidad intacta.

—Mírame, hija —ordenó,desabrochando su cinturón con manos temblorosas de lujuria—. Quiero queveas al hombre que realmente te poseerá por primera vez.
Su verga, gruesa y palpitante,emergió con fiereza. Lita tragó saliva al verla, más grande que cualquier cosaque hubiera imaginado.
La empujó contra el colchón,separando sus piernas con rudeza.
—Esto dolerá… pero pronto loolvidarás —susurró antes de hundirse de una sola embestida, rasgando suhimen.
Lita gritó, las lágrimasbrotando, pero Pedro selló su boca con un beso voraz. "Soy tu padre…y ahora tu primer hombre", le recordó entre jadeos.
Luego la giró bruscamente,obligándola a mirar su reflejo.
—Mira cómo tu papi te destroza… ycómo te gusta —gruñó, agarrándole las nalgas para clavar cada centímetro.
Ella veía su propio rostro entreel dolor y el éxtasis, las pastillas haciendo que su cuerpo respondiera a pesarde la traición. "Dios, qué rico… esto es pecado… pero no quiero quepare", pensó, sintiéndose más puta que novia.
Pedro se recostó y la hizocabalgar.
—Así… usa a tu papi como juguete —laprovocó, manos manoseando sus tetas mientras ella gemía, descubriendo el placerde moverse.
Lita cerró los ojos, imaginandopor un segundo que era Pablo… hasta que Pedro la pellizcó. "Aquí soloimporto YO".
Finalmente la levantó en brazos,mostrándole la luna llena.
—Mira bien… porque esta noche estu verdadera boda —rugió, penetrándola contra el cristal mientras ellaarañaba el marco.
Fue entonces cuando Pedro,sintiendo su climax, la volteó y la miró a los ojos:
—Casada con él… pero puta de tupapá. Y algún día… —una mano se posó en su vientre— …me darás un hijoque heredará todo.
Con un gruñido animal, vació susemen dentro de ella, marcándola como su propiedad.
Al día siguiente, Pablo despertócon la cabeza embotada.
—¿Qué pasó anoche? —preguntó,confundido.
Lita, astuta, le mostró lassábanas manchadas de sangre.
—Fuiste… increíble —mintió,besándolo con labios que aún sabían a su padre.
Pablo, ingenuo, sonrió orgulloso.
En el resort, Pedro se escondióen su misma suite. Cada noche, drogaba el vino de Pablo y, cuando el novio caíainconsciente, entraba sigiloso.
—Mi turno —susurraba,desnudando a Lita frente al espejo mientras Pablo roncaba a dos metros.
Nadie sospechó del suegroque "casualmente" viajó al mismo destino. Nadie vio cómoLita, entre sollozos de placer, le rogaba a su padre que la preñara en la camamatrimonial.
Y cuando meses después el test deembarazo dio positivo, Pablo lloró de felicidad… ignorando que el hijo llevaríalos ojos de Pedro.
Fin.
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