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Atrapada sin salida 1 reeditado.

Atrapada sin salida 1 reeditado.




Capítulo 1


"La sombra del pecado"

**Domingo 4/07/2010**

El aire en la Iglesia del Señor del Salitre olía a incienso y a hipocresía, o al menos eso pensaba Gerson Moncada.
Para él, el ritual dominical era una farsa: palabras vacías recitadas por un párroco que no creía ni la mitad de lo que predicaba, y una congregación que fingía santidad mientras sus ojos delataban deseos mundanos.
Pero ahí estaba él, un coloso de piel oscura, músculos marcados y una mirada que cortaba como navaja, sentado en una banca al fondo, con un propósito muy distinto al de salvar su alma.

Elisa Heredia sintió un escalofrío cuando lo vio entrar.
Su intuición, afilada como solo la de una mujer puede serlo, le alertó que ese hombre traía problemas.
Gerson Moncada no era un desconocido para ella, y ese era precisamente el problema.
Sus ojos oscuros, cargados de una mezcla de lujuria y desafío, se clavaron en ella desde el otro lado de la capilla, haciéndola estremecer. Intentó concentrarse en el sermón, en la mano de su esposo Tomás que descansaba distraídamente sobre la suya, pero la presencia de Gerson era como una sombra que se alargaba sobre su vida.

Una semana antes, la Iglesia del Señor del Salitre seguía oliendo a incienso, pero para Elisa Heredia, el aroma ahora se mezclaba con el peso de la culpa y el miedo. Los días transcurridos desde su encuentro con Gerson Moncada en la cabaña desolada habían sido una tortura. Cada noche, mientras Tomás dormía plácidamente a su lado, ella permanecía despierta, con el corazón acelerado, recordando la amenaza de Gerson y el video que él había grabado.
Gerson la había obligado a arrodillarse.
Con su teléfono en la mano, había capturado cada momento humillante mientras ella, atrapada por el pánico, le hacía sexo oral. La grabación era su arma definitiva, un grillete que la ataba a él.
“Tenés 48 horas para dejar todo e irte conmigo a Honduras”
le había dicho, su voz fría como el acero.
“Si no, este video llega a tu marido, a tus vecinos, a todos en este maldito pueblo”.
Elisa había intentado ganar tiempo. Le había dicho a Gerson que necesitaba organizar sus cosas, que debía encontrar una excusa creíble para desaparecer sin levantar sospechas. Pero cada día que pasaba, su resistencia se debilitaba. Sabía que no podía seguir postergándolo. Gerson no era un hombre de paciencia, y su ultimátum resonaba en su mente como un eco interminable.
Ese domingo, cuando entró a la iglesia, Elisa sintió que todos la observaban. No era cierto, por supuesto; los parroquianos estaban absortos en sus propios mundos, saludándose con sonrisas ensayadas.
Pero la paranoia la consumía.
Gerson estaba allí, como siempre, sentado en la misma banca al fondo, con esa mirada que la desnudaba. Sus ojos parecían decir: Se te acabó el tiempo, cipota.

Tomás, ajeno a todo, saludaba a los parroquianos con su sonrisa de siempre, ignorando a Elisa como solía hacer en estos eventos.
Para él, la iglesia era un lugar de rutina, un espacio para mantener apariencias y tejer lazos sociales.
Para Gerson, en cambio, era un coto de caza. Sus ojos recorrían las curvas de las mujeres de Calvillo, esas bellezas de piel clara y rasgos europeos que paseaban por el centro histórico de la “capital mundial de la guayaba”.
Pero ninguna lo atraía tanto como Elisa.
No era solo su cuerpo —esa figura de reloj de arena, cintura estrecha y un trasero firme que el vestido dominical apenas insinuaba—, era algo más: su aura de bondad, su recato, su fragilidad.
Romperla sería un trofeo...

Gerson no era un hombre de fe.
Había crecido en las calles de Honduras, donde la pobreza era un monstruo que devoraba todo: sueños, familias, moral.
La violencia de las maras, la ley del más fuerte y la ausencia de justicia lo habían moldeado.
Había escapado de ese infierno, pero no sin un precio.
Su vida en México, primero en Guadalajara y ahora en la tranquila Calvillo, era una huida constante.
Unos meses atrás, una operación de narcotráfico había colapsado, sus socios habían caído y él había tenido que desaparecer.
Encarnación de Díaz Jalisco y ahora este pueblo, eran refugios temporales.
Pero Gerson no sabía quedarse quieto. Necesitaba acción, control, dominio.
Y Elisa era el objetivo perfecto.

Mientras el párroco hablaba de redención, Gerson recordaba la noche que cambió todo. Había sido un encuentro fortuito, un desliz que Elisa juró olvidar.
Pero para Gerson, esa noche fue una conquista.
Recordaba cada detalle: la piel blanca de Elisa temblando bajo sus manos, sus gemidos ahogados, la forma en que su cuerpo se rindió a él.
Y ahora, el destino le había dado un regalo inesperado: Elisa estaba embarazada.
De él.
Saber que llevaba su semilla en el vientre lo llenaba de una satisfacción perversa.
No era solo lujuria; era poder.
Y él iba a exprimirlo hasta la última gota.

El servicio terminó con las palabras de siempre: “La paz sea con ustedes”.
Elisa, con el corazón acelerado, se volvió hacia Gerson por puro instinto, como si su cuerpo supiera que no podía ignorarlo.

—La paz sea contigo —dijo, su voz apenas un susurro, mientras extendía una mano temblorosa.

Gerson tomó su mano con una lentitud deliberada, dejando que sus dedos se demoraran más de lo necesario.
Sus ojos no se apartaron de los de ella, y en ese instante, Elisa sintió que la devoraba.

—Paz, vos —respondió él, con una sonrisa que era más amenaza que cortesía.

El contacto fue breve, pero suficiente para que Gerson sintiera una corriente de deseo. La erección que crecía bajo sus pantalones era un recordatorio de lo que quería, de lo que *tomaría*. Elisa, por su parte, sintió que el suelo se desvanecía.
Intentó recomponerse, pero el miedo y una chispa de algo que no quería nombrar —placer, tal vez— la tenían atrapada.

El párroco interrumpió el momento al llamar a Tomás al frente.
Había sido seleccionado para liderar un grupo misionero que viajaría a Perú por tres semanas.
Mientras Tomás recitaba un versículo bíblico con orgullo, Elisa quedó sola, vulnerable. Gerson no perdió el tiempo.

—Tengo que hablar con vos, y no acepto un no —susurró, acercándose tanto que ella pudo oler su colonia, una mezcla de madera y especias que la mareó.

Elisa tragó saliva.
Sabía de qué iba esto.
Sabía lo que Gerson quería.
Y, sobre todo, sabía lo que él podía hacer si ella lo desafiaba.
El embarazo era una bomba de tiempo.
Si Tomás se enteraba, si alguien en el pueblo siquiera sospechaba, su vida se derrumbaría. La vergüenza, el escándalo, la pérdida de todo lo que había construido en veinte años de matrimonio… Era demasiado.

—Espera un poco, por favor —murmuró, su voz quebrándose.

Gerson asintió, pero su mirada decía que no había escapatoria.
Elisa se levantó, con las piernas temblorosas, y se acercó a Tomás para despedirse.
Le mintió con facilidad, diciendo que debía atender un asunto de las clases de catecismo. Tomás, confiado como siempre, no sospecho nada.
Ella salió de la iglesia, sintiendo los ojos de Gerson siguiéndola como un depredador.

En el pasillo que llevaba a las oficinas parroquiales, Gerson la alcanzó. Su presencia era abrumadora, una montaña de músculos que bloqueaba la luz.

—¿Aquí no hay nadie, verdad? Aquí podemos hablar, vos —dijo, su voz grave resonando en el espacio vacío.

Elisa dejó caer las llaves del coche por el susto.
Se giró, con el corazón en la garganta.

—Tú… Me has asustado —balbuceó, intentando mantener la compostura.

Gerson dio un paso hacia ella, invadiendo su espacio.
Vestía una chaqueta vaquera y jeans ajustados que marcaban cada línea de su cuerpo.
Era imposible no notar su físico imponente, la forma en que los pantalones se adherían a sus muslos y, sí, a su entrepierna.
Elisa desvió la mirada, avergonzada de sus propios pensamientos.

—¿De verdad lo amás, vos? —preguntó Gerson, su tono cargado de burla—.
A ese imbécil que ni te mira.

Elisa ignoró la provocación. —Apartémonos de una vez, esto no puede seguir.

Pero Gerson no se movió.
En cambio, se acercó más, hasta que ella tuvo que retroceder contra la pared. —No creías que iba a ser tan fácil, ¿verdad? —dijo, inclinándose para que su aliento rozara su mejilla—. Sé lo que llevás en el vientre, cipota. Y sé que es mío.

Elisa sintió que el aire se le escapaba.
La mención del embarazo fue como un golpe. —Por favor… No hagas esto —susurró, pero su voz carecía de fuerza.

Gerson sonrió, una sonrisa cruel que prometía problemas. —Si no querés que todo el pueblo sepa, vas a hacer lo que yo diga. ¿Entendés? Ese bebé es mi boleto, y vos sos mi premio.

Elisa quiso gritar, correr, pero sus piernas no respondían.
La presión era insoportable.
Gerson sabía demasiado, tenía demasiado poder sobre ella.
Y lo peor era que una parte de ella, una parte que la llenaba de asco, respondía a él. Recordaba esa noche, los jadeos, la forma en que su cuerpo se había sentido vivo por primera vez en años.
Era una traición a sí misma, a Tomás, a todo lo que creía, pero estaba ahí, latiendo en su interior.

—Subí al coche —ordenó Gerson, y ella obedeció, como si estuviera en trance.

Condujo en silencio hasta un terreno desolado a las afueras de Calvillo.
El paisaje árido reflejaba su estado de ánimo: seco, vacío, atrapado.
Cuando apagó el motor, Gerson no perdió tiempo.
Se acercó, su mano encontrando su muslo con una familiaridad que la hizo estremecer.

—Vete —dijo Elisa, pero las palabras sonaron huecas.

Gerson se rió, bajo y gutural. —No, cipota. Vos no querés que me vaya.
Lo veo en tus ojos.
Lo sentí esa noche.
Y lo siento ahora.

Levantó su vestido con un movimiento rápido, exponiendo sus muslos.
Elisa intentó resistir, pero sus manos eran torpes, su mente un torbellino.
Gerson deslizó los dedos bajo sus bragas, encontrando su humedad traicionera.
Ella gimió, odiándose por ello.

—Mirá cómo estás —susurró él, su voz como veneno dulce—.
Esto no es un accidente, Elisa.
Esto es lo que sos.

Sus dedos se movieron con destreza, tocándola donde sabía que ella cedería.
Elisa cerró los ojos, atrapada entre el placer y la culpa.
Quería detenerlo, pero su cuerpo la traicionaba.
Gerson lo sabía, y usaba cada gemido, cada estremecimiento, para apretar más las cadenas invisibles que la ataban a él.

—Decime que me deseás —ordenó, deteniendo sus movimientos justo cuando ella estaba al borde.

Elisa negó con la cabeza, pero las lágrimas en sus ojos delataban su rendición. —No puedo…

—Decilo, o le cuento todo a tu marido. Imaginate su cara cuando sepa que su mujercita lleva un hijo mío.

El pánico la atravesó como un rayo.
No podía permitir que eso pasara.
No podía destruir a Tomás, no podía enfrentar el escándalo.
Con un sollozo roto, cedió.

—Te deseo —murmuró, las palabras quemándole la garganta.

Gerson no esperó más.
La levantó contra el coche, arrancándole las bragas con un movimiento brusco.
Sus manos la sostuvieron con facilidad, abriéndola para él.
Elisa sintió la presión de su erección contra su entrada, y aunque una parte de ella quería gritar que parara, otra parte —la que no podía silenciar— lo anhelaba.

—Decime que me amás —exigió él, empujando apenas, lo suficiente para hacerla jadear.

—No… No puedo —gimió ella, pero su cuerpo se arqueaba hacia él, traicionándola.

Gerson embistió con fuerza, arrancándole un grito. —Decilo, cipota, o no paro hasta que todo el pueblo lo sepa.

Elisa se quebró. —Te amo —sollozó, las palabras arrancadas de su alma.

Él la tomó entonces, sin piedad, contra el coche. Cada embestida era un recordatorio de su poder sobre ella, de su sumisión.
Elisa se perdió en la mezcla de dolor, placer y desesperación.
Su cuerpo respondía a él, alcanzando un clímax que la dejó temblando, mientras Gerson gruñía, llenándola con su semen. Permaneció dentro de ella, su peso aplastándola contra el metal, como si quisiera marcarla para siempre.

—Vas a dejar a ese imbécil —dijo, su voz baja y peligrosa—.
Porque si no, yo mismo le digo la verdad.
Y no solo a él.
A todos...

Elisa no respondió.
No podía.
Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras pensaba en Tomás, en el hogar que habían construido, en el bebé que llevaba dentro. Estaba atrapada y sin salida, y Gerson lo sabía.
Pero lo peor, lo que la destrozaba, era que una parte de ella —pequeña, oscura, inconfesable— disfrutaba de esa rendición, de la intensidad que él le arrancaba.

Una hora después, Elisa regresó a la iglesia. Tomás, absorto en los detalles del viaje misionero, no notó su ausencia prolongada ni el temblor en sus manos.
La llevó a casa bajo un sol ámbar que contrastaba con la tormenta en su interior. Mientras conducían, Elisa miró por la ventana, su reflejo borroso en el cristal.
Ya no sabía quién era.
Solo sabía que Gerson no la dejaría ir, y que, de alguna manera retorcida, una parte de ella no quería que lo hiciera, aunque sabia que su vida, estaba desmoronándose.

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