Habían pasado unos días desde la fiesta de disfraces, y la imagen de Julia temblando contra el árbol, con mi lengua en su culo, seguía quemándome la cabeza. Pero Caro, como siempre, no dejaba que las cosas se enfriaran. Me mandó un mensaje a medianoche, con una ubicación en el medio de la nada, en las afueras de la ciudad: “Venite, primito. Traé las bolas llenas y los huevos puestos. Te esperamos con Cata en una casa abandonada. No seas cagón”. La palabra “Cata” me intrigó. No era Julia, eso seguro. Y el tono de Caro, como siempre, era una mezcla de desafío y promesa que me hacía imposible decir que no.
Llegué al lugar pasadas las dos de la mañana. La casa era una mole oscura, medio derruida, con ventanas rotas y enredaderas trepando por las paredes como si quisieran tragársela. El aire olía a humedad y madera podrida. La luna apenas iluminaba el camino de canto rodado que crujía bajo mis zapatillas. Todo gritaba peligro, pero mi pija ya estaba a media asta solo de pensar en lo que Caro tendría planeado. Me mandó otro mensaje: “Entrá por la puerta trasera. No hagas ruido. Y no te cagues, pajero”.
Empujé la puerta trasera, que chirrió como en una película de terror barata. Adentro, la oscuridad era casi total, rota solo por el brillo débil de mi celular. El suelo de madera crujía con cada paso, y el eco de goteras lejanas me ponía los nervios de punta. Había muebles rotos, telarañas y un olor a moho que se pegaba a la garganta. Escuché un crujido en alguna parte de la casa, y mi corazón dio un salto. “Caro, ¿dónde verga estás?”, murmuré, más para calmarme que esperando una respuesta.
De repente, un susurro con eco vino desde el fondo del pasillo: “Por acá, primito… seguí la voz de tu putita favorita”. Era Caro, pero su tono tenía algo raro, como si estuviera jugando, pero también nerviosa. Sentia como si estuviera muerta y me hablara desde el mas alla. Avancé, con el pulso acelerado, esquivando pedazos de vidrio y muebles volcados. El pasillo se estrechaba, y las paredes parecían cerrarse a mi alrededor. Otro crujido, esta vez más cerca. Me detuve, con la piel erizada. “Caro, no jodas, estoy re cagado boluda”, dije, alzando la voz. Silencio. Y luego, una risa suave, casi siniestra, que no supe si era de ella o de alguien más. Todo tenia mas gusto a fantasma que a sexo ahi.
Llegué a una escalera que bajaba a lo que parecía un sótano. Una luz tenue, como de velas, parpadeaba desde abajo. Bajé, paso a paso, con la madera crujiendo bajo mi peso. El aire se volvía más frío, más pesado. Al llegar al sótano, vi una puerta entreabierta al fondo. De ahí salía la luz, y ahora escuchaba murmullos, risas bajas, y algo más… ¿gemidos? Empujé la puerta con cuidado, y lo que vi me dejó congelado.
Era una habitación grande, con paredes de piedra cubiertas de musgo y manchas oscuras que parecían sangre seca. En el centro, iluminada por un círculo de velas, había una jaula de metal oxidado, como sacada de una mazmorra medieval. Dentro de la jaula, Caro y una chica que debía ser Cata estaban arrodilladas, desnudas salvo por collares de cuero negro alrededor de sus cuellos, con cadenas que las ataban a los barrotes. Caro tenía el pelo revuelto, los labios pintados de rojo oscuro, y una mirada que mezclaba sumisión y desafío. Cata, morocha, con tetas más grandes que las de Caro y un cuerpo lleno de tatuajes, me miraba con ojos vidriosos y pupilas totalmetne dilatadas, como si ya estuviera perdida en lo que iba a pasar. Evidentemenete drogadas al palo, con acido o vaya a saber qué porqueria. Ambas tenían las muñecas atadas con cuerdas rojas, y sus cuerpos brillaban por el sudor bajo la luz de las velas.
“Bienvenido, amo”, dijo Caro, con un tono burlón pero cargado de deseo. “Cata y yo queremos que nos hagas mierda. ¿Nos vas a someter, o te vas a cagar como siempre, primito?”. Cata soltó una risita nerviosa, pero sus ojos no se despegaban de mí. En una mesa al lado de la jaula había un látigo de cuero, pinzas metálicas, un varilla de madera y un frasco de lubricante. El mensaje era claro: esto no iba a ser suave.
Caminé hacia la jaula, con el corazón latiéndome en la garganta. La abrí con un chirrido que resonó en la habitación. “Salgan, putas de mierda”, dije, tratando de sonar firme aunque por dentro estaba al borde del colapso. Caro salió primero, gateando, con las cadenas rozando el suelo. Las rodillas le sangraban o estaban amoratadas. Cata la siguió, más lenta, como si estuviera probando hasta dónde podía llegar. Las hice arrodillarse frente a mí, y el poder que sentía era enagenante.
Agarré el látigo de la mesa y lo hice chasquear en el aire. Caro alzó la mirada, con una sonrisa torcida. “Dale, pajero, pegame fuerte. haceme mierda puto cagon. Quiero sentirlo”. Levanté el látigo y lo bajé con fuerza contra su espalda. El cuero cortó el aire y dejó una marca roja en su piel blanca. Caro soltó un grito ahogado, pero sus ojos brillaban de placer. “Más fuerte, degenarado hijo de puta”, grito como putita sacaleche, arqueando la espalda para ofrecerme más. Volví a golpear, esta vez en su culo, y la marca fue más oscura, casi morada. Su cuerpo tembló, y un gemido salió de su garganta, mitad dolor, mitad éxtasis. “Así, puto culoroto, rompeme toda”, decia lagrimeando.
Cata miraba, con la respiración agitada. “Yo también quiero, primo pija gorda”, dijo, con voz temblorosa pero decidida. Me acerqué a ella y, sin avisar, le di un cachetazo en las tetas. Sus pezones, ya duros, se marcaron bajo el golpe, y un grito agudo salió de su boca. “ay, qué fuerte pega esta hijo de puta”, gimió, apretando los muslos como si el dolor la estuviera mojando. Le di otro golpe, esta vez en el muslo, y la piel se enrojeció al instante. Cata se mordió el labio hasta hacerse sangre, y sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no pidió que parara.
Agarré las pinzas metálicas y me acerqué a Caro. “Abrí la boca, puta de mierda”, ordené. Ella obedeció, y le puse una pinza en la lengua, apretándola hasta que vi que le dolía. “Ahora no vas a hablar tanto, ¿no?”, dije, y ella solo gimió, con la saliva empezando a gotear. Despues le puse una pinza en cada pezón, girándolas lentamente. Caro se retorcía, con el cuerpo temblando, pero no apartaba la mirada. “Sos un enfermo de mierda, cuando te meto el dedo en el culo sos una putita”, logró decir, con la voz distorsionada por la pinza en la lengua.
Con Cata fui más cruel. Le até las tetas con la cuerda, apretando hasta que se pusieron moradas, y luego le puse pinzas en los pezones, tirando de ellas hasta que gritó. “Por favor, primito, más, sacame sangre”, suplicó, con lágrimas corriendo por su cara. Le di un golpe con la varilla en el culo, tan fuerte que el sonido rebotó en las paredes. La marca fue instantánea, un moretón que crecía con cada segundo. Cata se cayó hacia adelante, jadeando, pero levantó el culo pidiendo más. “Rompeme el orto, por favor”, lloraba la puta.
Las hice gatear hasta la mesa, donde las até boca abajo, con las piernas abiertas y los culos al aire. Lubriqué mis dedos y empecé con Caro, metiéndole dos en el culo sin aviso. “Qué orto apretado tenés, puta”, dije, mientras ella se retorcía y gemía. Luego hice lo mismo con Cata, que gritó cuando mis dedos entraron, pero empujó las caderas hacia mí como pidiendo más. Las volvi a dar con la varilla, alternando golpes, hasta que sus culos estaban rojos y palpitantes. Cada golpe era un estallido de dolor y placer, y sus gritos se mezclaban con los gemidos, llenando la habitación.
“Ahora van a sentirme de verdad”, dije, bajándome los pantalones. Mi pija estaba dura como piedra, goteando goteando leche como en una pelicula porno. Me acerqué a Caro primero, escupí en su culo y empujé la cabeza de mi pija contra su orto. Entré de una, sin cuidado, y Caro gritó, con las cadenas sonando mientras su cuerpo se tensaba. “Me estás partiendo, hijo de puta”, lloró, pero sus caderas se movían contra mí, pidiendo más. La cogí duro, cada empujon haciendo que su culo se abriera más, mientras ella gemía y me decia puto.
Con Cata fui peor. Le metí la pija en la concha primero, lubricándola con su propia humedad, y luego pasé a su culo, que estaba tan apretado que casi se lo lleno de leche en la primera bombeada. “Terrible puta resultaste, Cata, tomá mi pija bien adentro”, grité, mientras le daba con fuerza. Ella gritaba, con las pinzas en los pezones balanceándose con cada golpe. Caro, todavía atada, miraba y se tocaba la concha con las manos libres, gimiendo como si estuviera a punto de acabar solo de vernos.
Las cogí hasta que no dieron más, alternando entre sus culos y conchas, azotándolas y tirando de las pinzas hasta que sus cuerpos eran un mapa de moretones y marcas. Cuando sentí que iba a acabar, las hice arrodillarse frente a mí. “Abran la boca, putas”, ordené, y las llené de leche en sus caras, con chorros que les llenaron la boca y les chorrearon por el mentón. Caro y Cata se lamieron mutuamente, limpiándose mi leche con las lenguas, mientras me miraban con ojos de sumisión absoluta.
La habitación quedó en silencio, salvo por la agitación de dos putas perras y el palpitar mudo de las velas.
Llegué al lugar pasadas las dos de la mañana. La casa era una mole oscura, medio derruida, con ventanas rotas y enredaderas trepando por las paredes como si quisieran tragársela. El aire olía a humedad y madera podrida. La luna apenas iluminaba el camino de canto rodado que crujía bajo mis zapatillas. Todo gritaba peligro, pero mi pija ya estaba a media asta solo de pensar en lo que Caro tendría planeado. Me mandó otro mensaje: “Entrá por la puerta trasera. No hagas ruido. Y no te cagues, pajero”.
Empujé la puerta trasera, que chirrió como en una película de terror barata. Adentro, la oscuridad era casi total, rota solo por el brillo débil de mi celular. El suelo de madera crujía con cada paso, y el eco de goteras lejanas me ponía los nervios de punta. Había muebles rotos, telarañas y un olor a moho que se pegaba a la garganta. Escuché un crujido en alguna parte de la casa, y mi corazón dio un salto. “Caro, ¿dónde verga estás?”, murmuré, más para calmarme que esperando una respuesta.
De repente, un susurro con eco vino desde el fondo del pasillo: “Por acá, primito… seguí la voz de tu putita favorita”. Era Caro, pero su tono tenía algo raro, como si estuviera jugando, pero también nerviosa. Sentia como si estuviera muerta y me hablara desde el mas alla. Avancé, con el pulso acelerado, esquivando pedazos de vidrio y muebles volcados. El pasillo se estrechaba, y las paredes parecían cerrarse a mi alrededor. Otro crujido, esta vez más cerca. Me detuve, con la piel erizada. “Caro, no jodas, estoy re cagado boluda”, dije, alzando la voz. Silencio. Y luego, una risa suave, casi siniestra, que no supe si era de ella o de alguien más. Todo tenia mas gusto a fantasma que a sexo ahi.
Llegué a una escalera que bajaba a lo que parecía un sótano. Una luz tenue, como de velas, parpadeaba desde abajo. Bajé, paso a paso, con la madera crujiendo bajo mi peso. El aire se volvía más frío, más pesado. Al llegar al sótano, vi una puerta entreabierta al fondo. De ahí salía la luz, y ahora escuchaba murmullos, risas bajas, y algo más… ¿gemidos? Empujé la puerta con cuidado, y lo que vi me dejó congelado.
Era una habitación grande, con paredes de piedra cubiertas de musgo y manchas oscuras que parecían sangre seca. En el centro, iluminada por un círculo de velas, había una jaula de metal oxidado, como sacada de una mazmorra medieval. Dentro de la jaula, Caro y una chica que debía ser Cata estaban arrodilladas, desnudas salvo por collares de cuero negro alrededor de sus cuellos, con cadenas que las ataban a los barrotes. Caro tenía el pelo revuelto, los labios pintados de rojo oscuro, y una mirada que mezclaba sumisión y desafío. Cata, morocha, con tetas más grandes que las de Caro y un cuerpo lleno de tatuajes, me miraba con ojos vidriosos y pupilas totalmetne dilatadas, como si ya estuviera perdida en lo que iba a pasar. Evidentemenete drogadas al palo, con acido o vaya a saber qué porqueria. Ambas tenían las muñecas atadas con cuerdas rojas, y sus cuerpos brillaban por el sudor bajo la luz de las velas.
“Bienvenido, amo”, dijo Caro, con un tono burlón pero cargado de deseo. “Cata y yo queremos que nos hagas mierda. ¿Nos vas a someter, o te vas a cagar como siempre, primito?”. Cata soltó una risita nerviosa, pero sus ojos no se despegaban de mí. En una mesa al lado de la jaula había un látigo de cuero, pinzas metálicas, un varilla de madera y un frasco de lubricante. El mensaje era claro: esto no iba a ser suave.
Caminé hacia la jaula, con el corazón latiéndome en la garganta. La abrí con un chirrido que resonó en la habitación. “Salgan, putas de mierda”, dije, tratando de sonar firme aunque por dentro estaba al borde del colapso. Caro salió primero, gateando, con las cadenas rozando el suelo. Las rodillas le sangraban o estaban amoratadas. Cata la siguió, más lenta, como si estuviera probando hasta dónde podía llegar. Las hice arrodillarse frente a mí, y el poder que sentía era enagenante.
Agarré el látigo de la mesa y lo hice chasquear en el aire. Caro alzó la mirada, con una sonrisa torcida. “Dale, pajero, pegame fuerte. haceme mierda puto cagon. Quiero sentirlo”. Levanté el látigo y lo bajé con fuerza contra su espalda. El cuero cortó el aire y dejó una marca roja en su piel blanca. Caro soltó un grito ahogado, pero sus ojos brillaban de placer. “Más fuerte, degenarado hijo de puta”, grito como putita sacaleche, arqueando la espalda para ofrecerme más. Volví a golpear, esta vez en su culo, y la marca fue más oscura, casi morada. Su cuerpo tembló, y un gemido salió de su garganta, mitad dolor, mitad éxtasis. “Así, puto culoroto, rompeme toda”, decia lagrimeando.
Cata miraba, con la respiración agitada. “Yo también quiero, primo pija gorda”, dijo, con voz temblorosa pero decidida. Me acerqué a ella y, sin avisar, le di un cachetazo en las tetas. Sus pezones, ya duros, se marcaron bajo el golpe, y un grito agudo salió de su boca. “ay, qué fuerte pega esta hijo de puta”, gimió, apretando los muslos como si el dolor la estuviera mojando. Le di otro golpe, esta vez en el muslo, y la piel se enrojeció al instante. Cata se mordió el labio hasta hacerse sangre, y sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no pidió que parara.
Agarré las pinzas metálicas y me acerqué a Caro. “Abrí la boca, puta de mierda”, ordené. Ella obedeció, y le puse una pinza en la lengua, apretándola hasta que vi que le dolía. “Ahora no vas a hablar tanto, ¿no?”, dije, y ella solo gimió, con la saliva empezando a gotear. Despues le puse una pinza en cada pezón, girándolas lentamente. Caro se retorcía, con el cuerpo temblando, pero no apartaba la mirada. “Sos un enfermo de mierda, cuando te meto el dedo en el culo sos una putita”, logró decir, con la voz distorsionada por la pinza en la lengua.
Con Cata fui más cruel. Le até las tetas con la cuerda, apretando hasta que se pusieron moradas, y luego le puse pinzas en los pezones, tirando de ellas hasta que gritó. “Por favor, primito, más, sacame sangre”, suplicó, con lágrimas corriendo por su cara. Le di un golpe con la varilla en el culo, tan fuerte que el sonido rebotó en las paredes. La marca fue instantánea, un moretón que crecía con cada segundo. Cata se cayó hacia adelante, jadeando, pero levantó el culo pidiendo más. “Rompeme el orto, por favor”, lloraba la puta.
Las hice gatear hasta la mesa, donde las até boca abajo, con las piernas abiertas y los culos al aire. Lubriqué mis dedos y empecé con Caro, metiéndole dos en el culo sin aviso. “Qué orto apretado tenés, puta”, dije, mientras ella se retorcía y gemía. Luego hice lo mismo con Cata, que gritó cuando mis dedos entraron, pero empujó las caderas hacia mí como pidiendo más. Las volvi a dar con la varilla, alternando golpes, hasta que sus culos estaban rojos y palpitantes. Cada golpe era un estallido de dolor y placer, y sus gritos se mezclaban con los gemidos, llenando la habitación.
“Ahora van a sentirme de verdad”, dije, bajándome los pantalones. Mi pija estaba dura como piedra, goteando goteando leche como en una pelicula porno. Me acerqué a Caro primero, escupí en su culo y empujé la cabeza de mi pija contra su orto. Entré de una, sin cuidado, y Caro gritó, con las cadenas sonando mientras su cuerpo se tensaba. “Me estás partiendo, hijo de puta”, lloró, pero sus caderas se movían contra mí, pidiendo más. La cogí duro, cada empujon haciendo que su culo se abriera más, mientras ella gemía y me decia puto.
Con Cata fui peor. Le metí la pija en la concha primero, lubricándola con su propia humedad, y luego pasé a su culo, que estaba tan apretado que casi se lo lleno de leche en la primera bombeada. “Terrible puta resultaste, Cata, tomá mi pija bien adentro”, grité, mientras le daba con fuerza. Ella gritaba, con las pinzas en los pezones balanceándose con cada golpe. Caro, todavía atada, miraba y se tocaba la concha con las manos libres, gimiendo como si estuviera a punto de acabar solo de vernos.
Las cogí hasta que no dieron más, alternando entre sus culos y conchas, azotándolas y tirando de las pinzas hasta que sus cuerpos eran un mapa de moretones y marcas. Cuando sentí que iba a acabar, las hice arrodillarse frente a mí. “Abran la boca, putas”, ordené, y las llené de leche en sus caras, con chorros que les llenaron la boca y les chorrearon por el mentón. Caro y Cata se lamieron mutuamente, limpiándose mi leche con las lenguas, mientras me miraban con ojos de sumisión absoluta.
La habitación quedó en silencio, salvo por la agitación de dos putas perras y el palpitar mudo de las velas.
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