Desde que entré al club, supe que esta noche sería diferente.
La luz era tenue, roja, caliente. El ambiente olía a sexo contenido. Hombres y mujeres se rozaban sin vergüenza, y yo… yo caminaba por ese espacio con las piernas ligeramente húmedas, el vestido sin ropa interior debajo, los pezones marcando con descaro. Sentía la mirada de todos… y sentía la suya: mi esposo, detrás de mí, como un buen cuck, obediente, duro… y mudo.
No tuve que buscar mucho. Ellos me vieron primero. Uno alto, imponente, con los ojos clavados en mi escote como si le perteneciera. El otro, más joven, con esa energía ansiosa de alguien que todavía disfruta cada segundo como si fuera el primero. Me acerqué a ellos sin pedirle permiso a nadie. Me miraron… como se mira a una puta. Y eso me hizo temblar.
—¿Quieres jugar? —me preguntó uno, ya sabiendo la respuesta.
—Solo si mi esposo puede mirar —respondí, sonriendo—. Me gusta que vea cómo me usan.
Me llevaron a un sofá bajo, rodeado de otros cuerpos, de otras fantasías. Me senté entre ellos como una muñeca entregada. Sus manos me tocaban sin prisa pero sin delicadeza. Subieron mi vestido hasta mi cintura. Estaba expuesta. Totalmente. Sentí el aire frío entre mis piernas… y luego la lengua caliente de uno de ellos hundiéndose en mí sin aviso.
Gemí fuerte. No por sorpresa… por puro deseo.
—Está empapada —dijo uno—. ¿Esto te lo provoca él… o nosotros?
No respondí. Abrí más las piernas.
Uno me besaba el cuello, me mordía. El otro ya tenía dos dedos dentro de mí, moviéndolos con fuerza, sacando sonidos húmedos que todos podían oír. Y yo… me derretía.
Vi a mi esposo a unos metros. Parado. Tenso. Masturbándose con los ojos fijos en mí. Y le sonreí. Le mostré cómo uno de ellos me empujaba la cabeza hacia abajo y yo abría la boca encantada. Su polla era gruesa, pesada. Me la metí hasta el fondo, sintiendo cómo mi saliva caía por mi mentón. Me ahogaba. Me encantaba.
Mientras tanto, el otro me follaba con los dedos, me abría, me preparaba.
—Listo para ti —susurró—. Vas a sentirlo como no lo has sentido antes.
Y me tomó.
Sin condón.
Sin preguntar.
Solo me empujó contra el sofá y se hundió dentro de mí como si ya fuera suya. Y yo grité. Porque era verdad. Porque mi cuerpo lo recibió con hambre. Porque era mejor. Más grande. Más salvaje.
Y mi esposo miraba todo.
La doble penetración llegó rápido. Uno detrás. Otro delante. Mis labios hinchados, mis pechos marcados por manos que no eran suyas. Me sentía llena. Rota. Viva.
—¿Te gusta así? —me preguntó uno mientras me embestía.
—Me encanta. Me encanta que mi esposo vea cómo me vuelvo adicta a esto… a otros.
Mi orgasmo fue explosivo. Lloré. Literalmente. El placer me atravesó tan fuerte que grité sucio, vulgar, sin control. Y ellos lo sintieron. Me agarraron más fuerte. Se corrieron dentro de mí, llenándome, uno tras otro, jadeando como animales.
Y cuando todo terminó, quedé ahí… con las piernas abiertas, el semen escurriendo, las mejillas sonrojadas, la piel sudorosa.
—Ven —le dije a mi esposo—. Limpia lo que dejaron. Haz tu parte.
Se arrodilló sin dudar. Lamió. Bebió. Me adoró como la puta que ahora soy. Y mientras lo hacía, yo acaricié su cabello y le susurré:
—Creo que nací para esto.
Y en sus ojos, vi algo hermoso: dolor… y adoración.
La luz era tenue, roja, caliente. El ambiente olía a sexo contenido. Hombres y mujeres se rozaban sin vergüenza, y yo… yo caminaba por ese espacio con las piernas ligeramente húmedas, el vestido sin ropa interior debajo, los pezones marcando con descaro. Sentía la mirada de todos… y sentía la suya: mi esposo, detrás de mí, como un buen cuck, obediente, duro… y mudo.
No tuve que buscar mucho. Ellos me vieron primero. Uno alto, imponente, con los ojos clavados en mi escote como si le perteneciera. El otro, más joven, con esa energía ansiosa de alguien que todavía disfruta cada segundo como si fuera el primero. Me acerqué a ellos sin pedirle permiso a nadie. Me miraron… como se mira a una puta. Y eso me hizo temblar.
—¿Quieres jugar? —me preguntó uno, ya sabiendo la respuesta.
—Solo si mi esposo puede mirar —respondí, sonriendo—. Me gusta que vea cómo me usan.
Me llevaron a un sofá bajo, rodeado de otros cuerpos, de otras fantasías. Me senté entre ellos como una muñeca entregada. Sus manos me tocaban sin prisa pero sin delicadeza. Subieron mi vestido hasta mi cintura. Estaba expuesta. Totalmente. Sentí el aire frío entre mis piernas… y luego la lengua caliente de uno de ellos hundiéndose en mí sin aviso.
Gemí fuerte. No por sorpresa… por puro deseo.
—Está empapada —dijo uno—. ¿Esto te lo provoca él… o nosotros?
No respondí. Abrí más las piernas.
Uno me besaba el cuello, me mordía. El otro ya tenía dos dedos dentro de mí, moviéndolos con fuerza, sacando sonidos húmedos que todos podían oír. Y yo… me derretía.
Vi a mi esposo a unos metros. Parado. Tenso. Masturbándose con los ojos fijos en mí. Y le sonreí. Le mostré cómo uno de ellos me empujaba la cabeza hacia abajo y yo abría la boca encantada. Su polla era gruesa, pesada. Me la metí hasta el fondo, sintiendo cómo mi saliva caía por mi mentón. Me ahogaba. Me encantaba.
Mientras tanto, el otro me follaba con los dedos, me abría, me preparaba.
—Listo para ti —susurró—. Vas a sentirlo como no lo has sentido antes.
Y me tomó.
Sin condón.
Sin preguntar.
Solo me empujó contra el sofá y se hundió dentro de mí como si ya fuera suya. Y yo grité. Porque era verdad. Porque mi cuerpo lo recibió con hambre. Porque era mejor. Más grande. Más salvaje.
Y mi esposo miraba todo.
La doble penetración llegó rápido. Uno detrás. Otro delante. Mis labios hinchados, mis pechos marcados por manos que no eran suyas. Me sentía llena. Rota. Viva.
—¿Te gusta así? —me preguntó uno mientras me embestía.
—Me encanta. Me encanta que mi esposo vea cómo me vuelvo adicta a esto… a otros.
Mi orgasmo fue explosivo. Lloré. Literalmente. El placer me atravesó tan fuerte que grité sucio, vulgar, sin control. Y ellos lo sintieron. Me agarraron más fuerte. Se corrieron dentro de mí, llenándome, uno tras otro, jadeando como animales.
Y cuando todo terminó, quedé ahí… con las piernas abiertas, el semen escurriendo, las mejillas sonrojadas, la piel sudorosa.
—Ven —le dije a mi esposo—. Limpia lo que dejaron. Haz tu parte.
Se arrodilló sin dudar. Lamió. Bebió. Me adoró como la puta que ahora soy. Y mientras lo hacía, yo acaricié su cabello y le susurré:
—Creo que nací para esto.
Y en sus ojos, vi algo hermoso: dolor… y adoración.
0 comentarios - En el club