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Yoga con la mami del jardín (9)

Parte 1 
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parte 2
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parte 3
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parte 4

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parte 5

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parte 6

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parte 7

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parte 8

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Yoga con la mami del jardín (9)




La casa de Verónica estaba llena de voces, risas y platos de pizza a medio comer. Agustina había llegado sin muchas ganas pero con la esperanza, quizás ingenua, de cruzarse con Marco o con Clara. No estaban. Ni uno, ni la otra. Fabián seguía afuera, seguramente revolcándose con Rochi o con alguna otra. Y ella, ahí, en la cocina, charlando de pavadas con madres que no la conmovían. El vaso de vino tinto en su mano estaba casi vacío, pero ya había pasado del segundo.
Los chicos jugaban en una de las habitaciones, como siempre. El bullicio infantil era el fondo constante de esas reuniones. Verónica estaba en la galería con dos padres, riendo fuerte, más pendiente del porro que pasaban a escondidas de mano en mano que del caos infantil que vibraba en su casa.
Agustina se apoyó contra el marco de la puerta, mirando sin mirar. Pensaba en Clara. En lo que habían hecho. En cómo la había mirado Marco desde la penumbra del cuarto. En cómo Fabián no preguntó detalles, pero la usó en su cabeza. En cómo todos la habían poseído, y ahora nadie estaba. Ni siquiera ella misma.
Y entonces lo vio.
Matías. El hijo de Verónica. Estaba grande el pendejo. Diecisiete, quizás dieciocho. Alto. Espigado. Desde hace un tiempo que el comentario entre las mamis era lo guapo que estaba. Verónica misma había contado que su niño era todo un Don juan, que generaba suspiros. E incluso había dejado deslizar que el nene tenía con qué, refiriéndose al porte con que generosamente la naturaleza lo había dotado. 
El mismo Matías que de adolescente, tantas veces apenas la había saludado con un beso distraído y desinteresado, por obligación o cortesía, sin mirarla siquiera… hoy estaba distinto. Lo notó enseguida. Está noche, sí. La miraba. Con descaro. Y ella, fiel a su estilo, no apartó la vista. Al contrario. Se quedó ahí. Sosteniéndola.
Fue un segundo. Pero uno de esos que se estiran y se cargan de algo que no debería estar ahí. Agustina sintió el calor subirle al pecho. El vino. El deseo. El silencio de Fabián. La ausencia de Clara. La mirada del chico era su espejo. La deseaba. Era obvio. Con una torpeza brutal. Con un hambre primitivo.
—¿Querés más vino? —le preguntó una madre desde la cocina.
—Sí, porfa —respondió sin dejar de mirar a Matías que se internaba en el pasillo hacia una de las piezas del fondo.
Agustina tomó el vino, pero no volvió a la conversación. Se quedó en la cocina, sola, bebiendo despacio. Escuchando. La voz de Verónica. El eco de una risa. El murmullo de fondo. Y ese otro silencio más denso, más íntimo. El del cuarto del fondo.
La idea se le instaló sin aviso. No como deseo, sino como una fantasía insolente. Como una puerta que no debería abrirse, pero que estaba entornada. Se imaginó entrando. Se imaginó sentándose en la cama. Se imaginó sola con él. El chico. El que la miró con hambre.
Cerró los ojos.
El vino le ardía un poco en la garganta. Sintió que podía hacer una locura esa noche.
No por él. Por ella.
Por Clara. Por Marco. Por Fabián. Por todo lo que no tenía y por lo que no sabía si todavía podía sostener.

La copa ya estaba vacía, y la cocina se había ido vaciando también. Agustina se acercó al baño por el pasillo y, al volver, no pudo evitar mirar hacia la habitación donde estaba Matias. La puerta estaba entreabierta. Desde el otro cuarto llegaban voces de dibujos animados y risas de los más chicos. Se acercó y, entre sombras y almohadones, lo vio a él.
Estaba recostado sobre la cama de sus padres, el celular en la mano, pero su mirada volvió a buscarla como si la estuviera esperando. Agustina sintió un nudo en la boca del estómago. Esa mirada tenía algo urgente. Adolescente. Imprudente.
Ella entró solo un paso. Fingiendo que buscaba su abrigo entre los que estaban sobre la cama junto a él.
—¿Todo bien, Mati? —preguntó con tono neutro.
—Sí —dijo él, y guardó el celular—. ¿Vos?
”¿Vos?” Le habló como si fueran iguales. Como si ella no fuera la mujer de un tipo. Como si no tuviera hijos. Como si no fuera la amiga de su madre.
—Todo bien —respondió, sin saber qué más decir.
Entonces, Matías se acercó apenas. Estaba demasiado cerca. Más de lo que era apropiado. Más de lo que era seguro. Su olor era fresco, una mezcla de desodorante barato y piel tibia. Agustina no se movió. No podía. Sentía la sangre palpitándole en las sienes.
—¿Te ayudo con algo? —le dijo él, en apenas un susurro.
Agustina se mordió el labio.
Lo pensó. No iba a pasar nada. No podía pasar nada. Pero por un instante, uno solo, deseó que sí. Que el mundo fuera otro. Que no importara. Que no existieran límites ni consecuencias.
—No —dijo al fin, con una sonrisa leve—. Me tengo que ir.
Él asintió. No insistió. Pero la forma en que la miró cuando ella tomó su abrigo y se fue del cuarto la persiguió hasta que se fue.
Se despidió del grupo con una excusa vaga y de su hija que se quedaba de pijamada. Se aseguró que ella tuviera todo lo necesario en su mochila , la despidió con un beso tierno y se fue.

Ya en la calle, el aire fresco la sacudió un poco. Caminó despacio. Sentía el cuerpo extraño. Como si no fuera suyo. Como si todavía tuviera a Matías encima, aunque nunca la hubiera tocado.
Con su hija de pijamada en lo de Verónica, pensó en aprovechar el resto de la noche. Podía irse a su casa, si, preparar un té y olvidarse de todo. Fingir que nada pasó. Que nada le pasó. Pero no quería olvidarse. No todavía.
Caminó una cuadra más. Y otra. Y entonces, como por reflejo, dobló hacia el pub de la esquina.
Entró. Sonaba una canción suave, algo de soul viejo. La iluminación era tenue. Pidió una copa de vino y se sentó sola en la barra. Un tipo con camisa ajustada se le acercó enseguida. Le hizo un comentario estúpido sobre su sonrisa. Lo rechazó con cortesía. Otro, más borracho, intentó invitarle un trago. Ni siquiera respondió.
No era eso lo que buscaba. Ni palabras dulces, ni galanterías vacías.
Se preguntó si debía irse. Quizás sí. No sabía cuánto tiempo había estado ahí en la barra y estaba a punto de pagar, cuando la puerta del pub se abrió y entraron tres chicos riendo, hablando fuerte.
Y entre ellos, él.
Con campera negra, una remera blanca que apenas disimulaba su cuerpo joven y apretado, y ese mismo descaro en la mirada que ya había sentido más temprano, cuando estaban todos en la casa. Pero esto era distinto. Él no estaba con su madre. Ni con los otros padres. Estaba con dos amigos, con la irreverencia que da la juventud.
Agustina se tensó. Dio un sorbo más largo del que debía, como para tragarse la culpa de golpe. Él la vio. Se frenó un segundo. Y sonrió. No saludó. No se hizo el sorprendido. Solo la miró con ese gesto que era todo lo contrario a la inocencia. Como si supiera exactamente lo que estaba haciendo.
Ella desvió la vista. Su corazón se aceleró. “No seas ridícula”, se dijo. “Es un chico”. Pero había algo ahí. Algo que la hacía no querer irse. Algo que dolía y excitaba al mismo tiempo. Esa juventud insolente. Ese deseo tan obvio, sin disimulo. Esa falta de juicio que ella ya no podía permitirse, pero que Matías llevaba como si fuera un perfume.
Diez minutos después, él se le acercó. Solo. Sin sus amigos. Con paso firme.
—¿Aprovechando la noche libre de madre? —preguntó, con una sonrisa ladeada, descarada. No de chico tímido. De quien sabe lo que quiere.
—Buena decisión, hacen buenos tragos acá. 
Agustina rió con la nariz. No era una risa divertida. Era defensiva.
—¿Estás coqueteando conmigo?¿De verdad?
—¿Por qué no? —replicó él, y se apoyó en la barra, demasiado cerca.
—Porque soy la amiga de tu mamá. Porque podrías ser mi hijo. Esto es una locura—dijo Agustina fingiendo indignación.
—¿Y?
—Y nada. Eso.
Él la miró fijo. Sin parpadear.
— Perdón, no quiero parecer desubicado pero te miré hoy. En casa. Y sentí que me sostenías la mirada.
Agustina sintió un estremecimiento. No por lo que dijo, sino por el tono. Por la certeza con la que lo dijo. Se pasó la lengua por los labios, distraída.
—Te estás metiendo en un terreno jodido, Matías.
—¿Y vos no?
Ella sonrió. Una sonrisa breve, quebrada, húmeda. Todo en su cuerpo le gritaba que se levantara y se fuera. Pero se quedó. Y eso ya era una decisión.
—No pasa nada si nos tomamos algo, ¿no? —dijo él, y sin esperar respuesta, le hizo una seña al barman para pedir dos tragos más.
—El gin tonic lo preparan muy bien acá.
Agustina no lo detuvo. Lo dejó hacer.
Miraba sus manos. Los brazos firmes. Ese cuello sin una sola marca del tiempo. Y pensó en Verónica. En el escándalo que sería si supiera. En la catástrofe. Pero era justamente eso lo que le recorría la espalda como una caricia invisible. La posibilidad. El peligro.
Y entonces él se acercó más, su muslo rozando el de ella.
—¿Sabés qué me gusta de vos? —le susurró.
—No quiero saberlo —dijo Agustina, pero no se movió.
—Que se nota que no te conformas, que no estás dispuesta a solo vivir correctamente. Cómodamente. Me lo dicen tus ojos cuando no podés dejar de mirarme.
Ella bajó la vista. Se estaba excitando. Ahí, en la barra. El pendejo hacía todo bien. Estaba jugando el partido de su vida. Y estaba dando la talla. Agustina lo tenía en su cabeza. Yo se le antojaba. Sin que él siquiera la tocara. Sin que nadie hiciera nada. Solo con eso: con el riesgo. Con el deseo que no debía estar sintiendo.
—Terminamos este trago y te vas con tus amigos, ¿sí?
Matías la miró, desafiante.
—Prefiero estar con vos. Si no te molesta.
Agustina lo miró. En serio. Por primera vez. Y lo pensó. De verdad lo pensó.
Pero el reloj, la lucidez que todavía le quedaba, y el nudo en el estómago cuando imaginó la cara de Verónica… la hicieron pararse.
—Vos no sabés el quilombo que podés causar.
—¿Y vos?
Agustina le dio un beso en la mejilla. Largo. Cargado. Un beso que no debería haber dado. Que sellaba algo.
—Andate. Dale. No tientes al diablo.
—Estoy donde quiero estar.
Agustina tuvo un rapto de lucidez, se paró y sin saludarlo se fue. Caminando rápido. El pulso acelerado. El deseo entre las piernas.
El aire de la noche le pegó en la cara como un baldazo de agua fría. Caminó rápido, sin mirar atrás, sin dejarse tentar por volver. Las luces del pub se alejaban, pero Matías seguía en su mente. Esa mirada. Esa voz. Esa seguridad que no se esperaba de un chico así. No era un adolescente más. Tenía algo oscuro, precoz. Algo que supo leerla sin esfuerzo.
Agustina se detuvo en la esquina, sin decidir todavía si volver a casa o seguir de largo. Encendió un cigarro. No solía fumar, pero esa noche ya había roto más de una norma. Se apoyó contra un árbol y respiró hondo. La brisa helada la ayudaba a ordenar el caos adentro, pero no apagaba el fuego que le subía desde la boca del estómago.
El teléfono vibró.
Era Matías. No pudo entender cómo había conseguido su número.
“Te olvidaste de algo.”
No había mandado foto. Ni emoji. Nada más que eso.
Ella lo miró. Cerró los ojos. Tenía que borrar el mensaje, bloquearlo, hacer lo que haría cualquier persona sensata. Pero no lo hizo.
“Qué cosa?” escribió.
Pasaron segundos. Tal vez minutos. Hasta que llegó la respuesta:
“De saludarme.”
Agustina soltó una carcajada corta, rota, como si se le escapara el placer de un golpe. Y el teléfono vibró otra vez. Esta vez era una foto. Borrosa, tomada en el baño del pub. El espejo empañado, su torso desnudo. No se le veía la cara. Pero el resto era inequívoco.
Ella sintió cómo el calor le bajaba hasta el centro mismo del cuerpo. Se tocó el labio inferior con un dedo, sin pensar. La sangre le zumbaba en las sienes.
“Estás jugando con fuego, Matías.”
Él respondió al instante:
“Vos lo encendiste.”
Se guardó el celular. No podía responderle. No debía. Pero tampoco podía ignorarlo. Se quedó quieta unos minutos más, tragando saliva, sintiéndose más viva que en semanas. Más peligrosa. Más sola. Y más deseada.
Volvió caminando a casa, sin saber exactamente qué quería. Pero sí sabiendo qué parte de ella había vuelto a despertar.
Y que Matías, con esa insolencia adolescente y ese deseo de romperlo todo, era el combustible perfecto para su próxima caída.
puta





Agustina seguía con el celular en la mano, acostada de lado en la cama, con una copa a medio terminar sobre la mesa de luz y la bata apenas cruzada sobre el cuerpo. Afuera, la ciudad ya dormía. Adentro, ella no podía.
El mensaje llegó como un disparo:
Matías: “No puedo dejar de pensar en vos.”
No contestó. Cerró los ojos, suspiró. Se giró hacia el techo. El segundo mensaje fue peor:
Matías: “Te juro que nunca vi a nadie como vos. Ni en el colegio, ni en redes. Nadie. Sos otra cosa.”
El celular vibraba y con cada notificación, un escalofrío le recorría el cuerpo. Ella se sentía vacía, sola, expuesta. Fabián en otro continente. Marco y Clara, distantes. Las amigas, en lo suyo. Y este chico, ese chico, apareciendo justo cuando menos debía.
Agustina: “Sos un nene. No me busques.”
Matías: “No me busques… pero me respondés.”
Agustina: “Te estoy poniendo un límite.”
Matías: “No parece. Decime con total sinceridad y te juro que paro acá ¿te molestan mis mensajes?”
Agustina: “No.”
El mensaje se le escapó. Lo leyó, le dolió, y no lo borró. Sabía que estaba cayendo, sabía lo que podía costarle, pero lo dejó estar. Se sentó en la cama, la bata se abrió sin querer y por un segundo se miró en el espejo de la pared. Le gustó lo que vio. Y se odió por eso.
Matías: “Lo ví en tus ojos. Los dos queremos lo mismo. Ya no soy un chico”
Agustina: “Sí. Eso está claro y puede que te haya mirado con deseo, igualmente eso no te da derecho a que me persigas.”
Matías: “No quiero tener derecho. Ni tampoco perseguirte, quiero lo contrario: encontrarte.”
Le envió una foto. No mostraba nada explícito, pero sí sugería demasiado. Él frente al espejo, en musculosa blanca, apenas visible la línea que bajaba por su abdomen. Esa desfachatez juvenil, esa mezcla de descaro e inocencia, ese cuerpo que todavía no cargaba con las marcas del tiempo. Algo que ella no tenía. Algo que él no entendía del todo… pero igual ofrecía.
El silencio la devoró por varios minutos.
Agustina: “No sabés con qué estás jugando.”
Matías: “Sé que jugás con fuego cuando querés quemarte.”
Ella soltó el celular sobre la cama. Caminó hasta la cocina, sirvió un poco más de vino, lo tomó de un trago. Cuando volvió al cuarto, tenía dos mensajes más.
Matías: “Estoy afuera.”
Matías: “Déjame encontrarte.”
El timbre sonó apenas terminó de leer.
Agustina quedó helada. No podía ser. Caminó hasta la ventana y lo vio. Ahí estaba. De pie, solo, apoyado en la baranda, con el celular en la mano. Miraba la puerta del edificio, esperando.
Podía no abrir. Podía apagar el celular. Podía bloquearlo, ducharse con agua fría, dormir.
Pero caminó hasta la puerta.
La abrió. Matías estaba ahí, en el pasillo, con una campera fina, el pelo mojado como si se hubiera tirado agua para bajar la temperatura. Sonrió apenas.
—Hola.
Ella lo miró como si no supiera qué decir. El silencio fue eterno.
—No está bien que estés acá.
—Ya lo sé.
—Te tenés que ir.
—¿Querés que me vaya?
Agustina lo miró a los ojos. Quiso decir que sí. Pero no lo hizo. Se quedó ahí, temblando en la puerta, sosteniéndola apenas con una mano. El escote de la bata se le había desplazado. Matías lo notó. No dijo nada. Solo respiró más fuerte.
—Si Verónica se entera de esto… —murmuró ella.
—Va a ser un escándalo.
—Y vas a arruinar todo.
—Entonces cerrá la puerta —le dijo Matías, sin moverse, desafiante.
No lo hizo. Y él lo supo.
Matías entró.
Ella cerró.
Y la línea, cruzada, quedó atrás.

madura




La puerta se cerró con un clic suave detrás de Matías. El sonido pareció más fuerte de lo que era, como si sellara un pacto silencioso. Agustina lo miró por un segundo en la penumbra del pasillo, apenas iluminado por la lámpara del living. El departamento olía a su perfume, a ropa limpia y vino tinto. Matías, de pie ahí, con una campera liviana y esa actitud entre nerviosa y desafiante, parecía fuera de lugar. Pero no para ella. No en ese momento.
—¿Querés agua? —preguntó Agustina, caminando hacia la cocina, sin esperarlo.
—¿Eso vas a ofrecerme? —dijo él, con una media sonrisa mientras se sacaba la campera—. Después de decirme que me deseabas…
Ella se detuvo, apoyando las manos sobre la mesada, de espaldas a él. El silencio fue largo, pero cargado.
—Fue un error —murmuró, sin girarse.
—¿Sí? Porque no sonó así. Sonó como que querías que me lo tomara en serio.
Agustina se dio vuelta lentamente. Tenía la copa de vino todavía a medio terminar. La llevó a los labios, y lo miró por encima del borde.
—No todo lo que uno desea es una buena idea.
Matías caminó hasta quedar frente a ella. El ambiente parecía más chico, el aire más denso.
—Entonces decime que no te caliento —dijo él—. Mírame a los ojos y decímelo.
Ella tragó saliva. Lo miró. No dijo nada.
—Eso pensé —agregó él, con un tono que ahora sí sonaba seguro.
Matías le sostuvo la mirada. Ella retrocedió apenas, sus caderas apoyadas contra la mesada. Él se acercó un poco más, y sus dedos le rozaron la muñeca.
—Si cruzamos esta línea… —dijo Agustina, apenas audible— …no hay vuelta atrás.
—Entonces no hablemos más. La línea ya está cruzada.
Matías la besó.
Fue un beso torpe, al principio, pero cargado de urgencia. Agustina quiso frenarlo, en serio. Puso las manos en su pecho, pero sus dedos se cerraron sobre la tela. En vez de empujarlo, lo atrajeron. La lengua de él buscó la suya, y cuando la encontró, el calor le subió por el vientre como un disparo.
Se separó de golpe, respirando agitada. Matías la miró, con la boca entreabierta.
—No deberíamos… —susurró ella.
—Pero querés.
Ella asintió. Solo con los ojos.
—¿ Vamis al cuarto?
Agustina no respondió. Simplemente se dio vuelta y empezó a caminar. Él la siguió sin hacer ruido.
El cuarto estaba oscuro, salvo por una tenue luz que entraba desde la calle. Al cerrarse la puerta, quedaron solos con el sonido de sus respiraciones. Agustina se sentó en la cama, cruzando las piernas como si dudara. Matías se arrodilló frente a ella, y le levantó lentamente el vestido, hasta apoyarle las manos en los muslos desnudos.
—Estás temblando —murmuró.
—No es miedo —respondió ella—. Es todo lo contrario.
—Entonces decime qué querés.
—Sorprendeme.
Matías lo hizo.
Matías la miró desde abajo, con las manos firmes en sus muslos, acariciando apenas, lo justo para que se le erizara la piel. Agustina apoyó las manos en sus hombros, sin hablar. Él deslizó los dedos con lentitud hacia el borde de su ropa interior, rozando, tanteando su permiso. Ella no lo detuvo. Solo cerró los ojos y abrió un poco más las piernas.
—Estás húmeda —murmuró él, con una mezcla de sorpresa y triunfo en la voz.
Agustina abrió los ojos de golpe, atrapada entre el deseo y la vergüenza.
—No hables tanto —le dijo—. Hacé.
Matías sonrió. Le bajó la bombacha despacio, tomándose su tiempo. El vestido subido hasta la cintura, las piernas abiertas, la respiración agitada… ella no podía creer lo que estaba pasando, pero tampoco podía frenarlo.
Sintió su lengua entre las piernas. Al principio fue un roce suave, casi un tanteo. Pero enseguida ganó confianza. Matías la lamía con hambre, con ritmo, explorando. Agustina arqueó la espalda, mordiéndose el labio. Él no tenía la experiencia de Fabián ni la técnica de Clara, pero tenía algo crudo, voraz, juvenil, que la excitaba de una manera distinta.
—Ahí… —susurró ella, bajando una mano a su nuca, guiándolo.
Matías obedecía. Se entregaba. La lengua se movía cada vez con más precisión, con más seguridad. Agustina gimió, bajo, profundo. Se tapó la boca con la mano, como si todavía pudiera frenarse. Pero ya no era posible.
—Seguí… —dijo entre dientes—. No pares.
Y él no paró.
La hizo temblar. El orgasmo la agarró desprevenida, la cruzó como una descarga. Agustina se tensó toda, aferrada a la cabeza de él, los muslos temblando a ambos lados de su cara. Matías la sostuvo mientras ella se dejaba caer hacia atrás sobre la cama, jadeando, el pecho subiendo y bajando.
Se quedó ahí unos segundos. El cuarto estaba caliente. Ella lo miró desde abajo, con los ojos entornados.
—Sacate todo —ordenó.
Él obedeció sin dudar. Mientras se desnudaba, ella lo observaba. Era flaco, joven, con ese cuerpo que todavía no fue vencido por la rutina ni por el tiempo. Cuando quedó completamente expuesto, Agustina se sentó de nuevo y lo atrajo hacia ella. Le acarició el pecho, el abdomen, y después bajó la mano entre sus piernas. Tenía la pija dura como una roca, con el tipo de dureza que solo se consigue en la primera juventud. Era una pija gorda, ancha, brillante.
 —¿Estás seguro de que sabés lo que estás haciendo?
—Quiero que me enseñes —dijo él, con una sonrisa cargada.
Agustina lo besó. Más lenta esta vez. Profunda. Le mordió el labio inferior y lo hizo acostarse. Se montó sobre él, guiando la pija con la mano, rozando su entrada, haciendo incluso un poco de esfuerzo para manipularla de lo tensa y recta que estaba.
—Vas a acordarte de esto —murmuró mientras se hundía, despacio.
Ambos soltaron un gemido.
El ritmo fue controlado por ella. Ella lo montaba con movimientos lentos, circulares, intensos. Se inclinó sobre su pecho, lo besó, lo marcó con las uñas en los hombros. Matías no sabía si aguantaría, pero intentaba resistir. La agarró por la cintura, como para no perderse.
—Más fuerte… —susurró él.
—Shhh… ¿estás seguro? vas a acabar rápido así—dijo ella, con una sonrisa que mezclaba ternura y dominio—. Dejá que yo te use un poco.
Matías cerró los ojos. La sintió cabalgarlo con una intensidad que no esperaba, como si Agustina estuviera exorcizando algo a través de él. Y quizás era así.
Cuando terminó, él no pudo más. Se tensó, se dejó ir. Agustina se dejó caer sobre su pecho, sudada, temblando.
El silencio fue largo. Sólo sus respiraciones llenaban el cuarto.
—Si mi vieja se entera de esto… —dijo Matías, todavía agitado.
—Nadie puede enterarse —interrumpió ella, seria—. Jamás.
Se miraron. Había deseo. Había culpa. Pero también había algo más: esa sensación peligrosa de haber cruzado un límite que ya no se podía borrar.
Agustina lo sabía, esto no lo podía saber ni Fabián. Había sucumbido. Y se sintió un poco más sola aún de lo que estaba. 

BUENO… ESTO SE ESTÁ DESCONTROLANDO PERO NO PUEDO ABANDONAR ESTA HISTORIA. COMENTEN Y DENLE AMOR. CUÉNTEME SI LA DISFRUTAN TANTO COMO YO.

Parte 10

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4 comentarios - Yoga con la mami del jardín (9)

Tonito1223 +1
Sos crack, espero que la historia siga
mjbian
Gracias!
julietanay +1
Me encanta como va esto
mjbian +1
Gracias Juli! Me encanta que te encante.
kokiCD +1
Ah master, decime que cuando sea peli o miniserie voy a aparecer en los créditos 😂😂😂
+ 10
mjbian
Jaja! Necesitamos financiamiento y lo hacemos.
crear_1 +1
+10
Que siga..!!
mjbian
Gracias! Sigue… Ya está subido.