Parte 1
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parte 2
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parte 3
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parte 4
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parte 5
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parte 6
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Durante las primeras semanas después del Tigre, Clara y Marco convivieron con una mezcla de euforia, desconcierto y vacío. Lo que habían vivido allá había sido demasiado intenso, demasiado real, como si hubieran cruzado un umbral que ya no les permitía volver atrás. Se tocaban distinto. Se miraban con otro deseo. Pero también con una ansiedad nueva: ¿y ahora qué?
La respuesta llegó rápido, y no fue la que esperaban.
Fue Agustina quien se lo dejó claro a Clara, con ese tono suave y seguro que siempre la desarmaba. Una tarde, con una excusa liviana, le explicó que ella y Fabián tenían un acuerdo dentro de su dinámica abierta: no repetir demasiado con las mismas personas. No era desinterés, sino una forma de preservar su vínculo, jerarquizarlo, evitar que algo se volviera emocionalmente complejo. Lo que había pasado en Tigre había sido hermoso, dijo, inolvidable… pero había que dejarlo ahí. “Lo que pasó en Tigre, queda en Tigre”, repitió, casi como un mantra.
Clara asintió. Dijo que entendía. Que estaba todo bien. Colgó el teléfono con una sonrisa ensayada… y se quedó mirando el vacío de la cocina durante largos minutos. El silencio de la casa era ensordecedor.
Marco, aunque más contenido, también sintió el corte. Pero reaccionó de manera práctica: propuso abrirse a nuevas experiencias. Armaron un perfil, buscaron. Tuvieron citas con otras parejas, intercambiaron mensajes, exploraron. Nada funcionó. Todo les sonaba artificial, sin ritmo, como una versión mal editada de lo que habían vivido con Fabián y Agustina. Clara, sobre todo, no podía evitar comparar. Ninguna mirada tenía el filo de Fabián. Ninguna caricia despertaba lo que había sentido con Agustina. Y, peor aún, cada intento fallido los hacía retroceder emocionalmente.
El sexo entre ellos se volvió más torpe, más mental. Marco notaba que Clara cerraba los ojos y se iba a otro lugar. Y a veces, él también. A veces, los dos pensaban en lo mismo y no lo sabían.
Mientras tanto, cuanto más se distanciaban Agustina y Fabián, más crecían la nostalgia y la obsesión en Clara y Marco. Con la excusa de los viajes de trabajo cada vez más frecuentes de Fabián, casi ya no participaban prácticamente de las reuniones sociales de “La hermandad”, y esa falta de contacto solo amplificaba lo vivido. Como si la imposibilidad lo convirtiera en una fantasía constante. Como si hubieran probado un vino que ya no podían conseguir y ahora todo les supiera aguado.
Pero Clara sobre todo lo tenía más complejo: seguía viendo a Agustina de vez en cuando. En la puerta del colegio, en un evento de los chicos. Cruces breves, palabras amables, miradas fugaces. Cada vez que eso ocurría, Clara volvía a la noche en la casa del Tigre. Al vapor del jacuzzi. Al sabor de su boca. A la forma en que la había tocado. Agustina se le volvió una presencia silenciosa, constante, imposible de ignorar. No era solo deseo: era una inquietud que se le metía bajo la piel.
Pasaron los meses.
Y entonces, una noche cualquiera, Agustina apareció.
Hola Clari… perdón la hora pero estoy cerca de tu casa. ¿Puedo pasar un minuto a buscar el libro de inglés que compraste para el grupo? Me olvidé de pedírtelo hoy en la puerta del cole.
Clara leyó el mensaje y sonrió apenas, sin saber bien por qué. Aceptó casi de inmediato. Estaba con una remera suelta que usaba de pijama y short, el pelo recogido y una copa de vino por la mitad. Los chicos dormían desde hacía un rato. Marco había salido a correr; últimamente lo hacía seguido, como si tratara de despejarse. Ella también lo necesitaba, pero de otra forma.
Cuando Agustina tocó el timbre, Clara ya estaba con el libro en la mano. Le abrió con una sonrisa algo tensa. Verla ahí, vestida de manera simple pero impecable, le generó una punzada interna. Hacía semanas que no se veían a solas. Todo lo ocurrido en Tigre parecía haber sido encapsulado en un “acuerdo tácito de olvido”. Pero para Clara, no había sido fácil.
—Gracias —dijo Agustina, tomando el manual, pero sin hacer ademán de irse.
—¿Querés pasar? Estoy sola, Marco se fue a correr y ya acosté a los chicos. Estoy con una copa de vino… si querés te sirvo una.
Agustina vaciló. Por dentro, el temblor era distinto: no era nerviosismo, era deseo comprimido. Había intentado tomar distancia, pero Clara le seguía apareciendo en los sueños, con ese beso en el jacuzzi que la había sorprendido más de lo que podía admitir. Y ahora Fabián estaba de viaje, como si el momento se hubiese acomodado por sí solo.
—Dale. Una copa me vendría bien.
Pasaron al living. Clara sirvió el vino, la charla fue algo incómoda al principio, pero se fue aflojando. Hablaban de cosas triviales: el colegio, los padres del grupo, alguna noticia absurda. Sin embargo, debajo del murmullo flotaba otra cosa. Una tensión densa, envolvente. Clara se dio cuenta de que Agustina la miraba a veces con una atención inusitada. Como si quisiera volver a tocarla, como si se estuviera rindiendo. El vino las fue relajando y la charla derivó en una carcajada ruidosa.
—Bajemos el volumen, o vamos a la cocina mejor, no quiero que se despierte nadie —dijo Clara.
—Sí, claro —respondió Agustina, siguiéndola hacia la cocina, pero sus pasos se desviaron al pasar por el pasillo. — ¿Este es tu cuarto?--dijo con una seña.
Clara asintió.
—Sí… ¿Querés ver el desastre? Está desordenado.
Agustina empujó suavemente la puerta, entró. Clara la siguió, sin entender del todo por qué sentía que la temperatura subía. Agustina recorrió con la mirada la cama, los libros, un sweater tirado en una silla.
–Qué buena la cama, ¿Es king size no?
Clara se detuvo. Asintió en silencio.
Entonces Agustina aceleró.
—No sabés cuánto pensé en el Tigre.
Clara tragó saliva. El aire se hizo espeso.
—Yo también.
Un silencio. No incómodo. Cargado.
—¿Vos pensás en ese beso? —dijo Agustina, en voz más baja. Con la voz de puta que sabía poner.
Clara no respondió. Pero sus ojos lo dijeron todo.
—Fue una locura —dijo Agustina, y entonces, sin pedir permiso, se inclinó sobre Clara y la besó.
Las copas quedaron olvidadas. Agustina la empujó suave hasta la cama. Clara cayó sobre el colchón con una risa ahogada, nerviosa, y Agustina se subió sobre ella. Las manos se buscaron, se rozaron, se enredaron. Los cuerpos se encendieron rápido. Clara sintió cómo la piel le ardía solo al sentir los muslos de Agustina rozando los suyos.
Agustina bajó su cabeza hacia el cuello de Clara. Besó lento. Luego más abajo. Un pecho, y el otro. Luego introdujo un pezón en su boca con los ojos fijos en Clara. Ella jadeó, suave. Se arqueó apenas. Todo eso era nuevo, era un abismo. Pero no había temor. Había vértigo, sí, pero también un deseo que ya no podía disfrazar.
—¿Te gusta? —susurró Agustina, entre caricias.
—Mucho —dijo Clara, con la voz deshecha.
Agustina se movía con una seguridad inesperada, como si llevara meses esperando esa escena. Las manos atrevidas la exploraban con caricias expertas. Clara no tenía con qué compararlo. Pero sabía que esa era la forma en que quería ser tocada por una mujer.
Cuando Agustina se desnudó frente a ella, Clara la miró como si viera algo sagrado. Su cuerpo. Su actitud. La forma en que tomaba el control. Clara no sabía si era deseo o adoración. Quizás las dos cosas.
Agustina se inclinó sobre ella y la devoró. Con decisión. Con goce. Como si cada gemido que arrancaba fuera también una ofrenda para sí misma. Clara no podía contenerse. La mano enredada en su pelo. Las caderas moviéndose sin pudor. El nombre de Agustina escapándosele entre jadeos.
Agustina la poseía con hambre. Con deseo contenido demasiado tiempo. Nada que ver con el beso del jacuzzi, donde todavía había una mezcla de juego e inhibición. Este era urgente. Feroz.
Y entonces escucharon la puerta de entrada. Marco.
Agustina no se detuvo. Apenas levantó la cabeza para sonreírle a Clara. La calentura era demasiado grande para frenar.
—Que mire —susurró.
A Clara le temblaba más el cuerpo por el vértigo de saber que Marco las vería así.
Pasos en el pasillo. Clara no podía hablar. No quería.
Marco abrió la puerta con suavidad. Tenía la remera empapada, el pelo pegado a la frente y la respiración aún agitada por el ejercicio.
Y entonces las vio.

Agustina de espaldas, desnuda, montada sobre Clara, lamiéndole una teta como si fuera suya. Clara boca arriba, extasiada, en un trance absoluto de entrega. Sus ojos se encontraron con los de Marco. Y no hubo culpa. Sólo fuego.
Agustina se giró apenas y le sonrió.
— Hola —dijo—. Quedate.
Clara aprovechó la pausa y sacó un vibrador que guardaba en su mesa de luz y se lo ofreció. Agustina algo sorprendida lo tomó como un trofeo.
—Juguemos—dijo.
Marco miraba impávido, como si fuera un sueño húmedo.
Clara se había acomodado desnuda sobre la cama, recostada de lado, con la espalda ligeramente arqueada, los muslos entreabiertos. Agustina estaba de rodillas frente a ella, los pezones marcados bajo el sostén de encaje. Su mano izquierda sostenía el rostro de Clara, acariciándole la mandíbula con ternura, mientras la derecha se deslizaba lenta y firme entre las piernas de ella, con un dominio que no parecía improvisado. El juguete vibraba en su palma. Se estiró para besarla una vez más. Clara tomó la mano de Agustina que sostenía el pene mecánico, y la acercó a su vulva indicando el lugar exacto de en donde lo quería.
La vibración era sutil, casi inaudible, pero se hacía sentir en cada jadeo que escapaba de la boca entreabierta de Clara. Tenía los ojos entrecerrados, brillosos, como si no pudiera distinguir si eso era realidad o un recuerdo hecho carne.
Marco seguía inmóvil en la puerta, atónito, con la transpiración aún bajándole por la nuca, los músculos tensos, la boca seca. Era como entrar a una fantasía que no sabía que compartía. Como espiar el eco de algo que lo había transformado para siempre, pero que ahora se le ofrecía sin barreras.
Clara lo miró directo, sin culpa, con la respiración cortada, pero firme. Se estaba dejando hacer. Se estaba dejando abrir. Por Agustina.
Y Agustina… Siguió allí, con el rostro apenas inclinado, enfocada en cada gesto, cada reacción de Clara. Movía el juguete con una cadencia medida, como si afinara un instrumento. Y cuando lo giró un poco, más profundo, más preciso, el cuerpo de Clara se arqueó con un gemido ronco y quebrado, como si algo en ella se rompiera.
Marco dio un paso dentro del cuarto, sin hablar. La erección le tensaba el pantalón con violencia. No necesitaba disimularla. Clara lo seguía mirando, su pecho agitado, las mejillas encendidas. Lo estaba incluyendo. Pero no lo necesitaba. No todavía.
Agustina bajó la cabeza, besó el vientre de Clara. Luego la parte interna del muslo. Después, sin dejar de mover el juguete, pasó la lengua por la choncha, despacio, con una ternura devastadora. Clara se estremeció como una hoja en el viento. Y Marco tragó saliva, sin poder quitarles los ojos de encima.
Agustina comenzó a lamerla como si ella misma recibiera ese placer. Con el conocimiento que solo una mujer puede tener de otra mujer. Estimulando los puntos exactos, succionando los labios, presionando un momento la punta de la lengua sobre el clítoris, siempre ayudada por el efecto vibratorio del consolador.
—Me estás volviendo loca, Agus. No… no sabía que podía sentir así…
Agustina alzó la mirada, le acarició la cadera, le retiró un mechón de pelo del rostro.
—Yo sí lo sabía —dijo, ronca—. Desde aquella noche en el agua.
Agustina se acomodó con precisión de tal manera que hizo que el dorso de la mano con la que sostenía el juguete quedara apoyado sobre su propia vulva. Empezó a moverse con un bombeo intenso, como si el juguete fuera su propio pene. Cogiendola, dominante, frotando su mano contra toda su vulva mientras que el consolador entraba y salía de la choncha húmeda de Clara.
La vibración subió de intensidad. Clara gimió más fuerte. Sus muslos intentaron cerrarse, pero Agustina se lo impidió, sosteniéndola, controlándola, leyéndola. Bombeándola. Marco se sentó en el borde de la cama, sin tocar. Solo mirando. Fascinado. Perplejo. Excitado hasta los huesos.
La expresión de Clara era de éxtasis puro. La forma en que arqueaba la espalda, en que apretaba los dedos contra las sábanas, en que abría la boca sin emitir sonido durante los segundos previos al clímax. Marco no la había visto nunca así. Nunca tan… libre. Tan desnuda de sí misma.
Y cuando finalmente se corrió —con la voz rota, los ojos húmedos, el cuerpo temblando— Marco sintió que también se le venía encima algo más grande. No solo deseo. Era otra cosa. Era el vértigo de verla cruzar un umbral sin retorno. De ver a su mujer rendirse ante otra. Y no cualquier otra. Agustina.
Ella retiró el juguete con delicadeza, lo apoyó sobre la cama, y se inclinó para besar a Clara con lentitud, con ternura, como si sellara un pacto silencioso.
Marco no se movió. Agustina lo miró, aún con la respiración entrecortada, y estiró una mano hacia él.
—¿Querés venir ahora? Yo necesito una pija de verdad.
Clara aún respiraba agitada, con el pecho subiendo y bajando a un ritmo errático, el cuerpo empapado, el temblor todavía aferrado a sus músculos. El juguete descansaba sobre la cama, brillando con los restos de su humedad. Marco estaba con los ojos encendidos por lo que acababa de ver. Clara lo miró con una ternura salvaje, con una devoción que le nacía de un lugar visceral, y le acarició la mejilla.
—Tomala —le dijo, con voz ronca, aún entrecortada—. Es tuya también.
Marco la miró, desconcertado. Clara sonrió, más mujer que nunca, y giró el rostro hacia Agustina, que aún jadeaba.
Agustina no respondió con palabras. Simplemente giró, quedó frente a Marco y, con una calma eléctrica, se quitó por fin la poca ropa que le quedaba. Su cuerpo era un mapa de deseo contenido, la respiración entrecortada, los pezones duros. Marco se inclinó sobre ella y la besó, lento al principio, pero con una avidez que fue creciendo. Sus bocas se buscaron como la primera vez en el estudio de yoga. Las manos de él descendieron por su espalda, bajaron por sus muslos. Agustina se dejó hacer, entregada, pero no dejó de buscar a Clara con los ojos. Ella no tardó en estirarse hacia ellos, sin pudor, con esa seguridad nueva que había florecido en Tigre y no se había marchitado.
Agustina se acomodó, tendida, con la boca brillante y los muslos abiertos, los miró con una mezcla de ternura y deseo crudo.
—Quedate ahí —le dijo Clara en un susurro a Agustina, con una sonrisa que era puro fuego.
Y entonces se colocó sobre ella. Despacio. Con movimientos estudiados por el instinto. Se arrodilló por encima de su rostro, le acarició el pelo y bajó la pelvis hasta que su sexo se apoyó justo sobre la boca de Agustina. La vio cerrar los ojos apenas antes de comenzar a lamerla, suave al principio, luego más profundo, más entregado.
Clara gimió, arqueando el cuerpo, los muslos temblando mientras se aferraba a la cabecera de la cama. Su respiración se volvió errática, el placer le subía por la columna como electricidad líquida. Abajo, Agustina la devoraba como si necesitara ese sabor para respirar.
Y en ese instante, Marco se ubicó entre las piernas de Agustina. La tomó de las caderas, las alzó apenas, y la penetró de una sola embestida. Agustina ahogó un gemido contra la piel de Clara, pero no dejó de lamer. Su cuerpo se arqueó, embestido por Marco, encajada entre ambos, conectada a ellos como si fuera el núcleo del deseo compartido.
Marco jadeaba, su pelvis chocando contra la de Agustina con ritmo firme, profundo, voraz. Desde arriba, Clara se retorcía, dejándose hacer, montada sobre la boca de esa mujer que ahora gemía y vibraba por otra embestida, una más, una más, sin tregua.
Clara sentía todo: el aliento húmedo de Agustina, su lengua implacable, el temblor del colchón bajo las embestidas. Abajo, Agustina se movía contra Marco, succionada por el vaivén de su cuerpo, mientras su lengua no se apartaba de Clara, que se agitaba cada vez más, más cerca, más abierta.
La habitación entera olía a sexo. A cuerpos mezclados. A sudor y deseo sin filtros. Marco gruñía entre dientes, los dedos marcando la cintura de Agustina, el cuerpo encajado al suyo como si fuera a fundirse dentro de ella. Cada estocada le arrancaba un gemido, y Agustina, aún con la boca ocupada, no podía evitar los espasmos, el placer que la desbordaba.
—Esta pija extrañaba esta concha, hija de puta—dijo Marco.
—Así Marco, cogétela así. Se lo merece—gritó Clara fuera de sí.
Agustina seguía silenciosa comiéndose como podía la choncha de Clara.
—Dale hijo de puta, llenale la concha de leche—seguía Clara, sacada.
Sus propias palabras la hicieron venirse, temblando, un orgasmo feroz, absoluto, mientras apretaba con fuerza la cabeza de Agustina entre sus muslos. Agustina se corrió segundos después, empalada por Marco, sacudida por dentro y por fuera, entre su carne y la de Clara. Marco no tardó, gruñendo como un animal, derramándose profundo mientras sentía que perdía el control por completo.
Quedaron así, fundidos, mezclados, tres cuerpos respirando al mismo tiempo, todavía palpitantes.
La noche no había terminado. Pero en ese instante, no hacía falta más.
INSPIRADO EN LOS COMENTARIOS QUE ME FUERON COMPARTIENDO .
DISFRUTEN.
LLEVA TIEMPO Y DEDICACIÓN ESCRIBIR. VALÓRENLO. 🙏🏻
SINCERAMENTE NO SE CUÁNTO MÁS TIENEN PARA OFRECERNOS ESTOS PERSONAJES. COMENTEN IDEAS POR PRIVADO. ME INSPIRAN.
parte 8
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parte 2
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parte 3
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parte 4
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parte 5
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parte 6
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Durante las primeras semanas después del Tigre, Clara y Marco convivieron con una mezcla de euforia, desconcierto y vacío. Lo que habían vivido allá había sido demasiado intenso, demasiado real, como si hubieran cruzado un umbral que ya no les permitía volver atrás. Se tocaban distinto. Se miraban con otro deseo. Pero también con una ansiedad nueva: ¿y ahora qué?
La respuesta llegó rápido, y no fue la que esperaban.
Fue Agustina quien se lo dejó claro a Clara, con ese tono suave y seguro que siempre la desarmaba. Una tarde, con una excusa liviana, le explicó que ella y Fabián tenían un acuerdo dentro de su dinámica abierta: no repetir demasiado con las mismas personas. No era desinterés, sino una forma de preservar su vínculo, jerarquizarlo, evitar que algo se volviera emocionalmente complejo. Lo que había pasado en Tigre había sido hermoso, dijo, inolvidable… pero había que dejarlo ahí. “Lo que pasó en Tigre, queda en Tigre”, repitió, casi como un mantra.
Clara asintió. Dijo que entendía. Que estaba todo bien. Colgó el teléfono con una sonrisa ensayada… y se quedó mirando el vacío de la cocina durante largos minutos. El silencio de la casa era ensordecedor.
Marco, aunque más contenido, también sintió el corte. Pero reaccionó de manera práctica: propuso abrirse a nuevas experiencias. Armaron un perfil, buscaron. Tuvieron citas con otras parejas, intercambiaron mensajes, exploraron. Nada funcionó. Todo les sonaba artificial, sin ritmo, como una versión mal editada de lo que habían vivido con Fabián y Agustina. Clara, sobre todo, no podía evitar comparar. Ninguna mirada tenía el filo de Fabián. Ninguna caricia despertaba lo que había sentido con Agustina. Y, peor aún, cada intento fallido los hacía retroceder emocionalmente.
El sexo entre ellos se volvió más torpe, más mental. Marco notaba que Clara cerraba los ojos y se iba a otro lugar. Y a veces, él también. A veces, los dos pensaban en lo mismo y no lo sabían.
Mientras tanto, cuanto más se distanciaban Agustina y Fabián, más crecían la nostalgia y la obsesión en Clara y Marco. Con la excusa de los viajes de trabajo cada vez más frecuentes de Fabián, casi ya no participaban prácticamente de las reuniones sociales de “La hermandad”, y esa falta de contacto solo amplificaba lo vivido. Como si la imposibilidad lo convirtiera en una fantasía constante. Como si hubieran probado un vino que ya no podían conseguir y ahora todo les supiera aguado.
Pero Clara sobre todo lo tenía más complejo: seguía viendo a Agustina de vez en cuando. En la puerta del colegio, en un evento de los chicos. Cruces breves, palabras amables, miradas fugaces. Cada vez que eso ocurría, Clara volvía a la noche en la casa del Tigre. Al vapor del jacuzzi. Al sabor de su boca. A la forma en que la había tocado. Agustina se le volvió una presencia silenciosa, constante, imposible de ignorar. No era solo deseo: era una inquietud que se le metía bajo la piel.
Pasaron los meses.
Y entonces, una noche cualquiera, Agustina apareció.
Hola Clari… perdón la hora pero estoy cerca de tu casa. ¿Puedo pasar un minuto a buscar el libro de inglés que compraste para el grupo? Me olvidé de pedírtelo hoy en la puerta del cole.
Clara leyó el mensaje y sonrió apenas, sin saber bien por qué. Aceptó casi de inmediato. Estaba con una remera suelta que usaba de pijama y short, el pelo recogido y una copa de vino por la mitad. Los chicos dormían desde hacía un rato. Marco había salido a correr; últimamente lo hacía seguido, como si tratara de despejarse. Ella también lo necesitaba, pero de otra forma.
Cuando Agustina tocó el timbre, Clara ya estaba con el libro en la mano. Le abrió con una sonrisa algo tensa. Verla ahí, vestida de manera simple pero impecable, le generó una punzada interna. Hacía semanas que no se veían a solas. Todo lo ocurrido en Tigre parecía haber sido encapsulado en un “acuerdo tácito de olvido”. Pero para Clara, no había sido fácil.
—Gracias —dijo Agustina, tomando el manual, pero sin hacer ademán de irse.
—¿Querés pasar? Estoy sola, Marco se fue a correr y ya acosté a los chicos. Estoy con una copa de vino… si querés te sirvo una.
Agustina vaciló. Por dentro, el temblor era distinto: no era nerviosismo, era deseo comprimido. Había intentado tomar distancia, pero Clara le seguía apareciendo en los sueños, con ese beso en el jacuzzi que la había sorprendido más de lo que podía admitir. Y ahora Fabián estaba de viaje, como si el momento se hubiese acomodado por sí solo.
—Dale. Una copa me vendría bien.
Pasaron al living. Clara sirvió el vino, la charla fue algo incómoda al principio, pero se fue aflojando. Hablaban de cosas triviales: el colegio, los padres del grupo, alguna noticia absurda. Sin embargo, debajo del murmullo flotaba otra cosa. Una tensión densa, envolvente. Clara se dio cuenta de que Agustina la miraba a veces con una atención inusitada. Como si quisiera volver a tocarla, como si se estuviera rindiendo. El vino las fue relajando y la charla derivó en una carcajada ruidosa.
—Bajemos el volumen, o vamos a la cocina mejor, no quiero que se despierte nadie —dijo Clara.
—Sí, claro —respondió Agustina, siguiéndola hacia la cocina, pero sus pasos se desviaron al pasar por el pasillo. — ¿Este es tu cuarto?--dijo con una seña.
Clara asintió.
—Sí… ¿Querés ver el desastre? Está desordenado.
Agustina empujó suavemente la puerta, entró. Clara la siguió, sin entender del todo por qué sentía que la temperatura subía. Agustina recorrió con la mirada la cama, los libros, un sweater tirado en una silla.
–Qué buena la cama, ¿Es king size no?
Clara se detuvo. Asintió en silencio.
Entonces Agustina aceleró.
—No sabés cuánto pensé en el Tigre.
Clara tragó saliva. El aire se hizo espeso.
—Yo también.
Un silencio. No incómodo. Cargado.
—¿Vos pensás en ese beso? —dijo Agustina, en voz más baja. Con la voz de puta que sabía poner.
Clara no respondió. Pero sus ojos lo dijeron todo.
—Fue una locura —dijo Agustina, y entonces, sin pedir permiso, se inclinó sobre Clara y la besó.
Las copas quedaron olvidadas. Agustina la empujó suave hasta la cama. Clara cayó sobre el colchón con una risa ahogada, nerviosa, y Agustina se subió sobre ella. Las manos se buscaron, se rozaron, se enredaron. Los cuerpos se encendieron rápido. Clara sintió cómo la piel le ardía solo al sentir los muslos de Agustina rozando los suyos.
Agustina bajó su cabeza hacia el cuello de Clara. Besó lento. Luego más abajo. Un pecho, y el otro. Luego introdujo un pezón en su boca con los ojos fijos en Clara. Ella jadeó, suave. Se arqueó apenas. Todo eso era nuevo, era un abismo. Pero no había temor. Había vértigo, sí, pero también un deseo que ya no podía disfrazar.
—¿Te gusta? —susurró Agustina, entre caricias.
—Mucho —dijo Clara, con la voz deshecha.
Agustina se movía con una seguridad inesperada, como si llevara meses esperando esa escena. Las manos atrevidas la exploraban con caricias expertas. Clara no tenía con qué compararlo. Pero sabía que esa era la forma en que quería ser tocada por una mujer.
Cuando Agustina se desnudó frente a ella, Clara la miró como si viera algo sagrado. Su cuerpo. Su actitud. La forma en que tomaba el control. Clara no sabía si era deseo o adoración. Quizás las dos cosas.
Agustina se inclinó sobre ella y la devoró. Con decisión. Con goce. Como si cada gemido que arrancaba fuera también una ofrenda para sí misma. Clara no podía contenerse. La mano enredada en su pelo. Las caderas moviéndose sin pudor. El nombre de Agustina escapándosele entre jadeos.
Agustina la poseía con hambre. Con deseo contenido demasiado tiempo. Nada que ver con el beso del jacuzzi, donde todavía había una mezcla de juego e inhibición. Este era urgente. Feroz.
Y entonces escucharon la puerta de entrada. Marco.
Agustina no se detuvo. Apenas levantó la cabeza para sonreírle a Clara. La calentura era demasiado grande para frenar.
—Que mire —susurró.
A Clara le temblaba más el cuerpo por el vértigo de saber que Marco las vería así.
Pasos en el pasillo. Clara no podía hablar. No quería.
Marco abrió la puerta con suavidad. Tenía la remera empapada, el pelo pegado a la frente y la respiración aún agitada por el ejercicio.
Y entonces las vio.

Agustina de espaldas, desnuda, montada sobre Clara, lamiéndole una teta como si fuera suya. Clara boca arriba, extasiada, en un trance absoluto de entrega. Sus ojos se encontraron con los de Marco. Y no hubo culpa. Sólo fuego.
Agustina se giró apenas y le sonrió.
— Hola —dijo—. Quedate.
Clara aprovechó la pausa y sacó un vibrador que guardaba en su mesa de luz y se lo ofreció. Agustina algo sorprendida lo tomó como un trofeo.
—Juguemos—dijo.
Marco miraba impávido, como si fuera un sueño húmedo.
Clara se había acomodado desnuda sobre la cama, recostada de lado, con la espalda ligeramente arqueada, los muslos entreabiertos. Agustina estaba de rodillas frente a ella, los pezones marcados bajo el sostén de encaje. Su mano izquierda sostenía el rostro de Clara, acariciándole la mandíbula con ternura, mientras la derecha se deslizaba lenta y firme entre las piernas de ella, con un dominio que no parecía improvisado. El juguete vibraba en su palma. Se estiró para besarla una vez más. Clara tomó la mano de Agustina que sostenía el pene mecánico, y la acercó a su vulva indicando el lugar exacto de en donde lo quería.
La vibración era sutil, casi inaudible, pero se hacía sentir en cada jadeo que escapaba de la boca entreabierta de Clara. Tenía los ojos entrecerrados, brillosos, como si no pudiera distinguir si eso era realidad o un recuerdo hecho carne.
Marco seguía inmóvil en la puerta, atónito, con la transpiración aún bajándole por la nuca, los músculos tensos, la boca seca. Era como entrar a una fantasía que no sabía que compartía. Como espiar el eco de algo que lo había transformado para siempre, pero que ahora se le ofrecía sin barreras.
Clara lo miró directo, sin culpa, con la respiración cortada, pero firme. Se estaba dejando hacer. Se estaba dejando abrir. Por Agustina.
Y Agustina… Siguió allí, con el rostro apenas inclinado, enfocada en cada gesto, cada reacción de Clara. Movía el juguete con una cadencia medida, como si afinara un instrumento. Y cuando lo giró un poco, más profundo, más preciso, el cuerpo de Clara se arqueó con un gemido ronco y quebrado, como si algo en ella se rompiera.
Marco dio un paso dentro del cuarto, sin hablar. La erección le tensaba el pantalón con violencia. No necesitaba disimularla. Clara lo seguía mirando, su pecho agitado, las mejillas encendidas. Lo estaba incluyendo. Pero no lo necesitaba. No todavía.
Agustina bajó la cabeza, besó el vientre de Clara. Luego la parte interna del muslo. Después, sin dejar de mover el juguete, pasó la lengua por la choncha, despacio, con una ternura devastadora. Clara se estremeció como una hoja en el viento. Y Marco tragó saliva, sin poder quitarles los ojos de encima.
Agustina comenzó a lamerla como si ella misma recibiera ese placer. Con el conocimiento que solo una mujer puede tener de otra mujer. Estimulando los puntos exactos, succionando los labios, presionando un momento la punta de la lengua sobre el clítoris, siempre ayudada por el efecto vibratorio del consolador.
—Me estás volviendo loca, Agus. No… no sabía que podía sentir así…
Agustina alzó la mirada, le acarició la cadera, le retiró un mechón de pelo del rostro.
—Yo sí lo sabía —dijo, ronca—. Desde aquella noche en el agua.
Agustina se acomodó con precisión de tal manera que hizo que el dorso de la mano con la que sostenía el juguete quedara apoyado sobre su propia vulva. Empezó a moverse con un bombeo intenso, como si el juguete fuera su propio pene. Cogiendola, dominante, frotando su mano contra toda su vulva mientras que el consolador entraba y salía de la choncha húmeda de Clara.
La vibración subió de intensidad. Clara gimió más fuerte. Sus muslos intentaron cerrarse, pero Agustina se lo impidió, sosteniéndola, controlándola, leyéndola. Bombeándola. Marco se sentó en el borde de la cama, sin tocar. Solo mirando. Fascinado. Perplejo. Excitado hasta los huesos.
La expresión de Clara era de éxtasis puro. La forma en que arqueaba la espalda, en que apretaba los dedos contra las sábanas, en que abría la boca sin emitir sonido durante los segundos previos al clímax. Marco no la había visto nunca así. Nunca tan… libre. Tan desnuda de sí misma.
Y cuando finalmente se corrió —con la voz rota, los ojos húmedos, el cuerpo temblando— Marco sintió que también se le venía encima algo más grande. No solo deseo. Era otra cosa. Era el vértigo de verla cruzar un umbral sin retorno. De ver a su mujer rendirse ante otra. Y no cualquier otra. Agustina.
Ella retiró el juguete con delicadeza, lo apoyó sobre la cama, y se inclinó para besar a Clara con lentitud, con ternura, como si sellara un pacto silencioso.
Marco no se movió. Agustina lo miró, aún con la respiración entrecortada, y estiró una mano hacia él.
—¿Querés venir ahora? Yo necesito una pija de verdad.
Clara aún respiraba agitada, con el pecho subiendo y bajando a un ritmo errático, el cuerpo empapado, el temblor todavía aferrado a sus músculos. El juguete descansaba sobre la cama, brillando con los restos de su humedad. Marco estaba con los ojos encendidos por lo que acababa de ver. Clara lo miró con una ternura salvaje, con una devoción que le nacía de un lugar visceral, y le acarició la mejilla.
—Tomala —le dijo, con voz ronca, aún entrecortada—. Es tuya también.
Marco la miró, desconcertado. Clara sonrió, más mujer que nunca, y giró el rostro hacia Agustina, que aún jadeaba.
Agustina no respondió con palabras. Simplemente giró, quedó frente a Marco y, con una calma eléctrica, se quitó por fin la poca ropa que le quedaba. Su cuerpo era un mapa de deseo contenido, la respiración entrecortada, los pezones duros. Marco se inclinó sobre ella y la besó, lento al principio, pero con una avidez que fue creciendo. Sus bocas se buscaron como la primera vez en el estudio de yoga. Las manos de él descendieron por su espalda, bajaron por sus muslos. Agustina se dejó hacer, entregada, pero no dejó de buscar a Clara con los ojos. Ella no tardó en estirarse hacia ellos, sin pudor, con esa seguridad nueva que había florecido en Tigre y no se había marchitado.
Agustina se acomodó, tendida, con la boca brillante y los muslos abiertos, los miró con una mezcla de ternura y deseo crudo.
—Quedate ahí —le dijo Clara en un susurro a Agustina, con una sonrisa que era puro fuego.
Y entonces se colocó sobre ella. Despacio. Con movimientos estudiados por el instinto. Se arrodilló por encima de su rostro, le acarició el pelo y bajó la pelvis hasta que su sexo se apoyó justo sobre la boca de Agustina. La vio cerrar los ojos apenas antes de comenzar a lamerla, suave al principio, luego más profundo, más entregado.
Clara gimió, arqueando el cuerpo, los muslos temblando mientras se aferraba a la cabecera de la cama. Su respiración se volvió errática, el placer le subía por la columna como electricidad líquida. Abajo, Agustina la devoraba como si necesitara ese sabor para respirar.
Y en ese instante, Marco se ubicó entre las piernas de Agustina. La tomó de las caderas, las alzó apenas, y la penetró de una sola embestida. Agustina ahogó un gemido contra la piel de Clara, pero no dejó de lamer. Su cuerpo se arqueó, embestido por Marco, encajada entre ambos, conectada a ellos como si fuera el núcleo del deseo compartido.
Marco jadeaba, su pelvis chocando contra la de Agustina con ritmo firme, profundo, voraz. Desde arriba, Clara se retorcía, dejándose hacer, montada sobre la boca de esa mujer que ahora gemía y vibraba por otra embestida, una más, una más, sin tregua.
Clara sentía todo: el aliento húmedo de Agustina, su lengua implacable, el temblor del colchón bajo las embestidas. Abajo, Agustina se movía contra Marco, succionada por el vaivén de su cuerpo, mientras su lengua no se apartaba de Clara, que se agitaba cada vez más, más cerca, más abierta.
La habitación entera olía a sexo. A cuerpos mezclados. A sudor y deseo sin filtros. Marco gruñía entre dientes, los dedos marcando la cintura de Agustina, el cuerpo encajado al suyo como si fuera a fundirse dentro de ella. Cada estocada le arrancaba un gemido, y Agustina, aún con la boca ocupada, no podía evitar los espasmos, el placer que la desbordaba.
—Esta pija extrañaba esta concha, hija de puta—dijo Marco.
—Así Marco, cogétela así. Se lo merece—gritó Clara fuera de sí.
Agustina seguía silenciosa comiéndose como podía la choncha de Clara.
—Dale hijo de puta, llenale la concha de leche—seguía Clara, sacada.
Sus propias palabras la hicieron venirse, temblando, un orgasmo feroz, absoluto, mientras apretaba con fuerza la cabeza de Agustina entre sus muslos. Agustina se corrió segundos después, empalada por Marco, sacudida por dentro y por fuera, entre su carne y la de Clara. Marco no tardó, gruñendo como un animal, derramándose profundo mientras sentía que perdía el control por completo.
Quedaron así, fundidos, mezclados, tres cuerpos respirando al mismo tiempo, todavía palpitantes.
La noche no había terminado. Pero en ese instante, no hacía falta más.
INSPIRADO EN LOS COMENTARIOS QUE ME FUERON COMPARTIENDO .
DISFRUTEN.
LLEVA TIEMPO Y DEDICACIÓN ESCRIBIR. VALÓRENLO. 🙏🏻
SINCERAMENTE NO SE CUÁNTO MÁS TIENEN PARA OFRECERNOS ESTOS PERSONAJES. COMENTEN IDEAS POR PRIVADO. ME INSPIRAN.
parte 8
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