El Secreto de las Tardes (la necesidad)"
Los días comenzaron a desdibujarse en una serie de momentos robados:
miradas que se cruzaban en los pasillos, manos que se rozaban accidentalmente, sonrisas furtivas cargadas de un deseo compartido que ya no podían ocultar. Elena sentía cómo el deseo hacia Andrés se volvía un peso insoportable, un fuego que la quemaba por dentro. Ya no era solo una atracción... era necesidad.

Habían llegado al punto donde su cuerpo clamaba por él. Cada segundo que pasaba sin estar juntos era una tortura, una espera que solo la hacía quererlo más.
Elena ya no podía ignorarlo. El deseo la rodeaba, la dominaba, y cada vez que Andrés la tocaba, su mente se deshacía en fragmentos.
Una tarde, cuando Diego salió a hacer una entrega, ella no pudo esperar más.
Andrés llegó como siempre, pero esta vez el aire entre ellos estaba cargado, más denso que nunca. La puerta apenas se cerró detrás de él cuando Elena se lanzó a sus brazos, besándolo con urgencia, con esa desesperación que ya no podía contener.
Te necesito… —le susurró entre besos, sintiendo cómo su cuerpo respondía instantáneamente a la presión de su cercanía.
Andrés la miró, sorprendido, pero no se detuvo. La deseaba de la misma manera, necesitaba sentirla, abrazarla. En un parpadeo, la tuvo contra la pared, sus labios explorando su cuello, su pecho.
Elena se arqueó hacia él, dejándose llevar, rozando su cuerpo contra el de Andrés como si no pudiera vivir sin ese contacto.
Su respiración era irregular, agitada, mientras sus manos se deslizaban por su piel con una necesidad frenética.
—No puedo esperar más… —murmuró ella, su voz quebrada por el deseo.


Andrés no dijo nada. Solo la levantó con una rapidez inesperada, como si el tiempo no existiera. Elena envolvió sus piernas alrededor de su cintura, temblando de anticipación mientras él la llevaba hasta la cama, la soltaba solo para despojarla de lo poco que quedaba entre ellos.
La miró intensamente, como si quisiera que entendiera lo que iba a suceder: lo deseaba, lo quería, sin reservas.
—Eres mía… —dijo, su voz grave y cargada de lujuria.
No hubo suavidad. No hubo más miradas dulces ni caricias lentas.
Esta vez, Andrés la reclamó con la urgencia de alguien que había estado esperando demasiado tiempo para ser saciado. La penetró con fuerza
sin piedad, como si quisiera que cada centímetro de su cuerpo quedara marcado por él.

Elena gritó, no de dolor, sino de un placer tan intenso que su mente comenzó a desvanecerse.
Cada embestida la hacía perderse más y más en él, el cuerpo de Andrés clavándose en el suyo, un ritmo frenético que la hacía arder por dentro. El dolor y el placer se mezclaban en una sinfonía frenética de necesidad.
—Tómame… —soltó ella, casi sin aliento, suplicante.
Andrés la poseía con la misma fuerza que un animal en su caza. Los gemidos de Elena se convirtieron en un eco en la habitación, y Andrés respondió con la misma urgencia, empujando más fuerte, más profundo, haciéndola sentir cada centímetro de él, hasta que su cuerpo seestremeció en un clímax feroz que la dejó sin aliento.

Después, ambos quedaron tendidos, sudorosos, pero la necesidad seguía allí. Como si nada hubiera cambiado, como si todo estuviera en su lugar.
Elena no podía dejar de pensar en él, en cómo su cuerpo ansiaba siempre más.
Lo deseaba de una forma que la aterraba, pero no podía detenerse.
No quería detenerse.
Desde aquella tarde, algo cambió en Elena.
No era simplemente deseo: era una necesidad primaria, devoradora. Una adicción que se le pegaba a la piel, al pensamiento, al alma.
Se sorprendía a sí misma buscando excusas para quedarse sola en casa. Esperando mensajes que no llegaban, caminando nerviosa por la casa, oliendo las sábanas aún impregnadas del aroma de Andrés.
La noche no traía descanso. En la soledad de su habitación, se tocaba pensando en él, imaginando su peso sobre su cuerpo, su boca reclamándola, su voz susurrándole obscenidades al oído.
Era un vacío que solo Andrés podía llenar.

El morbo la invadía.
Cada vez que lo veía cruzar la puerta de su casa con la sonrisa confiada de siempre, no podía evitar imaginar escenas prohibidas: hacerlo en la cocina mientras Diego jugaba en la sala, o en el auto, en algún callejón oscuro, en cualquier rincón donde pudieran ser descubiertos.
La culpa… la culpa ya no existía. Solo el hambre.
Una tarde, el deseo la venció antes de que siquiera llegaran a su cuarto.
Elena no esperó a que Andrés hablara. Cerró la puerta con un golpe seco y, mirándolo fijamente, se arrodilló frente a él.
Andrés apenas alcanzó a gemir su nombre antes de que los labios de Elena lo reclamaran de la forma más descarada, más sucia que jamás había imaginado de ella.

El morbo de verla así, tan entregada, tan sumisa y desesperada por él, lo hizo perder el control.
Andrés la tomó del cabello con fuerza, guiándola, dominándola, mientras jadeaba su nombre entre dientes, sintiendo cómo su propia cordura comenzaba a resquebrajarse.
Cuando ya no pudo soportarlo más, la levantó casi arrancándola del suelo, empujándola contra la pared más cercana.
La necesidad entre ellos era brutal, sucia, hermosa.
La levantó con violencia contenida, como un hombre perdido en su propio abismo, y la poseyó de nuevo ahí mismo, en el pasillo, sin preocuparse siquiera de si alguien podía llegar, si alguien podía escuchar.
Los gemidos de Elena eran bajos, roncos, entremezclados con palabras susurradas que Andrés nunca habría imaginado oír de su boca.
—Más… más fuerte… no pares… —le rogaba, los ojos llenos de una lujuria desenfrenada.


Él obedeció, embistiéndola con fuerza, una y otra vez, hasta que los dos quedaron temblando, sus cuerpos exhaustos, las ropas a medio caer, la casa impregnada del eco de su pecado.
Y aún así, cuando terminó, cuando el temblor de sus piernas apenas le permitía sostenerse, Elena no lo soltó.
Lo abrazó, desesperada, como si temiera que desapareciera, como si su vida dependiera de seguir sintiéndolo dentro de ella.
Andrés acarició su espalda con la respiración aún agitada, sabiendo, en lo más profundo, que lo que los unía ya no era simple deseo.
Era algo más oscuro.
Algo que crecía cada día.
Algo que los destruiría... o los consumiría por completo.
Y ninguno de los dos quería detenerse

hasta aquí está parte
Los días comenzaron a desdibujarse en una serie de momentos robados:
miradas que se cruzaban en los pasillos, manos que se rozaban accidentalmente, sonrisas furtivas cargadas de un deseo compartido que ya no podían ocultar. Elena sentía cómo el deseo hacia Andrés se volvía un peso insoportable, un fuego que la quemaba por dentro. Ya no era solo una atracción... era necesidad.

Habían llegado al punto donde su cuerpo clamaba por él. Cada segundo que pasaba sin estar juntos era una tortura, una espera que solo la hacía quererlo más.
Elena ya no podía ignorarlo. El deseo la rodeaba, la dominaba, y cada vez que Andrés la tocaba, su mente se deshacía en fragmentos.
Una tarde, cuando Diego salió a hacer una entrega, ella no pudo esperar más.
Andrés llegó como siempre, pero esta vez el aire entre ellos estaba cargado, más denso que nunca. La puerta apenas se cerró detrás de él cuando Elena se lanzó a sus brazos, besándolo con urgencia, con esa desesperación que ya no podía contener.
Te necesito… —le susurró entre besos, sintiendo cómo su cuerpo respondía instantáneamente a la presión de su cercanía.
Andrés la miró, sorprendido, pero no se detuvo. La deseaba de la misma manera, necesitaba sentirla, abrazarla. En un parpadeo, la tuvo contra la pared, sus labios explorando su cuello, su pecho.
Elena se arqueó hacia él, dejándose llevar, rozando su cuerpo contra el de Andrés como si no pudiera vivir sin ese contacto.
Su respiración era irregular, agitada, mientras sus manos se deslizaban por su piel con una necesidad frenética.
—No puedo esperar más… —murmuró ella, su voz quebrada por el deseo.


Andrés no dijo nada. Solo la levantó con una rapidez inesperada, como si el tiempo no existiera. Elena envolvió sus piernas alrededor de su cintura, temblando de anticipación mientras él la llevaba hasta la cama, la soltaba solo para despojarla de lo poco que quedaba entre ellos.
La miró intensamente, como si quisiera que entendiera lo que iba a suceder: lo deseaba, lo quería, sin reservas.
—Eres mía… —dijo, su voz grave y cargada de lujuria.
No hubo suavidad. No hubo más miradas dulces ni caricias lentas.
Esta vez, Andrés la reclamó con la urgencia de alguien que había estado esperando demasiado tiempo para ser saciado. La penetró con fuerza
sin piedad, como si quisiera que cada centímetro de su cuerpo quedara marcado por él.

Elena gritó, no de dolor, sino de un placer tan intenso que su mente comenzó a desvanecerse.
Cada embestida la hacía perderse más y más en él, el cuerpo de Andrés clavándose en el suyo, un ritmo frenético que la hacía arder por dentro. El dolor y el placer se mezclaban en una sinfonía frenética de necesidad.
—Tómame… —soltó ella, casi sin aliento, suplicante.
Andrés la poseía con la misma fuerza que un animal en su caza. Los gemidos de Elena se convirtieron en un eco en la habitación, y Andrés respondió con la misma urgencia, empujando más fuerte, más profundo, haciéndola sentir cada centímetro de él, hasta que su cuerpo seestremeció en un clímax feroz que la dejó sin aliento.

Después, ambos quedaron tendidos, sudorosos, pero la necesidad seguía allí. Como si nada hubiera cambiado, como si todo estuviera en su lugar.
Elena no podía dejar de pensar en él, en cómo su cuerpo ansiaba siempre más.
Lo deseaba de una forma que la aterraba, pero no podía detenerse.
No quería detenerse.
Desde aquella tarde, algo cambió en Elena.
No era simplemente deseo: era una necesidad primaria, devoradora. Una adicción que se le pegaba a la piel, al pensamiento, al alma.
Se sorprendía a sí misma buscando excusas para quedarse sola en casa. Esperando mensajes que no llegaban, caminando nerviosa por la casa, oliendo las sábanas aún impregnadas del aroma de Andrés.
La noche no traía descanso. En la soledad de su habitación, se tocaba pensando en él, imaginando su peso sobre su cuerpo, su boca reclamándola, su voz susurrándole obscenidades al oído.
Era un vacío que solo Andrés podía llenar.

El morbo la invadía.
Cada vez que lo veía cruzar la puerta de su casa con la sonrisa confiada de siempre, no podía evitar imaginar escenas prohibidas: hacerlo en la cocina mientras Diego jugaba en la sala, o en el auto, en algún callejón oscuro, en cualquier rincón donde pudieran ser descubiertos.
La culpa… la culpa ya no existía. Solo el hambre.
Una tarde, el deseo la venció antes de que siquiera llegaran a su cuarto.
Elena no esperó a que Andrés hablara. Cerró la puerta con un golpe seco y, mirándolo fijamente, se arrodilló frente a él.
Andrés apenas alcanzó a gemir su nombre antes de que los labios de Elena lo reclamaran de la forma más descarada, más sucia que jamás había imaginado de ella.

El morbo de verla así, tan entregada, tan sumisa y desesperada por él, lo hizo perder el control.
Andrés la tomó del cabello con fuerza, guiándola, dominándola, mientras jadeaba su nombre entre dientes, sintiendo cómo su propia cordura comenzaba a resquebrajarse.
Cuando ya no pudo soportarlo más, la levantó casi arrancándola del suelo, empujándola contra la pared más cercana.
La necesidad entre ellos era brutal, sucia, hermosa.
La levantó con violencia contenida, como un hombre perdido en su propio abismo, y la poseyó de nuevo ahí mismo, en el pasillo, sin preocuparse siquiera de si alguien podía llegar, si alguien podía escuchar.
Los gemidos de Elena eran bajos, roncos, entremezclados con palabras susurradas que Andrés nunca habría imaginado oír de su boca.
—Más… más fuerte… no pares… —le rogaba, los ojos llenos de una lujuria desenfrenada.


Él obedeció, embistiéndola con fuerza, una y otra vez, hasta que los dos quedaron temblando, sus cuerpos exhaustos, las ropas a medio caer, la casa impregnada del eco de su pecado.
Y aún así, cuando terminó, cuando el temblor de sus piernas apenas le permitía sostenerse, Elena no lo soltó.
Lo abrazó, desesperada, como si temiera que desapareciera, como si su vida dependiera de seguir sintiéndolo dentro de ella.
Andrés acarició su espalda con la respiración aún agitada, sabiendo, en lo más profundo, que lo que los unía ya no era simple deseo.
Era algo más oscuro.
Algo que crecía cada día.
Algo que los destruiría... o los consumiría por completo.
Y ninguno de los dos quería detenerse

hasta aquí está parte
1 comentarios - El secreto de las tardes Mama y amigo 3