Por derecho de sangre
(Ligado al relato de "la última semilla de papá")
Los primeros síntomas habían sidosutiles. Olvidar las llaves, confundir fechas, repetir historias. Pero con eltiempo, la demencia de Laura, esposa de Pablo y madre de Maggie, se volvióimposible de ignorar.
—"¿Quién eres tú? ¡Sal demi casa!" —gritaba Laura una noche, arrojando un jarrón contra lapared mientras Maggie intentaba calmarla con lágrimas en los ojos.
—Mamá, soy yo, tu hija —suplicabaMaggie, abrazando a la mujer que ya no la reconocía.
Pablo observaba desde la puerta,los puños apretados. No solo por la impotencia, sino por cómo Maggie, ahora con19 años, se había convertido en el pilar de la casa. Su cuerpo, antesadolescente, ahora era de mujer: caderas más anchas, pechos firmes bajo losajustados tops que usaba para limpiar la casa, su piel siempre perfumada convainilla.
Una tarde, mientras Maggie seinclinaba para bañar a Laura, su escote dejó al descubierto más de lo que Pablopodía ignorar. Esa noche, se masturbó por primera vez pensando en ella,ahogando sus gemidos en la almohada.
El detonante llegó semanasdespués.
La casa estaba en silencio, soloroto por el sonido agitado de la respiración de Laura en la habitacióncontigua. Maggie, exhausta tras horas cuidando a su madre, había caído rendidaen el sofá del living, su cuerpo joven y cansado buscando el alivio del sueño.
Pablo, que había estadoobservándola desde la cocina con un vaso de whisky en la mano, sintió cómo elalcohol y la lujuria nublaban su juicio. El short de Maggie, ajustado ydiminuto, se había corrido levemente en su sueño, revelando la suave curva desus nalgas, la piel pálida y tersa brillando bajo la tenue luz de la lámpara.
No pudo resistirse.
Con pasos sigilosos, se acercóhasta quedar de rodillas frente a ella. Su corazón latía con fuerza, el sonidotan fuerte en sus oídos que temió que pudiera despertarla. Pero Maggie seguíadormida, su respiración profunda y regular.
Extendió una mano, los dedostemblando al rozar la piel desnuda de su muslo. Era más suave de lo que habíaimaginado, cálida y delicada como seda bajo sus callos. El simple contacto leprovocó una erección dolorosa, pero no podía detenerse.
Se inclinó aún más, hasta que sualiento caliente rozó la piel de Maggie. Olía a jabón de coco y a algo más,algo íntimo y dulce que lo enloquecía. Sin pensarlo, apoyó los labios en lacurva de su nalga, besándola con una mezcla de adoración y lujuria.
El sabor era salado, ligeramenteácido, y completamente embriagador. Su lengua escapó de sus labios, lamiendocon avidez esa piel expuesta, saboreándola como si fuera el néctar máspreciado.
—Mmm…— murmuró contra supiel, perdido en el éxtasis de su transgresión.
Sus dientes, casi sin querer, secerraron levemente en un mordisco suave, apenas suficiente para dejar unpequeño enrojecimiento en su piel. Maggie se movió ligeramente en sueños, unsuspiro escapando de sus labios, pero no despertó.
Pablo se apartó bruscamente, comosi la realidad lo golpeara de repente. ¿Qué estaba haciendo?
Pero el remordimiento duró poco.Al mirar de nuevo a su hija, su inocencia vulnerada sin siquiera saberlo, supoque ya no había vuelta atrás.
Esa noche, mientras se masturbabaen su cuarto con la imagen de Maggie ardiendo en su mente, juró que no sería laúltima vez que probaría su piel.
—"Hay un hombre, unsanador… dice que puede ayudar" —mintió Pablo una mañana,mostrando un número que encontró en el mercado esotérico.
El "sanador" eraCarlos, un actor fracasado que por dinero montó todo un teatro.
El lugar olía a incienso quemadoy hierbas secas. Las paredes estaban cubiertas de símbolos pintados con tizaroja, y velas parpadeantes proyectaban sombras danzantes. Maggie se aferró albrazo de su padre mientras cruzaban el umbral, sintiendo un escalofrío recorrersu espina dorsal.
—Papá, esto parece... raro—susurró, mirando con recelo las estanterías llenas de frascos con líquidosturbios.
—Confía en mí, hija. Si hayuna posibilidad de salvar a tu madre, vale la pena intentarlo— respondióPablo, aunque su voz sonaba más ronca de lo normal.
Carlos, el supuesto sanador,emergió de entre las cortinas de cuentas. Vestía una túnica gastada y collaresde huesos, pero sus ojos astutos delataban su verdadera naturaleza: la de unhombre que sabía cómo explotar la desesperación ajena.
—Ah, los Valdez— dijo convoz grave, como si ya lo supiera todo. —El espíritu de la madre estáperdido... pero no todo está oscuro. Hay un camino...
Maggie tragó saliva. —¿Quétipo de camino?— preguntó, sintiendo cómo su pulso se aceleraba.
Carlos extendió las manos sobreel libro falso, sus dedos recorriendo páginas amarillentas llenas de símbolosque ni él entendía.
—El ritual es antiguo...poderoso. Pero requiere sacrificio— murmuró, mirando fijamente a Maggie. —Lasangre de una doncella en su ciclo lunar, la semilla de su protector, y unjuramento de sangre.
Maggie palideció. —¿Semilla?¿Juramento?— su voz tembló. —¿De qué está hablando?—
Pablo apretó su mano con falsasolemnidad. —Escucha, Maggie. Si esto puede traer a tu madre de vuelta...
Carlos continuó, ignorando suincomodidad: —Deben unirse en cuerpo y alma bajo la luna llena, junto almar. Ella debe ofrecer su sangre fértil, y él debe marcar el amuleto con suesencia. Solo así el velo que cubre la mente de la madre se romperá...
Maggie sintió un nudo en elestómago. Las palabras del hombre sonaban grotescas, pero la imagen de sumadre, perdida en su propia mente, la hacía dudar.
—¿Y... y esto realmentefuncionará?— preguntó, casi sin aliento.
Carlos asintió lentamente. —Siel ritual se hace con fe... sí...
Pablo no podía creer su suerte.Cada palabra del farsante alimentaba su fantasía. Mientras Maggie mordisqueabasu labio inferior, indecisa, él ya imaginaba sus manos en su piel, su cuerpoarqueándose bajo el peso del deber.
—Hagámoslo— dijo Maggiefinalmente, con voz débil pero determinada.
Carlos sonrió. —Bien. La lunaestá llena en tres noches. Vayan a la playa de los Muertos, donde las olasbesan la arena a medianoche. Lleven esto— les entregó el amuleto de cuero,ya preparado.
Al salir, Maggie caminaba ensilencio, abrumada. Pablo, a su lado, ocultaba una sonrisa triunfal.
La Preparación
Las siguientes noches fuerontensas. Maggie revisaba el libro una y otra vez, buscando alguna alternativa,pero solo encontraba más detalles perturbadores:
—"La doncella debe estardesnuda, ofreciéndose a las fuerzas ancestrales. El acto debe ser consumado sinvergüenza, pues la pureza de su entrega es clave".
Cada palabra la hacía estremecer.
Pablo, mientras tanto, se perdíaen fantasías húmedas. Soñaba con los gemidos que arrancaría de su hija, concómo se sentiría su interior cálido y estrecho alrededor de él.
El camino hacia la playa habíasido largo y silencioso. Pablo había elegido un lugar remoto, una caletaapartada donde las rocas formaban una barrera natural contra miradasindiscretas. Había alquilado una cabaña cercana con anticipación, asegurándosede que nadie los molestara. "Para que el ritual sea puro, debe seren completa privacidad", le había dicho a Maggie, aunque en realidadsolo quería asegurarse de que nada interrumpiera lo que estaba por hacer.
Maggie, sentada a su lado en elauto, no dejaba de retorcer las manos en su regazo. El vestido ligero quellevaba dejaba entrever la delgada tira de su ropa interior, y Pablo no podíaevitar mirar de reojo cada vez que la tela se pegaba a sus muslos por el calor.
—Papá… ¿y si algo sale mal?—preguntó de pronto, rompiendo el silencio.
Pablo apretó el volante,conteniendo su excitación ante el temblor en su voz.
—Nada saldrá mal, hija. Elsanador fue muy claro— respondió, su tono calmado pero firme.
—Pero… ¿y si… y si quedoembarazada?— La pregunta salió en un susurro casi inaudible, como si lediera vergüenza siquiera plantearlo.
Pablo sonrió levemente, preparadopara esto.
—El ritual es sagrado, Maggie.Si la sangre de nuestra unión trae vida, será una bendición… una señal de quela cura funcionó—. Su voz era suave, casi paternal, pero las implicacionesde sus palabras eran perversas. Si quedas embarazada, será porque losespíritus lo quisieron, pensó, y yo tendré una excusa para repetiresto cuantas veces sea necesario.
Maggie se mordió el labio,incomoda.
—¿Y… duele?—
Esta vez, Pablo no pudo evitar unpequeño gruñido antes de responder.
—Solo al principio, hija. Perodespués… después es puro éxtasis. Lo necesitas para salvar a tu madre. Y yo… yote guiaré—.
El auto llegó finalmente aldestino. La cabaña era pequeña, con las ventanas tapiadas para evitar miradas.Pablo había dejado velas, incienso y hasta una botella de vino "parael ritual", aunque en realidad era para calmar los nervios de Maggie.
—Descansa un poco— le dijoal entrar. "La luna estará en su punto más alto a lamedianoche".
Maggie asintió, pero no podíadormir. Se sentó en la cama, abrazando sus piernas, preguntándose si realmenteestaba haciendo lo correcto.
Mientras tanto, Pablo afuera,miraba el mar y se ajustaba el pantalón, imaginando cómo sería desflorarla bajola luna.
Cuando llegó el momento, Pablo lallevó hacia la orilla. La brisa salada acariciaba sus pieles mientras las velasparpadeaban, creando un aura de falsa santidad.
—Tienes que estar desnuda,Maggie. Para que la energía fluya— le dijo, su voz más ronca de lo normal.
Ella dudó, pero finalmente dejócaer la sábana. Pablo contuvo un gemido al ver su cuerpo virginal bañado por laluz plateada.
—Ahora… repite las palabras—susurró, acercándose.
Maggie cerró los ojos, sintiendolas primeras lágrimas.
—Soy tuya… por derecho desangre—.
Pablo no pudo esperar más. Elritual, al fin, comenzaría.
La luna brillaba con intensidadsobre la playa desierta, su luz plateada derramándose sobre la piel de Maggiecomo miel sobre mármol. Las olas, que hasta hace unos minutos lamían la orillacon calma, comenzaron a agitarse, rompiendo con más fuerza contra las rocas,como si el mismo mar anticipara la profanación que estaba por ocurrir.
Pablo se acercó a su hija conpasos lentos, su sombra alargándose sobre su cuerpo desnudo. Maggie temblaba,no solo por el frío de la noche, sino por el miedo y la extraña excitación quele recorría las venas.
—No tengas miedo, mi niña—murmuró él, levantando una mano para acariciar su mejilla. Su piel estaba fría,pero bajo sus dedos comenzó a calentarse.
Maggie cerró los ojos,conteniendo un jadeo cuando sintió los labios de su padre posarse sobre sufrente, luego en su párpado, en la punta de su nariz. Cada beso era tierno,casi paternal, pero la intención detrás de ellos era cualquier cosa menosinocente.
—Papi…— balbuceó, sinsaber si rogarle que parara o que continuara.
—Shhh… solo déjate sentir—susurró él contra su boca, antes de capturar sus labios en un beso lento perofirme.
Maggie nunca había sido besadaasí. Su padre sabía exactamente cómo mover su boca, cómo succionar suavementesu labio inferior, cómo hacer que su estómago se contrajera con una mezcla deculpa y placer. Cuando su lengua se deslizó entre sus labios, ella gimió, susmanos aferrándose a sus brazos como si fuera lo único que la mantenía en pie.
Pablo no se apresuraba. Sabía queesta noche sería larga y que cada segundo de anticipación solo haría que supequeña Maggie se derritiera más en sus manos. Sus dedos, callosos perohábiles, comenzaron a descender por su cuello, acariciando la línea de suclavícula antes de detenerse justo sobre el comienzo de sus pechos.
—Tan perfecta…— murmuró,adorando cada centímetro de su piel con sus labios mientras sus manos seguíandescendiendo.
Las olas rugían ahora, salpicandoagua salada sobre sus pies descalzos, como si el océano mismo estuvieracondenando sus actos. Pero a Pablo no le importaba. Su dedo pulgar rozó elpezón erecto de Maggie, haciéndola arquearse contra él con un gemido ahogado.
—¿Eso duele?— preguntó,aunque ya sabía la respuesta.
—N-No…— jadeó ella,avergonzada por cómo su cuerpo respondía a sus caricias.
—Bien… porque esto es solo elcomienzo— susurró, antes de inclinarse y tomar ese mismo pezón en su boca.
Maggie gritó, sus dedosenterrándose en su cabello mientras la lengua de su padre jugueteaba con susensible piel. El sonido de las olas se mezclaba con sus jadeos, creando unasinfonía de pecado bajo la luna llena.
Pablo sonrió contra su piel. Suhija era tan dulce, tan inocente… y pronto, completamente suya.
La brisa marina acariciaba suscuerpos mientras Pablo, con movimientos deliberadamente lentos, se despojaba desu ropa. Maggie no podía apartar la mirada, aunque cada fibra de su ser legritaba que esto estaba mal. Cuando su padre bajó el calzoncillo, su mirada seclavó en aquel miembro viril que emergía, grueso y palpitante, entre susmuslos.
—Dios…— escapó de suslabios, más un jadeo que una palabra.
La verga de Pablo no era normal.Años de suplementos, ejercicios específicos y hasta estimulantes naturaleshabían hecho que luciera demasiado grande, demasiado imponente.Las venas marcadas latían bajo la piel, y el glande, ya rojizo y húmedo,brillaba bajo la luz de la luna.
Maggie sintió que las piernas leflaqueaban. ¿Eso iba a entrar en ella?
Pablo, notando su terror mezcladocon fascinación, sonrió con falsa dulzura.
—No temas, mi amor…—murmuró, acariciándole la mejilla. —Antes del ritual, debemos… lubricarlo.Para que no te lastime después—.
Ella parpadeó, confundida. —¿Lubricarlo?—
—Con tu boca, Maggie. Es partedel proceso. La saliva es sagrada… purifica— mintió, acercándose más, hastaque el calor de su erección rozaba su abdomen.
Maggie tragó saliva. Todo en ellase rebelaba, pero la imagen de su madre, perdida en su demencia, la obligó aarrodillarse en la arena.
—Así es… buena niña—susurró Pablo, enredando los dedos en su cabello.
Ella dudó un instante antes deinclinarse, sus labios temblorosos rozando la punta. El sabor salado ymasculino inundó su boca, haciéndola arrugar la nariz. Pero Pablo no le diotiempo a adaptarse.
—Abre más, hija…— ordenó,empujando suavemente hacia adentro.
Maggie ahogó un gemido cuandoaquella masa pulsante llenó su boca. Era demasiado grande; apenas podía moverla lengua alrededor del grosor. Las lágrimas asomaron en sus ojos cuando sintióel primer empujón hacia su garganta.
—Mmm… sí, así— gruñóPablo, conteniendo las ganas de embestir. —Usa tus manos también… acaricialo que no puedas chupar—.
Obedeciendo, Maggie rodeó la basecon sus dedos, sintiendo cómo las venas palpitaban bajo su tacto. Cada bombeode sus puños hacía que su padre gimiera, sus caderas moviéndoseinvoluntariamente.
—Eres tan perfecta…—jadeó, observando cómo sus labios rosados se estiraban alrededor de su verga.
El sonido húmedo de su bocatrabajando se mezclaba con el rugir de las olas. Maggie, aunque asustada,comenzó a encontrar un ritmo, guiada por los gruñidos de Pablo.
Hasta que él, abruptamente, ladetuvo.
—Basta…— dijo, tirándolahacia atrás. —Ahora viene lo importante—.
Maggie miró hacia arriba, su bocabrillante y roja, sin entender que lo peor estaba por venir.
La luna colgaba inmóvil en elcielo, iluminando con su luz fantasmal los cuerpos entrelazados en la orilla.Las olas rompían con furia, como si el océano mismo protestara ante laprofanación que estaba por consumarse.
Pablo tomó el amuleto de cueroentre sus manos, sus dedos temblorosos por la excitación.
—Es hora, Maggie...—susurró, acariciando su mejilla con una mezcla de falsa ternura y lujuriacontenida. —Debes ofrecer tu sangre sagrada...—
Ella asintió, temblando, mientrasél deslizaba un cuchillo ritual (previamente "bendecido" por el falsosanador) por su muslo interno. La hoja brilló bajo la luna antes de rozar supiel, dejando un fino hilo carmesí. Maggie contuvo un gemido al sentir elardor.
Con movimientos ceremoniosos,Pablo recogió la sangre menstrual en un pequeño cuenco de plata, mezclándolacon un hilo de su propio pelo.

—La vida nace de la sangre...—murmuró, untando la mezcla en su propia erección, haciendo que Maggiecontuviera la respiración al ver su miembro aún más obsceno brillando bajo ellíquido oscuro.
—Ahora...— continuó,acercándose peligrosamente —...debes consagrarlo con tu boca una vez más...—
Maggie, con las pestañas húmedas,obedeció. Esta vez el sabor metálico de su propia sangre se mezclaba con elsalado precum de su padre, creando un cóctel perverso que la hacía sentirmareada.
Pablo gruñó, sus manos apretándoseen su cabello.
—Bien, mi niña... muy bien...—jadeó, sintiendo cómo su lengua rodeaba cada pulgada con torpeza virginal.
Las olas rugían más fuerte cuandofinalmente la apartó, dejando un hilo de saliva y sangre entre sus labios y suglande.
—La última parte...—anunció, tendiéndola sobre la manta ritual, sus piernas temblorosas expuestascompletamente. —...es la unión sagrada.—
Maggie cerró los ojos cuandosintió sus dedos manchados de sangre rozar su entrada virginal, preparándolatorpemente.
—Soy tuya por derecho desangre...— susurró, repitiendo el juramento como un mantra, mientras Pablose posicionaba sobre ella, su sombra devorándola por completo.
El aire se electrizó cuando Pabloposicionó su grueso miembro en la entrada virginal de Maggie. Ella jadeó,sintiendo el ardiente contacto de su cabeza contra su delicado velo. Sus uñasse clavaron en la arena mientras un escalofrío de terror y excitacióninvoluntaria la recorría.
—P-Papá… duele…— suplicó,con voz quebrada, mientras sentía cómo su cuerpo se tensaba en resistencianatural.
Pero Pablo ya estaba más allá dela razón. Sus pupilas dilatadas reflejaban la luna mientras bajaba las caderascon un empuje implacable.
—¡Aaah, Maggie…!— rugió,sintiendo cómo su carne cedía ante la invasión. El placer de romper su himen loenloqueció, sus músculos tensándose como bestia en celo.
Ella gritó, un sonido desgarradorque se perdió entre el estruendo de las olas. Las lágrimas rodaban por susmejillas mientras la quemazón inicial se transformaba en un dolor sordo yprofundo.
—¡Para! ¡Duele demasiado!—lloriqueó, intentando retroceder, pero las manos de Pablo la inmovilizaron confuerza.
—Calla, hija… es por tu madre—gruñó hipócritamente, embistiendo con más fuerza ahora que sentía su interiorcálido y ajustado. Cada centímetro que ganaba lo llevaba más cerca del éxtasis.
Maggie, ahogando sollozos, seresignó. Apretó los ojos con fuerza mientras su cuerpo virginal se adaptaba acontragolpe a la penetración. La mezcla de dolor y una humillante humedadtraicionera entre sus piernas la confundía.
Pablo, por su parte, perdía elcontrol.
—¡Dios, qué apretada eres!—bufó, sudor salado cayendo sobre su pecho. —Vas a sacarme hasta el alma…—
Sus caderas chocaban contra ellacon sonidos húmedos, el amuleto manchado de sangre y semen balanceándosegrotescamente entre ellos.
Cuando el orgasmo lo alcanzó,Pablo aulló como lobo, enterrándose hasta el fondo.
—¡Toma, Maggie! ¡Toma misemilla sagrada!
Ríos de semen caliente inundaronsu vientre, tan abundantes que rezumaban entre sus uniones. En ese instantepreciso, como si el universo mismo bendijera su perversión, las primeras gotasde lluvia comenzaron a caer.
—¡Mira!— jadeó Pablo, aúndentro de ella —¡Los dioses aceptan nuestro sacrificio!—
La tormenta estalló con furia,lavando sus cuerpos entrelazados mientras Maggie, exhausta y manchada defluidos, sollozaba bajo la lluvia. El ritual estaba completo.
Pero algo en la oscuridad… losobservaba.
La lluvia caía a cántaros,mezclándose con las lágrimas de Maggie y el sudor de Pablo. El agua fría corríapor sus cuerpos entrelazados, lavando la sangre y el semen que manchaban suspieles, pero no podía limpiar la culpa ni el pecado que los envolvía.
—Mira, hija…— jadeó Pablo,señalando hacia el cielo mientras los relámpagos iluminaban sus rostros. —Losdioses nos bendicen… ¡El ritual funcionó!—
Maggie, aturdida por el dolor yla confusión, miró hacia arriba. Un rayo cruzó el firmamento, seguido por untrueno que retumbó como si el cielo mismo rugiera de placer.
—¿C-crees que… mamá mejorará?—preguntó entre sollozos, su voz quebrada por la emoción.
Pablo no respondió con palabras.En lugar de eso, deslizó una mano entre sus piernas, encontrando la humedad queaún rezumaba de ella.
—Tu cuerpo no miente, Maggie…—murmuró, frotando sus dedos sobre su clítoris sensible. —Incluso el dolor teexcita… porque sabes que esto es sagrado.—
Ella gimió, avergonzada al sentircómo su cuerpo respondía, traicionándola una vez más.
—N-no…— protestódébilmente, pero sus caderas se movieron involuntariamente, buscando más de sutacto.
Pablo sonrió, victorioso.
—Esta vez será diferente…—prometió, rodándola sobre la arena mojada hasta quedar ella encima. —Quieroque montes a tu padre como una diosa… que sientas el poder de la tormentadentro de ti.
Maggie, temblorosa, se dejóguiar. Las gotas de lluvia resbalaban por su espalda mientras se acomodabasobre su erecta verga, aún húmeda por su sangre y su semen.
—D-después de esto… ¿mamádespertará?— preguntó, inocente y perdida en la ilusión que él habíacreado.
—Sí, mi amor…— mintióPablo, levantando las caderas para que ella sintiera la punta rozando suentrada. —Pero primero… debes terminar lo que empezamos.
Con un gemido ahogado, Maggiebajó las caderas, tomándolo dentro de sí una vez más. Esta vez, el dolor sehabía convertido en un ardor extrañamente placentero, y cada movimiento suyo lointensificaba.
—¡Así!— gruñó Pablo,agarrando sus caderas para ayudarla a moverse. —¡Monta a tu padre como laputita sagrada que eres!
Los relámpagos iluminaban suscuerpos en intervalos, congelando en destellos plateados la imagen de Maggiecabalgándolo con torpeza, sus pechos rebotando, su rostro entre el éxtasis y laculpa.
—¡Papi!— gritó, cuando unorgasmo inesperado la sacudió, haciendo que su interior se estrujara alrededorde él.
Pablo no pudo resistirse. Con unrugido, la volteó bruscamente sobre la arena y la penetró de nuevo, esta vez acuatro patas, mientras la lluvia los azotaba.
—¡Esta es tu verdaderainiciación, hija!— aulló, embistiendo como animal. —¡A partir de estanoche, tu cuerpo me pertenece!
Maggie, perdida en la tormenta desensaciones, solo atinó a gemir su nombre una y otra vez, mientras el truenoaplaudía su corrupción.
El sol naciente tiñó de dorado laplaya desierta, iluminando los cuerpos desnudos y entrelazados de padre e hija.Maggie despertó primero, sintiendo el peso del brazo de Pablo sobre su cintura,su respiración caliente en su nuca. Por un momento, todo le pareció un sueño...hasta que el dolor entre sus piernas y el pegajoso rastro de semen que lesecaba los muslos le recordaron la verdad.
Se tocó el vientreinstintivamente. Algo había cambiado. No era solo el dolor, niel cansancio, ni siquiera la vergüenza... era una certeza profunda, casiinstintiva, de que la semilla de su padre ya anidaba dentro de ella. Unescalofrío recorrió su espina dorsal, pero para su sorpresa, no era dehorror... sino de una extraña aceptación.
—Buenos días, mi amor—murmuró Pablo, despertando y besando su hombro con posesividad.
Sus ojos recorrieron el cuerpomarcado de su hija: los moretones en sus caderas, los rasguños en sus muslos,los pezones aún sensibles e hinchados. Una sonrisa satisfecha se dibujó en surostro.
—¿Lo sientes, verdad?—preguntó, palmeando su bajo vientre. —El ritual funcionó... ya eres mía porcompleto.
Maggie no respondió, pero no lonegó.
El viaje de vuelta fue silenciosopero eléctrico. Maggie, sentada en el asiento del pasajero, miraba por laventana mientras sus dedos acariciaban distraídamente su vientre. Pablo nopodía evitar mirarla cada cinco segundos, su erección regresando cada vez querecordaba cómo se había movido sobre él en la playa.
—¿Tienes hambre, hija?—preguntó en un tono que sugería algo más.
Ella negó con la cabeza, pero susmejillas se sonrojaron. Pablo sonrió y desvió el auto hacia un caminosolitario.
—Mentirosa— murmuró,desabrochándose el pantalón. —Ven aquí—.
Maggie, aunque avergonzada,obedeció. Se arrodilló entre los asientos y tomó su ya familiar miembro entresus labios, saboreando la mezcla de sal y su propio sabor. Pablo condujo conuna mano en el volante y la otra en su cabeza, gruñendo cada vez que sugarganta se ajustaba alrededor de él.
Al llegar a casa, Pablo no perdiótiempo. Tomó a Maggie de la mano y la llevó directamente al que ahorasería su cuarto: la antigua habitación matrimonial, donde sumadre había dormido por años.
—Desde hoy, este es tu lugar—anunció, cerrando la puerta con llave. —Nuestra cama—.
Maggie miró alrededor, sintiendocómo el fantasma de su madre parecía observarlos desde las sombras. Pero cuandoPablo la tomó en sus brazos y la llevó a la cama, cualquier remordimiento seesfumó en un mar de gemidos.
Esa noche, mientras Pablo lapenetraba en la misma cama donde había sido concebida, Maggie supo que no habíavuelta atrás.
El ritual había funcionado...pero no para curar a su madre.
Sino para corromperla a ella.
Nueve meses después, en laintimidad de la cabaña junto al mar, Maggie dio a luz a una niña de cabellodorado como el sol y ojos verdes idénticos a los suyos. Pablo cortó el cordónumbilical con sus propias manos, tembloroso de emoción, mientras Maggie, exhaustapero radiante, acunaba a la pequeña entre sus brazos sudorosos.
—Sol…— susurró Pablo,besando la frente de la recién nacida. —Se llamará Sol.—
Maggie asintió, deslizando undedo por la mejilla perfecta de la bebé. Había algo inquietante en su belleza,como si la inocencia de la niña contrastara demasiado con el pecado que lahabía concebido.
Con el paso de las semanas, lanecesidad de bautizar a Sol se volvió apremiante. No por fe, sino por miedo.Miedo a que alguien preguntara, a que alguien sospechara. Pero ningún sacerdotelos recibiría sin un certificado de matrimonio o, al menos, un padre reconocidoen los papeles.
Fue entonces cuando Carlos, elmismo falso sanador que años atrás les había entregado el libro del ritual,apareció de nuevo.
—Oí que necesitan un bautizo—dijo una noche, apareciendo en la puerta de su casa como un fantasma delpasado.
Maggie, con Sol en brazos,retrocedió instintivamente, pero Pablo lo invitó a pasar.
—Sabemos que no puedes hacerlo—dijo Pablo, frunciendo el ceño. —Ni siquiera eres un verdadero sacerdote.—
Carlos sonrió, astuto. —No,pero conozco a alguien que sí lo es… y que no hace preguntas.—
El Padre Miguel
En Querétaro…
(Ligado al relato de "la última semilla de papá")
Los primeros síntomas habían sidosutiles. Olvidar las llaves, confundir fechas, repetir historias. Pero con eltiempo, la demencia de Laura, esposa de Pablo y madre de Maggie, se volvióimposible de ignorar.
—"¿Quién eres tú? ¡Sal demi casa!" —gritaba Laura una noche, arrojando un jarrón contra lapared mientras Maggie intentaba calmarla con lágrimas en los ojos.
—Mamá, soy yo, tu hija —suplicabaMaggie, abrazando a la mujer que ya no la reconocía.
Pablo observaba desde la puerta,los puños apretados. No solo por la impotencia, sino por cómo Maggie, ahora con19 años, se había convertido en el pilar de la casa. Su cuerpo, antesadolescente, ahora era de mujer: caderas más anchas, pechos firmes bajo losajustados tops que usaba para limpiar la casa, su piel siempre perfumada convainilla.
Una tarde, mientras Maggie seinclinaba para bañar a Laura, su escote dejó al descubierto más de lo que Pablopodía ignorar. Esa noche, se masturbó por primera vez pensando en ella,ahogando sus gemidos en la almohada.
El detonante llegó semanasdespués.
La casa estaba en silencio, soloroto por el sonido agitado de la respiración de Laura en la habitacióncontigua. Maggie, exhausta tras horas cuidando a su madre, había caído rendidaen el sofá del living, su cuerpo joven y cansado buscando el alivio del sueño.
Pablo, que había estadoobservándola desde la cocina con un vaso de whisky en la mano, sintió cómo elalcohol y la lujuria nublaban su juicio. El short de Maggie, ajustado ydiminuto, se había corrido levemente en su sueño, revelando la suave curva desus nalgas, la piel pálida y tersa brillando bajo la tenue luz de la lámpara.
No pudo resistirse.
Con pasos sigilosos, se acercóhasta quedar de rodillas frente a ella. Su corazón latía con fuerza, el sonidotan fuerte en sus oídos que temió que pudiera despertarla. Pero Maggie seguíadormida, su respiración profunda y regular.
Extendió una mano, los dedostemblando al rozar la piel desnuda de su muslo. Era más suave de lo que habíaimaginado, cálida y delicada como seda bajo sus callos. El simple contacto leprovocó una erección dolorosa, pero no podía detenerse.
Se inclinó aún más, hasta que sualiento caliente rozó la piel de Maggie. Olía a jabón de coco y a algo más,algo íntimo y dulce que lo enloquecía. Sin pensarlo, apoyó los labios en lacurva de su nalga, besándola con una mezcla de adoración y lujuria.
El sabor era salado, ligeramenteácido, y completamente embriagador. Su lengua escapó de sus labios, lamiendocon avidez esa piel expuesta, saboreándola como si fuera el néctar máspreciado.
—Mmm…— murmuró contra supiel, perdido en el éxtasis de su transgresión.
Sus dientes, casi sin querer, secerraron levemente en un mordisco suave, apenas suficiente para dejar unpequeño enrojecimiento en su piel. Maggie se movió ligeramente en sueños, unsuspiro escapando de sus labios, pero no despertó.
Pablo se apartó bruscamente, comosi la realidad lo golpeara de repente. ¿Qué estaba haciendo?
Pero el remordimiento duró poco.Al mirar de nuevo a su hija, su inocencia vulnerada sin siquiera saberlo, supoque ya no había vuelta atrás.
Esa noche, mientras se masturbabaen su cuarto con la imagen de Maggie ardiendo en su mente, juró que no sería laúltima vez que probaría su piel.
—"Hay un hombre, unsanador… dice que puede ayudar" —mintió Pablo una mañana,mostrando un número que encontró en el mercado esotérico.
El "sanador" eraCarlos, un actor fracasado que por dinero montó todo un teatro.
El lugar olía a incienso quemadoy hierbas secas. Las paredes estaban cubiertas de símbolos pintados con tizaroja, y velas parpadeantes proyectaban sombras danzantes. Maggie se aferró albrazo de su padre mientras cruzaban el umbral, sintiendo un escalofrío recorrersu espina dorsal.
—Papá, esto parece... raro—susurró, mirando con recelo las estanterías llenas de frascos con líquidosturbios.
—Confía en mí, hija. Si hayuna posibilidad de salvar a tu madre, vale la pena intentarlo— respondióPablo, aunque su voz sonaba más ronca de lo normal.
Carlos, el supuesto sanador,emergió de entre las cortinas de cuentas. Vestía una túnica gastada y collaresde huesos, pero sus ojos astutos delataban su verdadera naturaleza: la de unhombre que sabía cómo explotar la desesperación ajena.
—Ah, los Valdez— dijo convoz grave, como si ya lo supiera todo. —El espíritu de la madre estáperdido... pero no todo está oscuro. Hay un camino...
Maggie tragó saliva. —¿Quétipo de camino?— preguntó, sintiendo cómo su pulso se aceleraba.
Carlos extendió las manos sobreel libro falso, sus dedos recorriendo páginas amarillentas llenas de símbolosque ni él entendía.
—El ritual es antiguo...poderoso. Pero requiere sacrificio— murmuró, mirando fijamente a Maggie. —Lasangre de una doncella en su ciclo lunar, la semilla de su protector, y unjuramento de sangre.
Maggie palideció. —¿Semilla?¿Juramento?— su voz tembló. —¿De qué está hablando?—
Pablo apretó su mano con falsasolemnidad. —Escucha, Maggie. Si esto puede traer a tu madre de vuelta...
Carlos continuó, ignorando suincomodidad: —Deben unirse en cuerpo y alma bajo la luna llena, junto almar. Ella debe ofrecer su sangre fértil, y él debe marcar el amuleto con suesencia. Solo así el velo que cubre la mente de la madre se romperá...
Maggie sintió un nudo en elestómago. Las palabras del hombre sonaban grotescas, pero la imagen de sumadre, perdida en su propia mente, la hacía dudar.
—¿Y... y esto realmentefuncionará?— preguntó, casi sin aliento.
Carlos asintió lentamente. —Siel ritual se hace con fe... sí...
Pablo no podía creer su suerte.Cada palabra del farsante alimentaba su fantasía. Mientras Maggie mordisqueabasu labio inferior, indecisa, él ya imaginaba sus manos en su piel, su cuerpoarqueándose bajo el peso del deber.
—Hagámoslo— dijo Maggiefinalmente, con voz débil pero determinada.
Carlos sonrió. —Bien. La lunaestá llena en tres noches. Vayan a la playa de los Muertos, donde las olasbesan la arena a medianoche. Lleven esto— les entregó el amuleto de cuero,ya preparado.
Al salir, Maggie caminaba ensilencio, abrumada. Pablo, a su lado, ocultaba una sonrisa triunfal.
La Preparación
Las siguientes noches fuerontensas. Maggie revisaba el libro una y otra vez, buscando alguna alternativa,pero solo encontraba más detalles perturbadores:
—"La doncella debe estardesnuda, ofreciéndose a las fuerzas ancestrales. El acto debe ser consumado sinvergüenza, pues la pureza de su entrega es clave".
Cada palabra la hacía estremecer.
Pablo, mientras tanto, se perdíaen fantasías húmedas. Soñaba con los gemidos que arrancaría de su hija, concómo se sentiría su interior cálido y estrecho alrededor de él.
El camino hacia la playa habíasido largo y silencioso. Pablo había elegido un lugar remoto, una caletaapartada donde las rocas formaban una barrera natural contra miradasindiscretas. Había alquilado una cabaña cercana con anticipación, asegurándosede que nadie los molestara. "Para que el ritual sea puro, debe seren completa privacidad", le había dicho a Maggie, aunque en realidadsolo quería asegurarse de que nada interrumpiera lo que estaba por hacer.
Maggie, sentada a su lado en elauto, no dejaba de retorcer las manos en su regazo. El vestido ligero quellevaba dejaba entrever la delgada tira de su ropa interior, y Pablo no podíaevitar mirar de reojo cada vez que la tela se pegaba a sus muslos por el calor.
—Papá… ¿y si algo sale mal?—preguntó de pronto, rompiendo el silencio.
Pablo apretó el volante,conteniendo su excitación ante el temblor en su voz.
—Nada saldrá mal, hija. Elsanador fue muy claro— respondió, su tono calmado pero firme.
—Pero… ¿y si… y si quedoembarazada?— La pregunta salió en un susurro casi inaudible, como si lediera vergüenza siquiera plantearlo.
Pablo sonrió levemente, preparadopara esto.
—El ritual es sagrado, Maggie.Si la sangre de nuestra unión trae vida, será una bendición… una señal de quela cura funcionó—. Su voz era suave, casi paternal, pero las implicacionesde sus palabras eran perversas. Si quedas embarazada, será porque losespíritus lo quisieron, pensó, y yo tendré una excusa para repetiresto cuantas veces sea necesario.
Maggie se mordió el labio,incomoda.
—¿Y… duele?—
Esta vez, Pablo no pudo evitar unpequeño gruñido antes de responder.
—Solo al principio, hija. Perodespués… después es puro éxtasis. Lo necesitas para salvar a tu madre. Y yo… yote guiaré—.
El auto llegó finalmente aldestino. La cabaña era pequeña, con las ventanas tapiadas para evitar miradas.Pablo había dejado velas, incienso y hasta una botella de vino "parael ritual", aunque en realidad era para calmar los nervios de Maggie.
—Descansa un poco— le dijoal entrar. "La luna estará en su punto más alto a lamedianoche".
Maggie asintió, pero no podíadormir. Se sentó en la cama, abrazando sus piernas, preguntándose si realmenteestaba haciendo lo correcto.
Mientras tanto, Pablo afuera,miraba el mar y se ajustaba el pantalón, imaginando cómo sería desflorarla bajola luna.
Cuando llegó el momento, Pablo lallevó hacia la orilla. La brisa salada acariciaba sus pieles mientras las velasparpadeaban, creando un aura de falsa santidad.
—Tienes que estar desnuda,Maggie. Para que la energía fluya— le dijo, su voz más ronca de lo normal.
Ella dudó, pero finalmente dejócaer la sábana. Pablo contuvo un gemido al ver su cuerpo virginal bañado por laluz plateada.
—Ahora… repite las palabras—susurró, acercándose.
Maggie cerró los ojos, sintiendolas primeras lágrimas.
—Soy tuya… por derecho desangre—.
Pablo no pudo esperar más. Elritual, al fin, comenzaría.
La luna brillaba con intensidadsobre la playa desierta, su luz plateada derramándose sobre la piel de Maggiecomo miel sobre mármol. Las olas, que hasta hace unos minutos lamían la orillacon calma, comenzaron a agitarse, rompiendo con más fuerza contra las rocas,como si el mismo mar anticipara la profanación que estaba por ocurrir.
Pablo se acercó a su hija conpasos lentos, su sombra alargándose sobre su cuerpo desnudo. Maggie temblaba,no solo por el frío de la noche, sino por el miedo y la extraña excitación quele recorría las venas.
—No tengas miedo, mi niña—murmuró él, levantando una mano para acariciar su mejilla. Su piel estaba fría,pero bajo sus dedos comenzó a calentarse.
Maggie cerró los ojos,conteniendo un jadeo cuando sintió los labios de su padre posarse sobre sufrente, luego en su párpado, en la punta de su nariz. Cada beso era tierno,casi paternal, pero la intención detrás de ellos era cualquier cosa menosinocente.
—Papi…— balbuceó, sinsaber si rogarle que parara o que continuara.
—Shhh… solo déjate sentir—susurró él contra su boca, antes de capturar sus labios en un beso lento perofirme.
Maggie nunca había sido besadaasí. Su padre sabía exactamente cómo mover su boca, cómo succionar suavementesu labio inferior, cómo hacer que su estómago se contrajera con una mezcla deculpa y placer. Cuando su lengua se deslizó entre sus labios, ella gimió, susmanos aferrándose a sus brazos como si fuera lo único que la mantenía en pie.
Pablo no se apresuraba. Sabía queesta noche sería larga y que cada segundo de anticipación solo haría que supequeña Maggie se derritiera más en sus manos. Sus dedos, callosos perohábiles, comenzaron a descender por su cuello, acariciando la línea de suclavícula antes de detenerse justo sobre el comienzo de sus pechos.
—Tan perfecta…— murmuró,adorando cada centímetro de su piel con sus labios mientras sus manos seguíandescendiendo.
Las olas rugían ahora, salpicandoagua salada sobre sus pies descalzos, como si el océano mismo estuvieracondenando sus actos. Pero a Pablo no le importaba. Su dedo pulgar rozó elpezón erecto de Maggie, haciéndola arquearse contra él con un gemido ahogado.
—¿Eso duele?— preguntó,aunque ya sabía la respuesta.
—N-No…— jadeó ella,avergonzada por cómo su cuerpo respondía a sus caricias.
—Bien… porque esto es solo elcomienzo— susurró, antes de inclinarse y tomar ese mismo pezón en su boca.
Maggie gritó, sus dedosenterrándose en su cabello mientras la lengua de su padre jugueteaba con susensible piel. El sonido de las olas se mezclaba con sus jadeos, creando unasinfonía de pecado bajo la luna llena.
Pablo sonrió contra su piel. Suhija era tan dulce, tan inocente… y pronto, completamente suya.
La brisa marina acariciaba suscuerpos mientras Pablo, con movimientos deliberadamente lentos, se despojaba desu ropa. Maggie no podía apartar la mirada, aunque cada fibra de su ser legritaba que esto estaba mal. Cuando su padre bajó el calzoncillo, su mirada seclavó en aquel miembro viril que emergía, grueso y palpitante, entre susmuslos.
—Dios…— escapó de suslabios, más un jadeo que una palabra.
La verga de Pablo no era normal.Años de suplementos, ejercicios específicos y hasta estimulantes naturaleshabían hecho que luciera demasiado grande, demasiado imponente.Las venas marcadas latían bajo la piel, y el glande, ya rojizo y húmedo,brillaba bajo la luz de la luna.
Maggie sintió que las piernas leflaqueaban. ¿Eso iba a entrar en ella?
Pablo, notando su terror mezcladocon fascinación, sonrió con falsa dulzura.
—No temas, mi amor…—murmuró, acariciándole la mejilla. —Antes del ritual, debemos… lubricarlo.Para que no te lastime después—.
Ella parpadeó, confundida. —¿Lubricarlo?—
—Con tu boca, Maggie. Es partedel proceso. La saliva es sagrada… purifica— mintió, acercándose más, hastaque el calor de su erección rozaba su abdomen.
Maggie tragó saliva. Todo en ellase rebelaba, pero la imagen de su madre, perdida en su demencia, la obligó aarrodillarse en la arena.
—Así es… buena niña—susurró Pablo, enredando los dedos en su cabello.
Ella dudó un instante antes deinclinarse, sus labios temblorosos rozando la punta. El sabor salado ymasculino inundó su boca, haciéndola arrugar la nariz. Pero Pablo no le diotiempo a adaptarse.
—Abre más, hija…— ordenó,empujando suavemente hacia adentro.
Maggie ahogó un gemido cuandoaquella masa pulsante llenó su boca. Era demasiado grande; apenas podía moverla lengua alrededor del grosor. Las lágrimas asomaron en sus ojos cuando sintióel primer empujón hacia su garganta.
—Mmm… sí, así— gruñóPablo, conteniendo las ganas de embestir. —Usa tus manos también… acaricialo que no puedas chupar—.
Obedeciendo, Maggie rodeó la basecon sus dedos, sintiendo cómo las venas palpitaban bajo su tacto. Cada bombeode sus puños hacía que su padre gimiera, sus caderas moviéndoseinvoluntariamente.
—Eres tan perfecta…—jadeó, observando cómo sus labios rosados se estiraban alrededor de su verga.
El sonido húmedo de su bocatrabajando se mezclaba con el rugir de las olas. Maggie, aunque asustada,comenzó a encontrar un ritmo, guiada por los gruñidos de Pablo.
Hasta que él, abruptamente, ladetuvo.
—Basta…— dijo, tirándolahacia atrás. —Ahora viene lo importante—.
Maggie miró hacia arriba, su bocabrillante y roja, sin entender que lo peor estaba por venir.
La luna colgaba inmóvil en elcielo, iluminando con su luz fantasmal los cuerpos entrelazados en la orilla.Las olas rompían con furia, como si el océano mismo protestara ante laprofanación que estaba por consumarse.
Pablo tomó el amuleto de cueroentre sus manos, sus dedos temblorosos por la excitación.
—Es hora, Maggie...—susurró, acariciando su mejilla con una mezcla de falsa ternura y lujuriacontenida. —Debes ofrecer tu sangre sagrada...—
Ella asintió, temblando, mientrasél deslizaba un cuchillo ritual (previamente "bendecido" por el falsosanador) por su muslo interno. La hoja brilló bajo la luna antes de rozar supiel, dejando un fino hilo carmesí. Maggie contuvo un gemido al sentir elardor.
Con movimientos ceremoniosos,Pablo recogió la sangre menstrual en un pequeño cuenco de plata, mezclándolacon un hilo de su propio pelo.

—La vida nace de la sangre...—murmuró, untando la mezcla en su propia erección, haciendo que Maggiecontuviera la respiración al ver su miembro aún más obsceno brillando bajo ellíquido oscuro.
—Ahora...— continuó,acercándose peligrosamente —...debes consagrarlo con tu boca una vez más...—
Maggie, con las pestañas húmedas,obedeció. Esta vez el sabor metálico de su propia sangre se mezclaba con elsalado precum de su padre, creando un cóctel perverso que la hacía sentirmareada.
Pablo gruñó, sus manos apretándoseen su cabello.
—Bien, mi niña... muy bien...—jadeó, sintiendo cómo su lengua rodeaba cada pulgada con torpeza virginal.
Las olas rugían más fuerte cuandofinalmente la apartó, dejando un hilo de saliva y sangre entre sus labios y suglande.
—La última parte...—anunció, tendiéndola sobre la manta ritual, sus piernas temblorosas expuestascompletamente. —...es la unión sagrada.—
Maggie cerró los ojos cuandosintió sus dedos manchados de sangre rozar su entrada virginal, preparándolatorpemente.
—Soy tuya por derecho desangre...— susurró, repitiendo el juramento como un mantra, mientras Pablose posicionaba sobre ella, su sombra devorándola por completo.
El aire se electrizó cuando Pabloposicionó su grueso miembro en la entrada virginal de Maggie. Ella jadeó,sintiendo el ardiente contacto de su cabeza contra su delicado velo. Sus uñasse clavaron en la arena mientras un escalofrío de terror y excitacióninvoluntaria la recorría.
—P-Papá… duele…— suplicó,con voz quebrada, mientras sentía cómo su cuerpo se tensaba en resistencianatural.
Pero Pablo ya estaba más allá dela razón. Sus pupilas dilatadas reflejaban la luna mientras bajaba las caderascon un empuje implacable.
—¡Aaah, Maggie…!— rugió,sintiendo cómo su carne cedía ante la invasión. El placer de romper su himen loenloqueció, sus músculos tensándose como bestia en celo.
Ella gritó, un sonido desgarradorque se perdió entre el estruendo de las olas. Las lágrimas rodaban por susmejillas mientras la quemazón inicial se transformaba en un dolor sordo yprofundo.
—¡Para! ¡Duele demasiado!—lloriqueó, intentando retroceder, pero las manos de Pablo la inmovilizaron confuerza.
—Calla, hija… es por tu madre—gruñó hipócritamente, embistiendo con más fuerza ahora que sentía su interiorcálido y ajustado. Cada centímetro que ganaba lo llevaba más cerca del éxtasis.
Maggie, ahogando sollozos, seresignó. Apretó los ojos con fuerza mientras su cuerpo virginal se adaptaba acontragolpe a la penetración. La mezcla de dolor y una humillante humedadtraicionera entre sus piernas la confundía.
Pablo, por su parte, perdía elcontrol.
—¡Dios, qué apretada eres!—bufó, sudor salado cayendo sobre su pecho. —Vas a sacarme hasta el alma…—
Sus caderas chocaban contra ellacon sonidos húmedos, el amuleto manchado de sangre y semen balanceándosegrotescamente entre ellos.
Cuando el orgasmo lo alcanzó,Pablo aulló como lobo, enterrándose hasta el fondo.
—¡Toma, Maggie! ¡Toma misemilla sagrada!
Ríos de semen caliente inundaronsu vientre, tan abundantes que rezumaban entre sus uniones. En ese instantepreciso, como si el universo mismo bendijera su perversión, las primeras gotasde lluvia comenzaron a caer.
—¡Mira!— jadeó Pablo, aúndentro de ella —¡Los dioses aceptan nuestro sacrificio!—
La tormenta estalló con furia,lavando sus cuerpos entrelazados mientras Maggie, exhausta y manchada defluidos, sollozaba bajo la lluvia. El ritual estaba completo.
Pero algo en la oscuridad… losobservaba.
La lluvia caía a cántaros,mezclándose con las lágrimas de Maggie y el sudor de Pablo. El agua fría corríapor sus cuerpos entrelazados, lavando la sangre y el semen que manchaban suspieles, pero no podía limpiar la culpa ni el pecado que los envolvía.
—Mira, hija…— jadeó Pablo,señalando hacia el cielo mientras los relámpagos iluminaban sus rostros. —Losdioses nos bendicen… ¡El ritual funcionó!—
Maggie, aturdida por el dolor yla confusión, miró hacia arriba. Un rayo cruzó el firmamento, seguido por untrueno que retumbó como si el cielo mismo rugiera de placer.
—¿C-crees que… mamá mejorará?—preguntó entre sollozos, su voz quebrada por la emoción.
Pablo no respondió con palabras.En lugar de eso, deslizó una mano entre sus piernas, encontrando la humedad queaún rezumaba de ella.
—Tu cuerpo no miente, Maggie…—murmuró, frotando sus dedos sobre su clítoris sensible. —Incluso el dolor teexcita… porque sabes que esto es sagrado.—
Ella gimió, avergonzada al sentircómo su cuerpo respondía, traicionándola una vez más.
—N-no…— protestódébilmente, pero sus caderas se movieron involuntariamente, buscando más de sutacto.
Pablo sonrió, victorioso.
—Esta vez será diferente…—prometió, rodándola sobre la arena mojada hasta quedar ella encima. —Quieroque montes a tu padre como una diosa… que sientas el poder de la tormentadentro de ti.
Maggie, temblorosa, se dejóguiar. Las gotas de lluvia resbalaban por su espalda mientras se acomodabasobre su erecta verga, aún húmeda por su sangre y su semen.
—D-después de esto… ¿mamádespertará?— preguntó, inocente y perdida en la ilusión que él habíacreado.
—Sí, mi amor…— mintióPablo, levantando las caderas para que ella sintiera la punta rozando suentrada. —Pero primero… debes terminar lo que empezamos.
Con un gemido ahogado, Maggiebajó las caderas, tomándolo dentro de sí una vez más. Esta vez, el dolor sehabía convertido en un ardor extrañamente placentero, y cada movimiento suyo lointensificaba.
—¡Así!— gruñó Pablo,agarrando sus caderas para ayudarla a moverse. —¡Monta a tu padre como laputita sagrada que eres!
Los relámpagos iluminaban suscuerpos en intervalos, congelando en destellos plateados la imagen de Maggiecabalgándolo con torpeza, sus pechos rebotando, su rostro entre el éxtasis y laculpa.
—¡Papi!— gritó, cuando unorgasmo inesperado la sacudió, haciendo que su interior se estrujara alrededorde él.
Pablo no pudo resistirse. Con unrugido, la volteó bruscamente sobre la arena y la penetró de nuevo, esta vez acuatro patas, mientras la lluvia los azotaba.
—¡Esta es tu verdaderainiciación, hija!— aulló, embistiendo como animal. —¡A partir de estanoche, tu cuerpo me pertenece!
Maggie, perdida en la tormenta desensaciones, solo atinó a gemir su nombre una y otra vez, mientras el truenoaplaudía su corrupción.
El sol naciente tiñó de dorado laplaya desierta, iluminando los cuerpos desnudos y entrelazados de padre e hija.Maggie despertó primero, sintiendo el peso del brazo de Pablo sobre su cintura,su respiración caliente en su nuca. Por un momento, todo le pareció un sueño...hasta que el dolor entre sus piernas y el pegajoso rastro de semen que lesecaba los muslos le recordaron la verdad.
Se tocó el vientreinstintivamente. Algo había cambiado. No era solo el dolor, niel cansancio, ni siquiera la vergüenza... era una certeza profunda, casiinstintiva, de que la semilla de su padre ya anidaba dentro de ella. Unescalofrío recorrió su espina dorsal, pero para su sorpresa, no era dehorror... sino de una extraña aceptación.
—Buenos días, mi amor—murmuró Pablo, despertando y besando su hombro con posesividad.
Sus ojos recorrieron el cuerpomarcado de su hija: los moretones en sus caderas, los rasguños en sus muslos,los pezones aún sensibles e hinchados. Una sonrisa satisfecha se dibujó en surostro.
—¿Lo sientes, verdad?—preguntó, palmeando su bajo vientre. —El ritual funcionó... ya eres mía porcompleto.
Maggie no respondió, pero no lonegó.
El viaje de vuelta fue silenciosopero eléctrico. Maggie, sentada en el asiento del pasajero, miraba por laventana mientras sus dedos acariciaban distraídamente su vientre. Pablo nopodía evitar mirarla cada cinco segundos, su erección regresando cada vez querecordaba cómo se había movido sobre él en la playa.
—¿Tienes hambre, hija?—preguntó en un tono que sugería algo más.
Ella negó con la cabeza, pero susmejillas se sonrojaron. Pablo sonrió y desvió el auto hacia un caminosolitario.
—Mentirosa— murmuró,desabrochándose el pantalón. —Ven aquí—.
Maggie, aunque avergonzada,obedeció. Se arrodilló entre los asientos y tomó su ya familiar miembro entresus labios, saboreando la mezcla de sal y su propio sabor. Pablo condujo conuna mano en el volante y la otra en su cabeza, gruñendo cada vez que sugarganta se ajustaba alrededor de él.
Al llegar a casa, Pablo no perdiótiempo. Tomó a Maggie de la mano y la llevó directamente al que ahorasería su cuarto: la antigua habitación matrimonial, donde sumadre había dormido por años.
—Desde hoy, este es tu lugar—anunció, cerrando la puerta con llave. —Nuestra cama—.
Maggie miró alrededor, sintiendocómo el fantasma de su madre parecía observarlos desde las sombras. Pero cuandoPablo la tomó en sus brazos y la llevó a la cama, cualquier remordimiento seesfumó en un mar de gemidos.
Esa noche, mientras Pablo lapenetraba en la misma cama donde había sido concebida, Maggie supo que no habíavuelta atrás.
El ritual había funcionado...pero no para curar a su madre.
Sino para corromperla a ella.
Nueve meses después, en laintimidad de la cabaña junto al mar, Maggie dio a luz a una niña de cabellodorado como el sol y ojos verdes idénticos a los suyos. Pablo cortó el cordónumbilical con sus propias manos, tembloroso de emoción, mientras Maggie, exhaustapero radiante, acunaba a la pequeña entre sus brazos sudorosos.
—Sol…— susurró Pablo,besando la frente de la recién nacida. —Se llamará Sol.—
Maggie asintió, deslizando undedo por la mejilla perfecta de la bebé. Había algo inquietante en su belleza,como si la inocencia de la niña contrastara demasiado con el pecado que lahabía concebido.
Con el paso de las semanas, lanecesidad de bautizar a Sol se volvió apremiante. No por fe, sino por miedo.Miedo a que alguien preguntara, a que alguien sospechara. Pero ningún sacerdotelos recibiría sin un certificado de matrimonio o, al menos, un padre reconocidoen los papeles.
Fue entonces cuando Carlos, elmismo falso sanador que años atrás les había entregado el libro del ritual,apareció de nuevo.
—Oí que necesitan un bautizo—dijo una noche, apareciendo en la puerta de su casa como un fantasma delpasado.
Maggie, con Sol en brazos,retrocedió instintivamente, pero Pablo lo invitó a pasar.
—Sabemos que no puedes hacerlo—dijo Pablo, frunciendo el ceño. —Ni siquiera eres un verdadero sacerdote.—
Carlos sonrió, astuto. —No,pero conozco a alguien que sí lo es… y que no hace preguntas.—
El Padre Miguel
En Querétaro…
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