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La confesión del padre Miguel

"LA CONFESIÓNDEL PADRE MIGUEL"
(Antes de "LaÚltima Semilla de Papá")
 
Antes de dar consejos en elconfesionario, el Padre Miguel rompió el mismo pecado que ahora condena.Esta es la historia prohibida de cómo un hombre de Dios cayó en la tentaciónmás oscura: deseando a su propia hermana. Se recomienda leer Laúltima semilla de papá para una mejor comprensión.
Los De La Tour –asíse apellidaban antes de que México los rebautizara como "Del Toro"–llegaron a Querétaro en 1965, cuando Miguel tenía 12 años yLucía apenas 9. Hijos de un empresario vitivinícola francés y una madrecatólica extremista de Lyon, su aspecto rubio, de ojos azules y piel deporcelana los hacía sobresalir entre los niños del pueblo.
Su padre, Henri De LaTour, compró una hacienda abandonada y la restauró con columnas de canteray jardines al estilo Versalles. Allí, los hermanos crecieron aisladosdel mundo:
Estudiaban en casa (por la barrera del idioma). Montaban caballos (a Lucía la obligaban a hacerlo de lado, como "señorita decente"). Rezaban el rosario cada noche bajo la mirada férrea de su madre.Pero en aquel paraíso dorado,algo se corrompió.
Fue durante una tarde de lluvia,en la biblioteca de la hacienda. Lucía, ya adolescente, se subió a unaescalera para alcanzar un libro y su vestido blanco se enredó en un clavo,rasgándose hasta mostrar sus muslos desnudos y la seda rosada de susenaguas.
Miguel, no pudo apartar la vista.
¡Baja de ahí! —gruñó,con una voz que no reconoció.
Ella, en lugar deasustarse, sonrió y descendió lentamente, rozándolo al pasar:
¿Te asusté, hermano?
El perfume a lavanda de su piello dejó mareado.
Un mes después, Lucía losorprendió bañándose en el río de la propiedad.
Mamá dice que debo confesarme —dijo,sentándose en la orilla mientras él se sumergía, ruborizado—. Pero mispecados son… distintos.
¿Como cuáles? —preguntóél, aunque ya sabía.
Ella mojó los pies en el agua,dejando que su vestido se pegara a los muslos:
Sueño que alguien me tocadonde no debe… ¿Eso es malo?
Miguel no respondió. Esanoche, se masturbó por primera vez, imaginando que las manos en sucuerpo eran las de ella.
El desastre parecíainevitable.
Los caballos avanzaban lentamenteentre los altos pastizales, alejándose de la casa principal, de los sirvientes,de las reglas. A esas horas, cuando el sol comenzaba a derramarse en tonoscarmesí sobre los campos, la hacienda parecía pertenecerles solo a ellos.
Miguel, ya un muchacho con lasmanos callosas por las riendas, miraba de reojo a Lucía. Montaba como siempre,de lado, como su madre le había enseñado, pero hoy el viento jugaba con sufalda, revelando destellos de sus pantorrillas desnudas. Él apretó los dientesy clavó la vista en el horizonte.
Miguel… —su voz eraun susurro juguetón, casi perdido entre el rumor de los grillos—. ¿Tecuento un secreto?
Él asintió sin mirarla, sintiendoun nudo en el estómago.
Lucía acercó su cabalgadura,tanto que su rodilla rozó su muslo.
Ayer me desperté creyendo queme había orinado… —hizo una pausa, mordiendo su labio inferior—. Perono. Estaba mojada, pero no era pipí.
Miguel sintió que el aire lequemaba los pulmones.
Fue un sueño… raro —continuóella, jugueteando con las crines del caballo—. Soñé que alguien metocaba… ahí. Y cuando desperté, todo estaba húmedo.
Miguel tragó saliva. Su cuerporeaccionó antes que su mente, y tuvo que ajustar torpemente su posición en lamontura.
Eso es… natural —mintió,con una voz que no reconocía—. Pero debes rezar cuando pase. Para queno vuelva.
Lucía lo miró en silencio, susojos azules escarbando en los suyos como si buscara algo más.
¿Alguna vez te has preguntadoqué se siente besar a una chica? —preguntó de pronto, tan directa queMiguel casi se atragantó.
El rubor le subió desde el cuellohasta las orejas.
Lucía, eso no…
Es solo una pregunta —interrumpió,inclinándose hacia él—. ¿Nunca has tenido curiosidad?
Miguel no supo qué decir. Porsupuesto que lo había pensado. Mil veces. Pero no concualquiera.
Con ella.
El silencio se extendió, pesado,hasta que el sonido agudo del silbato de su madre los hizo sobresaltarse.
¡Jovencitos…! ¡A casa! —lavoz llegó desde lejos, cortando el momento como un cuchillo.
Lucía se enderezó, pero antes dealejarse, le lanzó una última mirada, una sonrisa traviesa que le prometía algoque ninguno de los dos podía nombrar.
Miguel se quedó allí, con elcorazón golpeándole las costillas y una pregunta ardiendo en su mente:
¿Cuánto tiempo más podríanseguir fingiendo?
Unos días después:
La lluvia los sorprendió en elestablo.
Miguel y Lucía corrieron arefugiarse entre el olor a heno y cuero mientras la tormenta azotaba loscristales. Ella estaba empapada, su vestido blanco —siempre blanco, como sisu madre quisiera recordarle la pureza que ya no tenía— pegado a su cuerpo,revelando las curvas que ya no eran de niña.
Te vas a enfermar —murmuróél, arrancando una manta gruesa de los caballos y envolviéndola alrededor desus hombros.
Sus manos se quedaron allí,temblando, demasiado cerca de su piel.
Lucía no se movió.
Miguel… —susurró, yen esa palabra cabía todo lo prohibido.
Fue entonces que él cayó.
Sus labios se encontraron comodos animales heridos: con hambre y culpa.
Miguel la empujó contra la paredde madera, el cuerpo de ella arqueándose bajo sus manos como un arpa dispuestaa ser tocada. Sabía a manzanas —había robado una del huertoantes de salir— y a algo más profundo, salvaje, que solo podía serella.
Lucía gimió contra su boca, susdedos enterrándose en su pelo rubio, más claro que el de ella.
Hace tanto tiempo que queríahacer esto —confesó entre besos húmedos, desesperados—. Desdeque te vi en el río aquel día.
Miguel sintió que el mundo sedetenía.
¿Cuánto había esperado?¿Cuántas noches de manos bajo las sábanas, imaginando exactamente esto?
Su boca descendió a su cuello,mordiendo la piel allí donde nadie vería el morado.
Esto está mal —jadeó,pero sus manos ya subían por sus muslos, encontrando el calor entreellos—. Dios nos va a castigar.
Lucía solo rió, un sonidoperverso y dulce.
Entonces que lo haga.
¡Miguel! —gritó,arqueándose contra él.
Era la primera vez que alguien latocaba allí.
Cuando sus dedos encontraron lahumedad entre sus piernas, Miguel sintió que el mundo giraba. Era porél. Todo ese calor, ese temblor… era por él.
Lucía… —gruñó,bajando los pantalones justo lo necesario. Su verga, de un tamañoaceptable pero gruesa, palpitaba entre ellos, roja de deseo.
Ella la miró con ojos dilatados,mitad miedo, mitad fascinación.
Duele… ¿verdad? —preguntó,inocente a pesar de todo.
Miguel no supo mentirle.
Sí… pero solo al principio.
Con movimientos torpes perollenos de pasión, la acostó sobre la manta (la misma que les servía de altar).Se posó entre sus piernas, guiándose por instinto.
El primer empujón fue un quejidoahogado de ambos.
¡Ay, Miguel! —Lucíaapretó los ojos, las lágrimas asomando—. Es… es demasiado.
Él se detuvo, sudando, sintiendocómo su hermana lo envolvía con una presión celestial.
Respira… —murmuró,besando sus lágrimas—. Te amo, Lucía. Te amo tanto que duele.
Ella lo miró entonces, y en susojos azules no había arrepentimiento, solo entrega absoluta.
No pares… —suplicó,abrazándolo—. Quiero sentirte dentro siempre.
Fue esa frase la que lo hizoperder el control.
No fueron creativos. No hacíafalta.
Cada embestida de Miguel erauna promesa y una maldición.
Eres mía —rugiócontra su cuello—. Solo mía.
Lucía respondió con gemidosagudos, adaptándose a su grosor, levantando las caderas pararecibirlo mejor.
¡Más adentro! —gritó,clavando las uñas en su espalda—. Quiero que me llenes… que me hagastuya para siempre.
Y cuando él finalmente estallódentro de ella, Lucía lloró, no de dolor, sino de una felicidadperversa.
La manta manchada de sangre habíadesaparecido bajo el heno, pero el fuego entre ellos solo crecía. Cada día eraun juego peligroso:
En el comedor, sus pies se buscaban bajo la mesa mientras su madre rezaba.·      En el lago, Lucía flotaba desnuda mientras él la observaba con ojos delobo, sabiendo que más tarde la devoraría.
·      En las sombras de las escaleras, mientras la hacienda dormía, Miguelahogaba a Lucía contra la pared de madera, sus bocas unidas en un besohúmedo y desesperado, nadie los escuchaba. Aún así:
Cállate
 —le susurrócontra los labios, pero era una advertencia inútil.

Lucíano podía callar. No cuando la tenía así, con su lengua invadiéndole la boca,saboreándola como si fuera el último bocado de un banquete prohibido. Húmedo, caliente,pecaminoso.
Ella gimió, un sonidoahogado que vibró entre sus bocas, y Miguel aprovechó para morderle el labioinferior, tirando de él con los dientes antes de soltarlo.

Miguel… —jadeó, las manosaferrándose a sus hombros, las uñas clavándose a través de la fina tela de sucamisa.
Élno respondió. En lugar de eso, una de sus manos bajó, deslizándose bajo suvestido de dormir, encontrando la piel suave de su muslo. Ya estaba mojada.
¿Otra vez? —gruñó, rozandola tela delgada de sus bragas, sintiendo cómo cedía bajo sus dedos.
Lucíaasintió, tragando saliva, sus ojos azules brillando en la oscuridad.
Siempre… cuando pienso enti.
Miguelno pudo resistirse. Hundió dos dedos dentro de ella, sintiendo cómo se cerrabaalrededor de ellos, tan caliente, tan apretada.
Dios… —maldijo,frotando su palma contra su clítoris mientras sus dedos la penetraban conmovimientos cortos y precisos.
Lucíaahogó un gemido contra su hombro, mordiendo la tela para no delatarlos. Sucuerpo temblaba, sus caderas se movían contra su mano, buscando más fricción,más placer.
Vas a venirte así, ensilencio, como una buena chica —le ordenó, su voz áspera, llena de lujuria—. Aquí, en las escaleras,donde cualquiera podría encontrarnos.
Ellasacudió la cabeza, pero su cuerpo ya estaba traicionándola, las contraccionesalrededor de sus dedos haciéndole saber que estaba cerca.
No… no puedo… —susurró, peroera demasiado tarde.
Miguella besó de nuevo, tragándose sus gemidos mientras su cuerpo se estremecía,mientras sus jugos corrían por sus dedos.
Cuandoterminó, jadeando, él se llevó los dedos a la boca y los chupó lentamente, sinperderla de vista.
Nadie más te hará sentirasí —prometió,su voz un susurro cargado de posesión—. Nadie más te tocará.
Yen la oscuridad de la escalera, con el peligro de ser descubiertos acechando encada sombra, Lucía solo pudo asentir.
Porqueno quería a nadie más.
Soloa él.
Siempre a él.
Perosu lugar sagrado seguía siendo el establo, donde el olor a caballosy cuero envejecido se mezclaba con el sudor de sus cuerpos jóvenes.
Esa tarde, Lucía llegóprimero. Se había quitado las enaguas bajo el vestido, dejando solo las mediasde encaje que a Miguel lo volvían loco.
Te tardaste —susurró,subiéndose sobre él donde yacía en la paja.
Miguel no necesitó más.Le arrancó la ropa con manos ansiosas, descubriendo que ya estabamojada.
¿Cuánto llevassoñando con esto? —gruñó, palpando su entrepierna con dedos expertos.
Ella solo sonrió,bajándose hasta que la cabeza de su verga gruesa rozó su clítoris.
Todo el día —confesó,y entonces lo empaló.
Miguel juró en francés.Lucía había aprendido a mover las caderas con la precisión de unaamazona, contrayendo esos músculos internos que lo hacían ver estrellas.
Así… justo así —jadeó,las manos ahogándose en sus caderas mientras ella subía y bajaba, tragándoloentero cada vez.
El sonido de sus pieleschocando se perdía entre los relinchos. Lucía, embriagada de poder, se llevólas manos a los pechos, pellizcándose los pezones.
Mírame —ordenóMiguel—. Quiero ver tu cara cuando te corras.
Ella obedeció, y cuandoel orgasmo la golpeó, gritó su nombre como una plegaria. Eso fuesuficiente para que él la volteara contra el piso y la penetrara hasta elfondo, llenándola de leche caliente con un rugido.
Nadie más —prometió,lamiendo su sudor—. Nunca.
Pero el destino yatejía su red. Y sin embargo, esa tarde, mientras se vestían apresuradamente aloír pasos cerca, se sonrieron.
Valdría la pena arder.
Una semana después:
El criado los habíavisto.
No en el establo, no enel lago, sino en el peor lugar posible: en el altar de la capillaprivada de la hacienda, donde Miguel tenía a Lucía arrodillada ante él, suboca haciendo cosas que ni en el infierno se nombraban. El hombre corriódirecto con la señora De La Tour, y esa noche, el grito de la madre resonó comoun lamento bíblico:
—¡Están malditos!
La madre, una mujer dehuesos frágiles y moral de acero, no llamó a un médico. Llamó a unsacerdote de la Inquisición, un hombre de ojos hundidos que olió el pecadoen el aire.
El niño producto deesta relación debe morir —dictaminó, mientras Lucía lloraba en lacama, sus manos protegiendo el vientre que apenas comenzaba aredondearse—. Y él será sacerdote. Ella, monja.
El brebaje que ledieron a Lucía olía a menta y muerte. Lo vomitó tres veces antes deque se lo hicieran tragar a la fuerza. Los calambres llegaron al amanecer, ycon ellos, ríos de sangre que mancharon las sábanas como un crimen.
¡Miguel! —gritó,pero él no vino.
Su padre lo tenía encadenadoen el sótano.
Henri De La Tour nocreía en el perdón. Creía en el látigo.
Cada noche, después deque los sirvientes dormían, bajaba con el "azote de caballos" (uninstrumento de cuero trenzado con puntas de metal) y le enseñaba a su hijo elprecio de la lujuria:
·      Primera semana: Diez latigazos en la espalda. "Por violar a tuhermana."
·      Segunda semana: Quince, en las piernas. "Por poner en riesgonuestro nombre."
·      Tercera semana: Veinte, en las palmas de las manos. "Por noarrepentirte."
Miguel no lloraba. Soloapretaba los dientes y maldecía en francés, imaginando las caderas deLucía en lugar del dolor.
A ella la encerraron ensu habitación, con solo un rosario y una Biblia como compañía.
Déjenme verlo —rogabacada mañana, pero la única respuesta era el crujir de la cerradura.
Sus padres, sentados enel comedor, decidían su futuro en susurros:
·      La madre"El seminario en Roma la purificará. Ella irá alconvento de clausura en Lyon."
·      El padre"No. Él se irá, pero ella se casará con el hijodel embajador. Nadie sabrá nada."
Lucía, escuchando trasla puerta, se rascaba las muñecas hasta sangrar.
Antes de enviarlo aRoma, Miguel se escapó.
La encontró páliday delgada, con moretones en los brazos por forcejear con los criados.
Mataré a quien tetoque —juró, besando sus lágrimas—. Aunque me condene el Papa.
Ella le mostró elvientre plano, ahora vacío.
Ya no hay nada queproteger.
Miguel se volviósacerdote, pero nunca dejó de soñar con ella.
La señora De La Tourpartió hacia Jerusalén con rosarios nuevos y un corazón liviano, creyendo queel pecado había sido purgado. No sabía que, en la hacienda ahora vacía, sumarido había desenterrado el viejo demonio que creían muerto.
Henri De La Tourobservaba a Lucía desde el balcón de su estudio.
Ella, ajena al peligro,paseaba por el jardín en un vestido blanco de muselina —demasiado fino,demasiado transparente—, mojándose los pies en la fuente como una ninfa.
"Estaputita está más buena que nada" —masculló, apretando el vasode whisky hasta que el cristal crujió—. "Yo cogiéndome a lascriadas... y el cabrón de mi hijo cenando el filete más delicioso dellugar."
El resentimiento leardía en las venas. ¿Por qué Miguel, y no él?
El vaso de whiskyestalló en su mano, esparciendo cristales como lágrimas rotas sobre el mármol.Henri no sintió el dolor de los cortes. Solo el fuego que le quemaba lasentrañas al ver a Lucía, su hija, su princesa, mojándoselas puntas de los dedos en la fuente con esa inocencia que ya no era inocente.
Ella suspiraba, mirandoal horizonte. Pensando en él. En Miguel.
"¿Qué tieneese imbécil que no tenga yo?" —escupió, limpiándose la sangrede la mano en el pantalón—. "Yo que le compré vestidos deParís... que le perdoné cada berrinche... que le di todo. ¿Y me elige a esemocoso?"
El espejo del estudiole devolvió su reflejo: un hombre de 45 años, alto, con canasdistinguidas en las sienes, el cuerpo aún fuerte de tanto montar a caballo¿Noera suficiente?
Un recuerdo lo golpeóentonces: la tarde que Lucía se cayó del caballo y él la cargó hasta suhabitación.
Ella había lloradocontra su pecho, sus pechos pequeños apretándose contra él, sus piernasdesnudas enredándose en su brazo.
"¡Papá, no mesueltes!"
Y él no lo habíahecho. No del todo.
Ahora lo entendía.
"Fuidemasiado blando" —gruñó, abriendo el cajón de su escritoriocon violencia—. "Debí enseñarle desde el principio a quién lepertenece."
Dentro, entredocumentos y monedas de oro, relucía un collar de perlas.
El mismo que leprometió darle.
Esa noche, Henri esperóhasta que la hacienda quedó en silencio.
Lucía dormía abrazada aun libro de poemas franceses (regalo de Miguel), cuando la puerta seabrió con un chirrido.
¿M-Miguel? —murmuró,medio dormida, enderezándose en la cama.
La luna iluminó elrostro de su padre, borracho de whisky y deseo.
No, princesa —dijoHenri, sentándose a su lado con el collar brillando en sus manos—. Algomejor.
Y cuando ella abrió laboca para gritar, las perlas le cerraron la garganta como una manodivina.
Las perlasestrangularon el grito de Lucía, convirtiéndolo en un quejido ahogado. Henri,con los ojos inyectados de sangre y whisky, no vio a su hija enese momento. Vio un botín.
Calladita, princesa —rugió,mientras el collar de perlas se hundía en su cuello, marcándole la piel como undogal—. Así te gusta, ¿no? Como cuando jugabas a esconderte de papá.
El vestido demuselina se rasgó con un sonido obsceno, revelando el cuerpo quehabía madurado en secreto: pezones rosados y erectos por el miedo,caderas que ya no eran de niña, el vello rubio entre sus piernas temblorosas.
Henri escupió en sumano y se frotó la verga, gruesa y veteadas de venas, antes deembestir.
No hubo preámbulos. Nolos necesitaba.
La primeraembestida partió a Lucía en dos, arrancándole un alarido que elcollar convirtió en gemido.
¡Sí, grita! —aullóHenri, clavándole las uñas en las caderas—. ¡Pero nadie te escuchará!
Él follaba comoun poseso, cada empujón más brutal que el anterior, los testículosgolpeándole el trasero con un chasquido húmedo. La cama crujía, lasperlas se enterraban en su garganta, y en la pared, la sombra de Henrise alargaba como un demonio cornudo montando a un ángel caído.
Lucía, entre el dolor yel éxtasis involuntario, goteaba sobre las sábanas.
Mira qué puta eres —escupióél, palpando su clítoris hinchado—. Hasta mojada estás por tu papá.
Henri la volteó como untrofeo, hundiéndole la cara en el colchón mientras le mordíala nuca.
Miguel nunca tecogió así, ¿verdad? —jadeó, metiéndole los dedos en la boca para quelos chupara—. Él solo jugaba. Yo... yo te voy a marcar.
Y lo hizo.
Cuando finalmente secorrió, ardería dentro de ella durante horas.
Al amanecer, Henri semarchó, dejando a Lucía hecha un jirón de carne usada, con lasperlas rotas alrededor del cuello como un collar de vergüenza.
Pero en elespejo, algo se movió.
Era su reflejo, sí...pero con cuernos.
La segunda noche fuediferente.
Lucía ya no luchó.
Cuando la puerta de su habitaciónse abrió y la silueta borracha de Henri se recortó en el marco, ella nose estremeció. Se limitó a cerrar el libro de poemas franceses (el mismoque Miguel le había regalado) y lo dejó caer al suelo con un golpe sordo.



La confesión del padre Miguel




Ya sé que viniste —dijo,con una voz que no tembló—. Apaga la luz si vas a hacerlo.
Henri resopló,sorprendido por su frialdad.
¿Así que ahora eresuna puta resignada? —se burló, avanzando hacia ella mientras sedesabrochaba el cinturón.
Lucía no respondió.Solo se recostó en la cama, dejando que las mangas rasgadas de sucamisón revelaran los moretones de la noche anterior.
Henri la tomó con másviolencia esta vez, como si su sumisión lo enfureciera. Le mordiólos pezones hasta hacerla gritar, le ató las muñecas con el mismo collar deperlas rotas y la penetró por detrás, sin importarle si ella sentíadolor.
Pero lo que él no viofue la mirada de Lucía clavada en la mesita de noche, donde unobjeto brillaba bajo la luz de la luna:
Las tijeras de bordar.
Aguantó cada embestida,cada insulto, cada gemido ronco de su padre. Contó mentalmente lossegundos.
"Todavía no", pensó, cuando él lajaló del pelo para besarla a la fuerza. "Espera… espera…"
Fue cuando Henri, enel clímax de su éxtasis, cerró los ojos y arqueó la espalda, que Lucíaactuó.
Con una agilidad que nosabía que tenía, estiró el brazo y atrapó las tijeras.
¿Qué co—? —alcanzóa gruñir él, antes de que el acero se hundiera en su cuello con unchasquido húmedo.
La sangre brotóa borbotones, caliente y espesa, empapando el camisón blanco de Lucía, lassábanas, el libro de poemas en el suelo.
Henri se desplomó sobreella, los ojos desorbitados, las manos convulsivas tratando dedetener el flujo escarlata.
Te dije… —jadeóLucía, retorciéndose bajo su peso— …que vinieras con la luz apagada.
Y entonces, empujólas tijeras más hondo.
Cuando el cuerpo deHenri dejó de moverse, Lucía lo rodó al suelo.
Se vistió con calma (elvestido negro de luto que su madre había elegido para el funeral de su"honra"), recogió el libro de Miguel y salió al corredor.
El cuerpo de Henriera demasiado pesado, pero Lucía no titubeó. Arrastró a su padrepor los pasillos oscuros de la hacienda, dejando un reguero de sangreque limpió con sábanas viejas y aguardiente. Cada paso resonaba como unlatigazo en su mente, pero sus manos no temblaban.
En el establo, dondeaños atrás Miguel la había besado por primera vez, cavó.
No con una pala(demasiado obvio), sino con sus propias manos, hasta que las uñasse le quebraron y los dedos sangraron. La tierra fría se tragó el cadávervestido de lino caro, junto con:
·      Una botella de whisky vacía (para simular un accidente).
·      Las tijeras de bordar (su primera arma homicida).
·      El collar de perlas rotas (su sello de venganza).
Luego, trasplantóun rosal encima —el favorito de su madre—. "Que florezcacon tu podredumbre", escupió.
Durante los díassiguientes, Lucía se convirtió en la dueña silenciosa de la hacienda:
1.    Vació la caja fuerte (oro, documentos de propiedad, las cartas de Miguel).
2.    Envenenó a los dos caballos favoritos de su padre y los enterrójunto a él ("Para que te arrastren al infierno").
3.    Vendió las joyas de su madre a un comerciante judío que no haríapreguntas.
Pero lo másimportante: escribió una carta.
Firmada por Henri,fechada el día de su muerte, decía:
"Querida esposa:
He decidido irme aTexas a comprar tierras. No me busques.
Lucía se queda alcuidado de todo.
Tuyo, Henri."
Ahora, sentada en elsillón de terciopelo verde donde su padre solía leer el periódico, Lucíaacaricia un frasco de arsénico comprado en el mercado negro.
El regreso de su madrefue tan discreto como su partida. Lucía la recibió en el patio principal,vestida de luto riguroso, con el frasco de arsénico ya mezclado en una taza deté de bergamota —el favorito de la señora De La Tour—.
Madre, qué buenoque regresaste —dijo Lucía, con una sonrisa que no llegaba a sus ojosazules, ahora fríos como el acero—. Papá se fue a Texas, pero dejó todoen orden.
Su madre, ajena alpeligro, bebió el té con gusto. Para la medianoche, ya estaba muerta.
Lucía enterró el cuerpojunto al de su padre, bajo el rosal ahora florecido. "Familiaunida para siempre", pensó, escupiendo sobre la tierra reciénremovida.
Los años siguientesfueron un ejercicio meticuloso de poder:
1.    Sobornó al alcalde con parte del oro de su padre.
2.    Compró a un juez con falsos testimonios sobre la "partidarepentina" de sus padres.
3.    Reemplazó a todo el personal por gente analfabeta y leal, quesolo conocía a "la señorita Lucía" como autoridad.
La hacienda prosperó.Los viñedos dieron vinos exquisitos, el ganado engordó y el nombre DeLa Tour siguió imponiendo respeto.
Hasta que un día, elnuevo cura de la parroquia llegó desde Roma.
Fue un domingocualquiera cuando Miguel De La Tour, ahora Padre Miguel,subió al púlpito de la iglesia del pueblo.
Lucía, sentada en laprimera fila con un vestido negro que hacía juego con su alma, noapartó la mirada de él ni una sola vez.
Su sermón hablabadel pecado y la redención, pero cuando sus ojos se encontraron conlos de ella, la voz le tembló.
Dios perdona todo —dijoMiguel, clavando la mirada en su hermana—, pero primero debemosconfesar nuestros pecados.
Lucía sonrió, lenta,deliberadamente, como lo hacía en el establo años atrás.
Padre —susurró,al acercarse al confesionario después de la misa—, hace tanto tiempoque no me confieso...
Dentro delconfesionario, el olor a madera vieja y incienso no pudo ocultar laelectricidad entre ellos.
¿Cuántos años hanpasado, Lucía? —preguntó Miguel, con la voz ronca.
Los suficientespara enterrar a nuestros padres —respondió ella, deslizando un sobremanchado de tierra entre la celosía—. Y los suficientes pararecordar... cómo me sabías.
El sobre contenía:
·      Una perla del collar roto.
·      Una llave de la caja fuerte de la hacienda.
·      Una nota: "Todavía tengo la manta."
Miguel cerró losojos, tragándose un gemido.
Esto es un pecadomortal —murmuró.
Ya lo somos —replicóLucía, levantándose—. Te espero en el establo al anochecer. Ven con tubiblia... o sin ella.

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