La música electrónica lo envolvía todo. Era una de esas fiestas intensas, en un warehouse enorme, con el techo altísimo, luces estroboscópicas cortando el humo, y beats que se sentían más en el pecho que en los oídos. Habíamos ido en grupo: mi mujer, mi amigo Julián y su esposa —Marina—, y otros conocidos. Había algo suelto en el aire… risas más ruidosas, pupilas más negras, roces que duraban un segundo más de lo necesario.
Yo no podía dejar de mirar a Marina.
Llevaba un top negro diminuto, que no alcanzaba a cubrir esos pechos descomunales, gloriosos, que se movían con una libertad indecente cada vez que ella saltaba o giraba. La minifalda apenas cubría el culo. Era una obra de arte peligrosa, hecha para volverte loco. Y yo ya estaba perdido.
En algún momento de la noche, la música bajó de revoluciones, entró en ese trance tribal que acariciaba los sentidos. Y ella apareció frente a mí, con los ojos dilatados, las mejillas encendidas y el pelo pegado al rostro por el sudor. No dijo nada. Me tomó de la camiseta y me arrastró al centro de la pista.
Y ahí, entre todos, ocurrió.
Empezamos a bailar. Al principio había distancia. Pero los cuerpos no mienten. Ella se fue acercando. Su culo encontró mi pelvis. Mis manos, sus caderas. Su respiración empezó a mezclarse con la mía. Le pasé una mano por el vientre, sólo tocando la tela, pero se le erizó la piel. Le susurré algo —ni recuerdo qué— y se rió con un gemido escondido en la garganta.
No hubo besos. No hubo caricias descaradas. Pero mis dedos llegaron a rozar el borde de su top. Sentí el calor de su piel, el temblor apenas perceptible de sus pezones endurecidos. Y ella no se movió. Siguió bailando.
Estábamos rodeados: mi mujer a unos metros, riendo con una copa en la mano. Julián hablando con otro del grupo. Pero nosotros parecíamos invisibles. Una burbuja húmeda y peligrosa en medio de la multitud. Cuando la música volvió a subir, ella se giró, me sonrió con esa boca entreabierta, y dijo:
—Me voy a buscar algo para tomar. ¿Querés?
—No. Estoy servido. —Y mi mirada se quedó en su escote. Ella lo notó. Y no dijo nada.
Esa noche no pasó más. Pero nos habíamos probado. Nos habíamos tocado con los ojos, con las manos, con la respiración. Y algo se había encendido.
Una semana después, cena entre amigos. En casa de Julián y Marina. Ella abrió la puerta en un vestido largo de algodón ajustado, sin sostén otra vez. Una tela suave que marcaba cada curva, cada movimiento del cuerpo. Y ese andar… Dios. Sabía lo que estaba haciendo.
Durante la cena, cada cosa que hacía parecía diseñada para provocarme. Se agachaba para sacar algo del horno, sabiendo que su escote se abría frente a mí. Me tocaba el antebrazo cuando me servía vino. Me sonreía con los labios húmedos después de beber.
Yo la miraba de reojo, sintiéndome sucio, eléctrico, adicto. Mi mujer charlaba con los demás. Julián contaba anécdotas. Todo era normal, perfecto, aburridamente inocente… salvo por las miradas que cruzábamos ella y yo.
En un momento, fui a la cocina a dejar los platos vacíos. Marina entró detrás de mí, en silencio.
—¿Te gustó la comida? —me preguntó.
—Deliciosa. Aunque no fue lo que más me gustó esta noche.
—¿Ah no? ¿Y qué fue?
La miré. Ella se acercó. Puso una mano en mi pecho. La otra bajó hasta mi cinturón. Sus dedos no llegaron a tocarme, pero el calor de su palma bastó para que se me endureciera hasta doler.
—Tenés que irte ya. —me dijo, susurrando.
—¿Por qué?
—Porque si te sigo tocando así, no me voy a poder detener.
Me mordí el labio. La empujé suave contra la mesada, mi cuerpo rozando el suyo. Ella jadeó apenas.
—Entonces no te detengas.
Pero se apartó. Se giró, se arregló el pelo, y salió de la cocina como si nada.
No dormí esa noche. El deseo me quemaba por dentro.
Pasaron tres días. Me llegó un mensaje suyo:
“Mañana, a las 18. Estoy sola en casa. Si no venís, me voy a tocar pensando en vos.”
Fui.
La puerta estaba entreabierta. Entré sin llamar. La casa olía a incienso y vino. Sonaba música suave, algo con voz femenina y cuerdas lentas. Marina apareció bajando las escaleras. Usaba sólo una bata de seda blanca, apenas cerrada. Sus pezones se marcaban violentamente bajo la tela. El escote se abría como una promesa.
—Llegaste tarde. —me dijo, y me tomó de la mano.
Me guió al sillón, me sentó. Se subió sobre mí a horcajadas, y la bata se abrió sin esfuerzo. No llevaba nada debajo. Su piel era pura tentación: suave, caliente, perfumada. Sus tetas se movían frente a mi cara, enormes, provocadoras, y no me resistí.
Las tomé con ambas manos, con desesperación, como si necesitara confirmar que eran reales. Ella gemía bajito, moviéndose contra mi pelvis, sintiendo mi erección apretada contra su centro húmedo.
—Estuve soñando con esto desde la fiesta —me dijo, y se mordió el labio—. ¿Te acordás cómo me tocaste?
—No te toqué ni la mitad de lo que quería.
La empujé sobre el sillón. Me arrodillé entre sus piernas. Le abrí la bata, le besé el vientre, la cara interna de los muslos, hasta que encontré su centro palpitante, abierto, listo. La lamí con hambre, con lengua profunda, con labios que se perdían en cada pliegue suyo. Ella gritaba mi nombre, se arqueaba, me tomaba del pelo con fuerza.
Cuando se vino, tembló entera. Me miró con los ojos nublados, con la boca entreabierta, y me atrajo hacia ella. Me desabrochó el pantalón, sacó mi verga y la besó como si fuera un acto sagrado.
—Nunca hice esto con nadie —dijo, mientras me chupaba con los ojos fijos en los míos—. Nunca tan sucio. Nunca tan bien.
Cogimos como si el tiempo no existiera. Lento, profundo, con ella encima, gritando, apretándose las tetas mientras se clavaba en mí una y otra vez. Después la tomé por detrás, agarrándole las caderas como un animal, viéndola mirarme por encima del hombro con esa expresión de lujuria total.
Y cuando terminamos, sudados, agotados, ella se recostó sobre mi pecho y me dijo:
—Esto no puede pasar de nuevo.
—Lo sé. —respondí— Pero va a pasar.
Y ambos sonreímos. Porque era cierto.



Yo no podía dejar de mirar a Marina.
Llevaba un top negro diminuto, que no alcanzaba a cubrir esos pechos descomunales, gloriosos, que se movían con una libertad indecente cada vez que ella saltaba o giraba. La minifalda apenas cubría el culo. Era una obra de arte peligrosa, hecha para volverte loco. Y yo ya estaba perdido.
En algún momento de la noche, la música bajó de revoluciones, entró en ese trance tribal que acariciaba los sentidos. Y ella apareció frente a mí, con los ojos dilatados, las mejillas encendidas y el pelo pegado al rostro por el sudor. No dijo nada. Me tomó de la camiseta y me arrastró al centro de la pista.
Y ahí, entre todos, ocurrió.
Empezamos a bailar. Al principio había distancia. Pero los cuerpos no mienten. Ella se fue acercando. Su culo encontró mi pelvis. Mis manos, sus caderas. Su respiración empezó a mezclarse con la mía. Le pasé una mano por el vientre, sólo tocando la tela, pero se le erizó la piel. Le susurré algo —ni recuerdo qué— y se rió con un gemido escondido en la garganta.
No hubo besos. No hubo caricias descaradas. Pero mis dedos llegaron a rozar el borde de su top. Sentí el calor de su piel, el temblor apenas perceptible de sus pezones endurecidos. Y ella no se movió. Siguió bailando.
Estábamos rodeados: mi mujer a unos metros, riendo con una copa en la mano. Julián hablando con otro del grupo. Pero nosotros parecíamos invisibles. Una burbuja húmeda y peligrosa en medio de la multitud. Cuando la música volvió a subir, ella se giró, me sonrió con esa boca entreabierta, y dijo:
—Me voy a buscar algo para tomar. ¿Querés?
—No. Estoy servido. —Y mi mirada se quedó en su escote. Ella lo notó. Y no dijo nada.
Esa noche no pasó más. Pero nos habíamos probado. Nos habíamos tocado con los ojos, con las manos, con la respiración. Y algo se había encendido.
Una semana después, cena entre amigos. En casa de Julián y Marina. Ella abrió la puerta en un vestido largo de algodón ajustado, sin sostén otra vez. Una tela suave que marcaba cada curva, cada movimiento del cuerpo. Y ese andar… Dios. Sabía lo que estaba haciendo.
Durante la cena, cada cosa que hacía parecía diseñada para provocarme. Se agachaba para sacar algo del horno, sabiendo que su escote se abría frente a mí. Me tocaba el antebrazo cuando me servía vino. Me sonreía con los labios húmedos después de beber.
Yo la miraba de reojo, sintiéndome sucio, eléctrico, adicto. Mi mujer charlaba con los demás. Julián contaba anécdotas. Todo era normal, perfecto, aburridamente inocente… salvo por las miradas que cruzábamos ella y yo.
En un momento, fui a la cocina a dejar los platos vacíos. Marina entró detrás de mí, en silencio.
—¿Te gustó la comida? —me preguntó.
—Deliciosa. Aunque no fue lo que más me gustó esta noche.
—¿Ah no? ¿Y qué fue?
La miré. Ella se acercó. Puso una mano en mi pecho. La otra bajó hasta mi cinturón. Sus dedos no llegaron a tocarme, pero el calor de su palma bastó para que se me endureciera hasta doler.
—Tenés que irte ya. —me dijo, susurrando.
—¿Por qué?
—Porque si te sigo tocando así, no me voy a poder detener.
Me mordí el labio. La empujé suave contra la mesada, mi cuerpo rozando el suyo. Ella jadeó apenas.
—Entonces no te detengas.
Pero se apartó. Se giró, se arregló el pelo, y salió de la cocina como si nada.
No dormí esa noche. El deseo me quemaba por dentro.
Pasaron tres días. Me llegó un mensaje suyo:
“Mañana, a las 18. Estoy sola en casa. Si no venís, me voy a tocar pensando en vos.”
Fui.
La puerta estaba entreabierta. Entré sin llamar. La casa olía a incienso y vino. Sonaba música suave, algo con voz femenina y cuerdas lentas. Marina apareció bajando las escaleras. Usaba sólo una bata de seda blanca, apenas cerrada. Sus pezones se marcaban violentamente bajo la tela. El escote se abría como una promesa.
—Llegaste tarde. —me dijo, y me tomó de la mano.
Me guió al sillón, me sentó. Se subió sobre mí a horcajadas, y la bata se abrió sin esfuerzo. No llevaba nada debajo. Su piel era pura tentación: suave, caliente, perfumada. Sus tetas se movían frente a mi cara, enormes, provocadoras, y no me resistí.
Las tomé con ambas manos, con desesperación, como si necesitara confirmar que eran reales. Ella gemía bajito, moviéndose contra mi pelvis, sintiendo mi erección apretada contra su centro húmedo.
—Estuve soñando con esto desde la fiesta —me dijo, y se mordió el labio—. ¿Te acordás cómo me tocaste?
—No te toqué ni la mitad de lo que quería.
La empujé sobre el sillón. Me arrodillé entre sus piernas. Le abrí la bata, le besé el vientre, la cara interna de los muslos, hasta que encontré su centro palpitante, abierto, listo. La lamí con hambre, con lengua profunda, con labios que se perdían en cada pliegue suyo. Ella gritaba mi nombre, se arqueaba, me tomaba del pelo con fuerza.
Cuando se vino, tembló entera. Me miró con los ojos nublados, con la boca entreabierta, y me atrajo hacia ella. Me desabrochó el pantalón, sacó mi verga y la besó como si fuera un acto sagrado.
—Nunca hice esto con nadie —dijo, mientras me chupaba con los ojos fijos en los míos—. Nunca tan sucio. Nunca tan bien.
Cogimos como si el tiempo no existiera. Lento, profundo, con ella encima, gritando, apretándose las tetas mientras se clavaba en mí una y otra vez. Después la tomé por detrás, agarrándole las caderas como un animal, viéndola mirarme por encima del hombro con esa expresión de lujuria total.
Y cuando terminamos, sudados, agotados, ella se recostó sobre mi pecho y me dijo:
—Esto no puede pasar de nuevo.
—Lo sé. —respondí— Pero va a pasar.
Y ambos sonreímos. Porque era cierto.




1 comentarios - Lo prohibido es más rico (fotos )