La noche estaba fresca, con ese aire de Buenos Aires que te pega en la cara como un cachetazo suave. Había comprado un telescopio, un capricho que me venía rondando desde hacía meses. Quería ver las estrellas, perderme en el universo, pero el cielo porteño, con su smog y sus luces, no ayudaba mucho. Lo instalé en el balcón de mi departamento, en un décimo piso de Almagro, y empecé a girar la lente, buscando algo que valiera la pena.
Al principio, nada. Nebulosas borrosas, un par de planetas que parecían manchas. Pero entonces, sin querer, el telescopio apuntó hacia el edificio de enfrente, un monoblock vidriado que reflejaba las luces de la ciudad. Me detuve en una ventana del séptimo piso. Las cortinas estaban a medio correr, y adentro, bajo la luz tenue de una lámpara, estaba ella. Una mina despampanante, de pelo largo y negro que le caía en cascada por los hombros. Estaba desnuda, recostada en una cama deshecha, con las piernas abiertas y una mano moviéndose lenta entre sus muslos.
Me quedé helado, con el ojo pegado al lente. No podía despegarme. Su piel brillaba, suave, con un leve sudor que la hacía parecer más real, más cercana. Se tocaba con una calma que me volvía loco, los dedos deslizándose por su concha, húmeda, rosada, entreabierta como una flor que se despereza. Cada tanto, arqueaba la espalda, y sus tetas, firmes, se movían apenas, con los pezones duros apuntando al techo. Era un espectáculo, una danza privada que me tenía atrapado.
De pronto, levantó la mirada. Sus ojos, oscuros y profundos, parecieron clavarse en mí, como si supiera que estaba ahí, espiándola. Mi corazón dio un vuelco, pero no me moví. Ella no paró. Al contrario, sus movimientos se volvieron más intensos, más deliberados. Ella abrio las piernas todo lo que pudo Se mordió el labio, y juro que vi una sonrisa pícara antes de que volviera a cerrar los ojos. Estaba jugando conmigo, y yo no podía más.
Bajé una mano a mi pantalón, ya apretado por la erección que me estaba matando. Tenia la pija muy dura y sobre la cabeza me habia surgido esa primera gota de leche. Me liberé, y el contacto de mi mano con mi pija fue como un incendio. Estaba duro, hinchado, con las venas marcadas y la cabeza brillando de tanta excitación. Empecé a tocarme, siguiendo el ritmo de ella, imaginando que era mi mano la que la recorría, que eran mis dedos los que se hundían en esa humedad que el telescopio me dejaba adivinar. Ella aceleró, y yo también. Su mano se movía frenética ahora, y podía ver cómo su concha se contraía, cómo sus labios vaginales se abrían y cerraban, relucientes, mientras su otra mano apretaba una teta con fuerza.
No sé cuánto tiempo pasó. ¿Dos minutos? ¿Tres? El mundo se había reducido a esa ventana, a su cuerpo, al mío. De pronto, ella se tensó, su boca se abrió en un gemido que no pude escuchar pero que imaginé con un calor que me quemaba. Ella acabó como una puta, y la vi temblar, con las piernas apretadas y los dedos todavía dentro de su conchita mojada. Eso me empujó al borde. Sentí el calor subiendo, el cosquilleo en la base de mi pija, y acabé con largos chorros y con una fuerza que me dejó mareado, salpicando el balcón mientras jadeaba como si hubiera subido los ocho pisos por la escalera.
Y entonces, justo cuando los dos parecíamos flotar en ese instante de leche y flujo de concha, las luces se apagaron. No solo las de su departamento, no. Toda la ciudad. Los edificios, las calles, los semáforos. Todo quedó a oscuras, como si el universo hubiera decidido bajar el telón. Me quedé ahí, con el telescopio apuntando a la nada, el corazón a mil y una sensación de que, por un momento, ella y yo habíamos sido lo único que importaba en el mundo.
Al principio, nada. Nebulosas borrosas, un par de planetas que parecían manchas. Pero entonces, sin querer, el telescopio apuntó hacia el edificio de enfrente, un monoblock vidriado que reflejaba las luces de la ciudad. Me detuve en una ventana del séptimo piso. Las cortinas estaban a medio correr, y adentro, bajo la luz tenue de una lámpara, estaba ella. Una mina despampanante, de pelo largo y negro que le caía en cascada por los hombros. Estaba desnuda, recostada en una cama deshecha, con las piernas abiertas y una mano moviéndose lenta entre sus muslos.
Me quedé helado, con el ojo pegado al lente. No podía despegarme. Su piel brillaba, suave, con un leve sudor que la hacía parecer más real, más cercana. Se tocaba con una calma que me volvía loco, los dedos deslizándose por su concha, húmeda, rosada, entreabierta como una flor que se despereza. Cada tanto, arqueaba la espalda, y sus tetas, firmes, se movían apenas, con los pezones duros apuntando al techo. Era un espectáculo, una danza privada que me tenía atrapado.
De pronto, levantó la mirada. Sus ojos, oscuros y profundos, parecieron clavarse en mí, como si supiera que estaba ahí, espiándola. Mi corazón dio un vuelco, pero no me moví. Ella no paró. Al contrario, sus movimientos se volvieron más intensos, más deliberados. Ella abrio las piernas todo lo que pudo Se mordió el labio, y juro que vi una sonrisa pícara antes de que volviera a cerrar los ojos. Estaba jugando conmigo, y yo no podía más.
Bajé una mano a mi pantalón, ya apretado por la erección que me estaba matando. Tenia la pija muy dura y sobre la cabeza me habia surgido esa primera gota de leche. Me liberé, y el contacto de mi mano con mi pija fue como un incendio. Estaba duro, hinchado, con las venas marcadas y la cabeza brillando de tanta excitación. Empecé a tocarme, siguiendo el ritmo de ella, imaginando que era mi mano la que la recorría, que eran mis dedos los que se hundían en esa humedad que el telescopio me dejaba adivinar. Ella aceleró, y yo también. Su mano se movía frenética ahora, y podía ver cómo su concha se contraía, cómo sus labios vaginales se abrían y cerraban, relucientes, mientras su otra mano apretaba una teta con fuerza.
No sé cuánto tiempo pasó. ¿Dos minutos? ¿Tres? El mundo se había reducido a esa ventana, a su cuerpo, al mío. De pronto, ella se tensó, su boca se abrió en un gemido que no pude escuchar pero que imaginé con un calor que me quemaba. Ella acabó como una puta, y la vi temblar, con las piernas apretadas y los dedos todavía dentro de su conchita mojada. Eso me empujó al borde. Sentí el calor subiendo, el cosquilleo en la base de mi pija, y acabé con largos chorros y con una fuerza que me dejó mareado, salpicando el balcón mientras jadeaba como si hubiera subido los ocho pisos por la escalera.
Y entonces, justo cuando los dos parecíamos flotar en ese instante de leche y flujo de concha, las luces se apagaron. No solo las de su departamento, no. Toda la ciudad. Los edificios, las calles, los semáforos. Todo quedó a oscuras, como si el universo hubiera decidido bajar el telón. Me quedé ahí, con el telescopio apuntando a la nada, el corazón a mil y una sensación de que, por un momento, ella y yo habíamos sido lo único que importaba en el mundo.
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