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Entre el calor y la tentación

Hacía rato no sabía de Jenny, esa ex compañera de trabajo paisa que siempre me pareció encantadora. Rubia natural, blanca como la leche, ojos verdes que desarmaban, y una forma de moverse que no necesitaba esfuerzo para seducir. Alta, de cuerpo cuidado, senos firmes, no exagerados, cintura delgada y un culo redondo que se adivinaba bajo cualquier ropa.

Me había escrito días antes, diciendo que quería descansar unos días y que había pensado en venirse para mi ciudad. Le conté que tenía la finca libre y que podía quedarse allá sin problema. Ella aceptó con esa coquetería natural que siempre la acompañaba, y yo no podía dejar de imaginarme lo que podía pasar.

Cuando llegó, traía un vestido corto y fresco. Su piel clara brillaba con el sol, y al bajarse del carro, el calor costeño le sacó una gota de sudor que le bajaba por el cuello hasta el escote. Nos abrazamos como viejos amigos, pero el roce ya traía algo más escondido.

—No sabes lo que me hacía falta el calorcito costeño —me dijo, sonriendo, mientras se abanicaba con la mano.

—Y lo que te espera en esta finca… aquí todo suda —le respondí, lanzándole una mirada de esas que dicen mucho sin hablar.

Los primeros días fueron tranquilos. Caminábamos por la finca, hablábamos de la vida, cocinábamos juntos. Pero algo en su forma de mirarme se fue volviendo más profundo. A veces la sorprendía viéndome cuando me secaba el sudor con una toalla. Y una tarde, después de estar jugando con agua en el patio, se me acercó y me limpió con la mano una gota que me bajaba por el pecho.

—Te estás derritiendo —me dijo, con voz baja.

Yo no dije nada, solo la miré. Y ahí fue cuando se acercó más, rozando su pecho contra el mío, y me besó. Lento, seguro, con esa boca suave que parecía hecha para besarme. Nos fuimos quitando la ropa en silencio, tocándonos como si cada parte fuera nueva. Le bajé el vestido, y me encontré con su ropa interior húmeda, no de sudor sino de deseo. Se acostó boca arriba en la cama, con las piernas abiertas, y me miró.

—Hacía rato quería saber cómo hacías el amor.

Le besé el vientre, la cara interna de los muslos, oliendo el perfume que se mezclaba con su olor íntimo, un aroma fresco pero cálido, natural. Le bajé la tanga y me detuve en su entrepierna, húmeda, palpitante. La lengua encontró su camino entre sus labios, y ella se arqueaba, jadeando mi nombre.

Poco a poco, empecé a explorar más. Me quité la ropa y me arrodillé frente a ella, tomándole los pies. Estaban tibios, con ese aroma leve a encierro después del día. Se los besé, los olí con ganas, y ella me miraba con una mezcla de asombro y excitación.

—Nunca había visto a alguien disfrutar tanto mis pies… —susurró, tocándose entre las piernas mientras yo se los lamía.

No le dije nada, solo seguí. Le pasé la nariz por las axilas, oliándola sin pena. Ella abrió más las piernas y me jaló encima de ella. Me metí entre sus muslos, y cuando entré, ambos gemimos. Era apretada, cálida, envolvente. Se movía con ritmo, con ganas, como si supiera exactamente cómo volverme loco.

Terminamos agotados, bañados en sudor. Se quedó dormida abrazada a mí, y yo, con la nariz en su cuello, sintiendo ese olor a cuerpo vivido, a mujer de verdad.


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A la mañana siguiente, mientras Jenny dormía, me fui con John, un joven valluno que había llegado días antes para hacer unas mediciones de terreno. Era simpático, relajado, moreno claro, de cuerpo trabajado pero sin exagerar. Tenía esa forma de hablar pausada que siempre me había gustado del Valle.

Estábamos en la parte alta de la finca, donde el calor era más seco. Sentados bajo un árbol, él sacó una botella de agua y me la ofreció.

—Esta brisa está sabrosa, pero el sol jode —dijo, sudando por la frente.

Le pasé un trapo y, sin pensarlo mucho, le dije:

—Estás sudando sabroso, te huele a macho.

Él se rió, al principio como si fuera un chiste, pero después se quedó en silencio. Me miró un segundo más largo de lo normal.

—¿Vos sí has estado con otro man?

Me sorprendió la pregunta, pero no la esquivé.

—Nunca, pero la idea me ha dado vueltas.

Hubo un silencio denso, largo. Después, John se acomodó la entrepierna y me dijo, bajito:

—A mí también. Pero que sea entre nosotros, y que no se vuelva a hablar.

Nos miramos, como confirmando que lo que íbamos a hacer era solo eso: una experiencia. Se quitó la camiseta, y el cuerpo le brillaba con el sudor. Me le acerqué despacio, y fue él quien me agarró la mano y la puso sobre su bulto. Estaba duro, grueso, de forma bonita, con un peso que se sentía en la mano.

Se bajó el pantalón, y su pipí salió libre, erguido, con una venita marcada y el glande húmedo. Yo también me desnudé, y antes de seguir, saqué un preservativo de mi maletín. Nos reímos, medio tensos, medio aliviados. Nos protegimos.

Él fue el primero en arrodillarse. Me chupó lento, firme, con la lengua recorriendo cada parte, mirándome de vez en cuando, como tanteando si lo estaba disfrutando. Después me tocó a mí. Me arrodillé frente a él, lo tomé con las dos manos, y me lo llevé a la boca. El sabor a piel caliente y limpia, el olor suave a sudor masculino, todo me encendía.

Después se inclinó, se puso el condón, y me penetró despacio. Yo sentía todo, desde la presión inicial hasta cómo me llenaba completo. Se movía con ritmo, cuidando que no me incomodara. Cuando terminamos, me tocó a mí. Me puse el preservativo, le pedí que se inclinara, y le metí el pipí con calma. Él solo apretó los dientes y aguantó. Fue intenso, rápido, caliente. Cuando acabamos, nos quedamos en silencio.

—Ya está. Una vez y ya —dijo, vistiéndose sin mucho escándalo.

—Una vez y ya —le respondí, y lo dejamos así.


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Esa noche, Jenny se me metió en la cama con solo una camiseta larga. Me abrazó por la espalda y me mordió el cuello.

—Me gustó lo que hicimos —me susurró—, pero siento que te estás guardando cosas.

Le di la vuelta, la miré a los ojos, y le hablé claro.

—Me gustan los olores, los sabores del cuerpo, los pies, los panties… me enloquece el cuerpo real, sin máscaras.

Ella me sonrió.

—Entonces huele, lame, prueba… todo es tuyo.

Me empujó hacia abajo, y se sentó sobre mi cara. Su sabor ya me era familiar, pero esa vez lo sentí más intenso. Le metí la nariz entre los labios, la lengua en cada rincón, y ella se tocaba los pezones mientras gemía. Le metí los dedos, la hice acabar, y cuando se vino, chorreó tanto que me mojó la cara.

Nos entregamos toda la noche. Me pidió que se lo metiera de nuevo por detrás. Esta vez se preparó mejor, se lubricó, y me guió con la mano. Se lo metí lento, y su culo se abrió para recibirme. Gemía más bajo, más sucio, más entregada.

—Hazme lo que quieras —me decía, sudada, empapada, con el cuerpo caliente.

Nos venimos abrazados, besándonos, sintiendo que el sexo no era solo piel, sino confianza, deseo compartido, entrega sin miedo.

A los dos días, Jenny se fue. En el aeropuerto me abrazó y me dijo:

—Esto no se acaba aquí, ¿cierto?

—No, apenas empieza.

Y ahí supe que, aunque mi experiencia con John fue algo único, lo que realmente me llenaba era el cuerpo y el olor de una mujer como Jenny. Lo que compartimos fue real, sudado, intenso. Un secreto guardado entre pieles… y confesiones.

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